—Esos que pasaron en la Silverado son los Barragán. En los Toyotas de atrás iban sus guardaespaldas. Mírelos, todavía se alcanzan a ver.
De madrugada, la caravana de cuatro automóviles pasa zumbando, volando bajito, por las calles de la ciudad. Una Silverado y tres Toyotas cuatro puertas de placas venezolanas. Despedidos como ráfagas, chirriando y quemando llantas, ostentando bellaquería y armamento, mordiendo el andén en las esquinas, mansalveando el tránsito, ignorando los semáforos, haciendo saltar estudiantes de maleta, salpicando agua de charco sobre las mujeres que compran leche, metiendo pánico en los voceadores de lotería, en los perros de la plaza.
—Aquí no lo despiertan a uno los gallos, sino los matones.
—¿Cuál es Nando Barragán?, ¿el que maneja la Silverado?
—Sí, el de gafas negras y cigarrillo en la boca. El de pinta de criminalazo. El otro es un hermanito suyo, Narciso Barragán.
Es una camioneta Chevrolet Silverado color gris metalizado con rayas anaranjadas, refulgentes como llamarada, a los costados. Lleva las ventanas cerradas y adentro bisbisea, gélido, el aire acondicionado.
Nando Barragán apenas cabe detrás del timón y tiene que inclinar la cabeza para no darse contra el techo. Se lo ve menos voluminoso que antes: el atentado que sufrió en el bar no lo mató, pero le quitó peso.
El muchacho que viaja al lado, su hermano Narciso, es el financista de la familia; maneja negocios sucios de ganancias fabulosas y organiza el dinero debajo de los colchones. Tiene veintisiete años y va escurrido en el asiento, la cabeza contra el espaldar, entrecerrados los ojos, medio dormido, medio ido, medio desentendido, según su forma habitual de estar.
—¿Cómo lo vieron, si la Silverado tiene las ventanas cerradas y los vidrios oscuros polarizados, precisamente para que nadie distinga a los que viajan adentro?
Toda la gente de la ciudad sabe cómo es Narciso. Todos conocen de memoria sus ojos, hasta los que no los han visto. Grandes, rasgados, negros, tremendos. Tiene los ojos fieros de los habitantes del desierto. La mirada húmeda y afiebrada de un fedayín. O de un epiléptico. Las pestañas le pesan y le estorban por largas. Las cejas, la barba rasurada y el bigote no rasguñan la piel de las mujeres que se acercan. Son sedosos y oscuros y relucen espolvoreados de luz, porque los cuida con brillantina.
Por lo demás es un hombre común y corriente. Normal. Estatura mediana, flacura quizá excesiva. Los labios demasiado finos, escondidos bajo el bigote. Los dientes quién sabe. No importa: quienes lo miran a los ojos juran que es el hombre más bello de la ciudad.
Siempre viste de blanco, de la cabeza a los pies. La camisa, el pantalón, el sombrero Panamá, los mocasines de cuero italiano, flexibles como zapatillas, sin medias. Así anda en sus asuntos: inmaculado, impecable, como una enfermera o una niña de primera comunión.
—Dicen que en la ropa nadie le ha visto una mancha de mugre, ni de sangre. Aunque también dicen que eso se debe a que no se unta las manos. Que maneja plata, pero no armas. Es el hombre del billete, y el trabajo sucio se lo deja a los hermanos. Tiene fama de cobarde, pero los que lo conocen lo defienden. Aseguran que no es por cobardía sino porque la matonería le parece falta de estilo.
Narciso Barragán, playboy fino y sincero, se enamora de todas las mujeres hermosas que conoce, pero se enamora de verdad y desde el fondo del corazón. Cuando se les declara se emociona como un poeta, desea ardientemente hacerlas suyas, idolatrarlas a todas, sin que le falte ninguna. Llora lágrimas vivas cuando alguna lo deja y daría hasta la vida misma por cada una de sus incontables novias.
Parte de su profesión de seductor consiste en cantar. Compone sus propias canciones y toca la guitarra, y en la ciudad le dicen El Lírico. La más bella voz, opinan muchos. Otros creen que no es nada especial pero que la hace única la forma como se pierde su mirada en el vacío cuando entona. Sus hermanos se lo reprochan: por andar de verso en verso se descuida, se da a la bohemia, se enamora, se olvida, durante días, de los negocios.
Pasa en la Silverado como un rayo de plata por las calles de la ciudad, y las gentes lo ven sentado al lado de Nando, aunque los vidrios cerrados, polarizados, les impidan verlo. Pero no sólo lo ven, sino que además detectan la estela que deja en el aire su perfume.
—Hay mujeres que aseguran que su atractivo no está en los ojos, sino en el agua de colonia que usa.
Es una fragancia fuerte, dulce, femenina, persistente, que lo envuelve y que impregna a los clientes que le dan la mano, a los amigos que se le arriman, a las mujeres que lo besan. Que se prende a todo lo que él toca: tacos de billar, nalgas femeninas, bocinas de teléfono, timones de automóvil.
—Si una esposa le es infiel a su marido con Narciso Barragán, la delata su olor indeleble. Se habla también de billetes que han pasado por sus bolsillos y que meses después siguen entrapados en su perfume. Algunos dicen que es Drakkar Noir, de Guy Laroche. Otros, que se echa perfume caro para mujeres. O que es pachulí sin más vueltas, o simple incienso de iglesia. O esencia de marihuana. Nadie se pone de acuerdo. Lo cierto es que cuando las autoridades quieran apresar a Narciso lo encuentran, aunque se esconda en el fondo de la tierra, por su olor.
Hoy pasa en la Silverado gris rumbo a algún lugar en las afueras de la ciudad. Pero no es usual verlo en ese vehículo duro, blindado, de batalla, que es el de su hermano Nando. El carro de Narciso es otra cosa. Algo suntuoso, nunca visto. Hecho a la medida, encargado directamente a la fábrica. Único en el país. Y en el mundo. Una limusina Lincoln Continental de colección, color violeta, de cuatro metros de largo.
—¿Violeta?
Violeta rabioso, morado Semana Santa.
—¿Por dentro y por fuera?
Sólo por fuera. Por dentro está forrada en cuero dorado.