Conocíamos la casa de los Barragán sólo por fuera. Como toda la vida habíamos vivido en el mismo barrio, ellos nos sabían identificar, nos dejaban pasar por enfrente, caminar por su cuadra o sentarnos en la acera a conversar. Porque ellos custodiaban el vecindario. Tenían a su gente patrullándolo día y noche. A nosotros nos dejaban en paz pero a los extraños no les permitían arrimarse.
De ser un barrio tranquilo, más bien aburrido, el nuestro había pasado a ser un frenesí. Cuando uno menos esperaba, pum, pum, pum, y todo el mundo a la calle a ver qué pasaba, traque, traque, traque, a saber quién era el muerto. Muchas casas estaban averiadas por cuenta de la guerra de los Barraganes contra los Monsalves. Cada asesinato, cada enfrentamiento, quedaba señalado como una cicatriz en las calles de nuestro vecindario, y nosotros crecíamos reconociendo en esas marcas los capítulos más importantes de nuestra historia local.
Ni siquiera los lugares respetables, ni los privados, se habían escapado de ser escenarios del crimen. A un Barragán llamado Helvencio le hicieron un atentado dentro de la iglesia parroquial, y nueve balas quedaron incrustadas en el altar. La décima bala, la más sacrílega, pegó en el cáliz. Ese hombre, Helvencio, se había refugiado en la iglesia creyendo que no se atreverían a atacarlo en lugar sagrado. Pero se atrevieron, y lo mataron.
A todo se atrevían. El sitio favorito de las barras de muchachos y de muchachas era la heladería, porque tenía un ventanal que daba a la calle principal y uno se podía sentar a ver pasar la gente. Ese ventanal lo pulverizaron a rafagazos dos veces en el mismo año, y la segunda vez el dueño ya no tuvo paciencia y lo reemplazó por rejas de acero. Otra vez una balacera causó un incendio en una bomba de gasolina, y en esa esquina sólo quedan escombros renegridos. Había impactos de bala hasta en el parquecito donde se juntaban los ancianos a jugar dominó. Había impactos de bala en todas partes: en las tapias, en las ventanas. Un poste caído a la salida de la escuela pública nos recordaba el día que lo había tumbado un carro lleno de Monsalves, que huían después de atacar.
Muchos eran los estragos que a lo largo de los años iba dejando ese pleito. No quedaba ya cuadra sin su propia historia de sangre. Eran tan frecuentes los tiroteos, que nosotros mismos, a nuestro propio barrio, el lugar donde habíamos nacido y donde forzosamente teníamos que crecer, le decíamos La Esquina de la Candela. Los de los otros barrios le decían así también.
Entre la muchachada era diversión contarles a los visitantes los distintos episodios de esa guerra. Como en todos los oficios, entre los narradores había unos mejores que otros: los que le ponían color y detalle al relato, los de más memoria, los que imitaban bien el ruido de ráfagas de metralleta y de chirrido de llantas. O los que sabían actuar en cámara lenta los golpes de balas en un cuerpo, o una escena de lucha a patadas, o a cuchillo.
Los visitantes quedaban impresionados con todo lo que oían. Y veían, porque les organizábamos visitas, como en los museos, llevándolos a los distintos escenarios: aquí asesinaron a un Barragán cuando salía del entierro de un hermano, les contábamos, y ellos podían meter el dedo en los orificios de bala en la pared del cementerio. O estos cristales quedaron destrozados cuando el atentado contra fulano, o en esta lavandería se encontraba tal cuando le dieron el tiro en tal lado.
Nuestro barrio, que antes era común y corriente, simplemente uno de tantos, ahora tenía su tradición, su folclor. Era peligroso vivir ahí, las mamás les prohibían a los hijos jugar en la calle, en las noches cundía el miedo, pero al menos teníamos de qué hablar. Nos habíamos inventado un motivo de orgullo. Todos los días los Barragán eran protagonistas de algo espectacular, algo digno de ser contado.
En realidad no los queríamos, casi no los tratábamos. Mejor dicho ellos no nos trataban a nosotros. Nos toleraban pero nada más. Por desconfianza, tal vez. No confiaban ni en su madre. Ya era mucho con que nos dejaran pasar por enfrente de su casa sin requisarnos. Por eso teníamos que estar agradecidos: porque no nos matoneaban.
Habían montado sus retenes y tenían carnetizada la población del barrio en el registro de su memoria. Al que no habían visto antes, o no sabían de quién era hijo, o primo, o compadre, no lo dejaban pasar. El barrio era territorio de ellos, y nosotros nos habíamos acostumbrado a que así fuera. Les respetábamos su gobierno y su vigilancia, primero porque no podíamos oponernos, y segundo porque en medio de todo tenía sus ventajas: en La Esquina de la Candela nadie robaba, nadie atracaba, no había delincuencia común de la barata. Pero también tenía sus desventajas: vivíamos sentados en un polvorín, esperando la arremetida de los Monsalves. O la defensa de los Barraganes, que a veces resultaba más perjudicial para nosotros, los neutrales.
Las mujeres Barraganes eran más intratables que los hombres. Andaban de negro, y cuando salían de la casa a hacer mercado, o al médico, o a misa, pasaban rapidito, sin detenerse, sin hablar ni entrar en confianza con nadie. Los varones eran menos ariscos, pero tampoco eran amigables.
El interior de su casa era un misterio para nosotros: casi nadie del barrio había estado adentro. Como digo, sólo conocíamos lo que alcanzábamos a atisbar por entre las ventanas. Y eso cuando no estaban cerrados los postigos. A veces, cuando la guerra andaba en lo fino, esos postigos permanecían cerrados durante semanas, aun en las épocas en que el calor era devastador.
Por eso, cuando anunciaron el matrimonio de Nando Barragán y regaron la noticia de que todos los vecinos del barrio estábamos invitados, ninguno de nosotros quiso perder la oportunidad. No porque los apreciáramos, porque en realidad nos disgustaban, sino por ver esa fortaleza por dentro. Por espiarlos a ellos de cerca. Era curiosidad morbosa de conocer las entrañas del monstruo. Todos queríamos presenciar aquello en vivo y en directo; nadie iba a esperar que vinieran a contarle. Hasta ese momento sólo corrían rumores, chismes, y uno nunca sabía a ciencia cierta cuál era el origen, o si eran datos fieles o calumnias. Pero con la invitación eso cambiaba, porque íbamos a ver todo con nuestros propios ojos, sentados en primera fila, como en cine de estreno.
La noticia de la boda nos tomó a todos por sorpresa porque creíamos que Nando Barragán no se iba a casar nunca. Había dejado embarazadas a muchas mujeres, pero ninguna protestaba, ni lo delataba, porque le tenían pavor.
Ni al más envalentonado de los padres se le hubiera ocurrido ir a reclamarle el daño hecho a la hija, ni mucho menos exigirle matrimonio, ni siquiera sugerirle que pasara dinero para criar al niño. Al contrario: las muchachas parían y volaban a ponerle su propio apellido a sus hijos, no fuera que los Monsalve vinieran a desquitarse con ellos, por ser hijos del jefe de los Barragán. Ése era un apellido maldito, y era mejor no llevarlo.
Pero al mismo tiempo los varones del barrio envidiaban a Nando, porque no había virgen que no desvirgara ni viuda que no consolara, ni mujer, en general, que dejara pasar de largo. Cuando podía por las buenas, pues por las buenas, y si no por las malas, o por las regulares, y con una suerte así, ¿quién piensa en casarse?
Su hermano Narciso, al que le decíamos El Lírico —por poeta, por lindo, por perfumado—, también era mujeriego, pero de otra manera. A Nando le servía lo que fuera, con tal de que llevara faldas. Lo cual es un decir, porque también las aceptaba de jeans, de bermudas o de pantaloncitos calientes, lo que le cayera.
En cambio Narciso era selecto y escogía a las mejores. Sólo le gustaban las modelos, o las que aparecían por televisión, y no tenía problema para conquistarlas. Nunca a la fuerza, como Nando, sino con estilo, echando por delante su fama de guapo, su pinta de torero y sus buenos modales. También se enorgullecía de su éxito con las mujeres cultas, maduras. Que fueran por lo menos bachilleres, y mejor todavía si tenían título universitario. Le gustaban las abogadas, las médicas, las ingenieras, cualquier profesión, siempre y cuando fueran lindas. Las quinceañeras y las incultas no eran para él, las unas por inmaduras, las otras por vulgares. Se preciaba de aprovechar sólo lo más fino, y desdeñaba el resto.
Todo lo contrario de Nando, que se mantenía con tanto apetito que devoraba lo que le pusieran por delante. Sus proezas sexuales eran famosas en el barrio. Había preñado hasta a una señora de sesenta años. Claro que se decían muchas cosas, aunque no le constaran a nadie. Lo que estaba claro era que con las hembras él solo pasaba el rato, y después, si te he visto no me acuerdo.
Lo de su matrimonio también fue sorpresa por otra razón, porque todos sabíamos, o por lo menos decíamos, que el único amor de Nando era Milena, la rubia, la prostituta regenerada que no había querido casarse con él. Se hablaba de su amor desesperado por ella y se comentaba que si con las demás mujeres actuaba como actuaba, era por despecho. Por vengarse con otras del desamor de Milena.
Las mujeres comentaban: La única que puede casarlo es esa Milena. A Milena no la conocíamos, ni de vista siquiera, pero se nos había vuelto personaje. Por eso nadie entendió nada cuando supimos que ella no era la novia. Y peor todavía cuando nos enteramos de quién era: Ana Santana, la más común y corriente de las muchachas del barrio, la menos interesante, la menos misteriosa. Era costurera y todo el vecindario pasaba por su casa a pedirle que agrandara o achicara ropa, o que le cogiera el dobladillo a un vestido, que arreglara un pantalón, o un abrigo, para ponerlos a la moda.
Ana Santana no era la más bonita, ni mucho menos, pero tampoco la más fea. No era muy inteligente y no era muy bruta. Era simpática, pero no demasiado. Ni gorda ni flaca sino regular, como en todo lo demás. Mejor dicho ni fu ni fa: era una muchacha cualquiera, la más cualquiera de las muchachas. Lo sorprendente era que no se casaba embarazada, que no era alianza por obligación, sino por voluntad. Por eso todos queríamos estar presentes cuando Nando Barragán diera el sí. Oír para creer. Hasta que no lo dijera en público, delante de todo el mundo, nadie iba a convencerse de que se había dejado atrapar.
El mismo día que se regó lo de la invitación colectiva a la boda, las vecinas inundaron la casa de Ana Santana, que quedaba a cuadra y media de la de los Barragán. Había descontento entre ellas, porque se preciaban de saber todo desde antes de que ocurriera y esta vez la noticia las había cogido en ayunas. Ninguna sospechaba siquiera que estuvieran de novios. La verdad parece ser que no lo estaban, que se conocieron un día y a la semana escasa ya tenían decidido el matrimonio. En todo caso, a la casa de Ana fue a parar el gallinero, con cualquier pretexto: que vengo por el corte de lanilla que te dejé hace un mes, que vengo a que me prestes clavos de olor y canela, cualquier cosa con tal de averiguar. Y ella a todo el que le preguntaba le contaba lo mismo.
Según la versión de Ana, desde hacía días la despertaba a la madrugada una canción que se llama «Caballo viejo». El miércoles santo, cuando pasaba frente a la casa de los Barragán, oyó que sonaba esa misma canción, a todo volumen. Le llamó la atención, por ser fecha de recogimiento.
Al día siguiente, jueves santo, lo mismo, y se animó a acercarse a la puerta para protestar por el irrespeto. Timbró envalentonada porque sentía burlada su religiosidad, pero no se hubiera atrevido a tanto si hubiera imaginado siquiera quién iba a aparecer. Ni más ni menos que Nando Barragán en persona. La leyenda viva, de carne y hueso, le abrió el portón en calzoncillos, de gafas negras, con un cigarrillo en la boca y ostentando sobre el pecho el talismán, y preguntó amablemente qué se le ofrecía. A ella se le atragantaron las palabras. Inmediatamente desistió de la idea de quejarse, y se quedó callada, muda, mirando atónita al gigante medio empeloto que esperaba su respuesta en el quicio de la puerta entreabierta.
Él hizo la pregunta por segunda vez, sin dejar el tono amable. Entonces a ella se le hizo la luz en el cerebro. Tuvo una iluminación del Espíritu Santo. Se le ocurrió decirle, con un hilo de voz, que si le hacía el favor de prestarle el disco para grabarlo. Él le preguntó si le parecía bonito y ella le contó que todos los días la despertaba. Él le pidió disculpas sinceras y le dijo que se lo prestaba. Ella se llevó el disco y aunque no fue más lo que conversaron, desde ese mismo momento quedó enamorada. Y casi se cae de espaldas esa noche, cuando el propio Nando Barragán golpeó en su casa con el pretexto de recoger «Caballo viejo».
Así fue como empezaron el romance, como quinceañeros. Al menos según la versión de Ana Santana, que sonaba a novelita rosa y no tenía nada que ver con la leyenda negra de Nando Barragán, que con las mujeres iba al grano sin ponerse en rodeos ni en coqueteos. Pero como él nunca le contó su versión de los hechos a nadie, la del disco quedó como oficial.
Tampoco fallaron los que visitaron a Ana por interés mal disimulado, porque no se les escapaba que con el matrimonio pasaría de costurera remendona a multimillonaria. Ni los que lo hicieron de buena fe, para advertirle en qué se estaba metiendo.
Le contaron mil historias sobre las mil novias que tenía Nando, y le dijeron: Ni te sueñes que las va a dejar por ti. Vas a ser la número mil uno, y acuérdate que la de planta es la que lleva la peor parte. También le hablaron de los negocios ilícitos de su futuro marido y de la guerra contra la otra familia. Desde el momento en que nazcan, tus hijos van a estar amenazados, le recordaron. Ni tú ni los tuyos van a tener un minuto de paz. Dinero sí, todo el que quieras, pero ni paz ni amor.
Desde una población de la otra costa vinieron unos parientes lejanos a ponerla al tanto de un hecho desconocido. Abre los ojos, Ana, le advirtieron, que no es la primera vez que Nando Barragán contrae matrimonio. Le contaron que en una visita que hizo a la tierra de ellos se había encaprichado con una mulata virgen, a quien su padre cuidaba como una perla. Nando Barragán quiso hacer lo de siempre: arrastrarla debajo de cualquier árbol para amarla a la brava.
El padre resultó ser un titán marino de musculatura esculpida durante una vida de sacar langosta del fondo del mar. Cuando vio que un patán recién aparecido iba a perjudicarle a su tesoro, se le plantó delante y lo amenazó con asesinarlo. Nando tal vez sintió respeto por el tamaño monumental del negro, o le vio en los ojos inyectados la decisión visceral de masacrarlo, porque en vez de casarle pelea se sacó del bolsillo un fajo gordo de billetes y se lo ofreció a cambio de quince minutos con su hija.
De entrada el pescador se indignó más de lo que estaba, pero cuando se iba a arrojar como una fiera depredadora sobre su presa, no pudo evitar echarle un vistazo de reojo al paquete de dinero, que debía ser más del que juntaba toda su comunidad en un año entero de vender langosta.
—Le acepto el trato —le dijo a Nando—, pero a cambio de que se case con mi hija.
Nando se rió; era lo más absurdo que le habían propuesto en la vida. Pero se le fue la risa cuando vio que el hombre no se transaba por menos. Le ofreció doblar la cantidad de dinero si eran solamente los quince minutos.
—No quiero ni más ni menos de lo que hay aquí —se plantó el hombre, testarudo—, pero a cambio de matrimonio.
Mientras tanto la mulatica se asomaba detrás de unas matas de plátano y cuando Nando la veía se le desbocaba el instinto. Se desesperaba por poseerla pero estaba de afán, necesitaba viajar a otro lugar para cerrar un pacto millonario y estaba ahí anclado, perdiendo el tiempo en esa transacción inverosímil.
—Doscientos mil pesos por diez minutos, y trato hecho —dijo.
—Cien mil y matrimonio —regateó el papá.
Nando comprendió que no había nada que hacer, y como estaba decidido a comerse a esa muchacha al precio que fuera, gritó con impaciencia:
—Está bien, maldita sea. Traigan al cura.
El pescador sonrió con todos los dientes, triunfador.
—Queda un solo problema —anunció—. En este pueblo no hay cura.
Refrenando el estallido de su cólera criminal, Nando Barragán miró alrededor y vio la población entera —viejas y viejos y mujeres y niños— rodeándolos en círculo y gozando del espectáculo. Entre el público había dos monjas catalanas, las maestras de la escuela, vestidas de blanco y con amplios gorros almidonados, como alas de gaviota.
Nando tomó a la más anciana por el brazo.
—A falta de cura, nos va a casar esta madre reverenda —anunció.
La monjita, horrorizada, quiso armar escándalo, pero eso era bastante más de lo que un Barragán solía soportar. Se sacó la Colt Caballo de la cintura y la puso contra la gaviota almidonada que la hermana tenía en la cabeza.
—O usted nos casa ya, o aquí se muere hasta el gato —le advirtió.
La religiosa los casó como pudo, el suegro se guardó su dinero, Nando tiró el pucho, se quitó las Ray-Ban, se abrió la bragueta, desfloró a su esposa en siete minutos y medio y la abandonó en el minuto octavo, desapareciendo para siempre por la carretera en su Silverado gris metalizado.
Ana Santana escuchó esa historia en silencio y cuando sus parientes terminaron, les agradeció la información y los despachó:
—Matrimonio oficiado por monja no vale, ni aquí ni en Cafarnaún —dijo secamente, y no dejó que le volvieran a tocar el tema.
Todo eso y más le reveló y le pronosticó la gente que se preocupaba por su felicidad. Pero ella puso oídos sordos. O ya conocía el curriculum de su prometido, o no le importó conocerlo, porque no cambió su decisión.
Para nosotros tanto mejor, porque si Ana Santana se arrepentía no había boda, y si no había boda, todo el barrio se quedaba con los crespos hechos.