El Mani Monsalve y su mujer, Alina Jericó, se encuentran en el campo comprando caballos de paso. Animales de los que tienen nombre y apellido y árbol genealógico, que se miman como a los hijos, que cuestan más que un automóvil último modelo.

—Más que joyas, o ropa cara, a Alina le gustaba que su marido le regalara caballos finos.

—Cuentan que hace cinco años, cuando ella cumplió los veinticuatro, él le regaló un moro pataconeado de porte real, la mejor criatura de cuatro patas que se había visto en la región. Dicen que nunca pudo montarlo porque los Barragán le hicieron un hechizo y lo dejaron con el mal del torbellino: en vez de andar para adelante enroscaba el cuello y revolaba en círculos, abriendo hueco hacia abajo, como un taladro.

El cielo es azul y no hay nube, ni avión, ni contaminación que lo fastidie. No hay estridencias urbanas que quiebren el silencio. Por la nariz se cuela el olor dulce y sedante del yaraguá. La brisa, que sopla tibia y cariñosa, despierta un hormigueo alegre en la piel.

Nada en el paisaje ha sido colocado por la mano del hombre, salvo las cercas de madera inmunizada, milimétricamente parejas y con la punta pintada de blanco. Intacto desde el sexto día de la creación, el campo se extiende plano y verde hasta donde llega la vista, a parches pálidos y discretos donde lo golpea el sol, y profundos, brillantes, donde cae la sombra.

—Parece paisaje del paraíso.

—Parece más bien uniforme militar de camuflaje.

Sentados sobre el pasto aromático de la tierra caliente, a la sombra de una ceiba bruja, abrazados y solos, están el Mani Monsalve y su mujer, Alina Jericó.

—La historia de ellos semejaba telenovela, pero no era. Siempre había algo que malograba el final feliz.

En este momento luminoso y perfecto no piensan ni en los negocios ni en la guerra, ni se acuerdan de las tristezas de antes. Están felices y enamorados, y dispuestos a creer que es para siempre. A Alina se la ve radiante, con el pelo agarrado en una trenza de quinceañera y vestida con ropa de montar. Él es un marido tierno y entregado y le promete al oído que pasará todo el día con ella, lo que no sucede desde que eran novios. No hay prisa, no hay peligro, no hay guardaespaldas, no hay metralletas. Tienen la vida por delante, atrás un pasado que dan por terminado y que quieren olvidar, y ahora sólo esperan a que vuelva a aparecer el montador, que les exhibe los caballos uno por uno para que escojan el que les guste.

—La debilidad de Alina eran los caballos, y cuando el Mani quería que lo perdonara, le regalaba uno.

—No. Su debilidad no eran los caballos. Era el Mani Monsalve.

Ahora desfila ante ellos un zaino brioso que reza rosarios con los belfos, escupiendo espuma. A Alina no le gusta: dice que bota las manos hacia afuera y enumera otros defectos. Mani, en cambio, se fija en su buen temperamento y le pide a su señora que lo monte. El montador se baja y se lo cede.

—Ella tenía fama de amazona.

—Era fama, no más. Como todo lo de ellos: pura pantalla.

—Como había crecido en el campo montaba desde chiquita, y sabía hacerlo bien, con clase. Cuentan que el mayor placer de ella era montar, y que el mayor placer de él era verla montar.

Alina domina al zaino, le marca un redoble cadencioso y con manejo de riendas y talones lo lleva a recoger la cabeza y apoyarse en la boca. Pero le grita a Mani desde lejos: No. Prefiero el alazán.

A Mani Monsalve no le gusta el alazán porque tiene tres patas blancas:

—Una es bueno, dos mejor, tres malo y cuatro peor.

Aparece el montador con una espléndida yegua blanca, pero Alicia se niega siquiera a mirarla.

—Llévese eso —ordena, sin explicar más.

Les traen un animal fabuloso, mitológico. Es un tordillo fogoso, joven, marcado con una estrella en la frente. Mani se entusiasma, Alina se monta, el animal se crece, a los tres les brillan los ojos. Ese es nuestro caballo, asegura el Mani convencido, dichoso.

—Esa mañana vivían un capítulo más de una vieja historia.

Su historia con los caballos viene de tiempo atrás. Cuando se casaron, él prometió retirarse de los negocios clandestinos y del pleito con los primos, y llevarla a vivir a una hacienda. Pondría su propio criadero de caballos, tendrían hijos y los verían crecer sobre los animales, como centauros.

Para empezar a cumplir su promesa, Mani le compró a Alina quinientas hectáreas de paraíso terrenal.

—Una noche el Mani Monsalve soñó con la hacienda más bella del mundo en medio de una tierra prometida, y cuando despertó la buscó por todo el territorio nacional, hasta que encontró el lugar y construyó una casa idéntica a la de su sueño.

Se hizo dueño de una tierra virgen a orillas del mar, bordeada por una cinta de playa de arena blanca y fina hasta la cual baja la montaña poblada de guatines, tatabras, micos macacos, iguanas y guacamayas. Es un bosque selvático donde crecen entreverados el caracoli, árbol gigante que los indios convierten en canoa; el samán cargado de chicharras; el carreto de madera roja y pétrea; el guayacán florecido; el platanillo con su penacho de carnaval; la palma de cera de medio kilómetro de altura; el enano malayo, palmera paturra y repleta de cocos.

Un torrente de agua dulce, de deshielo, baja desde la sierra cargado de sabaletas y doradas y desemboca en el mar, que es sumiso y transparente. Arriba, en la cima de la montaña, donde los venados toman baños de luna y el tigre hace sus rondas sonámbulas, unas moles de piedra negra con inscripciones precolombinas delimitan un antiguo espacio ritual, iluminado por fuegos fatuos.

A ese edén, donde van a morir en paz las ballenas blancas de Noruega y a matar el tiempo las tortugas eternas marcadas con plaquetas por los ecologistas de California, llegaron también, como Adán y Eva, el Mani Monsalve y Alina Jericó, construyeron sobre la playa un rancho-palacio de madera clara y altos techos de paja, lo rodearon de curazaos, cayenas y orquídeas silvestres y lo complementaron con cincuenta pesebreras para sus caballos de paso fino.

—Gente que visitó el lugar cuenta que esas pesebreras parecían habitaciones de hotel de tres estrellas.

Alina amobló el rancho asesorada por decoradores profesionales, supervisando ella misma todos los detalles, y le puso nombre: La Virgen del Viento. Conseguían los caballos poco a poco; sólo ejemplares de exposición. Viajaban juntos hasta donde fuera necesario para seleccionarlos y adquirirlos.

Todo estaba listo y Alina se sentó a esperar que el Mani fijara la fecha para la mudanza. Pasaba las horas imaginando el momento en que empezaría la felicidad: selva, niños, caballos, mar y paz, y el Mani a su lado, llevando una vida sana en ese pedazo de cielo que es la Virgen del Viento.

De día soñaba despierta con caballos nobles y hermosos, pero cuando dormía la atormentaba una pesadilla en la que salía de la oscuridad una yegua en celo, negra, ciega y sin jinete, que la asediaba rabiosa y hambrienta y destrozaba a patadas las paredes que la resguardaban. Llegó a sentir tal pavor de la visita nocturna de ese animal de espanto que se opuso a que el Mani volviera a comprarle yeguas, con una obstinación radical que frenó la reproducción de la caballada en La Virgen del Viento y que su marido terminó aceptando como un capricho respetable pero incomprensible.

Mani Monsalve fue posponiendo la fecha para el cambio de vida y pidiéndole a ella que comprendiera, explicándole que tenía que dejar las cosas en orden para poderse retirar. No era fácil lograrlo, y ella trataba de comprender y esperaba.

Cada vez que él le daba la mala noticia de que todavía no, le mandaba varias docenas de rosas para curarle el disgusto. A regañadientes, ella las arreglaba en jarrones y se contentaba a medias.

Mientras tanto, se habían acomodado en una residencia lujosa, a quince minutos del centro del puerto. Era un arreglo temporal y ella ni siquiera deshizo maletas, porque en cualquier momento se iban. Por eso aguantaba sin quejarse el tráfico permanente de guardaespaldas y hombres armados que entraban y salían de su casa como Pedro por la suya, se quedaban dormidos en los sillones de la sala con las ametralladoras en el canto, devoraban bultos de comida, orinaban en las materas, jugaban damas chinas en la terraza donde ella salía a tomar el sol. Se aparecían como aves de mal agüero —a entregar mensajes, a pedir órdenes, a traer problemas— siempre que ella creía haber encontrado el momento para estar a solas con su marido.

—Los llamaban «guardaespaldas», o «muchachos», pero en realidad eran una pandilla de matones. Ordinarios y prepotentes. Alina los odiaba, sin darse cuenta de que su propio marido también era así.

Alina se consolaba pensando que todo eso cambiaría y soportaba las rachas de humor sombrío por las que atravesaba el Mani, sus horarios y sus viajes impredecibles y sus largos silencios, en los que ella adivinaba el recuerdo de episodios horrendos que él protagonizaba y no le contaba.

Alina Jericó se armaba de paciencia porque era cuestión de días, porque tan pronto el Mani organizara sus asuntos huirían de ese mundo lleno de amenazas, cercado por la muerte, sin privacidad ni sosiego, y empezarían juntos, los dos solos, la vida nueva, la verdadera vida, el amor de verdad.

—Es lo que yo digo, lo de ellos era una telenovela a la que nunca le llegaba el final feliz.

—La maldición de esa gente era soñar paraísos, hacerlos realidad y a la hora de la verdad no poder disfrutarlos.

Al cabo de un par de años de aplazamiento Alina comprendió que la fecha de la mudanza nunca llegaría.

—A la Virgen del Viento se la llevó el viento —se quejaba.

Entonces él la animaba, le hacía cuentas, cálculos, promesas, le mandaba cantidades absurdas de rosas. Y para convencerla de que ahora sí sería cierto, la llevaba a comprar un caballo nuevo, que después enviaba a su hacienda para que los esperara junto con los otros, y lo adiestrara un profesional que cobraba tarifas internacionales por mantenerlos como unas sedas, para el día siempre postergado en que los dueños fueran a montarlos.

Allá, junto con los animales del bosque, con el arroyo de agua dulce, con el entrenador y con un staff completo de servicio doméstico, iban envejeciendo el rancho sin estrenar, los muebles entre sus envolturas, el jacuzzi y las tinas de burbujas, y una piscina semiolímpica en la que nadie, nunca, se había sumergido.

Pero eso fue hasta hoy. Hasta esta mañana azul cuando todo va a cambiar, los sueños se harán realidad y el Mani Monsalve verá a su mujer paseándose sobre el lomo del tordillo por las playas de La Virgen del Viento. El juramento sagrado que ella le hizo al amanecer unos días atrás, de abandonarlo si queda embarazada, lo obsesiona y lo atormenta, le resuena por dentro, doloroso, terrible, pegajoso como una canción de moda. Y está dispuesto a llevársela a vivir al campo, a darle una vida distinta, a hacerle un hijo, a cualquier cosa antes que perderla.

Sentado sobre la cerca de troncos a la orilla del potrero, comprende que es el momento de agarrar por los cuernos el toro bravo de su destino. Observa a su mujer. La ve bella, fuerte y segura sobre el potro encabritado, y la adivina capaz de cumplir cualquier promesa. Se convence a sí mismo de que nada en su vida es más importante que ella. Y se anima a tomar la gran decisión.

Es ahora o nunca, piensa, resuelto. Este caballo estrellado es el de mi suerte. En la estrella que tiene en la frente está escrito que yo me retire del tropel, antes de que sea demasiado tarde.

—Ya era demasiado tarde, pero él no lo sabía.

—Siempre fue demasiado tarde para él, para todos ellos.

En el instante preciso en que el Mani Monsalve se resuelve a enrutarse por otro camino, en ese mismo momento, se acerca un jeep que irrumpe en el paisaje rompiendo la paz y el silencio, asustando a las bestias, haciendo trizas el encanto de la mañana. Y reventando sus buenas intenciones como si fueran bombas de jabón.

Del jeep se baja Tin Puyúa, un muchacho menudo, bajito, hiperquinético y alerta. Es la mano derecha del Mani, su hombre de confianza, el que le despacha con eficacia los asuntos que más le interesan, desde escoger las rosas para Alina hasta liquidar un socio tramposo en los negocios.

El Tin Puyúa vive tenso y acelerado, enchufado a la corriente. Se baja del jeep sin apagarlo y le habla al Mani a la carrera, sin terminar las frases, como si no hubiera tiempo.

Dice: Mani, tus hermanos mandan decir que te están esperando.

El Mani se transforma de un solo golpe en el hombre de guerra y de negocios. Se le borran los labios dejando la boca convertida en una raya, se le brota la media luna que le cruza la cara y queda automáticamente desconectado del campo, de los caballos, del cielo azul, de los sanos propósitos, del amor, del futuro.

Desde la distancia Alina ve el jeep, adivina las palabras del Tin Puyúa, detiene en seco el caballo y en un solo instante pasa, también en seco, de la dicha a la desazón, de la gratitud con su marido al resentimiento, y espera, amarga, a que le anuncien lo que ya sabe.

—Me tengo que ir, Alina —le grita el Mani con su otra voz, la pública, la de joven ejecutivo del crimen organizado.

—Ya sé —contesta ella con timbre de hielo. Ya sabe también que al personaje que le está hablando ahora no vale reclamarle, ni insultarlo, ni pedirle explicaciones, ni llorarle.

—Compra el caballo que más te guste —le dice él—. Cómpralos todos, si quieres. Disfruta de la mañana, monta a tus anchas. Ahí quedan el chofer y el automóvil para que te devuelvas cuando te parezca.

Los dos hombres se montan al jeep y desaparecen por entre los algarrobos del camino. Sobre el caballo, plantada en la mitad del potrero, con su trenza de quinceañera y su traje de amazona, Alina queda inanimada, tiesa y absurda, como el maniquí en desuso que el dueño de una tienda tira a la acera para que se lo lleven los de la basura.