Desaparece el sol arrebatado, se apagan sus lenguas de fuego y Nando Barragán se ve encerrado en un cubo verde, inhóspito y silencioso, de paredes de baldosín. Se han desvanecido los colores ardientes del desierto, los rojos, los naranjas, los amarillos incandescentes, y el mundo se ha vuelto helado y verde, verde menta, verde óptico, verde bata de cirujano.
Baldosines penosamente simétricos recubren la sala de recuperación del hospital, trepándose en hileras idénticas y paralelas por el techo demasiado alto, por las paredes demasiado cercanas, por el piso que se arrima y se aleja, inestable. Nando Barragán siente que flota adolorido entre esas inciertas superficies color agua fría. Su conciencia, todavía dormida, nada por cielos verdes de anestesia mientras ramalazos de un dolor inexplicable y profundo sacuden su cuerpo maltratado, despertándolo. Su nariz detecta un fuerte olor a desinfectante.
—Huele a creolina —piensa en un primer asomo de lucidez—. Debo estar en el circo.
Sueña un instante con los elefantes del Circo Egred Hermanos. Los encuentra muy viejos, muy aporreados, y se acuerda de sí mismo, unos años atrás: adulto ya, comiendo nubes rosadas de algodón de azúcar, deslumbrado por las fieras, los trapecistas, los magos que conoce por primera vez en su vida.
El circo se esfuma y Nando regresa al opresivo mundo verde. Sueña que Milena se acerca, que su cara maquillada gesticula, que sus labios se mueven. Ella pronuncia palabras que caen como gotas de luz en el pozo oscuro de su cerebro aletargado.
—¿Me quieres, Milena? ¿Me estás diciendo que me quieres?
Ella ya no es obispo; se ha quitado de encima las sombras rojas, fantasmales, y otra vez el encaje negro vela sus formas terrenales.
—Tengo sed, Milena, una sed horrible. Mete las manos en el agua verde y dame un sorbo. Quiero beber de tus manos.
—Ya te operaron, Nando. —La voz de ella emerge del fondo de un mar—. Te sacaron las balas. Estás bien. Dicen los médicos que no te mueres.
—¿Eres tú, Milena? ¿No te fuiste?
—No. Pero ya me voy.