De los trece hermanos Monsalve sobreviven siete, que se encuentran reunidos en el puerto en un edificio de su propiedad, un bloque hermético de mármol jaspeado, cinco pisos, antena parabólica en la terraza y vidrios polarizados: un parche enorme y moderno, de estilo nunca antes visto. En medio del barrio viejo de casas con tamarindos en los solares y mecedoras de mimbre en la puerta de la calle, los cuarteles generales de los Monsalve chillan como injerto de otro mundo.

—El edificio parecía de oficinas pero era una fortaleza blindada, y tenía tal ejército de gente armada adentro que los del barrio le decíamos La Brigada.

Seis de los hermanos permanecen en silencio, sentados alrededor de una mesa de cristal con patas cromadas. Los jóvenes, los mayores, todos tienen la piel verde y las facciones afiladas y visten de guayabera, botas de tacón, pistola debajo del sobaco, pantalones de terlenka, anillos de diamantes en los dedos y cadenas de oro en el cuello y las muñecas. La cabecera la ocupa un hombre seco y rejudo, de pómulos en ángulo y mejillas hundidas, con la cabeza coronada por una pelambre crespa, entrecana. Fuma un tabaco de olor fuerte y humo espeso. Es Frepe, el primogénito.

El séptimo Monsalve está parado en la puerta de la oficina, recostado contra el quicio, tomando a pico de botella una Kola Román: es el Mani. Preside la reunión pero no se sienta a la mesa: guarda las distancias. Encabeza el clan, pero no se mezcla. Se mueve distinto a sus hermanos, habla distinto, se viste de otra manera: jeans Levi’s, tenis marca Nike, camisa abierta, escapularios en el pecho. No ostenta ni un gramo de oro sobre el cuerpo. De niño desdeñaba la rudeza primitiva de sus hermanos, y de adulto cultiva las diferencias como fórmula eficaz para reforzar su autoridad.

Hoy se siente incómodo, fuera de lugar. Se hizo presente cuando la reunión ya había empezado, y justificó la demora alegando motivos personales.

Se había retrasado —dijo— porque andaba comprando un caballo. Los demás se sorprendieron al oírlo, se sorprendió él mismo al decirlo, porque entre ellos ningún motivo personal, y menos un caballo, es razón suficiente para incumplir una cita.

Pero el Mani está en otra cosa, su cabeza vaga por caminos internos donde lo asaltan los motivos privados. El hemisferio derecho de su cerebro atiende a la discusión pero el izquierdo se enreda en Alina Jericó, en su juramento amenazador, en el tordillo con estrella en la frente que no compraron, que seguramente no van a comprar.

—La debilidad del Mani era su mujer, pero sus hermanos no lo sabían.

Lo ven irresoluto, evaporado, sin la chispa ni la energía de otros tiempos. Desde hace días comentan a sus espaldas que ya no es el de antes. Siempre lo han aceptado como jefe a pesar de ser el quinto en edad, porque sabe multiplicar el dinero y porque ha sido, hasta ahora, un duro en la guerra contra los Barragán. El olfato de publicista que empieza a desarrollarse en él no es comprendido ni valorado por sus hermanos, cultores del machismo agreste y sin adornos, quienes lo interpretan como amaneramiento o debilidad.

Al Mani le interesa limpiar su imagen y ponerla a tono con los tiempos. Su prestigio de asesino ha empezado a aburrirlo, porque le corta la posibilidad de ascenso social y amenaza con alejarlo de Alina Jericó. Se enamoró de ella en parte porque no se parecía en nada a las mujeres de su familia, y en parte también porque intuyó que esa beldad de clase media con educación secundaria sería la llave para acceder a otros mundos. Pero entiende que eso solo no basta, que hacen falta cambios y ajustes en el estilo personal. Por eso, desde hace un par de años le da vueltas a la idea de lavar el dinero y montarle a los negocios una fachada más o menos legal, más o menos convincente, que le abra a su familia las puertas de la sociedad.

Mientras Mani trata de subir la cuesta, sus primos y enemigos, los Barragán, andan por caminos planos. Permanecen idénticos a sí mismos, en lo mojado o en lo seco, igual pobres que ricos, viviendo en el mismo barrio y en la misma casa, comiendo los mismos fríjoles de cabecita negra, siempre actuando en contravía, con sus mujeres de luto, sus niños hoscos y sus fajos de dólares guardados debajo del colchón. Pase lo que pase en el resto del universo, ellos son un clan cerrado del último rincón del desierto, unos bichos raros, fieles a creencias atávicas, siempre ajenos al medio, siempre hostiles y extraños ante los ojos de los demás.

—Así era Nando, y así eran todos ellos.

Mani no. Mani quiere integrarse a un mundo moderno, urbano, donde la ilegalidad y la violencia fluyen por debajo como caños de aguas negras mientras en la superficie brillan los cócteles de smoking; los acuerdos de beneficio mutuo con altos mandos militares; las mujeres hermosas que gastan fortunas en ropa; los bautismos oficiados por obispos; los tratos de tú a tú con políticos prominentes; las oficinas impactantes con empleados de cuello blanco y las inversiones en sociedades abiertas y cerradas.

La ficha que menos le cuadra al Mani en el rompecabezas de su transformación es la guerra con sus primos, ese hueco sin fondo y sin salida que absorbe la mayor parte de su adrenalina, de sus neuronas y de sus ganancias. Que además coloca a los Monsalve en un cruce de noticias amarillas que los fuerza al estrellato y los aleja de la discreción necesaria para el manejo de los negocios clandestinos. Su guerra fratricida es vista con repugnancia por los posibles socios y las nuevas amistades, por los vecinos del barrio elegante, por los gerentes, los concejales y el alcalde, y por el cura párroco que los estigmatiza desde el púlpito.

—Los periódicos locales hablaban de guerra sucia, de carnicería, de barbarie sin ton ni son. Los del barrio abríamos la prensa buscando noticias de ellos. Hacíamos apuestas sobre cuál iba a ser el próximo muerto. Sus historias despertaban mucho chisme, mucho morbo. A los Barragán eso no les quitaba el sueño. Ya estaban acostumbrados y no esperaban otra cosa. Pero al Mani Monsalve sí, porque aspiraba a salir en las páginas sociales de los periódicos, y no en las judiciales.

El Mani sigue recostado contra el quicio de la puerta. De un sorbo largo termina la Kola Román y va hasta la nevera del bar por otra. El olor del tabaco de Frepe le produce un fastidio y un mal genio que no puede disimular y los comentarios de los demás lo irritan por grotescos, por burdos. Nada le para en el estómago: nunca se ha sentido tan lejos de sus hermanos como hoy.

Hasta hace poco lo unía a ellos el odio por los Barragán, la sed de venganza que los amarra en una complicidad más estrecha que el lazo de sangre. Todos para uno y uno para todos en esa pasión de muerte que devora más que celos de recién casada, peor que llama de amor encendida. Ese rencor redondo y completo como el universo; esa rabia madre y padre que se traga todo y se convierte en la existencia misma, por fuera de la cual no hay motivo para vivir ni para morir.

Pero mientras sus hermanos se revuelcan en la obsesión, el Mani se ha ido desprendiendo de ella, poco a poco, sin buscarlo ni darse cuenta. No ha perdonado a los Barragán: simplemente le importan menos. Los va relegando sin dejar de odiarlos, como se olvida con los años a la novia de los quince, sin dejar de quererla.

El Mani, desubicado en la reunión, intenta recuperar terreno ante los ojos de los hermanos. Interviene, opina, contradice, busca ganar control. Pero Frepe le ha saltado largo cerrándole el espacio: vuela adelante posesionado del papel de hermano mayor, exigiendo reconocimiento, demostrando liderazgo.

Frepe dice: Está mal, está mal, está todo mal. Chupa su tabaco gordo. Alega: La guerra contra los Barragán no basta con pelearla. Hay que ganarla.

Al Mani le cae la indirecta como una patada en los riñones, pero pasa agachado. No tiene cómo revirar: es cierto que ha dado una pelea feroz contra los Barragán, pero es cierto también que no ha podido definirla a su favor.

—Es cosa propia de estas tierras, pelear guerras infinitas donde todos salen perdiendo, y era cosa propia de ellos también.

Caen hombres de bando y bando, de lado y lado corre sangre, no hay zeta que no se cobre ni muerto que quede sin vengar. Pero en el balance final nadie pierde, nadie gana, y la guerra campea sin término y sin control. Es reina y señora por designio divino. Los dos ejércitos familiares conviven con ella resignadamente, como quien padece una tara hereditaria. Le dan categoría de catástrofe natural. De epidemia de peste.

—Tenemos que liquidar ese asunto ya, ¿qué esperamos? —pregunta Frepe con golpes en la mesa y encuentra en los hermanos miradas de aprobación.

¿Ganar de una vez por todas? ¿Barrer a los enemigos y olvidarse de ellos? A los Monsalve les suena sensato, y hasta elemental. Están tan habituados a su guerra, tan encariñados con ella que no han pensado en las ventajas de sacársela de encima. ¿Pero cómo?

Mani no tiene respuesta. Toda su capacidad guerrera se ve neutralizada por otra fuerza de igual magnitud y signo contrario, la de Nando Barragán. Han invertido sus vidas enteras en un duelo a muerte entre los dos, y van en empate.

Frepe sí sabe. Tiene la respuesta. La suelta: propone utilizar mercenarios.

—Frepe fue el primero que propuso contratar profesionales para acabar con los Barragán. Mani no. Mani no se hubiera atrevido a hablar de sicarios. Frepe era otra cosa.

Sicarios. La palabra eriza a los hermanos, como un hilo de agua helada rodando por el espinazo. Matar a los Barraganes por mano propia es lo correcto, lo que ordena la tradición que han cumplido hasta ahora. Nadie ajeno a la familia debe meterse.

Después del rechazo inicial, de mucho barullo y alegato en contra, empiezan a ceder, uno por uno. Lo piensan dos veces. La propuesta no deja de tener ventajas, atractivos: significa la posibilidad de hacer sólo el trabajo sucio y delegar en terceros el trabajo asqueroso.

El Mani queda aislado. Sólo él desaprueba, se indigna, discute con ira. Defiende las viejas reglas del juego. Los Barragán las respetan, dice, y nosotros debemos hacer lo mismo. Como no lo escuchan, amenaza, incrimina, señala a Frepe con el dedo. Pero sabe de antemano que está derrotado.

Frepe olfatea su triunfo y mira al Mani con falsa condescendencia. Le dice, los tiempos cambian, Mani. Le explica, alardeando cariño comprensivo de hermano grande, la tradición quedó atrás. Abunda en argumentos, cada vez más seguro de sí mismo: Esta guerra no es la misma del principio. Advierte: O nos ponemos al día, o estamos perdidos.

Ante el silencio claudicante del Mani, Frepe se saca el as de la manga. Demuestra que no se queda en las palabras; ya consiguió quién entrene y maneje una escuadra de profesionales que se ocupe de liquidar a los Barragán.

Se trata de un experto con años de práctica, debidamente recomendado por compadres que lo conocen. Frepe ha mantenido contacto indirecto con él durante meses y ha pagado un millón por sacarlo de la cárcel. Ahora lo tiene ahí, en el edificio, ansioso por entrar en acción.

—Que traigan al hombre —ordena.

Se hace un silencio largo que se rompe con el sonido arrastrado de un par de chanclas de caucho que se acercan por el corredor.

Mani se hace a un lado y por la puerta de la oficina entra Holman Fernely.