La historia que Nando Barragán le cuenta a Milena durante su recorrido agónico en la ambulancia habla de una calle barrida por las polvaredas en un pueblo del desierto.

Él tiene veinte años menos y recorre esa calle desnudo. Grande, torpe, amarillo y desnudo, salvo un taparrabos de indio de la sierra, unas gafas negras Ray-Ban que le ocultan los ojos y una vieja Colt Caballo sujeta a la cintura.

—¿La misma pistola que habría de usar toda la vida?

—La misma. Pero todavía no le había mandado poner la cacha de marfil, ni usaba las balas de plata con sus iniciales.

Es un adolescente pesado, sobredimensionado, que camina a trancos de King Kong por la calle polvorienta. Los cráteres de la cara aún no se han secado: son un acné voraz que hierve en plena erupción, devorándole el cuello y las mejillas.

Tras él, tratando de alcanzarle el paso, trota otro adolescente de la misma edad, menos voluminoso, menos tosco, más verde, con los ojos esquivos, muy juntos y hundidos sobre una nariz afilada. Los identifica un aire de familia. Tienen el mismo golpe de perfil, la misma manera de ladear la cabeza, de balancear el cuerpo, de pronunciar las erres, o las eses: todo y nada, distintos, pero iguales.

Es su primo hermano, Adriano Monsalve. Su amigo, su socio, su llave. Sangre de su sangre. Va sofocado en ropa: le baila sobre el cuerpo un traje entero de paño oscuro, de solapas anchas y doble abotonadura, pantalón campana, mancornas en los puños tiesos, corbata de punticos, medias, zapatos de plataforma, pañuelo asomado al bolsillo. Todo le queda grande, le pica, lo sofoca, porque nada es suyo. Se lo ha prestado Nando para que viaje a la capital, por primera vez en su vida, a amarrar la venta de un contrabando de cigarrillos Marlboro.

—Nando, esta ropa no me queda.

—Aguántatela. Después te compras la que te dé la gana.

—Nando, esta ropa me ahoga.

—Que te la aguantes, te digo. Allá hace frío.

—Me veo como un cretino.

—Allá te vas a ver bien.

—La abuela dice que es mal agüero usar ropa ajena, porque carga uno con la suerte del dueño.

—Pendejadas de la abuela.

Los dos muchachos caminan juntos hacia la oficina del Cóndor de Oro, la línea de buses a la capital, y compran un tiquete para las seis de la tarde. Son apenas las tres y se paran en la esquina a esperar. Nando, el gran cromagnon desnudo, se planta inconmovible a pleno rayo de sol, y Adriano, que suda la gota gorda entre el terno de paño, se arrima a la sombra de un alero.

Por la calle desierta pasa levantando nubarrones una recua de mulas, adornadas con borlas y rucias de polvo como árboles de Navidad en enero. Los primos tragan tierra, escupen salivajos color café y repasan las movidas del negocio que están por cerrar. Adriano, que lleva anotado en un papel el teléfono del contacto en la capital, se lo pinta en la mano con bolígrafo, por si se le pierde el papel.

Se inician en el negocio del contrabando olvidando una vieja tradición: hasta ahora sus dos familias, los Barragán y los Monsalve, han sobrevivido en el desierto del trueque de carneros y borregos. Al principio de sus tiempos se asentaron juntas en la mitad de un paisaje baldío, de sedimentaciones terciarias y vientos prehistóricos, de montañas de sal y de cal y emanaciones de gas, donde la vida era magra y caía con cuentagotas. Le robaban el agua a las piedras, la leche a las cabras, las cabras a las garras del tigre. Los dos ranchos estaban uno al lado del otro y alrededor no había sino arenas y desolaciones. Como las dos familias eran conservadoras no tenían altercados por política.

Salvo que los niños Monsalve eran verdes y los Barraganes amarillos, no había diferencia entre ellos. Al padre y al tío les decían papá, a la madre y a la tía les decían mamá, a cualquier anciano le decían abuelo, y los adultos, sin hacer distingos entre nietos, hijos o sobrinos, los criaron a todos revueltos, por docenas, en montonera, a punta de voluntad, higos y yuyos secos.

Nando Barragán y Adriano Monsalve son de la misma edad. Cuando llegaron a grandes, a los catorce años, salieron juntos a recorrer camino y a buscar oficio. Adriano se dedicó a comprar en la costa unas piedras ornamentales color mercurio llamadas turnas y a revenderlas entre los indios de la Sierra, que las ensartaban en collares. Se hizo comerciante. Nando aprendió a pasar por la frontera cigarrillos extranjeros. Se hizo contrabandista.

A los pocos meses ambos tenían claro cuál de los dos negocios era mejor. Adriano dejó las turnas por los Marlboro y con el tiempo varios hermanos se les unieron. Siguiendo la trocha torcida la nueva generación de Barraganes y Monsalves se instaló en un mundo donde los hombres se organizan en cuadrillas, manejan jeeps, recorren cientos de kilómetros en la noche, aprenden a disparar, a sobornar autoridades, a emborracharse con whisky escocés. A cargar un rollo de billetes entre el bolsillo. A desafiar enemigos, a hablar a gritos, a reírse a carcajadas, a amar a las prostitutas y a pegarles a las esposas.

A los ranchos de tierra pisada de los padres, los hijos llevaron televisores a color y equipos estereofónicos. Se acostumbraron a espantar de la cocina cerdos y gallinas para meter neveras de doble puerta, y a enterrar fusiles en los establos de las cabras.

Esa tarde, parados en la esquina, Nando y Adriano se aburren haciendo nada, esperando que parta el bus.

—Marco Bracho murió hoy hace un año —dice Nando, como hablando solo, como sin interés.

—La viuda debe estar celebrándole el aniversario —dice Adriano, mirando para otro lado, contestándole a la pared.

—¿Vamos un rato?

—Y si me deja el bus…

—Sólo un rato.

—Vamos.

Caminan por calles muertas hacia las afueras del pueblo hasta que los envuelve el humo sabroso de un asado de chivo. Sale de una hoguera en un rancho grande, sin paredes. Adentro, desdibujadas por el humo, se adivinan mujeres de modales soñolientos y mantas amplias que manipulan ollas alrededor del fuego y doran animales crucificados en horquetas. Algunas amamantan a sus hijos mientras los hombres hacen circular botellas o dormitan en hamacas.

Afuera, en una extensión de barro endurecido, surcado por viejas huellas de llantas y charcos de aceite, se calientan al sol varios camiones, pesados de cargamentos ilegales, de mercancías prohibidas, bien camufladas pero previsibles: armas, conservas, cigarrillos, licores, electrodomésticos. Hay Pegasos titánicos, Macks imponentes, Superbrigadieres todopoderosos, Mercedes aplastantes, que duermen la siesta como grandes saurios, haciendo una digestión lenta con eructos intestinos de diesel y gasolina. Sólo esos gigantes de carrocerías lustrosas le dan la talla al desierto, donde los ranchos son cosa de nada, los humanos parecen insectos.

Nando y Adriano se paran a la entrada con los ojos llorosos por el humo y el apetito abierto por el olor a carne asada. Les alcanzan una botella de ron.

Una mujer oscura, buenamoza, se les arrima y los hace sentar. No esconde el cuerpo debajo de una manta, como el resto, ni se tapa el pelo con un pañuelo. Va forrada en un vestido de raso que le marca los pechos, la panza, el trasero. La manga sisa descubre los brazos, deja asomar los sobacos carnosos, acolchados. Es la viuda, Soledad Bracho. La mujer del difunto Marco Bracho. Les ofrece cigarrillos, cariñosa.

—Pobre difunto, lo que se está perdiendo —dice Nando para que la mujer oiga, y le echa un vistazo pegajoso, demorado, por entre los lentes de sus gafas negras. Adriano se ríe.

—Los dos primitos —comenta ella—. Donde aparece el uno, aparece el otro. Por donde pasa el uno, pasa el otro.

Vuelven a reírse, pero menos, incómodos. Ella va y viene por entre la gente, atiende otros invitados. Vuelve a su mesa, les trae cigarrillos, asado, ron blanco. Ellos comen, toman en silencio, la miran ir y venir, la observan por delante, por detrás, le detallan el contoneo, los quiebres de cadera.

A las cinco, Nando dice:

—Hermano, tienes que irte.

—Todavía hay tiempo.

Soledad Bracho se arrima, les derrama el escote en las narices, les regala sus humores, les pasa los brazos por la cara para colocar platos, limpiar colillas, recoger botellas vacías. Ellos le admiran un lunar que tiene bien plantado en la barbilla, le olfatean la colonia, le rozan los pelitos crespos del sobaco, le alcanzan a ver los pezones que se asoman y se vuelven a esconder.

—Está buena, la viejita —dice Adriano.

—Para mí ya es pan comido —responde Nando.

—No me cuentas nada nuevo, primo, yo ya me la comí también.

Sueltan carcajadas, se dan palmadas cómplices en la espalda, en los cachetes.

—Con razón ella dijo que por donde paso yo, después pasas tú.

—Lo que dijo fue que por donde paso yo, después pasas tú.

Adriano cuelga el saco en el respaldar de la silla y se libera de la camisa y de la corbata, que se resbala al piso como una culebra de colorines.

—Recoge mi corbata, que la estás pisando —le ordena Nando.

Adriano la recoge y se la amarra al cuello, sobre el pellejo pelado.

—Así me gusta —le dice Nando—. Ahora ponte el saco también, y la camisa, porque te deja el bus.

—El bus ya me dejó, primo.

—Te lo digo por última vez: vete a la capital, que aquí me estorbas.

—Mejor vete tú al carajo.

El ron baila en las pupilas de Adriano, que se levanta descompensado, mirando torcido y pisando en zigzag. Se arrima a Soledad Bracho, le pasa la corbata alrededor de la cintura —talle de avispa entre montañas de raso—, jala de la corbata para atraerla contra su cuerpo, le respira en una oreja, le resopla en la nuca, apoya su sexo endurecido, afiebrado, contra el sexo de ella y lo encuentra blando, favorable, acogedor.

Nando los ve y se le arrebolan las mejillas con una rabiecita colorada, como sarpullido alérgico. Por primera vez en el día se quita las gafas negras para asegurarse de que es cierto lo que ve. La pareja se mece a izquierda y derecha dejándose llevar por el frote y el refriegue y a Nando se le ampollan y se le inyectan los ojos. Adriano y la viuda se amañan en el cariñito y en el apretuje y a Nando le sube por el esófago una desazón agria y espesa. Adriano levanta el raso y manda la mano a fondo y a Nando los celos negros se le vienen en arcadas.

Adriano abre la bragueta de su pantalón de paño y en ese preciso momento acciona el mecanismo de su perdición. Aprieta el botón rojo: el cerebro anegado en alcohol de su primo hermano recibe, nítida, la señal. En su cabeza se dispara un éxtasis vertiginoso, sin pasado ni futuro, sin conciencia ni consecuencias, luminoso de ira y enceguecido de dolor. En su cuerpo se potencia una fuerza sobrehumana y en su cara descompuesta, de repente abandonada por el color, se dibuja el ramalazo refulgente de locura que lo obliga a ir hasta el fin. Se pone de pie y disuelve a la parejita enamorada de un manotazo seco y brutal: proyecta a la mujer contra la pared y arroja al piso a su primo, que queda bocarriba, a sus pies.

La gente los rodea, grita, pide auxilio, pero en medio del barullo Nando sólo escucha el llamado secreto y persuasivo de la Colt, que le hace cosquillas en el costado, pesada, abultada, presente, diciendo aquí estoy.

Adriano estira los brazos para protegerse. Trata de reírse, quiere hacer un chiste, darle explicaciones tranquilizantes a Nando Barragán, entrar en negociaciones con él. Pero la terronera lo clava al piso y le atraganta la lengua y entonces se queda ahí, mudo y patético, pidiendo perdón con su par de ojos hundidos, anegados en pánico y esperanza, reacios a despedirse para siempre de la luz del día.

Nando, el Terrible, no atiende súplicas: el corto circuito que blanquea su mente sólo le permite comprender lo mucho que en ese instante abomina de ese ser abyecto que le implora desde el piso. Y le dispara al pecho.

El tiro que retumba hace que la viuda, atónita y aturdida, se lleve la mano a la cabeza y se arregle el pelo con un gesto automático, lelo.

Adriano, herido, mira a su primo hermano como preguntándole qué fue lo que pasó. Trata de conversar, de incorporarse, de volver a la normalidad. Hasta que al final se rinde, adopta compostura de cadáver y se entrega a la eternidad, desolado y quieto.

El olor a pólvora, picante y dulzón como la marihuana, se le cuela a Nando Barragán por las fosas nasales, le fustiga el cerebro y le despeja, de un solo golpe, la ira satánica y la borrachera. Entonces entiende que ha matado a su primo, y cae sobre él la abrumadora conciencia de un suceso irreversible.

El tiempo de los demás hombres se suspende para Nando, quien comprende que ha entrado, sin posible vuelta atrás, a los dominios insondables de la fatalidad. Amarillo, empeloto, de repente vulnerable y hueco, briega por controlar los escalofríos que le sacuden el alma y observa alrededor con esa expresión de perdido para el mundo que se le habrá de pegar de ahora en adelante a la mirada.

Guarda el arma, de nuevo fría y callada. Se arrodilla junto al cuerpo de Adriano y con una ternura lenta y torpe, sin prisa, con esmero femenino, lo va vistiendo, como quien arropa a un recién nacido. Le pone la camisa y se la abrocha, peleando con las mancornas que se niegan a pasar por los ojales. Recoge la corbata del suelo, la despercude, se la ata al cuello con un nudo de tres vueltas, se la ajusta, cuida que le quede derecha. Le pasa los brazos por entre las mangas del saco, le cierra la doble fila de botones, le compone las solapas. Se unta el índice de saliva y le frota la mano para borrarle los números que tiene apuntados con bolígrafo. Cuando termina, anuncia suavemente:

—Me voy de este lugar de desgracias y me llevo conmigo a mi primo Adriano.

Se encaja las Ray-Ban, alza su muerto y camina balanceándose, calle abajo, como una gorila que carga su cría.