Aunque el pavimento de la autopista se vuelve melcocha bajo el sol fiero de la mañana, la Silverado gris se desliza veloz como una lancha por el agua quieta de un lago. Los dos hermanos viajan en silencio.

Nando va perdido en sus recuerdos, dándole manija a la nostalgia, y Narciso cómodo en el sopor, sin pensar en nada. Delante de ellos se han ubicado dos Toyotas con guardaespaldas, detrás de ellos otras dos. La caravana deja lejos la ciudad y llega a un caserío pantanoso, miserable, asentado mitad en arena sucia y mitad en charcos de aguamar.

El jeep de vanguardia se adelanta al resto esquivando en zigzag tugurios anfibios y se adentra, patinando sobre manchas vivas de petróleo derramado, por una playa tapada de basuras agrias y espumarajos industriales. Se detiene frente al último rancho, alejado de los demás. Las cuatro puertas del jeep se abren y sale escupida la patota de guardaespaldas —Pajarito Pum Pum, El Tijeras, Cachumbo, Simón Balas— que rodea el lugar resoplando prepotencia y echando por delante negras armas automáticas. Revisan, husmean, espían; encuentran el área despejada y hacen señas para que se acerque el resto de la comitiva.

Nando y Narciso Barragán descienden de la Silverado y entran a una cocina sin paredes, con un techo de latón pringoso de grasa y renegrido de humo. De las vigas cuelgan matas de sábila, herramientas herrumbrosas, lámparas inservibles, racimos de banano seco, cueros de res, baldes desfondados, desteñidos adornos de Navidad, repuestos de automóvil, de tractor o de avión, y otra multitud de aparatos no identificados que se han ido arrumando sin ton ni son.

Todo tiene óxido, carcoma, mal aspecto. Narciso mira alrededor con sus ojos incomparables, aficionados a contemplar belleza, y se le encoge el alma.

Se ve una mesa que alguna vez fue azul, y unos butacos. En una esquina de la cocina está prendida la estufa de carbón, y en otra, docenas de velas sobre un altar recargado de santos variopintos. Hay desportilladas figuras de pesebre, vírgenes sin niño y pastores sin ovejas. Revueltas con la población sagrada se ven bailarinas de porcelana y muñequitas de yeso: paganas en medio del santerío. En el centro del atiborre, una imagen más grande que las demás. Viste manto de tela negra sobre los hombros; le lloran, compadecidos, los ojos de vidrio; sus cabellos, ralos, son humanos, y entre las manos sostiene con resignación una escoba. Es fray Martín de Porres, el mulato milagrero de los enfermos del mal de Lázaro.

Nando Barragán pone las manos en embudo alrededor de la boca y grita, mirando hacia el basurero de la playa:

—¡Roberta Caracola! ¡Mamá Roberta!

A lo lejos algo se mueve. Nando llama de nuevo y un ser que parece humano sale de detrás de unas canecas vacías, pasa sobre los restos de un bote. Se acerca, con trotecito de perro, esquivando latas, trapos, frascos, kotex.

Es una vieja chiquita, carmelita, llena de pliegues, de facciones confusas, incompletas, como un monigote mal hecho en plastilina. Le falta la nariz y tal vez los labios, o los párpados; nadie sabe bien porque nadie resiste mirarla a la cara. Sus dedos no tienen falanginas, ni falangetas, o tal vez sus manos no tienen dedos.

Como puede se trepa a la plataforma de la cocina y se para, como un duende frente a Nando Barragán, que le pregunta: ¿Cómo sigues?

—Ahí desbaratándome de a poco —contesta ella en una medialengua pastosa—. ¿Qué te trae por aquí, y quién es este que está contigo?

—Vengo por tu bendición. Y éste es mi hermano Narciso.

Narciso observa a la vieja con ojos atónitos de playboy horrorizado que nunca ha visto nada peor, que trata de descifrar qué clase de cosa es el esperpento viviente, maloliente, que tiene delante. Por fin comprende y el vértigo lo obliga a apoyarse contra la pared: es la lepra. La vieja tiene lepra. O mejor, una lepra bíblica, galopante, se encarna en el guiñapo de vieja.

—Narciso tenía los nervios de punta y el estómago revuelto. Esa visita a la bruja leprosa fue una de las pruebas más duras de su vida. Si algo no resistía era la enfermedad, la vejez, la decadencia física. Lo horrorizaban las llagas, las heridas, las deformidades. No podía ver sangre sin trastornarse.

Ignorando a Narciso la vieja balbucea letanías, enreda y desenreda trabalenguas sagrados, agradece a la Virgen del Carmen, la santa mechuda, patrona de los oficios difíciles. Invoca otras vírgenes y mártires. Exorciza demonios, obstáculos, enemigos y peligros, y cierra derramando bendiciones sobre la cabezota piadosamente inclinada de Nando Barragán. Después ordena:

—Hazle un regalito a fray Martín de Porres.

—Es un santo flojo, que sólo les hace milagros a las mujeres y a los enfermos —se ríe Nando.

—Trágate tus palabras, Nando Barragán, porque es el santo más rencoroso del santoral. Si no le cumples, se venga. Tenle miedo y respeto.

—A ningún santo le temo, pero a ti sí —contesta Nando, le entrega a la vieja un fajo de billetes y le pide que le lea la suerte en la taza de cacao.

Ella coloca el chorote sobre el fogón, lo deja soltar tres hervores y sirve dos pocillos. Los trae a la mesa, uno en cada mano, metiendo ostentosamente los pulgares mutilados entre el líquido ardiente. Escruta a los dos hombres. Quiere saber qué tan lejos están dispuestos a llegar. Les dice: Beban.

Nando agarra la taza, no lo piensa dos veces, de un solo envión se toma el contenido, que le quema la lengua. Coloca la taza boca abajo sobre la mesa. Narciso, en cambio, no la toca.

Roberta Caracola clava sus ojos resecos, apagados, en los ojos suaves, húmedos, del muchacho. Él intenta una explicación:

—No se ofenda, señora. Si no me tomo el cacao no es por asco. Es que quiero que mi suerte sea un secreto, aun para mí.

—No hace falta leer ninguna taza para conocer tu suerte, porque la tienes pintada en la cara: eres un poeta y a los poetas les va mal en la guerra.

Narciso pierde control, pierde color, se para, se refrena para no darle un coscorrón a esa vieja podrida. Le dice a Nando de mala manera que lo espera afuera, se mete a la Silverado, prende el aire acondicionado, pone música en la casetera, sosiega el aleteo de sus pestañas kilométricas, entrecierra sus ojos preciosos, trata de no pensar en nada. Pero no puede.