—¿Acaso Roberta Caracola, la bruja leprosa, no le leyó la taza de chocolate a Nando Barragán?

—Sí se la leyó, porque él mismo le pidió que lo hiciera.

De tres sorbos, Nando Barragán se toma el líquido caliente y mece el pocillo agarrándolo entre sus dos manos enormes, con delicadeza torpe, para que no se le quiebre como un huevo. Luego lo coloca boca abajo sobre la mesa, para que el cuncho de cacao se escurra por la porcelana dibujando caminitos, ojos, lagunas, remolinos, y las demás figuras caprichosas que le trazan a un hombre el mapa de su destino.

—¿Y qué fue lo que le dijo?

Roberta Caracola espera siete minutos para que quede todo lo que tenga que quedar. No sea cosa de que alguna gota no se desprenda y deje de revelar un dato fundamental.

—¿Por qué siete minutos, y no más, ni menos?

—Quién sabe pero dicen que fueron siete, como los siete días de la semana, las siete vidas del gato, las siete maravillas del mundo.

Durante siete largos minutos, mientras la vieja espera en silencio, Nando escucha la voz de Narciso y el ruido de la brisa que arrastra basuras playa arriba.

Por fin Roberta Caracola toma el pocillo con sus manos incompletas, se lo acerca demasiado a los ojos cegatos y lo observa con atención de científico, como si buscara microbios en el fondo.

—Hay una respuesta que no se encuentra aquí —dice—. ¿Para qué sigues en el negocio, si ya tienes más dinero del que puedes gastar?

Nando Barragán le contesta que es a causa de la guerra. Le dice que mantener la guerra contra los Monsalve le cuesta muy caro, que para seguir con vida, y cuidar la de los suyos, necesita mucho dinero.

Entonces Roberta Caracola estira su cuello escamoso en un gesto solemne de tortuga vieja y le hace una recomendación:

—Deja esa guerra. No es bueno andarse matando entre hermanos.

Nando olfatea el tufo malsano que despiden los pliegues desdoblados del pellejo de la enferma, y le explica que no puede, que ha recibido el mandato, que cumple con la obligación sagrada de cobrar deudas de sangre.

—Entonces haz lo que tengas que hacer —le dice la bruja, que no está dispuesta a gastar en vano las pocas palabras que le quedan en esta vida—. Pero cuídate, Nando Barragán, nunca te pintes la cara de blanco.

—Dices cosas raras —contesta él—. ¿Por qué habría de pintarme la cara de blanco?

—Tú hazme caso. ¿Quieres saber algo más?

—Dime cuántos hijos voy a tener.

—Ni tú podrás contarlos.

—¿Y cómo sabré que mi fin está cerca?

—El día que el bicho no se te pare. Cuando eso te pase, ya no te quedarán muchos días por delante.

Nando suelta unas carcajadas ruidosas, muy exageradas, que se oyen hasta la ciudad. Le hace gracia lo que oye porque es famoso por su potencia sexual de gran verraco, de reproductor mayor de la especie. Le dice a la vieja que el día que no se le pare el bicho va a estar tan viejo, que ya podrá morirse en paz.

—Quién sabe —contesta Roberta Caracola, y su voz débil de enferma terminal queda ahogada por la risa poderosa del gigante—. Y ahora vete —le ordena—, porque no te voy a decir nada más.