El Mani se hace a un lado y Holman Fernely entra a la oficina donde se encuentran reunidos los hermanos Monsalve. Éstos observan de pies a cabeza al recién llegado, a lo mejor con decepción. Le ofrecen un tinto y mientras se lo toma, notan que el pulso tembloroso le hace derramar el café. Leen el letrero que trae tatuado en el brazo: Dios y madre. Lo miran echarse gotas de medicina en los ojos llorones.

—A partir de ese día veíamos mucho a Fernely por el barrio, entrando y saliendo de La Brigada. Fernely no era hombre de impresionar con su presencia. Al contrario. Nos preguntábamos si ese langaruto de párpados hinchados y mechas ralas era el célebre asesino a sueldo. Nada de corpulencia, ni de pelo en pecho, ni de mirada fría de mercenario. Lo que parecía era enfermo, por la manera más bien triste de arrastrar las chanclas y de refregarse los ojos.

Fernely se sienta en una silla y no dice nada, según su estilo habitual. Mira a los hermanos más famosos del puerto con apatía, como si no los viera.

—Algunos vecinos cuentan que Fernely o estaba callado, o soltaba sólo refranes. Unos opinan que era por prudencia de sabio, otros que era de tarado, o de la pereza de pensar.

Se sienta a escuchar lo que discuten los Monsalves. Les oye decir que se va cumplir una zeta, pero él ni sabe qué es una zeta, ni le importa un rábano. Le explican que se trata del aniversario de la muerte de Héctor, un hermano de ellos, y la conmemoración exige venganza. Le mencionan los nombres de las posibles víctimas: de los once varones Barraganes quedan vivos cuatro. Nando, el mayor, un hueso duro de roer. Los otros son Narciso, el poeta; el Raca, un tinieblo sin Dios ni ley, y Arcángel, el menor, el consentido de Nando, a quien hace unos meses han herido en un brazo, sin lograr matarlo.

Holman Fernely escucha toda la explicación sin intervenir, sin dar señales de impaciencia. Ni de vida. Se concentra en el sufrimiento de sus ojos inflamados, que se entrecierran, se protegen entre los párpados buscando alivio para el ardor. Después de un rato, cuando cree que ha oído suficiente, aconseja:

—Que muera Narciso.

No ha dicho nada distinto de lo que es obvio, lo que ya estaba claro para los demás. Por eso su éxito es inmediato, y la decisión se aprueba por unanimidad.

—Que muera Narciso, por huevón.

—Al enemigo primero arruínalo, luego extermínalo —sentencia Fernely, y esta vez deja perplejos a los Monsalves, para quienes era evidente que Narciso debía morir, pero por farolero, por perfumado, por blanco fácil. Lo que propone la lógica extranjera de Fernely es otra cosa: liquidarlo porque maneja los dineros, las listas de clientes, los contactos…

—Al enemigo primero arruínalo, luego extermínalo —repiten convencidos los Monsalves, y se enamoran del lugar común.

—Chao pescado —se despide Fernely sin entusiasmo ni inspiración, y sale de allí a estudiar el objetivo y a planificar el atentado.