Ese que está ahí, sentado con la rubia. Ése es Nando Barragán.

Por la penumbra del bar se riega el chisme. Ese es. Nando Barragán. Cien ojos lo miran con disimulo, cincuenta bocas lo nombran en voz baja.

—Ahí está: es uno de ellos.

Dondequiera que van los Barraganes los sigue el murmullo. La maldición entre dientes, la admiración secreta, el rencor soterrado. Viven en vitrina. No son lo que son sino lo que la gente cuenta, opina, se imagina de ellos. Mito vivo, leyenda presente, se han vuelto sacos de palabras de tanto que los mientan. Su vida no es suya, es de dominio público. Los odian, los adulan, los repudian, los imitan. Eso según. Pero todos, por parejo, les temen.

—Sentado en la barra. Es el jefe, Nando Barragán.

La frase resbala por la pista de baile, rebota en las esquinas, corre de mesa en mesa, se multiplica en los espejos del techo. Bajo la luz negra se hace compacto el temor. La tensión, filuda, corta las nubes de humo y destiempla los boleros que salen de la rocola. Las parejas dejan de bailar. Los rayos de los reflectores refulgen azules y violetas, presagiando desastres. Se humedecen las palmas de las manos y se eriza la piel de las espaldas.

Desentendido del cuchicheo y ajeno al trastorno que produce su presencia, Nando Barragán, el gigante amarillo, fuma un Pielroja sentado en uno de los butacos altos de la barra.

—¿De qué color es su piel?

—Amarilla requemada, igual a la de sus hermanos.

Tiene el rostro picado de agujeros como si lo hubieran maltratado los pájaros y los ojos miopes ocultos tras unas gafas negras Ray-Ban de espejo reflector. Camiseta grasienta bajo la guayabera caribeña. Sobre el amplio pecho lampiño brillado por el sudor, cuelga de una cadena la gran cruz de Caravaca, ostentosa, de oro macizo. Pesada y poderosa.

—Todos los Barraganes usan la cruz de Caravaca. Es su talismán. Le piden dinero, salud, amor y felicidad.

—Las cuatro cosas le piden, pero la cruz sólo les da dinero. De lo demás, nada han tenido ni tendrán.

Frente a Nando, en otro butaco, cruza desafiante la pierna una rubia corpulenta, formidable. Está enfundada a presión en un enterizo negro de encaje elástico. Es una malla discotequera tipo chicle, que deja ver por entre la trama del tejido una piel madura y un sostén de satén, talla 40, copa C. Sus ojos, sin color ni forma propios, parpadean dibujados con pestañina, delineador y sombra irisada. Echa la cabeza hacia atrás y la melena rubia le azota la espalda con rigidez pajiza, revelando la negrura indígena de las raíces. Se mueve con sensualidad desencantada de gata callejera y la envuelve una misteriosa dignidad de diosa antigua.

Nando Barragán la mira y la venera, y su rudo corazón de guerrero se derrite gota a gota como un cirio piadoso encendido ante el altar.

—Los años no te han dañado. Estás bella, Milena. Igual que antes —le dice, y se castiga la garganta con el humo picante del Pielroja.

—Y tú enchapado en oro —le dice la rubia con una voz ronca y sensual de pólipos profundos—. Cuando te conocí eras un hombre pobre.

—Soy el mismo.

—Dicen que tienes sótanos llenos de dólares, apilados en montañas. Dicen que se te pudren los billetes, que tienes tantos que no sabes qué hacer con ellos.

—Dicen muchas cosas. Vuelve conmigo.

—No.

—Te fuiste con el extranjero para que te llevara lejos, donde no te llegara ni mi recuerdo.

—Es un mal recuerdo. Dicen que a tu paso no quedan sino viudas y huérfanos. ¿Con qué maldades has hecho tanto dinero?

El hombre no responde. Se baja un trago de whisky y lo pasa con otro de Leona Pura. Las burbujas chispeantes de la gaseosa le devuelven un recuerdo vago de niños jugando béisbol en la arena, con palos de escoba por bate y tapas de botella por bola.