La Muda Barragán, descalza y vestida de negro, parapetada en su espacio impenetrable y sin palabras, despercude con un trapo rojo las máquinas de pinball y los aparatos de gimnasia en el cuarto encerrado de su sobrino Arcángel.
—¿Por qué le decían La Muda Barragán, si ése no era su apellido? ¿Si era tía materna de los Barragán?
A todas las mujeres de la familia las llaman así, las Barragán. A Severina, la madre de Nando y Arcángel. A La Mona, hermana de ellos, una mujer energúmena y mal hablada, de armas tomar, domadora de hombres, machorra a punta de educarse como única hembra en medio de once varones. A las esposas de los casados, a las hijas de ellos, a la propia Muda, a otras dos tías maternas.
—Todas encerradas en el caserón, sin querer saber nada del mundo de afuera, vestidas de negro. En el barrio hacíamos chistes, decíamos que eran un harem, un aquelarre, un corral de aves de mal agüero. A ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido enamorar a una Barragán, ni intentarlo siquiera, y ellas tampoco nos volteaban a mirar. Las viejas ya estaban secas de tanto sufrir y tanto parir, y a las jóvenes la guerra las había vuelto de piedra. No les quedó tiempo para ser hembras, ni madres. Eran frígidas y estériles. O al menos eso creíamos.
Los hombres mandan de puertas para afuera, de puertas para adentro gobiernan ellas. Se soportan las unas a las otras en medio de una convivencia tensa, cargada de pugnas soterradas por el poder doméstico y de celos mal camuflados por los afectos masculinos.
—En La Esquina de la Candela no había pelea, por privada que fuera, que no se volviera pública. Las rupturas de novios, las palizas de los maridos celosos, hasta los pleitos por un partido de fútbol daban para escándalo y se regaban a los cuatro vientos. Sin embargo, nunca llegamos a enterarnos de los conflictos entre las mujeres del clan Barragán.
Son rencores íntimos, secretos, que jamás estallan en discusiones abiertas. Se respiran en el aire pero no se expresan y desaparecen como por encanto en las situaciones de peligro. Cuando se trata de defender a sus hombres y a sus niños, las Barragán actúan como un solo cuerpo: se olvidan de las rencillas. Pero las hay, y fuertes. Cada una de ellas es un general que compite por el poder interno.
Se dice que la autoridad la detenta Severina, la anciana, la madre, la columna vertebral del clan. Pero la verdad es que cada una, a su manera, domina un terreno. Y además ejerce control particular sobre alguno de los varones.
Severina es la dueña de Nando, su hijo mayor. Lo ama tanto, tan intensamente, que lo somete y lo sofoca con ese amor desquiciado. Él no mueve un dedo sin consultarle, y al mismo tiempo, a sus casi 40 años, le monta de vez en cuando unos berrinches escandalosos de adolescente rebelde.
—La gente opinaba que el matrimonio sorpresivo de Nando con Ana Santana no era sino eso, ganas de clavarle las banderillas a Severina.
La Mona, la fiera suelta que sigue a Nando en edad, parece hecha a imagen y semejanza de él; es su vivo retrato pero más baja y con faldas. A pesar de su nombre, no tiene un pelo que no sea negro: no le dicen La Mona por rubia sino porque tiene semejanza con los simios. Es la que administra al Raca, el penúltimo de los hermanos, y de tal palo, tal astilla: en el físico no, pero sí en el temperamento y las inclinaciones, el Raca salió igual a ella, sólo que peor. Inconcebiblemente peor.
Y está, por supuesto, La Muda —ensimismada como sus abuelos indios, enjaulada en su virginidad y en su silencio— y su curiosa relación con el sobrino Arcángel.
—La Muda no permitía que nadie tuviera contacto, o trato cercano, con Arcángel. Salvo las novias que ella misma le administraba.
No es así, Arcángel tiene además un amigo del alma, un cabo del ejército llamado Guillermo Willy Quiñones. La amistad empezó hace un año y los dos muchachos la cultivan con visitas semanales de Quiñones, que La Muda tolera.
—Entonces alguien más tenía acceso al lugar de reclusión de Arcángel…
Sí. Ese cabo, Guillermo Willy Quiñones, el único hombre de sangre extraña que entra en casa de los Barragán. En sus visitas le trae de regalo a Arcángel números viejos de la revista Soldado de Fortuna, para que se entretenga, y como Quiñones entiende inglés y Arcángel no, le traduce los artículos. Además, se quedan horas hablando de armas, de operativos, de comandos especiales, de mercenarios: los acerca la pasión por una violencia que ninguno de los dos practica. Otras veces hacen gimnasia juntos, o se sientan en silencio a oír los discos de Pink Floyd. Quiñones se precia de saber de memoria las letras de las canciones, y se las traduce al amigo.
—¿Y La Muda permitía esa amistad?
Si no la permitiera no se daría, porque en el cuarto de él no vuela una mosca sin autorización de ella.
—Se decía por el barrio que en esa casa La Muda, que no tenía voz, era la que más fuerte hablaba.
La Muda controla las cosas mínimas, las imprescindibles, sin las que nadie puede vivir. Ella maneja la media docena de chinitas que viven en el último patio de atrás, y que hacen los oficios.
Se les dice chinitas pero son esclavas. Duermen sobre jergones y trabajan a cambio de comida. Tienen entre nueve y catorce años, son hijas de familias pobres que no pueden sostenerlas y los Barraganes las han recibido de regalo. Les pertenecen, igual que las mulas o las gallinas o las mecedoras del corredor.
Al frente de su pelotón de chinitas, La Muda se ocupa del trabajo doméstico, que en esa gran familia es monumental. Las niñas esclavas obedecen en el acto su menor señal. Han aprendido a interpretar el sentido de los gestos de su cara y las órdenes que imparte con la mano. Todo el engranaje práctico de la casa Barragán, que más que casa es una ciudadela, depende de La Muda. Si ella no compra el mercado nadie se alimenta; si no hace la limpieza, se dejan tragar por la mugre; si no paga las cuentas de teléfono, agua y luz, les cortan los servicios; si no obliga a los niños a llenar planas de vocales y consonantes, crecen analfabetos sin que eso les quite el sueño a los adultos.
La Muda le encuentra la camisa al uno, la cartuchera al otro, el remedio para la tos a la de más allá. Ella purga a los muchachos, pone veneno para las cucarachas y trampas para los ratones, remienda medias, embetuna zapatos, riega la huerta, poda los frutales, se fija que haya dentífrico en el lavamanos del corredor, que Fulano se tome la leche, que Zutano no ponga los pies sobre la mesa, y es en el manejo de la cotidianidad donde cimienta su poder invisible. Sin ella la casa se viene abajo y eso lo saben todos, aunque no lo reconozcan.
La autoridad de Severina es moral y absoluta, y le basta su presencia de matrona para imponerla en todos los terrenos de la vida. La Mona, en cambio, manda a las trompadas. Al que no le obedece le pega, le tira un trasto por la cabeza o le grita groserías. Es la encargada del inventario, la limpieza y el mantenimiento de las armas, y de surtir la provisión de municiones. Como mujer que es no tiene parte directa en la guerra, pero se manda una fuerza de toro que delata muchos cromosomas en su organismo. Dispara mejor que sus hermanos y sabe armar y desarmar el fusil más rápido que cualquiera de ellos.
En este momento La Muda está con Arcángel, los dos solos, en la habitación cerrada. Ella limpia el polvo con un trapo rojo y él la mira trabajar, tendido en la cama, sin quitarle los ojos de encima.
—Para los que sólo la veíamos pasar por la calle, La Muda no era más que unas cejas tupidas, una mirada de acero inoxidable y una anatomía sin forma entre un envoltijo de trapos negros.
Arcángel la mira mejor y ve mucho más. El exceso de ropa que su tía lleva encima le dispara la imaginación. Se fija en lo único que ella no le oculta, los pies descalzos. En esos pies jóvenes de pasos rápidos y silenciosos el muchacho descifra el código que le permite adivinar el resto del cuerpo. Con su íntimo amigo, el cabo Guillermo Willy, hablan a veces de mujeres. Hacen la lista de las que conocen, se ríen como hombres grandes, utilizan un lenguaje grueso y sin cariño para describirlas. Pero Arcángel, que sólo sueña con La Muda, no se atreve a mencionarla, y se muerde los labios de indignación y celos cuando Guillermo Willy lo hace.
—En el barrio dicen que está solterona y pasada de kilos —le cuenta Willy.
—No es cierto, es hermosa.
—También dicen que usa un cinturón de castidad.
—No es cierto.
—Sí es. Rojas, el herrero, jura que hace años lo fabricó él mismo, con sus propias manos, por encargo de ella. Un día hasta lo dibujó en un papel, para explicar cómo era. Pintó una lámina de hierro con dos orificios, uno por delante, protegido por treinta y seis dientes, y otro por detrás, con quince dientes.
—Son mentiras. Cállate.
Ahora La Muda revuela por el cuarto limpiando el polvo y recogiendo desorden y ropa sucia. Desde la cama el sobrino sigue sus movimientos. Le mira los pies, le admira el cuerpo oculto, desea sus carnes maduras, cree olfatear la humedad de su sexo, imagina el metal que lo aprieta. En los movimientos enérgicos y bruscos del aseo, en la forma como agarra la escoba, como sacude el trapo rojo, el niño capta una convocatoria secreta que lo hipnotiza y lo debilita. La vida entera se le va en mirarla, gasta su fuerza en tratar de adivinarla, quisiera encontrar la llave que abra los candados de tanta maravilla acorazada y prohibida.
—Muda —le pregunta, y ella para de hacer oficio para voltear a mirarlo—. ¿Es verdad que puedes hablar? Háblame. Dime cualquier cosa.