Amanece en la ciudad y un adolescente duerme en la penumbra sofocante de su habitación. Es Arcángel Barragán, el hermano menor de Nando Barragán. Sueña con una iguana azul que lo observa desde el interior iluminado de una bola de cristal. A pesar del encierro el reptil no se altera, no trata de escapar. Permanece cómodo ahí dentro, tranquilo, mirando hacia afuera con resignación.

Arcángel Barragán yace boca abajo en la cama, cubierto por una sábana. Su pulso es lento y su aliento apenas perceptible: más que dormido parece desmayado, escapado de la vida. Como la iguana de su sueño, también él se parapeta en una burbuja interior apacible y bien temperada, aislada del mundo de la vigilia, y no registra el calor del cuarto cerrado.

El único rayo de sol que se cuela por la rendija de los postigos cae sobre un mechón de su pelo y lo ilumina. Su piel tiene el tono y los tornasoles de la miel. Un arito de oro le perfora la oreja. Contra la almohada se recorta su perfil, tan fino, tan suave, que podría ser de niño, o de mujer.

El adolescente se mueve, cambia de posición para acomodarse de medio lado y la sábana resbala al suelo. Ahora aparece desnudo, levitando en su propio resplandor como un ser caído del cielo, mecido apenas por la respiración. Tiene un vendaje en el brazo derecho y del cuello le cuelga la cruz de dos travesaños, la de Caravaca, la misma que lleva Nando.

La habitación es demasiado espaciosa para dormitorio y está recargada de pesas, aparatos para ejercicios, bicicleta estática y una canasta de basquetbol en una esquina. Además hay cuatro máquinas de flippers y pinball, vistosas, colorinches, colocadas una al lado de la otra contra la pared.

Entra una mujer vestida de negro que se ha quitado los zapatos en la puerta para no hacer ruido. Dejó atrás los treinta años pero aún no llega a los cuarenta, tiene los ojos duros y las cejas espesas.

—En el barrio comentaban que era igual a Irene Papas, la actriz griega.

Nunca habla: es muda. Es La Muda Barragán, tía materna de Nando y de Arcángel.

—Dicen que si La Muda no hablaba era porque no quería y no porque no podía.

De La Muda dicen muchas cosas, porque no soportan su silencio. Lo encuentran agresivo, pedante. La gente no quiere a los que no ventilan sus secretos, a los que no confiesan sus debilidades, y ella es una mujer de granito, capaz de soportar tormento sin quejarse, sin achantarse, sin recurrir a nadie.

—Cuentan que una vez no pudo más y que lloró en el hombro de un novio que tenía.

—Falso. Nunca tuvo hombre porque usó de por vida un cinturón de castidad, siempre cerrado con llave y candado.

—¿Quién la obligó a ponérselo?

—Nadie la obligó. Ella misma decidió proteger su virginidad con hierro.

—¿Quién tenía la llave?

—Nadie la tenía. Ella con sus propias manos cerró el candado, tiró la llave al inodoro e hizo correr el agua.

—Además, nunca vestía de colores. Ni siquiera de blanco, o de gris aunque fuera.

Jamás viste de colores. En eso es estricta como las demás Barragán. Desde que empezaron a enterrar a sus hombres andan siempre de vestido negro. Aunque con visos verdes, de tanto usar el mismo. La costumbre obliga a un año de luto por cada difunto y ellas no alcanzan a cumplirlo cuando ya empatan con el siguiente. Les pasa como a los presos de penas largas, que no les alcanza la vida para pagarlas.

Cuando La Muda entra a la habitación de su sobrino tampoco percibe el calor denso y húmedo que se ha concentrado durante la noche. Como el cinturón de castidad, su traje negro es una armadura contra las sensaciones y los sentimientos.

Se arrodilla al lado del muchacho dormido y lo mira largo rato. De tanto mirarlo adivina su sueño: ve la iguana azul dentro de la bola de cristal. Hace mucho aprendió a leer los sueños ajenos y puede verlos, como en cine.

La Muda mantiene los ojos fijos en su sobrino. Sus ojos cejones, pestañudos, indescifrables como los misterios e inclementes como el Santo Juez, que juzga y no perdona. Ojos que todo lo ven y nada cuentan.

—Qué no habría visto La Muda con esa mirada tan penetrante.

—Dicen que podía ver a través de las paredes, que por eso conocía los secretos de los demás.

La mujer observa la belleza celestial del joven y deja pasar el tiempo. Durante cinco minutos, diez, quince, contempla ese cuerpo nuevo, tan terso, tan fresco. Lo ve quieto y vacío, abandonado por su habitante interior que se ha ido a volar muy alto en un sueño sin conciencia ni memoria, muy distante de esa cama, de ese cuarto, de este mundo. La Muda estira la mano y le acaricia la piel melada de la espalda, rozándola apenas.

Después se levanta, sale y vuelve a entrar con una bandeja en la que hay una taza de café, un frasco de desinfectante, algodón, gasa, esparadrapo y una botella de jarabe. Abre las dos ventanas de la habitación, que dan a un patio interior, despierta a Arcángel meciéndolo por el hombro, y le alcanza el café.

—Anoche soñé que tú me tocabas —dice él, con la voz todavía refundida en el fondo de la garganta.

No, niega ella con la cabeza. Soñaste con una iguana, piensa.

Arcángel, sonámbulo, se toma el café con los ojos cerrados. Cuando termina se quita el vendaje del brazo. Un impacto de bala le ha dejado una herida que no termina de sanar. La Muda se arrodilla de nuevo al lado de la cama y se entrega a la tarea de hacerle la curación. Limpia con energía, sin contemplaciones. Erradica la infección con pinzas y algodones, rocía con agua oxigenada y restrega la carne malsana como quien saca manchas de las baldosas del piso.

El dolor acaba de despertar al muchacho, que se queja, se ríe, grita, le impide trabajar a la tía agarrándola por la muñeca, se vuelve a reír, se deja dominar por ella que tiene más fuerza, que lo sujeta con la decisión de un vaquero que marca ganado.

Las punzadas en el brazo empapan la frente de Arcángel y la tía muda le da una cucharada de jarabe y le enjuaga el sudor con pañuelos entrapados en alcohol.

—Limpia más, Muda —le pide él—. Aunque duela. Para que sane.

Pero no quiere que sane. Se quedaría toda la mañana ofreciéndole el brazo, soportando el ardor, con tal de tenerla cerca. Desea que se prolongue la pequeña tortura diaria, tan grata, tan tolerable, con tal de que ella no se aleje, que no lo suelte. No quiere esperar hasta el otro día, hasta el nuevo ritual de algodones y desinfectante, para que sus manos vuelvan a tocarlo. Comprueba sin alegría que la herida mejora y teme que cuando cierre del todo ella ya no vendrá en las mañanas a refrescarle la frente con pañuelos mojados en alcohol.

—Qué monstruosidad, ese niño Arcángel estaba enamorado de su tía materna. Por eso no le gustaba ninguna otra mujer.

Sí le gustan. Tiene varias novias y les hace el amor. Son muchachas del barrio, de confianza, de familia conocida. La misma Muda se las lleva al cuarto, las encierra con él, porque Arcángel tiene prohibido salir de ahí, por seguridad. Son órdenes de Nando, que lo cuida más que a su propia vida. Sobre todo después del atentado.

A Arcángel lo hirieron en el brazo tres meses atrás, en un atentado en la capital. Sucedió en un aula de ingeniería de una universidad privada, a donde lo había enviado Nando para mantenerlo alejado de la guerra y ajeno al negocio.

—Tú estudia y prepárate —le había dicho un día, de golpe, mientras se comía un plato de fríjoles—. Vive lejos. Que tu vida sea otra cosa. A los demás nos tocó ser brutos: tú serás inteligente.

Sin más explicaciones, sin pedirle su opinión, lo despachó hacia la capital con dos hombres de su confianza que lo custodiarían día y noche. El viaje se hizo en secreto para que no corriera peligro, y a la universidad llegó con identidad falsa, con diploma de bachiller adulterado porque aún no había terminado la secundaria, y con la orden terminante de mantenerse alejado de cualquiera que lo pudiera reconocer, o de mujeres que lo quisieran enamorar.

Para disimular la perfección de sus facciones le cortaron el pelo al rape, lo cual no hizo más que resaltarlas, y le acomodaron unas gafas postizas de vidrio sin aumento. Gracias a la suma mensual que Nando le enviaba, Arcángel —que pasó a llamarse Armando Lopera— vivió rodeado de lujos pero apabullado por el frío de la montaña y por una soledad impía que no se atrevía a romper, para no exponerse.

A pesar de las infinitas precauciones, los Monsalve lo descubrieron y montaron un operativo para atentar contra su vida. Si fallaron fue porque a la hora de los disparos otro estudiante se interpuso involuntariamente, recibió el grueso de la ráfaga y dio su vida a cambio de la de alguien que no conocía ni de nombre. Del incidente no perduraron sino la nota en la página judicial en el diario del día siguiente, la herida en el brazo de Arcángel y el golpe de asombro que quedó estampado para siempre en su alma, debido al cual ganó fama de criatura etérea y alelada.

El niño tuvo que abandonar la capital, regresar a la ciudad y olvidarse para siempre de estudios universitarios. Y de llevar una vida normal. Es tan grande el celo de su hermano mayor por conservarlo vivo, y limpio de polvo y paja, que lo tiene recluido en la habitación más grande e inaccesible de su casa, bajo el cuidado permanente de La Muda. Le mandó comprar las máquinas de juego para que no se aburra y los aparatos de gimnasia para que se mantenga en forma, pero sobre todo para que corrija un extraño defecto que adquirió —junto con la perplejidad de espíritu— como consecuencia del atentado: la manía de caminar en puntas de pies, como si evitara el contacto con el suelo.

Como los demás miembros del clan, Arcángel acata al pie de la letra las órdenes de Nando. No se le ocurre cuestionarlas y menos desobedecerlas. La palabra de Nando es ley. A Arcángel le ha dicho que permanezca encerrado, y Arcángel cumple. Por disciplina. Pero también por inclinación natural. Le tiene desconfianza de animal de bosque al mundo externo y abierto, y sólo respira tranquilo en la penumbra de su madriguera.

Cuando practica la gimnasia —levantando pesas, o haciendo flexiones, o encestando en la canasta de básquet— lo hace con movimientos idénticos, seriales, empecinados, una vez y otra vez y otra vez hasta contar cincuenta, cien veces, y vuelta a empezar: ha asumido las rutinas maniáticas y reiterativas con que los bichos enjaulados matan la ansiedad y el tiempo.

La Muda le prepara la comida con sus propias manos y se la sirve en el cuarto con horarios irregulares, cada vez que calcula que puede tener hambre. Él come poco —apenas dos o tres bocados de cada plato—, retira el charol y se hunde en un sueño sin dolor que se estira y se pega como chicle, del que no puede salir hasta que llega la tía y lo rescata, despertándolo.

Las máquinas de pinball se le han vuelto adicción. Se les para delante y las agarra como si las fuera a penetrar. Las manosea, las acaricia, las mece hacia adelante y hacia atrás, dispara con precisión las bolas color mercurio, maneja los flippers con maestría, le trasmite al aparato el ritmo de sus caderas y lo va llevando, como a la pareja en una pista de baile. Conectado a la máquina en cuerpo y alma, logra fundirse con ella en un único ser, movido por un mismo impulso y un solo reflejo. La herida en el brazo no le incomoda porque se le anestesia, igual que el cerebro, ante el trance hipnótico que le produce el juego.

Una de las máquinas muestra en el tablero imágenes de un mercenario de la contraguerrilla, con ojo parchado y cara de carnicero, que repta por junglas tropicales y se sumerge en pantanos palúdicos. Otra exhibe una horda de amazonas con enormes senos al aire, con mazos para romper cráneos, melena hasta los tobillos y ojos fluorescentes que exigen sangre.

—Pero su favorita, según dicen, era una intergaláctica.

Su favorita es la intergaláctica. Dirigidas por su mano experta las bolas plateadas salen proyectadas por el espacio, golpean contra los planetas, rebotan en las estrellas, encienden las luces de la Vía Láctea, embocan en los huecos negros. Arcángel pasa noches enteras prendido a esa máquina, perdido en su firmamento artificial, acumulando bonos, multiplicando el puntaje y haciendo estallar estrépitos de timbres ultrasónicos y tintineo de campanillas electrónicas.

Si a Arcángel lo visitan muchachas, es porque La Muda se las lleva de contrabando. Le mete alguna al cuarto cada dos o tres días, cuidando de no repetir demasiado a ninguna para que no se encariñen. Él con todas es cortés pero abstraído y no les cuenta ni pregunta nada, ni siquiera el nombre. No las seduce, no las apremia, no las toca ni les propone. Si ellas voluntariamente se entregan, si se desnudan por cuenta propia y se meten a la cama, entonces les hace el amor, y si no, no.

Cuando las posee no lo hace con la pasión con que juega pinball, sino de la misma forma responsable y esforzada pero rutinaria como practica la gimnasia. Cuando llega una tímida, que no se anima a tomar la iniciativa, la trata con la misma gentileza desentendida que a las demás, le ofrece refresco y galletas de coco y la deja ir.

Nadie más tiene acceso a su clausura. Ni siquiera el médico, porque Nando ha ordenado que sea la propia Muda quien le haga las curaciones.

—¿No sería todo montaje de La Muda? ¿Que La Muda le metía pánico a Nando sobre los peligros que corría Arcángel, para controlar ella la vida del muchacho?

—Quién sabe. Lo cierto es que mientras Arcángel estuvo encerrado, La Muda era su único contacto con el mundo, su cordón umbilical. Él se apegaba desesperadamente a ella y ella se desvivía por cuidarlo. Tal vez ésa fuera la manera de expresarse el uno al otro el amor descarriado, extraño, que se tenían.

Pero también es cierto que los peligros son reales y que el enemigo acecha. El atentado en la capital les demostró a los Barraganes que no había escondedero donde los Monsalve no los encontraran. La verdad escueta es que Arcángel sólo está a salvo aislado en ese cuarto, en medio de esa casa custodiada hasta veinte cuadras a la redonda. Porque la casa de la familia Barragán, aunque parece igual a las otras del barrio, es una fortaleza que los Monsalve no han podido franquear por mucho que han intentado.

Los demás varones Barragán, incluyendo a Nando, pueden poner la cara, exponer el pecho, jugársela, porque su muerte está presupuestada. La asumen como parte de los gajes del oficio, de los riesgos de la guerra. Pero cuando se trata de Arcángel —el menor, el bienamado, el heredero, el destinado a perdurar— toda precaución es poca y de todo el mundo hay que desconfiar, porque entre más grande es el afán de Nando Barragán por que su hermano menor sobreviva, mayor parece el empeño de los Monsalve por truncarle la vida.

A los curiosos les gusta escudriñar en la privacidad ajena y armar enredos donde no los hay. A lo mejor La Muda Barragán sólo le tiene cariño a Arcángel, sólo vela por su bien y por su seguridad. Si no es así, si la mueven intenciones ocultas, no se explica el hecho de que ella misma seleccione las señoritas y se las lleve. Que le sirva de celestina.

—Poca gente creía el cuento de las novias de Arcángel, porque nadie las vio entrar ni salir.

No las ven porque ella las introduce clandestinamente por alguna de las entradas secretas que tienen los sótanos de la casa. Lo hace para que él no esté solo, para que conozca mujer y no crezca torcido.

—A lo mejor lo que había entre tía y sobrino era sólo eso, cariño sano. Aunque quién sabe.

—Con esa gente nunca se sabía.