Ahí es cuando entran en gavilla los Monsalve y arman la podrida. El Nando Barragán y la mujer rubia están en la barra, de espaldas a la entrada, y la ráfaga de metralla los alza por el aire.
—Nando y la rubia se decían cosas, se besaban, entreverados de piernas, cuando les dieron plomo. Lo digo porque yo estaba ahí, en ese bar, y lo vi con estos ojos.
No. Esta noche Nando no toca a Milena. La trata con el respeto que le tienen los hombres a las mujeres que los han abandonado. Le conversa, pero no la toca. Más bien la mira con dolor.
—¿Qué van a saber cómo la miraba, si las gafas negras le escondían los ojos? Son habladurías. Todo el mundo opina pero nadie sabe nada.
La gente no es ingenua, se da cuenta de las cosas. Y a Nando la nostalgia se le nota a simple vista, como un aura desteñida alrededor de la figura. Cuando está con Milena pierde los reflejos, no olfatea los peligros porque lo anula un desasosiego sin fondo donde no existe sino ella. Y tiembla. En esta vida sólo lo ha hecho temblar una persona: Milena, la única que le supo decir que no.
—A pesar de todo era un soñador, de los crónicos, de los perdidos.
Cuando aterriza en el mundo de los humanos es imbatible, es implacable. Es un lince, un rayo, un látigo. Pero cuando ella reaparece, así sea en su memoria, se deja llevar por una modorra indefensa y reblandecida de cachorro recién alimentado, de vieja atarugada de Valium 10. Esta noche, la del reencuentro fortuito después de años de ausencia, Nando no tiene entendimiento ni sentidos para nadie más. No espera a sus primos y enemigos, los Monsalve: tal vez por un instante hasta ha olvidado que existen.
En honor a Milena, que le tiene asco a las armas, anda sin su Colt Caballo, la de balas marcadas con su nombre, la del potro encabritado en la cacha de marfil. Anda con la guardia baja, entregado, en plan sano de enamorado que pide perdón.
Por eso no se da cuenta cuando los Monsalve entran al bar. Los demás oyen descorrer la cortina negra de la entrada y ven aparecer la silueta plateada de un hombre delgado con otros tres que lo acompañan. Las parejas se abrazan para protegerse de lo que pueda pasar. Las coperas se escurren debajo de las mesas. Pero Nando no. No se entera de nada, perdido en sus ansiedades y en sus añoranzas.
Del fondo, del corredor de los baños, entra un golpe de olor frío, a cañerías, a colillas. Desde el techo una lámpara de efectos especiales lanza un centelleo de rayos intermitentes, mortecinos como flashes de cámara, que iluminan —ahora sí, ahora no, ahora la veo y ahora no— la figura del recién llegado, que brilla fosforecente, espectral.
Es el Mani Monsalve. Parecido al Nando Barragán en lo físico, como un hermano a otro. Y es que aunque se odien son la misma sangre: primos hermanos. El Mani más joven, menos alto, menos grueso, menos feo. Más verde de piel, más fino de facciones. Más duro en la expresión. Con la marca que lo hace reconocible hasta el fin del mundo: una media luna bien impresa en la cara, un cuarto menguante que arranca en la sien, toca la comisura del ojo izquierdo y sigue su curva hasta más adelante del pómulo, para detenerse cerca de la nariz. La mitad de un antifaz, un monóculo hondo, indeleble, una mala cicatriz ganada en algún porrazo, en cualquier balacera, quién sabe en qué tropel.
El Mani grita: Nando Barragán, vengo a matarte, porque tú mataste a mi hermano, Adriano Monsalve, y la sangre se paga con sangre. Y grita también: Hoy cumple veinte años esa afrenta. Y Nando le advierte: Estoy desarmado, y el Mani le dice: Saca tu arma, para que nos enfrentemos como hombres.
—Eso parece un cómics, una de vaqueros. ¿Y qué respondió Nando? ¿Cáspita? ¿Recórcholis? ¿Pardiez? Qué va. Esa gente no decía nada, no advertía nada. No se ponían con primores: disparaban y ya.
—No era así. Esa gente tenía sus leyes y no tiraba a traición. En todo caso después de los primeros disparos se apagó la luz, y lo que pasó, pasó en las tinieblas. Tal vez el dueño del bar tuvo reflejos para cortar la corriente, o quién sabe. La cosa es que a oscuras se dispararon.
Las gentes enloquecidas, ciegas, gritonas, tratan de huir de las balas invisibles, mientras oyen cómo se revientan los espejos, las botellas, los reflectores, hasta que llegan las radiopatrullas. Seguro cuando suenan las sirenas los Monsalve se retiran, porque al rato, cuando vuelve la luz, con la autoridad presente, ellos han desaparecido ya. Nando Barragán se arrastra detrás de la barra herido y bañado en sangre, pero vivo. Las demás pérdidas son materiales. En el local se ve mucho destrozo pero en realidad sólo han disparado el Mani y el Nando, nadie más, como si fuera un duelo privado de ellos dos.
—Así eran las cosas entre esa gente.
—¿Cómo se supo? ¿Acaso no estaban a oscuras? ¿Y cómo disparó Nando? ¿Acaso no estaba desarmado?
—Unos dicen que sí, otros juran que alcanzaron a verle la Colt Caballo en la mano. Lo seguro es que salió mal herido, y el Mani Monsalve ileso.
—A la mona Milena no le entró ni una bala. Tal vez la protegió tanta carne tan buena y recia que tenía. Nando quedó agujereado como coladera pero ningún tiro fue mortal. El peor le malogró la rodilla izquierda y lo dejó cojo para siempre.
—No fue la izquierda, fue la derecha.
—Eso va según la versión de cada quién. Lo cierto es que desde ese momento caminó guasquiladeado. Lo cierto también es que ese día aprendió la lección y no se lo volvió a ver exponiéndose por los bares. Después de eso se andaba cuidando, en la clandestinidad. Tampoco lo vimos más en compañía de Milena. Esa noche ella lo llevó a un hospital, lo salvó del desangre, y después se fue otra vez con su extranjero. Se hizo humo, hasta el sol de hoy. Nando Barragán no volvió a verla nunca, salvo en sus delirios de amor perdido. Dicen que se repuso de las heridas del cuerpo pero no de las del corazón. Vivió torturado por el resto de sus días y parte de su tormento fue no poder olvidar a esa mujer.
—¿Ella nunca lo quiso?
—Dicen que sí, pero que huyó de él, de su guerra y de su mala estrella.