Camino al hospital Nando Barragán le cuenta a la mujer rubia una historia sombría, mientras se desangra por las heridas a cada brinco de la ambulancia en los huecos del asfalto quebrado. O cree que le cuenta y en realidad le musita una retahíla delirante, incoherente, que ella no comprende pero que sabe intuir.
La sirena ulula frenética en los oídos de Nando Barragán mientras un enfermero torpe lo asedia con algodones, transfusiones, torniquetes. Rebotando en la camilla, en un mece-mece entre este mundo y el otro, Nando se esfuerza por mantener en foco la cara de Milena, agachada a su lado, teñida de sombras rojas por la luz giratoria de la capota. La vida se le está yendo sin dolor ni compasión y a él lo ataca una habladera por borbotones, como la hemorragia. Siente urgencia de contar intimidades y se desboca en palabras, atropellado de lengua como un borracho, como una vecina chismosa. Quiere arrancarse del alma un mal recuerdo como quien se saca una muela dañada, quiere limpiarse de culpas y remordimientos y se confiesa con Milena, con santa Milena la Imposible, la Inalcanzable, sacerdotisa sagrada con manto y mitra de sombras rojas.
—No me dejes solo, Milena, en la agonía. A la hora de la muerte ampárame. Dame la absolución, Milena, perdóname los pecados. Ponme los santos óleos. No me dejes morir.