Huele a orines, a sopa, a trapo, a humedad. Huele a cárcel.
En el aire oscuro del pasadizo se entrecruzan las respiraciones y las maldiciones de los ciento treinta presos que se hacinan en veinte celdas. Ciento treinta pares de pulmones respiran ese mismo rectángulo de oxígeno estancado que de hombre a hombre, de celda a celda, transmite la tisis, la sífilis, la rabia, la demencia.
—¡Qué es de ese Fernely! —se oye el grito alargado, lobuno del guardia.
Enseguida la noticia se riega en murmullos por todas las celdas, vuela de boca en boca, se vuelve el chisme que esa mañana ocupa la atención de los reclusos. Queda en libertad Fernely, alias El Comunista. El mismo que cuando llegó a la cárcel, dos años antes, habló hasta por los codos. Lo apretaron y cantó, entregó a sus compañeros: ése fue el precio que pagó por la vida.
Por mote canero le pusieron El Comunista, con razón o sin ella, porque a lo mejor no es. A nadie le consta que sea alzado en armas; más parece asesino a sueldo. Matón, puro y duro, de los que operan por su propia cuenta y riesgo. O paramilitar. Guerrilla o contraguerrilla, sabe Dios cuál. O a lo mejor todo junto, al mismo tiempo o por turnos.
Lo condena un rosario de acusaciones, pero lo van a soltar. Sale libre porque lo han comprado de afuera. Alguien, algún poderoso, pagó por su libertad. Se habla de un millón. Por un millón —se dice— le desaparecieron el expediente y las autoridades lo declararon inocente.
Nunca le ha faltado dinero, eso lo saben todos porque lo han visto pagar privilegios en la cárcel. Lo financia algún patrón, tal vez el mismo que ahora lo rescata.
Para lo que no le sirvió el dinero a Holman Fernely fue para pagar cariño, para conseguir compañía. Los dos años de reclusión los pasó encuevado en su cambuche, solo como una rata. No hizo amigos, porque desconfiaba. Con nadie se metió, no desperdició el tiempo con la raza humana.
Nunca recibió visita de mujer. Ni siquiera de la madre, que no le falla a un preso por ruin que sea, por bajo que haya caído. A Fernely no se le conoció familia, ni amores, ni amistades. Ni las prostitutas que entran a venderse quisieron acercársele. Creían que las contagiaba: la que se acostara con él, quedaría triste de por vida.
No conversó, no contestó, no dirigió la palabra. Sólo se le oyó decir algún refrán, de cuando en vez, cuando fue imprescindible. Sólo frases hechas, lugares comunes. No tiene imaginación propia para hablar, sino que repite lo que ya está inventado. O a lo mejor no suelta prenda para que no le conozcan la psicología. Por la boca muere el pez, o en boca cerrada no entra mosco: ésa sería, tal vez, su explicación.
—¡Qué es de ese Fernely! —vuelve a aullar el guardia.
En el fondo del corredor nacen unos pasos que avanzan sin prisa, en línea recta, hacia la puerta de salida. No se ve el sujeto porque no hay bombillos, y las ventanas ciegas no dejan pasar la luz. El dueño de los pasos se mueve en la oscuridad como un bulto negro. Alto y delgado. Por el ruido elástico de su pisada se reconoce que usa chanclas playeras, de caucho; lo suyo es un chancleteo pausado, arrastrado, pero que sabe adónde va.
El hombre va pasando frente a las celdas, que están repartidas de a dos, una frente a otra, a izquierda y derecha. Brazos invisibles como ramas en la noche se estiran por entre los barrotes, lo tocan, le jalan la ropa. Voces que salen de las sombras entonan la misma chirimía sin fe que resuena cada vez que alguno queda libre:
—No te olvides de mí cuando estés afuera.
—Acuérdate, hermano, de tu vecino.
—Déjame un recuerdo, que fui tu socio fiel. Cualquier billete, el radiecito, el escapulario…
—Pasa la cobija, para tu amigo de siempre.
Él no los oye, no se conmueve con sus mentiras. Cruza por entre el mar de brazos, de súplicas, sin contestar, sin voltear a mirar. No se despide de Rata Loca, de Sangre Seca, de Niño Bueno, del Carebruja. No los distingue siquiera: Sangre Loca, Niño Seco, Carerrata, Bruja Buena, lo mismo le da. Tampoco de los maricas que le hacen carantoñas: La Lola, Katerín, Margarita, con sus voces atipladas, sus cejas depiladas, sus medias de nailon, sus atributos tan legítimamente de mujer. Pierden su tiempo con él; no lo conmueven un par de tetas auténticas, menos unas falsas.
Va pasando de largo con indiferencia olímpica y expresión vacía. Alguno lo provoca:
—¿Qué hiciste para que te dejaran largar? ¿Entregaste a tu madre?
Él no responde.
—Al fin qué eres, ¿guerrillero, paramilitar o sicario?
Tampoco responde y los deja para siempre con las ganas de saber.
Llega por fin a la entrada del corredor. Se acerca a los guardias y estira la mano derecha para que le estampen el sello de salida. En el antebrazo lleva un tatuaje que dice Dios y madre.
El preso de las chanclas sale al patio y lo alumbra un desteñido sol de invierno. Es alto y feo. Rubio cenizo, pajizo, escaso de pelo, ralo de barba.
Mira hacia el cielo blanquecino, saca un pañuelo y se frota los ojos. Los tiene inflamados y rojos, afectados por una conjuntivitis crónica que se los llena de lágrimas espesas. Saca un frasquito de Celestone-S, se echa una gota en cada uno, vuelve a frotarlos con el pañuelo.
Atraviesa el patio sin mirar la cola de presos que esperan, cacerola en mano, su ración de aguachirle. Llega a otra reja. Otro guardia le estampa otro sello en el brazo del tatuaje y lo deja pasar.
Fernely llega a un altar improvisado donde arden las veladoras. Se arrodilla frente a la Virgen de la Merced, entrecierra los ojos infectados y suplica morir antes que volver. Repite los mismos rezos de todos los reclusos que quedan libres, sin añadir ni quitar palabras. Su diálogo con el cielo también es prefabricado.
Atraviesa unos peladeros que son canchas de deporte. Llega a la última puerta, la de la calle, la que lo lleva a la libertad. Nada le impide franquearla porque han desaparecido por milagro, o por sobornos, los cargos de asesinato, deserción del ejército, asociación para delinquir, atentado con explosivos, porte ilegal de armas, extorsión, boleteo y secuestro. No hay sumario, luego no hay culpa. El hombre es inocente y su retención es ilegal.
Le devuelven la cédula y un talego de papel con unos zapatos de cuero. Él prefiere dejarse puestas las chancletas.
—Por curiosidad, Fernely —le pregunta con sorna el último guardia—, ¿a qué profesión, ocupación u oficio te vas a dedicar afuera?
—A otra cosa, mariposa.
Un Mercedes Benz último modelo lo espera frente a la puerta de la prisión. Holman Fernely mira por última vez los altos muros de cemento y se despide sin entusiasmo, de nada en especial ni de nadie en particular.
—Con permiso, yo me piso —dice. Cruza la calle arrastrando las chanclas, se sube al Mercedes y se va.