Hoy es el día que todos esperaban, el del matrimonio de Nando, y los Barragán han abierto por fin las puertas de su casa. Abiertas es un decir, porque afuera han montado un ejército privado que requisa a quien entre, metiéndole mano al que sea, caballero, señora o menor, padrino de la novia o dama de honor, a ver si lleva armas encima.
Aunque la invitación es por la noche, muchos llegan desde las horas de la tarde para entrar de primeros, y se encuentran con otros que están aun desde antes instalados en los andenes, esperando que empiece la fiesta. También hay falsos invitados: guardaespaldas camuflados entre la concurrencia, Pajarito Pum Pum, Simón Balas y El Cachumbo vestidos de paisanos, haciéndose los locos pero con el ojo abierto para prevenir problemas de seguridad.
—¿Cómo íbamos a distinguirlos en medio del gentío, si todo el mundo parecía disfrazado?
Cuando se abren las puertas, los invitados irrumpen en patota gritando y echando vivas, como la fanaticada en el estadio, y recorren la casona curioseando todo, tomando fotos, metiendo las narices por los rincones, como turistas visitando el zoológico.
—Imaginábamos tesoros, o túneles, o cámaras de tortura, o quién sabe qué cosas estrambóticas dentro de esa casa, pero la encontramos común y corriente, como cualquiera de las nuestras. Sólo que más grande, mucho más grande.
No descubren adentro ni las riquezas ni los misterios que esperan. Sólo ven unos muebles pasados de moda arrejuntados al desgaire por las habitaciones y los corredores, como si el paso de los años, más que la voluntad humana, se hubiera ocupado del arreglo. Hay cuartos cerrados con llave en los que no pueden entrar. Espían por las hendiduras de las viejas maderas y no ven más que espacios desolados. En un dormitorio los sorprende un catre de bronce perdido entre montañas de maíz apilado. En otro, un chivo amarrado a la pata de un armario.
En un oratorio pequeño que huele a incienso y a ratón muerto descubren los retratos al óleo de cada uno de los difuntos de la familia, con sendas veladoras encendidas debajo. Hay un gran santo de yeso, con capa y espada y sin nariz. Están también el crucifijo, los candelabros, los cirios. Un ataúd sin estrenar, tamaño estándar, espera disimulado detrás de una cortina: todo dispuesto para velar al próximo.
—A esa gente la muerte nunca la encontraba desprevenida…
Cuando el sitio está atestado hace su aparición Ana Santana, del brazo de un tío materno porque es huérfana de padre.
—La llegada de la novia nos volvió a desinflar. Esperábamos un traje despampanante con revuelos de velo y de encaje como el de Grace Kelly cuando se casó con Rainero o como el de Mariana en el último capítulo de «Los ricos también lloran».
Ana no parece arreglada para boda sino para primera comunión. El vestido se lo ha hecho ella misma, soso de puro sencillo, en un rasete barato, y aunque en el salón de belleza la peinaron de bucles y la maquillaron con pestañina, polvo de arroz y rubor, sigue siendo la misma muchacha simplona de siempre, ni fea, ni bonita. La gente la mira más con lástima que con admiración, y piensa al verla de blanco como una paloma: se está metiendo en la boca del lobo.
Los hermanos Barragán no están a la vista y las mujeres de la familia tampoco. A los invitados los reciben y los atienden las chinitas, amarillas, azules y rojas, y unos meseros inexpertos, ordinarios, como adiestrados en el oficio el día anterior.
—Efectivamente, los habían adiestrado el día anterior. En realidad eran peones de confianza traídos de las fincas de los Barragán, quienes por seguridad no contrataban desconocidos para ningún propósito, porque corrían el riesgo de que se les infiltrara el enemigo. No habíamos visto al novio, a Nando, pero corrió el rumor de que estaba encerrado en su oficina, atendiendo negocios. Como Marlon Brando durante la boda de su hijo, cuando actuó de Padrino.
Al principio Nando despacha los asuntos privados, pero después aparece en medio de la fiesta. Viste lo de todos los días, la misma guayabera habana con que se lo ha visto durante años.
—A lo mejor no es la misma sino que tiene muchas iguales.
Como gesto de deferencia con sus invitados hoy se muestra por primera vez en público sin las gafas negras Ray-Ban. Tiene los ojos despistados y torpes del que se quita unos anteojos de uso permanente, y la gente prefiere no hacerle frente por pudor de entrometerse en la intimidad de esa mirada siempre escondida en la sombra y de repente expuesta a la luz del día. Estrenando ojos redondos, desconocidos, pasa cojeando por entre el gentío, saludando con aparatosos abrazos de oso polar que asfixian a las víctimas. La única que no amerita abrazo es la propia novia, que no recibe sino un beso en la frente, fraternal y desapasionado.
Nando Barragán rechaza los vasos de licor que le ofrecen los meseros. Va hasta el buffet, lo observa detenidamente, examina bandeja por bandeja, olfatea con desconfianza de roedor y no prueba nada. Después se pierde de vista por entre la ropa tendida del penúltimo patio y se mete a la cocina.
Allí encuentra sola a su madre, Severina. También ella viste de entrecasa, como si fuera un día cualquiera: una manta larga de algodón negro estampado en flores blancas, una toalla sobre los hombros, delantal de hule atado a la cintura y pies descalzos. Se ha lavado la cabeza con jabón Cruz Azul contra los piojos y Nando puede verla con el cabello suelto, lo cual sucede rara vez.
Aunque Severina ha permanecido toda la vida encerrada entre la casa, con excepción de las periódicas visitas al cementerio, sus hijos nunca la ven desarreglada ni recién levantada, ni saben a qué horas se acuesta, ni qué necesita, ni la han oído quejarse, ni llorar, ni reírse: su privacidad es impenetrable. Se ha ocupado de manejar las debilidades de los demás, pero ha permanecido hermética en relación con las propias. Cuando los otros se emborrachan ella se mantiene sobria; cuando están enfermos los asiste; cuando se derrumban la sienten entera; cuando se extravían la encuentran plantada en el centro; mientras derrochan, ella ahorra cada centavo; cuando el mundo familiar se viene al piso y se deshace, ella recoge los fragmentos y vuelve a pegarlos.
Severina conoce a los suyos por dentro y por fuera, pero a ella no logra descifrarla nadie. Se ha convertido en un enigma, el de la fragilidad todopoderosa. Siempre está ahí, siempre ha estado ahí, imperturbable como una roca prehistórica, y sin embargo es irreal como el tiempo y el espacio. En su aguante milagroso y en su misterio de esfinge radica el secreto de su autoridad.
Perdió a su esposo por muerte natural y a siete de sus doce hijos por muerte violenta, y de tanto ver morir se ha vuelto un ser de otra materia, un habitante de esferas más allá del dolor y la humana contingencia. Asume su destino con un fatalismo heroico, o paranoico, al menos incomprensible. Aunque es la principal víctima de la guerra contra los Monsalves, jamás le ha pedido a sus hijos que le pongan fin.
Los años le han mermado y encanecido el pelo pero aún lo conserva largo hasta la cintura. Nando la observa desenredarlo con un peine de dientes apretados y se percata de que maneja las hebras escasas con los mismos ademanes enérgicos que años antes necesitaba para lidiar la magnífica cascada. «Ya está vieja», piensa, y se sorprende al comprobar que su madre es susceptible al paso del tiempo.
—Tengo hambre, mamá.
Ella va hasta la estufa prendida de carbón —nunca ha querido estrenar la eléctrica que los hijos le mandaron instalar— y le sirve al primogénito una bandeja hasta los bordes de fríjoles de cabecita negra y un vaso repleto de Old Parr.
—Nando Barragán vivía con temor de que lo envenenaran y por eso no probaba bocado que no fuera preparado por su propia madre.
—La verdadera razón era otra: era una persona inculta, incapaz de probar un plato que le pareciera nuevo o raro.
Encerrados en la cocina, madre e hijo se olvidan de la fiesta que retumba lejos, como feria de otro pueblo. Nando se sienta a la mesa pesada y curtida en la que la familia ha comido, amasado la harina de maíz y planchado la ropa durante veinte años. Severina se le acerca por detrás y con sabiduría de domador de fieras le soba el cuero cabelludo con las yemas de los dedos, como suele hacerle desde pequeño cada vez que quiere apaciguarlo.
—Ahora sí, explícame por qué te casas con ella. Dame una sola razón —le pide.
—Porque un hombre debe tener esposa —contesta él, y se concentra en la tarea de devorar los fríjoles, pasándolos con tragos calientes de whisky vivo.
—La vas a destrozar, Nando.
—Ana Santana es más fuerte de lo que parece.
—Entonces te va a hacer mal ella a ti. Mira el circo que has montado hoy, no más para complacerla. Nunca antes habían entrado extraños a esta casa.
—Todo está bajo control.
—Eso dices siempre y siempre todo termina mal.
Se abre la puerta de la cocina y entra un señor cuarentón, blanco, más alto que el promedio, con ojos de un azul higiénico y apacible que rima bien con el rosado saludable de sus mejillas. Viste camisa clara y un discreto traje oscuro que inspira confianza profesional y seguridad personal. Es el doctor Méndez, amigo y abogado de la familia.
—En la ciudad, el doctor Méndez tenía fama de ser un señor. Era amigo de los Barragán, pero no se parecía a ellos. Era soltero, llevaba una vida tranquila y no se enredaba en pleitos de armas. En realidad trabajaba como abogado de las dos familias, de los Barraganes y de los Monsalves, y era la única persona que a lo largo de los años había sabido lidiar con ambas sin enemistarse con ninguna.
El abogado Méndez defiende frente a terceros a miembros de cualquiera de las dos familias. Desempeña su oficio en términos estrictamente imparciales, sin apasionarse, sin personalizar, sin ocuparse de asuntos que enfrenten a los dos bandos y, sobre todo, sin recibir de ninguno un centavo más de lo que cuestan sus modestos servicios profesionales.
Méndez sabe que trata con gente acostumbrada a untar la mano y a comprar conciencias, y que en el mismo momento en que un sujeto les recibe dinero por debajo de cuerda se convierte en su esclavo, en pertenencia de su exclusividad, sin derecho a pataleo, con obligaciones de fidelidad incondicional y con pena de muerte en caso de incumplimiento.
Las dos familias respetan al abogado por considerarlo un hombre instruido y honesto y se precian de su amistad. A ambas les conviene contar con la existencia de alguien como él, porque a pesar de la guerra a muerte —o debido a ella— es necesario algún nexo indirecto, una comunicación a través de alguien cercano pero neutral.
—De todas maneras la vida del abogado pendía de un hilo, porque un gesto equivocado de parte suya, o una palabra de más, hubieran roto el equilibrio milimétrico que mantenía entre Monsalves y Barraganes, y su humanidad rozagante hubiera ido a pudrirse al fondo de una zanja.
Recién afeitado y fresco como si estrenara piel, el abogado Méndez entra a la cocina y saluda de beso y abrazo a Severina y de apretón de mano a Nando.
—Era la única persona ajena a la familia que saludaba de beso a las Barragán. Además era el único que entraba a su cocina.
—¡Doctor Abogado! —lo saluda Severina, con una efusividad que no le demuestra a nadie.
—Siéntense —les pide Méndez, como si el dueño de la casa fuera él—. Me alegra encontrarlos juntos. Quiero hablarles a los dos.
Se trata de Narciso. Aclara que no trae chismes ni información de los Monsalves, que no lo hace nunca, ni de allá para acá ni de acá para allá. Sólo quiere que sepan lo que es obvio para cualquiera: que Narciso se expone innecesariamente. Que se exhibe con mujeres vistosas en griles y en discotecas.
—Si sigue así no dura —advierte.
—Siempre hay mujeres detrás de las muertes de mis hijos —sentencia Severina sin inflexiones en la voz.
Mientras tanto, afuera, la fiesta hierve a todo vapor y las orquestas rugen. A ratos el barullo y la actividad se disparan en ascenso, alcanzan un pico y todo el barrio vibra, sacudido por la energía que despide la casa de los Barragán. Después el ambiente se enfría, embotado de ruido, fatiga y whisky, hasta que lo agarra otra vez la ola, lo encarama en la cresta y estalla de nuevo el frenesí.
—En esa fiesta sucedió de todo.
Hacia el final del segundo día, cuando los músicos, los meseros y los guardaespaldas están tronados por el ron y los orinales improvisados despiden un robusto olor a amoníaco, Nando Barragán ya ha nivelado los rangos y acortado las distancias y está refundido, hombro a hombro e hipo a hipo, con los demás borrachos de la parranda.
Como siempre, lleva en la muñeca derecha un Rolex de oro macizo con cuarenta y dos brillantes incrustados, aparatoso y deslumbrante, que no pasa desapercibido. Uno de los invitados, un hombrecito insignificante llamado Elías Manso, zumba y revolotea, codicioso, alrededor del reloj. Tiene pinta antipática de diablo pobre pero pretencioso —sombrero corroncho, pantalón bota tubo, zapatico blanco— y Nando se lo espanta de encima como a un mosquito, con manotazos inconscientes. Manso, que está ebrio, vuelve a la carga y clava los ojos con deseo y lujuria en el Rolex y su constelación refulgente de brillantes.
—Regálame ese reloj —le dice a Nando, que no lo oye—. Regálame ese reloj —insiste, cansón como un abejorro.
Hasta que Nando monta en cólera, en su desmedida y temible cólera de gigante neurasténico, y lo alza del piso con un grito seco que congela las sangres y que hace que el hombre se asuste y se ensucie encima. Nando Barragán se da cuenta y le dice: Eres un insecto, te cagaste en los pantalones, y yo quiero ver qué tan bajo eres capaz de llegar para conseguir lo que quieres.
—Ya no quiero nada, en realidad tu reloj no me gusta —susurra Manso temblando.
—No mientas —ruge Nando—, entregarías a tu madre con tal de tenerlo. Te voy a dar la oportunidad. Que te traigan plato, tenedor, cuchillo y servilleta. Si te comes tu propia mierda, despacio y sin aspavientos, con buenos modales y sin chasquear, te regalo el reloj.
La multitud hace corrillo en torno a Elías Manso y quizá hubiera presenciado un acto repugnante si en ese momento no les azota el tímpano un estrépito que estalla afuera y que se desgrana en la catarata de notas de «Las mañanitas», interpretada con entusiasmo por las quince guitarras, los veinte violines y las veintitrés trompetas de cinco conjuntos de mariachis contratados para que toquen al tiempo. La serenata atronadora sacude, como un shock eléctrico, al gentío que se alborota y corre a agolparse contra la puerta de entrada para presenciar el espectáculo. Por la calle baja la nube de charros tocando sus instrumentos, debajo de grandes sombreros negros y apretados en vestidos de paño gris con adornos de plata.
Detrás de ellos, a paso de procesión, silencioso y suntuoso, se desliza el Lincoln Continental color ultravioleta de Narciso Barragán.
—En el matrimonio de Nando, fue Narciso el que se robó el show. Imagínese, aparecerse con tanto mariachi.
—Él siempre se robaba el show.
—Hizo una entrada triunfal, como la del Negro Gaitán en la gran plaza de la capital.
Detrás del Lincoln, cerrando la comitiva, cruje y se tambalea un armatoste extraño y enorme que a duras penas cabe por la calle y cuya naturaleza nadie identifica a simple vista. Viene montado sobre un remolque y jalado por un tractor, es redondo y plano y mide cuatro metros de diámetro.
Se trata del regalo de bodas de Narciso para su hermano Nando: una gran cama circular elaborada en carey, con colchón de agua, juego de espejos, bar incorporado, colcha de colas de zorro y profusión de cojines de diversos tamaños en la misma piel.
Narciso parece Gardel, con el pelo echado hacia atrás y pegado al cráneo con brillantina. Va rigurosamente vestido de blanco con un traje ceñido a la torera y calza mocasines italianos, también blancos, livianos y flexibles como guantes.
—Toda esa blancura en el atuendo era deliberada, buscada a propósito para que resaltaran irresistibles sus ojos, profundos y negros como la noche del desierto.
—Todo en él era deliberado y buscaba fascinar.
Lo acompaña una mujer sacada de revista de modas, una nena costosa, varios centímetros más alta que él, de piernas extralargas, pelo superliso, boca sensual y escote en V hasta la cintura que deja al descubierto buena parte de su pecho plano.
—No sé qué le vería Narciso, si era flaca como una gata.
—Las escogía así, descarnadas y modernas. Decía que carne por libras sólo pedía en las carnicerías. Le gustaban las muñecas finas, no las hembras ordinarias.
Narciso ordena a los mariachis que toquen la marcha triunfal de Aída, y con un gesto pomposo, magnífico, invita a Ana Santana a tomarlo del brazo y a acompañarlo: quiere hacerle entrega oficial del regalo. La lleva hasta la sala, la levanta en brazos con todo respeto, como corresponde con la mujer de un hermano, y la coloca en el centro de la cama, sobre la colcha de pieles. Pide silencio a la concurrencia y ante la expectativa general, enciende los interruptores incrustados en la cabecera del mueble indescriptible.
Entonces ocurre el milagro. Música brillante empieza a fluir a través de un radio empotrado, se encienden las luces rojas y negras que bordean la estructura de carey, se activan los resortes del somier produciendo vibraciones y masajes, oscila el colchón, para arriba y para abajo, hacia derecha e izquierda, da lentas vueltas de ciento ochenta grados.
La gente se aterra, se emociona, grita.
—¡La cama está embrujada!
—¡Parece rueda de Chicago!
—¡Salven a la novia!
Entre despavorida y divertida, Ana trata de mantener el equilibrio, rueda entre cojines y colas de zorro, rasga el vestido blanco, pierde la corona de azahares, sufre un ataque de risa nerviosa, pide auxilio, grita que paren, se arrepiente, quiere montar en cama un rato más, se quiere bajar, se quiere quedar.
Como si les hubieran dado cuerda, los músicos se arrebatan tocando, las parejas arrancan a bailar, los borrachos se animan y vuelven a beber, el mico pajero sigue en lo suyo, la muchedumbre aúlla, todos quieren montar en la cama mágica, se atropellan por subir primero, finalmente hacen cola para pasar uno por uno.
Hasta que Narciso, que no es persona que se deje opacar por una cama, grita: ¡Basta!, interrumpe la corriente eléctrica, liquida el carnaval y recupera el papel estelar. Se pone un sombrero charro en la cabeza y un clavel en el ojal y empieza a cantar rancheras, recorriendo los solares con los mariachis detrás, acompañándolo.
Su voz vibra por encima de los violines y las trompetas y los invitados quedan atrapados: los hombres pegan aullidos y ayayays mexicanos y las muchachas lloran histéricas, como fans de un ídolo de rock.
—¡Ay, mi hermanito del alma! —grita enternecido Nando Barragán, y sus brazos de acero estrechan a Narciso levantándolo en el aire hasta que los mocasines italianos apenas tocan el piso. Le acaricia la cabeza con mimos patanes de gorila cariñoso y le dice al oído, con voz entrecortada por la emoción y el alcohol:
—Cuídate. No te dejes matar como un perro.
Como de costumbre, Narciso aprovecha la oportunidad para montar espectáculo. Con garbo de gitano y agilidad de maromero, de un brinco se encarama a caballo sobre los hombros de Nando, y su figura blanca se baña de luz, como enfocada por reflectores. Se hace un silencio de iglesia que él, desde la altura de su pedestal de carne y hueso, prolonga durante largos minutos mientras paraliza a la muchedumbre con los rayos febriles de sus ojos preciosos.
Luego, con voz serena y nostálgica, responde a la advertencia de Nando improvisando una arenga que habrá de hacer historia en La Esquina de la Candela:
—Hermano mío: Mierda somos y en mierda nos convertiremos. Tú y yo lo sabemos, porque estamos condenados. ¡Bebamos hasta rodar, comamos hasta reventar, gastemos hasta el último centavo, amemos a todas las mujeres, miremos la muerte de frente y escupámosle la cara!
—¿Cómo terminó la fiesta?
Al cabo de los tres días la casa parece un campo después de la batalla: silenciosa y desierta, tapada de basura, semidestruida por el paso de la horda e invadida por tropillas de perros callejeros que buscan sobras.
Ana Santana está sola en la inmensidad redonda de su cama nupcial, con su camisón de bodas almidonado e intacto, aceptando el abandono y la subordinación conyugal con una resignación a prueba de orgullo, mientras Nando Barragán, borracho y caído en un rincón de la cocina de su madre, en medio de una montaña maloliente de colillas, llora la dolorosa memoria de la rubia Milena, la mujer que no quiso quererlo.