*
Ceno con Samy en el Pancho Villa de la Rue de Romainville. Cerveza mexicana, tacos, enchiladas y mezcal. El restaurante tiene cuatro metros de largo por dos de ancho, un mostrador, taburetes altos, salsas pardas y fuentes de aluminio con frijoles que se hacen a fuego lento sobre placas eléctricas. Una mujer pequeñita, de voz muy aguda, se afana tras el mostrador. Cambia la cinta en el radiocasete descuajeringado y la voz de Chavela Vargas me lleva hacia nombres de ciudades desconocidas, Oaxaca, Durango, el sol vertical, el polvo blanco, un Colt 45 escondido bajo mi almohada en una habitación de hotel en El Paso.
Siempre se trata del mismo canto universal, el de Piaf, el de Oum Kalsoum, el del tango o el del flamenco: la palabra y el sonido del dolor y de la nostalgia arrancados de la realidad, pero puros y lancinantes hasta rozar lo sagrado. Sufrimiento no es desánimo. El grito de esos cantos hace avanzar a los pueblos, les insufla energías vitales.
Volvemos a casa y tengo la impresión de que todo es natural: vivir con Samy, cenar con él, acostarse, acariciarse, hacer el amor. Pero Samy tiene veinte años, no acepta leyes, nunca hay nada establecido. Le necesito: mendigo una noche, una caricia, su piel mate y suave. Noche tras noche, caigo en la trampa que quería evitar a cualquier precio.
—Si quieres que durmamos juntos —me dice Samy—, vienes tú a mi cama.
Suena el teléfono, es la madre de Laura; está al borde del ataque de nervios.
—El único que puede hacer algo eres tú —me dice—. Ha vuelto a mi casa, no duerme, no para de llorar, grita, vomita, estampa la vajilla contra las paredes, no puedo más, tengo trabajo, no puedo pasarme el día vigilándola, dice que bastaría con una palabra tuya para que mejorara.
—Yo también tengo trabajo y estoy harto de tener siempre ocupada la línea de teléfono y cuarenta mensajes de Laura al llegar a casa por la noche.
—Separaos, dile que se acabó de una vez por todas.
Oigo un grito apagado de Laura: «¡No, cállate!». Le arranca el teléfono de las manos.
—¡No, no se acabó, dime que no se acabó! —me pide.
—Yo no he dicho nada, la que lo ha dicho ha sido tu madre.
Ahora la que suena apagada, al otro lado del teléfono, es la voz de su madre: «¿Y tú por qué no vas con un chico normal, que le gusten las chicas en vez de ir con un marica que se pasa el día buscando moros para que le den por el culo?».
—¿Y esa especie de piojo del mundo del espectáculo —vocifero— se cree «normal»? Y tú, ¿también te crees muy normal?
Samy se levanta:
—¡Ya me estáis tocando las narices los dos! ¡Tengo sueño, joder! —grita y cierra de un portazo la puerta de su cuarto.
No quiero que Samy se duerma sin mí. Para abreviar la conversación, acepto la proposición de Laura: mañana comeremos los dos con su madre e intentaremos hablar con tranquilidad.
Laura me espera cerca de su escuela de cine, en un café de la Rue Faidherbe. Aparco, una rueda rasca contra el bordillo de la acera. Abro la portezuela, Laura sale del café, cruza la calle nevada, viene hacia mí.
Faubourg–Saint–Antoine, Bastille, Rue de Rivoli, no hablamos, estamos anonadados. Demasiadas palabras, la ciudad, la nieve, los mismos gestos siempre repetidos.
Hemos quedado con la madre de Laura en un café de la Place du Chátelet. Discusión inútil, frases interminables:
—¿No ves que nunca cambiará? Déjale…
—¿Cómo que en qué líos me meto? Le quiero como es, sólo quiero que haga un esfuerzo… ¿Puedes intentar hacer un esfuerzo?
No abro la boca y miro cómo se gritan. Sube el tono, Laura insulta a su madre, que se levanta, tira un billete de cien francos sobre la mesa.
—¡No vuelvas a pedirme nada que tenga relación con este individuo —dice mientras se marcha—, ya tengo bastante en qué ocuparme como para perder el tiempo con vuestras sandeces!
Pedimos dos tartas de chocolate nauseabundas y malísimas. Bebo dos cafés y me pongo a temblar. Salimos, es una tarde de un gris claro, el cielo nos oprime como una plancha de plomo, y no sabemos qué hacer.
*
Samy rezonga: en su vida no pasa nada. Él querría cosas excepcionales. Se acuerda de su padre, de los atracos. Le digo que hay que escoger. Está harto del metro, todos los días dos horas para ir y volver de Shaman Vidéo en el distrito XV, harto del paternalismo de quienes le dan un empleo cómodo para exigirle quince horas diarias de trabajo mal pagado, harto de cenar frente a mí, en la mesa redonda y negra, mirando la televisión.
—¡Hace un año —le suelto— estabas clasificando fotos en cajas por dos mil francos al mes!
De vez en cuando ve a Sergio, y este le dice: «¿Por qué haces ese trabajo de esclavo? Tú tienes madera de estrella. Si te decides de verdad, yo podría hacer alguien de ti».
Le pregunto si sigue cayendo con tanto entusiasmo en esas trampas de maricón en celo.
—No, no, tienes razón —contesta con cara de niño cogido con las manos en la masa.
Y, entonces, el que está harto de hacer el papel de sensato soy yo:
—¡No soy tu padre, joder!
Samy sale. Se va a dar una vuelta por la Rue de Lappe o de la Roquette, bebe mezcal en el Zorro, bebe hasta que no puede tenerse en pie, se pelea con unos skins, vuelve con la ropa hecha jirones y con sangre seca en la nariz, vomita en el retrete, me despierta en plena noche, se acuesta en mi cama, se duerme y empieza a roncar. Por la mañana, cuando suena el despertador, para que salga de la cama, tengo que repetirle diez veces: «¡Levántate Samy, vas a llegar tarde!».
Vuelvo tarde. Samy tritura coca sobre un espejo, con una hoja de afeitar. Le brillan los ojos. Ha ido al peluquero, tiene el pelo afeitado por los lados, un poco más largo en la parte superior del cráneo. Me da un beso.
—¿Has ido a un aparcamiento a que te la chupen? —pregunta.
—He estado cenando con Bertrand.
Prepara dos rayas, esnifa una, me pasa el canuto, aspiro la coca.
—Yo he vuelto a donde André… —explica—. ¡No ha estado mal!
Inquiero los detalles: ¿cuántas chicas se ha tirado? ¿Ha pegado a André? No quiere decir nada. Se me pone detrás, se me pega a las nalgas, noto que se le empina. Me empuja hacia mi habitación.
—Tengo ganas de follarte, quítate el pantalón —me ordena.
Estoy desnudo, le desabrocho el chaleco comando, le bajo el eslip. Me pongo de rodillas en la cama, con la espalda horizontal, los brazos extendidos y las palmas de las manos apoyadas en el colchón. Postura de perra. Tengo a Samy detrás, se escupe en la mano, se unta la polla con saliva. Yo también me escupo en la mano y me mojo el ojete. Hace dos años que no me encuban. La última vez fue Kader, en El Esnam, entre las ruinas de una ciudad devastada.
—Ponte un condón —le digo.
—No tengo.
—En el baño hay, coge uno.
—No.
—¿Sabes lo que haces?
—Te digo que no quiero.
Se produce un estallido blanco en los ojos que tengo cerrados. Este chaval está chalado, o me quiere, o le gusta el riesgo, la atracción del vacío, un desafío a la rutina.
Grito de placer. Soy hembra. Me doy la vuelta en la cama y veo que tiene los ojos semicerrados. Le agarro por las caderas y luego por los riñones, lo atraigo hacia lo más profundo de mí. Me hago una paja. Nos corremos.
*
He de encontrarme con Laura al caer la tarde, en el aeropuerto de Ginebra. Ella ha cogido el tren, yo la alcanzo en avión. No podía irme de París esta mañana. La espero durante más de una hora en el lado francés, ella está en el lado suizo.
Me dice que por poco pierde el tren. El taxi que había llamado no se ha presentado. Ha dado vueltas por las avenidas de Issy–les–Moulineaux a las seis de la mañana, con la bolsa de viaje y llevando a Maurice de la correa. Ha hecho autoestop y un tipo la ha dejado en la estación de Lyon.
El autocar se dirige hacia Avoriaz. Varios productores y periodistas han montado en la estación de esquí una cadena de televisión local que emitirá durante la temporada de invierno. Me han pedido que me ocupe de la iluminación del plato en el que se realizarán entrevistas, informativos y juegos. Han contratado a Jaime como jefe de plato y él ha propuesto mi nombre. Tengo que sustituir a un operador que han despedido dos días después de contratarlo.
Me gustaría volver a vivir la sensación que tuve cuando conocí a Laura: sentirme bien con una chica, con una mujer, con una imagen de la feminidad distinta a la que Carol dejó en mí, hecha de gemidos, tristeza y torpeza física. Se me ocurrió que debíamos irnos de París. Nos acariciamos en el autobús, pero cuanto más nos acercamos a Avoriaz, más lejana parece Laura. Se encierra en sí misma, se hace transparente. Estamos atrapados en un embotellamiento. Se hace de noche.
El teleférico asciende hacia la estación. Un trineo tirado por un caballo nos lleva entre edificios clavados en la nieve como naves espaciales baratas que hubiesen caído a tierra. Nos deja frente a los locales de la televisión. Yo llevo las bolsas de viaje. Laura lleva a Maurice en brazos. Lo deja sobre la nieve fresca y él se hunde hasta la tripa, se revuelca.
Entro en el plato. Allí está Jaime; la presencia de Laura le sorprende un poco. Me comunica que el regidor se ha olvidado de reservamos un apartamento y que él me prestará el suyo. Se irá a dormir a casa de una amiga, todavía no sabe cuál, ya tiene dos y le parece que se está enamorando de una de ellas.
—La otra es sólo para la cama, es una auténtica guarra.
Formica, plástico, apartamento verde y blanco en un bloque–colmena de montaña. Maurice caga sobre un periódico, en el baño. Por la noche, cenamos con Jaime en un restaurante: carne hecha sobre lajas de pizarra calientes.
A pesar de la tempestad de nieve que el halo de las farolas perfora, la noche es lúgubre. Pero hacemos el amor y es magnífico, como si hubiese un principio de placer infalible cuyo origen nos fuera ajeno.
Al día siguiente por la mañana voy a trabajar al plato. Laura pasa a buscarme hacia las doce. Vamos a alquilar botas y esquís. El sol está blanco. Didier, un electricista del plato, nos acompaña hasta las pistas. Bajamos demasiado deprisa para Laura, que se queda bloqueada en el medio de la pista. Me vuelvo para mirar hacia arriba y la veo diminuta y oscura, a contraluz. La esperamos en un café, a pie de pista. Está furiosa, hunde los labios en la taza de chocolate. Voy al plato a trabajar mientras ella pasea con Maurice. Nos encontramos en el apartamento verde y blanco.
Por la noche, una chica quiere ligar conmigo en un bufet organizado por la cadena de televisión. Es maquiladora. Laura y yo no intercambiamos un solo gesto, apenas una mirada de vez en cuando, y la chica no puede saber que estamos juntos. Se me arrima. Maurice juega con el yorkshire de la hermana de la maquilladora. Laura lanza miradas asesinas.
—¡Son tan vulgares la una como la otra! —me dice al oído, y de repente se acerca a la maquilladora y le habla bajito.
Luego empieza a acariciarle el brazo y la mejilla. La chica tiene miedo: toma a Laura por una lesbiana. Se marcha llevándose a su hermana.
La telefonista me dice que Samy ha llamado hacia las ocho de la tarde. Laura palidece, aprieta los puños y las uñas se le clavan en las palmas de las manos. Cuando vamos andando hacia el apartamento no puede contenerse:
—¿Por qué ha llamado Samy? ¿No puede aguantar dos días sin hablar contigo? ¿Piensa presentarse aquí? —La nieve amortigua sus gritos.
En la cama, Laura me habla, hace preguntas, no quiero contestar. No quiero hacer el amor. Se me echa encima, me desgarra la camiseta, no me muevo, tengo miedo de mis propios gestos, tengo ganas de matarla.
Al día siguiente termino la iluminación del plato. Los productores se asombran de lo poco que he tardado. Por la noche vamos a una discoteca con Jaime: penumbra, vasos, metal, bebo gin–tonics y hablamos por hablar, simplemente para sentirnos vivos. El cuerpo de Laura está entre nosotros, pero ella está ausente.
No hay más remedio que terminar metiéndose entre las sábanas heladas. Laura no puede dormir, empieza a hablar. Le digo que se calle, pero no quiere dejarme dormir. No quiere ser la única con los ojos abiertos. Nos mira a los dos, pero es un «nos» que se ausenta, palidece, se esconde.
Entonces pierdo el control: la abofeteo, le aporreo el cuerpo, la tiro fuera de la cama. Rueda por el suelo, me acerco a ella, voy a destrozarla, Laura retrocede, se acurruca contra la pared, se protege la cara con las manos. Maurice se mea en la moqueta.
Pero Laura se tambalea ante mis ojos: tiene tanto miedo que pierde su poder sobre mí. Somos dos animales heridos y extenuados. Acabaremos por conciliar el sueño entre las sábanas desgarradas.
Metemos nuestras cosas en las bolsas. No hablamos. Desayunamos con Jaime. Laura lleva gafas de sol para esconder las ojeras y los ojos enrojecidos.
Dejo la taza de té sobre la mesa, Laura se quita las gafas, tiene los ojos arrasados en lágrimas. Me da una bofetada con todas sus fuerzas.
—¡Estás loca! —salta Jaime.
—¡Eso —grita Laura—, por la noche que me has hecho pasar!
Subimos al trineo que nos llevará hasta la parada de taxis. Dos electricistas que trabajan conmigo en el plato vuelven también a París. Vamos en taxi hacia Ginebra. Yo tomaré el avión, pero Laura tiene billete de vuelta en tren.
Tomamos una copa en el bar del aeropuerto. En el momento de separarnos, Laura dice que quiere volver conmigo en avión. Sus caprichos me sacan de quicio.
—¡No empieces a darme la murga, vete en el tren y déjame en paz!
Se levanta bruscamente, tropieza con la mesa, vuelca un vaso. Se dirige al mostrador de Swissair arrastrando a Maurice, aterrorizado, en el extremo de la correa. La alcanzo, la agarro por los hombros, la aparto del mostrador.
—¡Tienes un billete para volver en tren y vas a coger ese tren! ¡Tú no tienes dinero para el billete de avión y yo tampoco, así que ya basta!
—¡Venga, pégame, vuelve a las andadas, como anoche, rómpeme la cara, disfruta! —Se zafa, suelta la correa de Maurice, corre hacia el bar, grita—: ¿No te basta con lo que has hecho conmigo? —Su voz resuena en el vestíbulo—: ¿Qué más quieres?
El suelo claro es pulido y brillante, un mar de hielo que se pierde de vista. Algunas cabezas se giran hacia nosotros.
—No puedo tener hijos por tu culpa, nunca podré tenerlos. ¿No tienes bastante?
Los ventanales filtran la luz exterior, el rostro de Laura se tiñe de ámbar, en la mesa del bar los dos electricistas intentan evitar mi mirada, estoy blanco de rabia y de miedo, no tiene derecho a hablar de eso. Laura se detiene.
—Estás acojonado ¿eh? —Ahora ya no grita—. ¡Te importa un bledo lo que me pueda pasar, pero te acojona que se sepa lo que has hecho!
—Cállate y cálmate. ¿Quedan plazas en el avión?
—No cambies de tema, cobarde. ¿Quieres tratarme como a una imbécil? ¡Te juro que todo el mundo se va a enterar de lo que has hecho! —Y se echa a llorar, mira a su alrededor, se ahoga, corre hacia la salida, grita—: ¡Todo el mundo!
Me siento, los dos electricistas miran sus vasos.
—Cada vez es peor… —digo—. Didier, ¿puedes prestarme quinientos francos para que le compre un billete de avión? —Didier me alarga los billetes, me los meto en el bolsillo y voy hacia la salida.
Del otro lado de las puertas automáticas, el camino está flanqueado por un alto enrejado, el suelo es rojo oscuro, brilla el sol. No veo a Laura, pero unos cincuenta metros más allá me encuentro su cazadora en el suelo, su jersey un poco más lejos. Aprieto el paso, el camino tuerce a la derecha. Allí está, a la vuelta del recodo, sentada en el suelo, contra el enrejado. El llanto la ahoga. Me pongo en cuclillas, su cara empapada se recorta contra el azul del cielo y los dibujos geométricos del alambre. Le enjugo las lágrimas y la levanto suavemente.
—Ven, vamos a comprar un billete de avión.
La sostengo, avanzamos con paso lento y torpe en el no man’s land entre la luz y la sombra.
—¿Por qué dices que ya no puedes tener hijos? —le pregunto.
—Sabes de sobra por qué.
—¿Crees que eres seropositiva, aunque no estás segura?
—Me he hecho la prueba… Doy positivo, pero no quería decírtelo.
Un edificio de plomo se me viene encima.
—¡Mierda! ¡No puede ser! ¿Desde cuándo lo sabes? —pregunto como por reflejo.
París. El taxi se detiene. Laura baja, la sigo, nos besamos, está apoyada contra la carrocería blanca, nos despedimos tiernamente, va hacia el edificio verde y gris, vuelvo a subir al taxi y arrancamos.
Al día siguiente volvemos a vernos en un café, cerca de la Place de Palma. Nos pedimos disculpas. La toco suavemente, unas caricias con la punta de los dedos en el cuello, las manos, los pechos. Ha tomado una decisión: alejarse, detener la caída. Es demasiado tarde, pero al menos antes de que sea peor que demasiado tarde, antes incluso de que se hayan borrado hasta los recuerdos de los buenos momentos.
Nos damos la espalda. Laura desciende hacia el Pont de l’Alma, yo subo por la Avenue Marceau.
*
Samy ha ido a Toulouse. Le ha enseñado a su padre unos vídeos de películas en las que ha trabajado. Su padre ha cogido el Porsche de su jefe y han dado una vuelta por la ciudad. Le ha dicho: «Está bien, sigue así, me siento orgulloso de ti».
Atravieso días vacíos, en el límite de mis fuerzas: cara pálida, ojeras azuladas, nervios a flor de piel, el alma sucia. Laura tiene dieciocho años, su cuerpo está herido de muerte. Llevo sobre mis hombros una carga más pesada que la amenaza de mi propia muerte. Por primera vez en mi vida, cargo con un auténtico crimen.
Samy ya no encuentra en mis ojos el brillo que busca. Presiento que se alejará de mí. Cuando Ornar me llama para proponerme trabajar como actor, con Samy, en un corto que va a rodar, veo la ocasión de retrasar ese proceso. Samy acepta por el dinero; o tal vez por narcisismo.
La película durará cinco o seis minutos e ilustrará una novela para una emisión de televisión. Hay escenas eróticas y pasionales entre tres personajes. Dos chicos, Samy y yo, y una chica, Karine Sarlat, una joven actriz con la que, nada más verla, a los dos nos entran ganas de acostarnos.
El rodaje dura tres días: seducción, cuerpos que se rozan, besos, caricias, desgarro. Estoy encima de Karine, desnudo, la cámara filma, no puedo evitar que se me ponga tiesa. Pero mi amor por Samy emerge como un mar de fondo.
Nos separamos con la promesa de volver a vernos.
—¡Me debes una noche de amor! —me dice Karine.
Samy se ofende porque ese mensaje no va destinado a él.
—¡Eres un gallito engreído! —le suelto.
*
Acompaño a Jaime a una fiesta, en la Rue de Longchamp, en la que todo el mundo ha tomado éxtasis. Nos venden una píldora al entrar. Hay unas treinta personas deambulando por el enorme piso sin muebles, entre ellos, algunos técnicos de vídeo que conozco, además de actores y dos cantantes de moda. Partículas aceleradas en un ciclotrón.
Pero, poco a poco, sus movimientos se vuelven premiosos. La gente se toca: chicas y chicos, chicas entre sí, chicos entre sí. Nada sexual, caricias y necesidad de contacto. Miro a Jaime y le pregunto si la droga le ha hecho efecto.
—¡Ni pizca! —contesta.
Un tipo se desnuda, va a buscar pinceles y tubos de pintura. Se pinta el pecho y la cara Otros vuelven de la cocina con cubitos de hielo y se los pasan por la cara diciendo: «¡Qué maravilla! ¡Es una auténtica maravilla!». Estamos en plenos años setenta. Sólo que con el éxtasis no se puede hacer el amor, porque a los chicos no se les llega a poner tiesa: ¡vuelta a los años psicodélicos con sida y safe–sex!
—Este verano —me dice Jaime— tienes que venir a España. Soy de cerca de Alicante, allí están todos mis amigos, tendremos todo lo que queramos, chicas, motos, porros…
En cualquier caso, prefiero los setenta de Jaime a los de la gente in de la Rue de Longchamp.
Sigo sin notar los efectos de la píldora. Empiezo a beber todo lo que encuentro: cerveza, vino tinto, whisky, vodka; acabo tomando Ricard puro hasta que Jaime me arranca la botella de las manos. Media hora después estoy de rodillas delante de la taza del retrete y paso el resto de la noche vomitando.
Jaime me lleva a casa. Como es natural, Samy no está, duerme en casa de Marianne. Los tres días siguientes me siento a morir.
*
En cuanto Samy se ha enterado de que iba a volver a ver a Karine, ha venido corriendo. Vamos en coche por las riberas del Mame, sin rumbo fijo. Cae la tarde: es la hora entre chien et loup, «cuando el hombre no puede distinguir el perro del lobo», dice el viejo texto hebraico. Recuerdo que Laura, el día en que la vi por primera vez, pronunció esas palabras. Estando juntos, ya no sabemos distinguir la luz de la oscuridad, el animal doméstico de la bestia salvaje.
Cenamos en un restaurante junto al agua; han añadido un mirador moderno al frontis de una antigua casa rodeada de plátanos. Bebemos vino tinto fresco, reímos, hablamos alto: frases obscenas y provocativas con las que, al oírlas, se giran rostros con expresión de repugnancia. Pero el erotismo que nos une hace que nos sintamos todopoderosos.
Karine es guapa: pelo negro largo, labios sensuales, pechos turgentes bajo la blusa. Samy habla exaltado: quiere entrar en un grupo de alquimistas, en un castillo cerca de Dieppe, y participar en sus festines celtas, en los que la gente se cubre con pieles de animales. Un miembro del grupo ha comprado el castillo y han instalado en él el oratorio y el laboratorio. Los alquimistas se dedican a criar ganado en las tierras que rodean al castillo y a producir cerámica, que luego venden en una tiendecita de un pueblo cercano.
Poco después, a la salida del chiringuito, damos alaridos en la calle. Samy me inmoviliza contra el coche, me besa en plena boca, rodamos hasta el suelo, sobre el asfalto, delante de las ruedas. Karine se ha estirado en el asiento de atrás, con los pies apoyados en uno de los cristales laterales. Samy se coloca encima de ella. Yo me siento al volante y arranco. Conduzco a toda velocidad, las luces de París se acercan y la noche gana en claridad.
Estamos en mi casa. Juntamos los colchones de las dos camas, en la habitación de Samy. Nos desnudamos y nos echamos, Karine entre los dos. Pero Samy se levanta, va al baño, coge una maquinilla de afeitar y empieza a afeitarse el vello de los sobacos y del pubis:
—Es la primera fase de la purificación, antes de empezar la «obra negra»…
Intercambio una mirada inquieta con Karine. Samy va a la cocina y vuelve con un cuchillo. Se coloca frente al espejo del baño, con las piernas abiertas y el busto erguido. Luego, con el cuchillo, se hace metódicos cortes en el pecho, los brazos y los muslos. Coge una botella de alcohol de 90 grados y derrama líquido sobre los rojos surcos abiertos en carne viva.
—Haced lo mismo —nos anima—, no creáis que es una tontería… ¡Es delicioso! —y se le pone tiesa.
Me entran náuseas, vuelvo a la habitación y me tumbo junto a Karine. Nos echamos a reír.
—¡Páralo! —me dice Karine—. No puedo verlo.
Samy viene a echarse. No hacemos el amor. Nos acariciamos un poco y nos dormimos.
Al día siguiente por la mañana, me despiertan unos ruidos procedentes del recibidor. Recuerdo de golpe que es el día de la mujer de la limpieza. Me quedo quieto y me hago el dormido. La puerta de la habitación de Samy, en la que hemos dormido, está abierta. Por entre las pestañas casi juntas, encuadrada en el umbral, veo la silueta más ancha que alta de la mujer de la limpieza. Mira horrorizada los dos colchones, los tres cuerpos y la sangre en las sábanas. Huye como si hubiera visto al diablo.
Samy y Karine siguen durmiendo. Me hago un té. La mujer de la limpieza se ha esfumado. Voy al salón. En el contestador hay un mensaje:
«Soy Laura, sólo dos palabras para decirte que también tú me persigues. ¡Esta mañana he abierto el periódico y he visto tu jeta, junto a la de la guarra de Karine Sarlat! ¡Por lo menos voy a tener la satisfacción de poner el periódico en el suelo para que Maurice se mee encima!… ¿Así que ahora eres actor? ¿Son las escenas de catre con ella las que te han hecho cambiar de oficio? Está mejor que yo, tiene un empleo, dinero, ¿no es celosa? ¿Te la follas a gusto? ¿Le has dicho que eras seropositivo?».
Karine entra en el salón, corto el contestador bruscamente. No sé si ha oído la última frase de Laura, pero me mira como si fuese demasiado tarde para que hubiese algo entre nosotros.
Una vez que Karine se ha ido, telefoneo a Laura. No está, oigo su voz en el contestador: por una vez soy yo quien deja un mensaje. Le digo que no sufra sin motivo, que no hay nada entre Karine y yo; le digo que tengo ganas de verla, que por qué no viene a dormir a casa esta noche.
Laura no me ha contestado. Espero a Samy, que ha dicho que volvería para cenar conmigo. En la tele, en un viejo documento rayado, Piaf canta Les amants d’un jour:
Et quand j’ai fermé la porte sur eux,
y avait tant de soleil au fortd de leurs yeux
que pa m’a fait mal, que ga m’a fait mal…
Samy sigue sin llegar. Miro por la ventana, pero no viene. Salgo del piso, tomo el ascensor, cruzo el aparcamiento subterráneo y subo al coche; cemento y neones.
Otras paredes: las de los edificios de la Place des Fêtes. El asfalto mojado brilla; bajo por la Rue de Belleville. Entro en el Lao–Siam. El dueño me saluda. Tiene una mano que parece de acero, podría triturarme los dedos sin el menor esfuerzo. Me lo imagino de héroe de una película de kárate rodada en Hong Kong. Me acuerdo de las películas de Jackie Chan que vi en un barrio popular de Túnez.
En la mesa de al lado, dos mujeres ríen a carcajadas. Tengo la impresión de haberlas visto antes. Una de ellas cuenta que yendo en coche le paró la policía en un control de seguridad. Estaba con una amiga, iban comiendo pollo frito. Un policía les pidió la documentación del coche y la conductora se la dio llena de grasa de pollo. Eso le dio la idea de preparar una broma para el siguiente control. «Buenos días, señora. Documentación, por favor. ¿Lleva algo en el maletero?». «Sí, dos pollos y una bomba». Los agentes abren el maletero con el arma desenfundada: dentro hay dos pollos asados y una bomba de inflar globos. Las dos mujeres se echan a reír.
Más tarde, voy siguiendo el rastro permanentemente borrado de los pasajeros del sexo. Una media luna, que velan las nubes, ilumina las techumbres de las gabarras. Mezcla de polvo y grava. A lo largo de los pocos centenares de metros que recorro hacia el horizonte de un deseo inmediato, me libero de fricciones y opresiones. Me siento dueño y señor.
Hay tres Harley Davidson frente a la entrada de mi aparcamiento, delante del bar árabe. Apoyadas en la barra, veo siluetas vestidas de cuero y chalecos tipo comando, con las cabezas rapadas. Aparco el coche y subo al piso.
Hay mensajes de Laura en el contestador. Tengo sueño y dudo si escucharlos o no. Por fin rebobino la cinta y la dejo hablar:
«Hola, he recibido tu mensaje, me gustaría creer lo que dices, sería demasiado bonito que no hubiese habido nada entre Karine y tú, y también tengo muchas ganas de verte esta noche, y no quiero volver a sentir esas ganas. Y hay algo más que quisiera decirte, pero no sé si tendré la fuerza necesaria… tampoco sé si te mandaré la carta que te he escrito, me hubiese gustado tenerte junto a mí, por lo menos una última vez… pero sé que en el fondo no te apetece, a pesar de que me hayas llamado esta mañana para pedirme que vaya a tu casa… (Tonalidad de fin de mensaje)».
«Ya ves, vuelvo a llamar y hablo, y hablo, pero creo que todavía puedo permitírmelo, porque mañana me levantaré y no volveré a marcar tu número… Si no quieres que volvamos a estar juntos, lo entenderé y no te lo reprocharé. Recordaré los buenos ratos que hemos pasado juntos. Tal vez yo no sea la chica adecuada para ti, necesitas una chica más liberada, como Karine, con un trabajo y… en fin, otra chica… (Tonalidad de fin de mensaje).»
«Me gustaría oír tu voz por última vez, tengo ganas de hacer el amor contigo, pero no puede ser, eso no ocurrirá nunca más y me duele… Estás ahí, estoy segura de que estás ahí, si no, no me habrías propuesto ir a tu casa… (Tonalidad de fin de mensaje).»
«Me van a entrar ganas de aceptar tu invitación… (Tonalidad de fin de mensaje).»
«Si todavía te apetece, creo que voy a ir… Contéstame, no quiero aparecer por allí si tienes que marcharte… (Tonalidad de fin de mensaje).»
No hay palabras en el siguiente mensaje, sólo resoplidos, Laura se echa a llorar. Luego, entre sollozos:
«Escúchame… Contesta, por favor, tenemos que encontrar una solución… Podemos hacer algo los dos, no vamos a dejar las cosas así, no podemos, no podemos… necesito quererte, no puedes dejarme sola esta noche, no puedes… Dime que mañana nos veremos y que todo irá bien, no quiero sacrificar mi amor, no volveremos a separarnos, siempre estaremos juntos, aunque nos veamos poco y estemos lejos el uno del otro, siempre estaremos unidos. Sin ti mi vida no vale nada, no me dejes con estas ganas de reventar, sé que podemos continuar de otra forma, no me dejes sin respuesta… ¿Se acabó?… ¿Dónde estás? ¿Te has ido?… ¡Vaya, no quiere contestarme!… (Tonalidad de fin de mensaje)».
Oigo gritos en la calle. Detengo el contestador y me acerco a la ventana. Veo a los tres cabezas rapadas con los chalecos tipo comando rodear a un viejo árabe, borracho como una cuba, pegado a la pared verde claro, a la salida del bar. Hay un cuarto individuo con ellos. Me parece estar soñando: reconozco a Samy. Está insultando al árabe con los otros tres. Uno de ellos saca una navaja del bolsillo de su comando, la hoja se abre automáticamente. El tipo agarra al árabe por la chaqueta y lo sacude mientras le acerca el cuchillo a la cara. La cabeza del árabe golpea contra un cartel en el que se lee HABITACIONES, GAS, ELECTRICIDAD. El tipo desliza la hoja de la navaja a lo largo del pecho del árabe hasta llegar a la bragueta. Abro la ventana. Le oigo decir: «Y ahora, moraco de mierda, te voy a cortar los cojones y te los vas a comer… ¿No es eso lo que tú les hacías a los franchutes en Sidi bel Abbés?». El viejo está rígido, el miedo hace que la borrachera desaparezca, repite: «No, no…». Los demás cabezas rapadas se ríen. Samy habla con el tipo de la navaja para calmarlo. «Deja a ese viejo chivo, tenemos mejores cosas que hacer, ¿no?». El dueño del café se asoma a la puerta, dice unas palabras en árabe al viejo, el cabeza rapada cierra la navaja, el viejo entra en el café y desaparece por el fondo de la sala.
Los tres tipos montan en sus Harley y ponen los motores en marcha. Samy da la mano a dos de ellos y un abrazo al de la navaja. Las motos se alejan. Samy atraviesa la calle y entra en el edificio. Cierro la ventana y voy hasta el contestador. Oprimo el botón de reproducción, otra vez la voz de Laura, ya no llora, se ha calmado:
«Lo último que quiero decirte es que no iré a tu casa esta noche porque, aunque siguiésemos juntos, ya no tendría derecho a hacerlo… y otra cosa, me gustaría que en este mismo momento estuvieses camino de mi casa, y que ese fuese el motivo de que no me contestes. Ese hubiera sido mi mayor sueño… ¡Bueno, ya está, adiós!… No, no quiero decir adiós… Hasta la vista, te deseo que seas muy, muy feliz, tanto como yo intentaré ser sin ti… (Tonalidad de fin de mensaje)».
Samy se repantiga en el sofá, medio borracho, despectivo, con los ojos perdidos en el vacío, perdidos en la pared blanca.
—Tienes unos amigos muy simpáticos —le digo.
—¿Cómo?
—Digo que tus amigos fachas, esos polis, parecen simpáticos.
—¡No son polis, son alquimistas!
—¡Qué divertido! ¿Recuerdas cómo te apellidas? ¿El apellido de tu padre?
Samy masculla una respuesta incomprensible, se va a su habitación y pega un portazo.
Llamo a Laura, la despierto. Estoy agresivo a mi pesar.
—¡Estás loca de remate! Te llamo para decirte que vengas a casa y me dejas mensajes pidiéndome que no te deje sola. ¿Estás chalada o qué te pasa?
—¿Me despiertas a estas horas sólo para decir cosas que hacen daño?… Venga, dime que ya no me deseas, dímelo, dime que quieres dejarlo, que no vas a volver a verme, que no me quieres, aunque no estés seguro, dímelo, por favor, necesito que me lo digas, aunque no lo sientas…
—¡Vete a la mierda de una puñetera vez! ¡Desaparece y deja de joderme, no quiero volver a verte ni a oírte!
Cuelgo. Treinta segundos después suena el teléfono. Escucho las primeras palabras de Laura:
—¡No tienes derecho a decir eso! ¡No puedes dejarme así!…
—¡Basta! —grito.
Estrello el auricular contra su soporte, desconecto el teléfono y el contestador. Me tomo varios Tranxène y me acuesto.
Al día siguiente por la mañana voy al hospital para hacerme una extracción de sangre. Me hacen análisis cada tres meses. El virus se multiplica lentamente. Los linfocitos T4, agentes de las defensas inmunitarias, disminuyen poco a poco. Tengo suerte, me hubiese podido tocar una forma más fulminante de la enfermedad.
Al salir, Laura está al pie de la escalera del hospital, apoyada contra una columna de piedra en el pórtico de la entrada. Lleva un abrigo largo, azul marino, y gafas oscuras. Es el primer día de sol de la primavera. Paso por delante de ella.
—¿Y tú qué pintas aquí? —le digo sin detenerme.
—Sabía dónde encontrarte. —Me sigue—. Hasta ayer por la tarde me contabas todo lo que hacías, ¿verdad?
—¿Y qué? —No la miro, me dirijo rápidamente hacia el coche.
—¿Qué dice la ciencia? ¿Te estás consumiendo a fuego lento?
—Ya vale, gracias…
—No te preocupes, a partir de ahora me voy a ocupar de tu caso, las cosas irán mucho más aprisa.
—¿Es decir…?
—Es decir que vas a pagar lo que has hecho. Ya te dije que podía dejar de hacer todo lo que estaba haciendo por ti y que también podía acelerar tu muerte. No quieres creerlo, pero no tendrás más remedio, porque vas a verlo con tus propios ojos. Vas a ver la ruina de tu cuerpo. Me has destrozado la vida, me has pasado el sida, nunca podré querer a nadie más, así que reventaremos juntos. La última vez sólo fueron amenazas que no cumplí, pero esta vez te juro que lo haré.
Me tambaleo. Estoy mareado. He visto miles de estrellas blancas cuando la enfermera me ha clavado la aguja en la vena, en la parte interior del codo. Me ha dado un terrón de azúcar empapado en alcohol de menta para que volviese en mí. Todo eso no es más que un mal sueño.
—Ábreme —me pide Laura. Maquinalmente, subo al coche y abro la portezuela de la derecha—. Ahora vamos a tu casa —me dice ya dentro del coche—, me vas a follar por última vez.
—¿Qué dices?
—Me vas a llevar a tu casa y me vas a meter la polla en el vientre por última vez. Es lo único que funcionaba entre nosotros, ¿no? ¡No quiero quedarme con el mal recuerdo de Avoriaz, dónde ni siquiera eras capaz de follarme, de tanto pensar en tíos!
Conduzco, pero no hacia mi casa, sino hacia el final del distrito XV.
—¿Adónde vas? —pregunta.
—Vamos a tu casa, lo prefiero, en mi casa está Samy. —¿Ya no trabaja?
—Hoy no.
Me paro en doble fila, frente a la reja de la urbanización.
—¡Y ahora te bajas! —le ordeno.
—¿Y tú?
—¡Me voy a mi casa!
—No pienso moverme de aquí.
—¡Eso ya lo veremos!
Abro la portezuela de la derecha y empujo fuera a Laura. Chilla, pega patadas a la carrocería, cierro la puerta y arranco.
Cuando llego a casa, Samy todavía está dormido. Hay siete mensajes en el contestador. No los escucho. Suena el teléfono, es Laura.
—¿Has escuchado mis mensajes?
—No.
—¡Deberías hacerlo! Es muy instructivo. Bueno, voy a ir a tu casa, voy a tocar el timbre y tú me abrirás.
—¿Ah, sí?…
—Te voy a resumir lo que le he dicho a tu contestador: que me has puesto en el disparadero, que me has hecho daño y que te voy a devolver ese daño porque no lo quiero, no quiero que se apodere de mí y me haga ser mala. Lo único que quiero es ser mala contigo, hacerte daño, de modo que, ya que has rechazado mi cariño, voy a ocuparme de tu salud. Y otra cosa que debes saber es que conozco bastante gente de tu círculo, tus amigos, tus relaciones, las productoras que te dan trabajo. ¡Es tan sencillo hacer una llamada! Seguro que hay gente a la que le encantaría saber que vas a cascar de sida dentro de poco y que le has pasado el virus a tu amiguita, porque no le avisaste de que eras seropositivo la primera vez que te la follaste…
Le digo que la espero en casa.
Bajo al aparcamiento. Subo al coche. La puerta metálica empieza a moverse y, en lo alto de la rampa, la luz blanca del exterior choca con la penumbra del interior. Estoy en el centro de ese choque, incapaz de defenderme, con los ojos deslumbrados y la nuca en la oscuridad. Tal vez Laura, ingenuamente, haya querido ayudarme, lo haya hecho por mi bien. En medio de su sufrimiento, ha confundido el dolor con el daño. Y yo tengo la impresión de que lo único que me une a la vida es el hilo de nuestro sufrimiento.
Circulo por los bulevares exteriores, Porte d’Aubervilliers, los depósitos de Ney. Muy cerca, la Rue de Crimée y el Parking 2000, en este, en el tercer sótano del edificio, yo ensayaba con mi grupo de rock, con los dedos entumecidos por el frío del invierno o con el cuerpo empapado por la humedad del verano. Hermosos recuerdos de niño abandonado.
Me detengo frente a una cabina telefónica y llamo a mi madre. Tengo un cerebro de niño en un cuerpo envejecido, le cuento todo de un tirón: el contagio de Laura, su amor escarnecido según ella, su chantaje, que se lo va a decir todo a la gente que me rodea y sobre todo que puede acelerar el proceso de mi enfermedad de la misma manera que lo ha frenado hasta ahora. Mi madre no da crédito a sus oídos: «¡Tú no! ¡No puede ser, con tus estudios y con la inteligencia lógica que tienes! ¡Tú no puedes creer en semejantes majaderías!». Intento explicarle que no es una cuestión de creer o de no creer, que se me ha metido dentro y que estoy indefenso. Me dice que vaya a verla.
Mi padre está en su despacho, en el ala derecha de la casa.
—En algún momento —dice con voz serena, segura— tendrás que dejar de ceder al chantaje, sean cuales sean las consecuencias… Lo sé por propia experiencia…
Me viene a la memoria una noche en que volví tarde a casa. Tenía dieciocho años, abrí la puerta de esta casa y tropecé con plantas tiradas por el suelo, con muebles volcados, con vajilla rota. Mi madre estaba en la montaña, mi padre en casa con su amante. Se habían pegado, se llamaban igual: Claudio y Claudia. Él intentaba conciliar el sueño en su habitación, ella dormitaba en una banqueta del salón. Coloqué los muebles en su sitio, limpié los destrozos. Ella se despertó, me pidió que la llevase al hospital. Pretendía tener el brazo roto. Mi padre se movía con dificultad: acababan de operarle de una rotura del tendón de Aquiles. Eran las cuatro de la mañana, subí a la mujer al R16 de mi padre, conduje por un Versalles desierto y la dejé en el Servicio de Urgencias del hospital Richaud. Ella lo había intentado todo para no perderlo: trabajar con él, telefonear a mi madre, congraciarse conmigo y luego decirle que había contratado a unos tipos para que me liquidasen. Lo había tenido en sus redes durante meses, casi años, hasta que él decidió, eso dijo, no volver a ceder. Ella se dio cuenta de que iba a perderlo y se pelearon.
Suena el teléfono. Contesta mi madre. Es Laura, llama para decirle que va a denunciarme porque le he contagiado el virus del sida. Es un pozo sin fondo, es la pesadilla que se repetía con frecuencia en mi infancia: una pesadilla sin imágenes, únicamente la impresión de estar en el centro de un círculo cuyo diámetro disminuye lentamente, y el círculo, al encogerse, me ahoga.
—¡Tienes razón, haz lo que quieras! —oigo que mi madre le dice a Laura.
Llamo a casa.
—Laura —me dice Samy— acaba de llegar con una bolsa, está poniendo sus cosas en el armario, dice que se queda aquí, que tú estás de acuerdo.
Le digo que no la deje sola en el piso, que es capaz de ponerlo todo patas arriba.
—Espérame —añado—, voy para allá.
Le pido a mi padre que me acompañe, no tendré fuerzas para ponerla en la calle. Conduce él, yo voy arrellanado en el asiento de la muerte. Entramos en el piso. Me digo que tal vez él tenga la posibilidad de convencer a Laura, lo adora tanto como desprecia a mi madre. Mi padre comienza a hablarle, Samy interfiere, coge a Laura por la cintura y la pone en el descansillo de la escalera, mi padre los separa, arrastra a Laura hasta una esquina del salón y le habla con calma. Yo permanezco sentado en el sofá como una larva sin voluntad, no digo ni palabra.
Laura ha vuelto a meter sus cosas en la bolsa de viaje. Hemos subido al coche de mi padre. Nos dirigimos al distrito XV. Nos damos un beso, baja del coche, está descompuesta pero una sonrisa retadora asoma en sus labios, sé que esto no ha terminado. Sabe que yo lo sé. Tengo ganas de follarla a muerte. Se aleja en dirección a los edificios. Arrancamos. Su silueta se pierde primero tras la reja y luego tras un montículo cubierto de césped.
Ceno con mis padres; distensión simulada. Mi madre dice que debería quedarme a dormir en su casa. Me niego. Subo al coche, me dirijo a un París cubierto por una nube anaranjada de luz y contaminación.
Oprimo el botón del timbre bajo el cual aún figura mi nombre. Laura abre.
—Sabía que vendrías.
Casi son las únicas palabras que intercambiamos. Luego sólo se oye un rozar de telas y un acariciar de cuerpos. Los diálogos de nuestros orgasmos.
Me visto. No dormiré con Laura. Vuelven los mismos gestos siempre repetidos: ir hasta el coche, abrir la portezuela, poner el motor en marcha, circular de noche, cruzarse con faros como escalpelos.
Samy no está en el piso. Enciendo la lámpara de mi mesa de trabajo, cojo una hoja de papel y un bolígrafo. Escribo a Laura:
«Al salir de tu casa he ido por el periférico y he salido en la Porte de la Chapelle. He tenido que parar en un semáforo y cuatro jóvenes han cruzado por delante de mi coche. Iban en grupo, dos chicos y dos chicas, no llegaban a veinte años. He mirado cómo se alejaban. En el siguiente cruce el semáforo se ha puesto verde, y ellos han tenido que correr para evitar los coches y cada chico ha cogido de la mano a una chica. Ese gesto, una mano que coge otra mano, me ha hecho un daño increíble, más de lo que puedas imaginar. Eso es todo lo que esperas de mí, y yo no puedo dártelo, no puedo darte todo lo que tus veinte años exigen.
»He buscado durante años esa sensación, detrás de centenares de noches, junto a centenares de cuerpos. No quiero eso para ti. Quiero que encuentres algo. Una mano que aprieta la tuya, los dos niños que atraviesan el amor. Si no es conmigo, será con otro.
»No quiero hablar de olvido en el sentido en que tú empleas esa palabra: radical, absoluto y un poco ingenuo, pero no quiero seguir haciéndote daño.
»Sólo te pido una cosa: si es cierto que puedes ayudarme a vivir, cualquiera que sea el método, hazlo, porque tengo miedo y porque no merezco morir. No ahora. No de esa forma.
»Un beso con todas mis fuerzas».
*
Camino por París y me digo que es la única ciudad que conozco en la que soy incapaz de levantar la vista hacia lo que me rodea. Me gustaría mirar mejor, sentirme conmovido. Mi mirada es horizontal o se dirige al suelo, apenas impresionada por el gris de las aceras. De vez en cuando se desvía a un lado para seguir un rostro o una silueta que huyen y es un eterno volver a empezar.
Podría esperar cien años ciertas miradas, ciertos gestos de los que sé que sólo son sinceros durante los escasos segundos en que se producen. Como le ocurre a la humanidad entera, lo absurdo de mis actos sólo cobra sentido cuando estoy empapado de la certeza de mi inmortalidad; pero también sé que tengo los días contados, más que otros.
Ceno con Marc y comparamos nuestros hastíos, nuestros entusiasmos hechos añicos. La nuestra es una amistad que resiste el paso del tiempo: dieciséis años. Me habla del nuevo disco que está grabando. María le ha dejado; por su cama pasa un montón de chicas.
*
Salgo para África pero, una vez más, se trata de una huida. Voy a rodar un reportaje en Abidjan. Llevo a Samy en calidad de asistente. El productor y el regidor viajan con nosotros. Hacemos transbordo en el aeropuerto de Madrid, tres horas de espera. Tengo los ojos semicerrados. Veo una silueta conocida; belleza en el rostro y en el cuerpo, pero movimientos un tanto rígidos, un tanto demasiado rápidos: Eric. Avanza entre los asientos de plástico sin verme. No ha cambiado desde que rompimos a la luz de los proyectores de los bateaux–mouches. Es el mismo proyectil lanzado a la búsqueda del éxito que siempre ha sido. Le llamo, corre a abrazarme, me reprocha que nunca le llamo y que no contesto a los mensajes que me graba en el contestador. Me dedica miradas y gestos de amor, como si nunca nos hubiésemos separado, como si el tiempo se hubiese detenido. Le digo que ya ha pasado el momento.
—Te he dado bastantes oportunidades de volver —añado.
Samy nos mira, parece divertirse.
El taxi anaranjado se lanza por el Boulevard Giscard–d’Estaing en dirección al centro; se salta semáforos en rojo, da bocinazos. En Abidjan, los taxistas son tan nerviosos que la gente los llama «cafés solos». Alpha Blondy ha dedicado una canción a la sangre que cada noche empapa la arteria que va hacia el Plateau: «Boulevard Giscard–d’Estaing, boulevard de la morí…».
Nos alojamos en el hotel Wafou. Es lujoso, las habitaciones están en cabañas palustres, sobre la laguna. Samy y yo ocupamos la misma, dos camas grandes, una junto a la otra.
Tengo que rodar un reportaje sobre el gnama–gnama. Se trata de una danza, una especie de capoeira, de kung–fu coreográfico que practican los jóvenes marginados. Una banda de barrio se encuentra con otra de otro barrio y, en vez de pelearse, danzan unos frente a otros.
Estoy citado con Siriki en la terraza de un hotel, en el barrio de Cocody. Es menudo, joven, de frente despejada. Se le ve listo, habla poco y en voz baja. Ya ha trabajado con europeos en cortos publicitarios.
—¡Cobro más que los demás —le dice al productor— pero me pida usted lo que me pida, lo tendrá!
El productor duda, le digo que lo contrate.
Al día siguiente, Siriki ya me ha organizado una entrevista con dos jefes de banda de los barrios de Treichville y de Adjamé. Nos encontramos en una zona de monte bajo, cerca de Wafou. Planeamos organizar un encuentro entre las dos bandas tres días más tarde, en la estación de autobuses de Treichville. Ellos bailarán el gnama–gnama y yo filmaré.
Mientras tanto, filmo la ciudad, la miseria frente a la abundancia, los techos de hojalata ondulada de las chabolas bajo la tone del hotel Ivoire. Me entrevisto con jefes de banda, danzarines, jóvenes marginales que hablan en dialecto nouchi. Hablan de la violencia, de los inmigrantes pobres de Burkina Faso, que roban para sobrevivir y a los que la gente del barrio castiga por su propia cuenta, clavándoles unos clavos enormes en el cráneo y colgando sus miembros en los postes de madera del tendido eléctrico.
Estamos a comienzos de estación lluviosa. Bajo las trombas de agua, conduzco un viejo Datsun negro, muy largo, alquilado por la producción de la película. Samy está a mi lado, habla poco, mira el cielo oscuro.
Un invisible obstáculo se instala entre nosotros. Samy está cambiado, probablemente también yo. No trabaja tan bien como antes. Quiero enseñarle cosas de su oficio y no muestra mucho interés. Por la noche, nos metemos bajo las sábanas de nuestras grandes camas gemelas, con un beso en la mejilla, a veces con un simple «buenas noches». Samy finge no darse cuenta de que lo deseo, como si quisiese hacerme notar que está aquí para trabajar, y no porque sea mi puto.
Las dos bandas de danzarines se encuentran en la estación de autobuses de Treichville. Músculos, cuchillos, machetes, nunchakus, gafas de sol perfiladas, toda una quincallería que agitan ante el objetivo de mi cámara. Se pavonean, algunos sonríen, pero me pregunto si no lo hacen con la intención de degollarme al instante siguiente. Sólo hablo con los jefes de banda, Roño y Max. Siriki me ayuda a colocar a los danzarines en sus puestos. Soy el único blanco en medio de la violencia de sus cuerpos negros. Me gusta esa sensación: ser consciente de que si hago un gesto fuera de lugar o si digo una palabra de más, podría romperse el frágil equilibrio y pueden arrasar el barrio. El productor, aterrorizado, permanece encerrado en la cabina del grupo electrógeno. Los danzarines de Treichville se quitan las camisas, los de Adjamé siguen vestidos. Se preparan los unos frente a los otros. Pongo la cámara en marcha. Bailan; puñetazos y patadas que rozan al adversario sin tocarlo, caras tensas, barbillas levantadas, belleza absoluta.
Por la noche, Samy se liga una chica en una discoteca de Treichville. Nos la llevamos a la cabaña del Wafou. Me acuesto mientras Samy se la tira en el salón. He cerrado la puerta de comunicación pero, a pesar de todo, oigo sus jadeos. Me acuerdo de Laura, de los paroxismos de nuestras noches, y me hago una paja. Voy al baño, limpio el esperma de mi vientre y oigo gritar a la chica en el salón. Vuelvo a la cama, los aullidos continúan, se pelea con Samy.
Tengo sueño, pero el ruido no me deja dormir. Me levanto, me pongo el eslip y abro la puerta del salón. La chica calla un instante y luego sigue gritando. Samy le dice que se vaya y ella se niega a irse si no le da más dinero. Los tranquilizo. Ella dice que Samy no quiere pagarle el precio convenido. Samy dice que ya se lo ha dado, pero que ella quiere más. La chica vuelve a gritar, coge un vaso de la mesita y lo tritura en la mano. Abre el puño, los pedazos de cristal caen al suelo, la sangre mancha la moqueta.
—¡Ya basta! —grito. Voy a buscar un billete de 200 francos franceses y se lo doy. Ella lo toma y su sangre tiñe el papel. Abro la puerta de la cabaña y le digo—: ¡Fuera, chiflada!
Cojo a la chica por los hombros y la pongo en el portón. Cierro la puerta de golpe.
—Eres un estúpido —le digo a Samy—. ¿Jodía bien al menos?
—¡Demasiado profesional!
—¿Te has puesto condón?
—No.
—Estupendo, las putas de Abidjan son auténticos viveros de sida.
—¡Vaya, mira quién fue a hablar!
Samy se acuesta. Al día siguiente, se levanta temprano y ordena el material de las tomas para el viaje en avión. Nos vamos con las imágenes que hemos robado a la ciudad. He visto Abidjan por el visor de una cámara y he perdido a Samy un poco más.
Llamo a Laura desde el aeropuerto. Tengo la sensación de estar repitiendo los mismos gestos de hace un año, al regreso de Casablanca. Le digo que estoy agotado, harto de tantas imágenes y de luz, de virus, de nosotros. Quisiera una tregua, un poco de tranquilidad.
—Acabo de saber —su voz es tranquila, algo ronca— por qué te quiero y cómo quererte.
También dice que desde hace una semana se pasa el día con un chico de su escuela. Le gusta y cree que ella le atrae mucho. Pero en el momento en que habría que dar un paso adelante, no sabe qué hacer, ve nuestros cuerpos haciendo el amor. No puede decirle que es seropositiva, teme contagiarle.
Ella también tiene ganas de cosas sencillas, de abreviar el sufrimiento. Pero pararlo todo no es tan sencillo. Está esa fuerza indefinible que nos une y que nos ha permitido soportar todos los desgarramientos. ¿Cómo llamarla?
*
Samy duerme pocas noches en el piso. Quedamos citados y no se presenta. Llamo a Marianne. Ha vuelto a su casa, pero algunas noches tampoco ella sabe dónde está. Hace tiempo que nuestra rivalidad ha desaparecido; me habla de su vida, le gustaría que el periódico le dejase algo de tiempo para escribir la novela que tiene empezada.
—Samy ha cambiado mucho —le comento.
—También a mí se me escapa —contesta.
Le digo que en Abidjan trabajaba mal, que tenía la cabeza en otra parte:
—He intentado hablar con él, pero es inútil. Ah, y por fin me ha dicho que su padre era harki.
La carcajada de Marianne me corta la palabra.
—Pero ¿qué mentiras son esas? ¡Su padre es español, como su madre! Es listo, el cabroncete, sabía que un padre árabe te desarmaría. ¡Y encima harki, para echarse sobre las espaldas una mala conciencia de cemento armado!
Le propongo que cenemos una noche los tres juntos para hablar de estas cosas, para nombrarlas, para sacarlas de dentro de nosotros. Dice que un tipo que no le gusta nada ha venido varias veces a buscar a Samy.
—Por una vez no se trata de un maricón.
—¿Se llama Pierre, tiene una Harley y anda por ahí con una pandilla de cretinos con la cabeza afeitada?
—Sí.
—¿Te ha dicho Samy que estaba interesado en la alquimia?
*
Al caer la tarde, salgo con mi cámara de vídeo. Voy en busca de los edificios rematados por anuncios luminosos que bordean el periférico. Los filmo con sus grandes letreros de neón recortándose en el cielo que oscurece. Luego me meto dentro, subo al último piso, encuentro la manera de salir a la azotea y desde allí filmo la ciudad preparándose para pasar la noche. Me inclino sobre el vacío y encuadro el abismo.
Más tarde, cuando llega la hora, abandono las cimas y vuelvo a las profundidades, a los subterráneos, a los aparcamientos del vicio.
A veces no necesito salir, las noches salvajes vienen a mí. Estoy solo con el whisky, los cigarrillos y la cocaína; solo con mi cuerpo, con la ropa que lo cubre y con los humores y excrementos que produce. Me hago a mí mismo lo que me hacen los hombres en los subsuelos de la ciudad, con cuerdas, cuero y acero.
Decido llegar hasta el fondo, ver el alba, la hora glauca, la hora de la muerte. Por la ventana, filmo la pared de enfrente, el yeso oscuro y sucio, resquebrajado, con desconchones que dejan al descubierto algunos ladrillos rojo oscuro. Pocos artistas han pintado el alba. Pienso en Géricault y sobre todo en Caravaggio.
Y el día llega, gris y duro, enseguida ruidoso: camión de la basura, descarga de mercancías en el supermercado. Nadie me ve con estos arneses, magullado, sucio. No lamento casi nada, salvo que no dure eternamente el estado en que me pone la cocaína, y que, incluso bajo sus efectos, no logre alcanzar una eficacia total, permanente, impúdica.
*
Me encuentro con Marianne y Samy en un restaurante del Boulevard de Belleville. Hace buen tiempo, cenamos fuera. Fingimos, claro está, que todo es fácil y baladí. Renuncio a decirle nada a Samy a propósito del deterioro de nuestras relaciones. Miro un cuerpo de cebra pintado, iluminado por neones verdes y azules: el cartel de un antiguo cine transformado en sala de conciertos.
Andamos por el paseo central del bulevar. Unos artistas africanos exponen allí sus pinturas sobre tela. Uno de ellos ha hecho una obra difícil de digerir. Ha troceado un atún, le ha lacado la cabeza, clavado el espinazo en el fondo de una caja de madera puesta en posición vertical, y ha colocado jirones de papel rodeándolo por todas partes. Hay trocitos de atún cortados, listos para ser cocinados en un hornillo de gas.
Nos separamos y la caída continúa.
*
Con el verano llega una especie de serenidad que, sin duda, no es sino una capitulación. Digo a todo que sí, simplemente porque la idea de decir «no» hace que sienta la muerte más cercana. Busco lo más sencillo: la ausencia de conflictos.
Paso con Laura dos o tres noches por semana, en su casa o en la mía. Parece feliz, hace como si esta situación pudiese durar eternamente. Me enseña las primeras páginas de un guión que piensa escribir, me pregunta qué opino.
Yo era operador jefe y, a fuerza de decir que sí, he acabado siendo, a mi pesar, realizador de clips. En teoría es un progreso, pero recibo órdenes de los jefecillos de la productora, que me parecen despreciables.
Un productor de discos que conozco me pide que me ponga en contacto con Mimi, el cantante de un grupo punk que se ha disuelto. Mimi acaba de grabar un álbum; escribimos en colaboración el guión de un clip para una de sus canciones.
Soy influenciable y poroso, una verdadera esponja.
Tejanos ajustados, botas rángers, cinturones claveteados, cabellera de ángel rubio y jeta de animal, Mimi sabe que no le costará mucho trabajo seducirme. Me dejo arrastrar por su juego. Toma heroína: en sus malos momentos, le acompaño a buscar a los camellos árabes de la Rue Oberkampf o de la Avenue Parmentier. Esnifo brown con él. Le presto dinero para caballo. A veces me la juega encajándome medicamentos machacados y quedándose con la heroína para él. No digo nada.
Rodamos el clip en Les Grands Moulins de Pantin. Está prohibido fumar porque hay polvos en suspensión que pueden desencadenar una explosión en cualquier momento. Laura trabaja de asistente en el rodaje. Elsa, la amiga de Mimi, es la actriz principal. Efectivamente puede ocurrir una catástrofe, pero lo que de verdad nos amenaza es más bien el riesgo de implosión de nuestros cerebros celosos. El tercer día, el rodaje termina al final la noche. Estamos agotados. Unos niños de diez años que hacen de figurantes voluntarios, amontonados detrás de alambres de espino, piden desesperadamente croissants y chocolate caliente. Nos dispersamos y, en la cama, me abrazo al cuerpo de Laura para protegerme del alba que despunta.
La cadena FR3 participa en la financiación del clip: el montaje se hace en Lille, en una sala de control de la emisora de Picardía del Norte. En el hotel Carlton sólo queda una habitación libre, así que duermo en la misma cama que Mimi. Creo que espera que le acaricie, pero el cansancio me paraliza.
Volvemos a París con la cinta de vídeo terminada. Veo a Mimi con bastante frecuencia. Laura y Elsa mantienen largas conversaciones telefónicas. Laura le dice que me gustan los chicos. A Elsa le entra el pánico sólo de pensar que le puedo robar a Mimi. Dice: «¡Si me entero de que ha habido algo entre ellos, en diez minutos hago la maleta!».
Paso a buscar a Mimi a su casa, su pequeño estudio rojo y negro impecablemente ordenado. Elsa ha salido. Vamos a comprar caballo a la Rue Arthur–Groussier y lo esnifamos en el coche. Vamos a pie hacia République. París está caliente y pegajoso. Ya ni siquiera son equívocas las miradas que intercambiamos y los gestos que esbozamos. Entramos en el Gibus; un grupo de rock destinado al fracaso desgarra el aire cargado de humo. Salimos, seguimos andando, las nubes han ocultado las estrellas. Entramos en mi casa, preparamos más rayas de brown. Pongo Let it Bleed en el tocadiscos y Mimi canta la letra de Gimme Shelter a dúo con la voz de Jagger: «Love, sister, i’ts just a kiss away…». Nos tumbamos en la alfombra blanca y negra, Mimi apoya la cabeza en mis muslos y yo le acaricio el rostro y los labios. Pero me vienen a la memoria imágenes de la película Gimme Shelter. El 7 de diciembre de 1969, concierto gratuito en el Altamont Speedway; una jauría desenfrenada barre a Jefferson Airplane; tras ellos, los Rolling Stones, por primera vez, encontrarán sus maestros; el público no se rinde a los encantos de Mick Jagger; Meredith Hunter empuña su pistola y avanza hacia el escenario para disparar sobre el cantante; un Hell’s Ángel del servicio de Orden lo ve y lo apuñala. Es la muerte anunciada de los años «Peace and Love».
—Vete a casa —le digo a Mimi—, Elsa te está esperando, luego será demasiado tarde.
Se levanta pesadamente y desaparece en la oscuridad del pasillo.
Al día siguiente me llama Laura. Elsa le ha dicho que Mimi ha pasado parte de la noche conmigo y que estaba segura de que hubo algo entre nosotros. Le digo que hubiese podido hacer el amor con Mimi, pero que le convencí para que volviese con Elsa. Se niega a creerme.
—Creía que podría sacarte de la situación en la que estás —insiste—, pero eres perverso, eres un vicioso y lo seguirás siendo toda tu vida. Usas a la gente cuando te apetece y luego la tiras, ¡Cómo pretendes que te quieran si vives así! En el fondo, tu vida es un fracaso, así que quédate con tus amores de mierda, con esos hombrecitos que te follarán o que te follarás de vez en cuando. Aunque los tíos te atraigan, aunque te atraiga cualquiera, si quisieras podrías contenerte. Eso es lo que yo haré, voy a acabar con mi deseo de ti. Y voy a conseguirlo, aunque me cueste, aunque tarde, pero no me quedaré de brazos cruzados… ¡Espero que no te mueras sin haber visto que he cambiado!
*
Estoy tomando té. Aún resuenan las últimas palabras de Condamné a morí, cantada por Marc Ogeret:
Il paraît qu’á côté vit un épileptique,
la prison dort debout au noir d’un chant des morts,
si des marins sur l’eau voient s’avancer les ports,
mes dormeurs vont s’enfuir vers une autre Amérique.
Oigo que una llave abre la cerradura de la puerta de entrada. Levanto la vista y tengo a Samy ante mí, con un viejo casco negro en forma de bol en la mano. No ha dormido en casa.
—Vengo a buscar unas cosas, me voy a Normandía.
—¿Tienes moto ahora?
—Mira fuera.
Voy al salón, abro la ventana y veo una Harley Davidson estacionada sobre la acera.
—¿Es el visado de entrada en los alquimistas?
—¿No es preciosa?
—¿De dónde has sacado el dinero?
—Me las he arreglado.
—Te recuerdo que hace cuatro meses que no pagas tu parte de alquiler.
La cara de Samy se endurece. Por un instante pienso: «Una cara de matarife».
Empieza a llenar una mochila con ropa, sale de su habitación, tropieza conmigo en el pasillo.
—¿Cuándo vuelves?
—No lo sé. Primero vamos al castillo y luego a Bélgica, a un congreso.
Cierra la puerta de un golpe.
Entro en la habitación de Samy y registro sus cosas. Acabo encontrando fotografías del castillo de los alquimistas. Más individuos con la cabeza rapada y atuendo militar; hacen prácticas de tiro sobre dianas con forma humana, juegan a la guerra en el campo. Entre ellos identifico a Pierre y a uno de los entrenadores de rugby de Samy.
También tropiezo con un libro titulado Los hermanos de Heliópolís, firmado por Pierre Aton, que mezcla las indicaciones operativas de la Gran Obra hermética con encantadoras ideas: reanudación de las cruzadas de Occidente contra el Islam fanático, rechazo de la mezcla cultural y sexual de las razas, guerra permanente hasta la desaparición de los medios de comunicación de masas, de los comunistas, de los masones y de las sectas.
Dos días después, Samy vuelve transformado. Ha perdido la arrogancia que se le traslucía en la cara. Le pregunto qué ha hecho en Bélgica, no contesta. Deja la mochila en su habitación y dice que hoy dormirá en casa de Marianne. Tengo la impresión de que va a dormir con ella como si quisiese desaparecer entre sus piernas, ser tragado por su sexo. En el descansillo, llama al ascensor, vuelve la cabeza hacia mí y dice: «Si sabes de algún trabajo en el extranjero, dímelo, me interesa».
*
Laura ha dejado la escuela de cine. Dice que sus abuelos no pueden seguir pagando los gastos de matrícula. Barrunto que la han echado y que no se atreve a decírmelo.
Ve con frecuencia a Elsa; ella le dice que Mimi es el tío que mejor folla de París. Mimi vuelve a pincharse, me pregunto cómo consigue que se le siga poniendo tiesa para hacerle el amor a Elsa.
Elsa le dice que Mimi la acaricia, que la besa, que se pasean por la calle cogidos de la mano. No entiende por qué Laura sigue conmigo, si jamás tengo un gesto de ternura: «¡Un marica, siempre será un marica!».
*
Acepto hacer un reportaje en Paquistán para una cadena de televisión. Tengo que filmar los cementerios de barcos de Karachi a los que van a morir los cargueros y los petroleros cuando dejan de ser rentables. Los varan en la orilla y hordas de obreros famélicos cortan el casco en pedazos, con soplete, para recuperar el acero.
Dos días antes de salir, pretexto problemas de salud y propongo que Samy me reemplaze. No digo que es el primer reportaje que Samy va a hacer como cámara. El productor se fía de mí. Samy está loco de alegría. En el momento de darme las gracias y besarme en las mejillas vuelve a ser el niño tierno y un poco chiflado que guardo en la memoria.
*
Laura está en un hotel de Trouville con Elsa y Mimi. Me llama por teléfono.
—No vale la pena que vengas, ya volvemos, nos llamaremos pronto… Por cierto, no te hagas demasiadas ilusiones en cuanto a Mimi.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te debe dinero? —me pregunta.
—Le he prestado para caballo.
—Elsa dice que Mimi le ha dicho: «¡No merece la pena que le devuelva su pasta, tiene el sida!, ¡pronto la palmará!».
—¡Sois dos auténticas crápulas!
Cuelgo. Suena el teléfono, es Laura, vuelvo a colgar y conecto el contestador.
Me preparo un baño, doy vueltas por la casa. Pongo un disco en el plato. La voz de Billy Idol llena la habitación: White Wedding. De vez en cuando subo el volumen del contestador y oigo la voz de Laura: «Eres ridículo, y yo lo soy tanto como tú, así que ya basta, contéstame, volveremos a acabar mal… Tú eres el rey y yo no soy más que una mierda, vivo en un estudio que está a tu nombre, no tengo trabajo, estoy sin blanca, una madre chiflada, un padre que ha debido olvidarse de que existo, estoy enferma, la voy a palmar antes de haber vivido, antes de haber sido alguien y tú tienes todo lo que quieres, tus cositas, tu coche, tus cincuenta mil llamadas al día, gente a tus pies… te tengo envidia porque puedes insultar a la gente y colgarle el teléfono en las narices. Y sabes que aunque me insultes siempre estaré a tu disposición cuando te apetezca verme y follarme… En realidad no quieres que nos tranquilicemos, ya te va toda esta mierda, debes de estar pasándotelo de miedo pensando: “No ha cambiado, sigue tan gilipollas, tan inútil, tan desagradable como siempre”, te estoy viendo la cara cuando dices eso, pero mientras sigas sin devolverme la confianza y sigas echándome en cara el pasado, seguiré sin poder cambiar… Y cada vez te alejas más, a pesar de que follemos de vez en cuando… Y yo estoy jodida desde mucho antes que eso… Has vuelto a ganar, tengo frío, me siento mal… Tengo diecinueve años y ayer por la tarde quería morirme y tú no estabas, claro, sólo estaban Elsa y Mimi para ayudarme. Nunca estarás a mi lado cuando te necesite… ¡Te necesito! ¿Cómo quieres que te lo grite? Chillo, me desgañito para que te fijes en mi aliento, en mi respiración, para que me mires, para que te intereses en mi cara, en mi sangre. Me estoy quedando vacía… ¡Yo quiero morirme y tú no sabes vivir!».
Arenas movedizas, ríos de lodo, me hundo poco a poco; estoy dispuesto a agarrarme a cualquier tabla de salvación. Nunca supe abandonarme del todo, ceder, morir y renacer en otra parte, ni siquiera bajo los efectos de la droga o de un sufrimiento excesivo.
He dejado el contestador anegado por las olas verbales de Laura. Estoy sentado frente a una mesa, en un café árabe de Barbes. La máquina de discos difunde una canción de Farid El Atrache. Me fijo en un chico moreno, joven y delgado, que parece perdido y divertido a un tiempo. Tiene el pelo corto, afeitado por los lados y más largo en la parte superior del cráneo. Lleva tejanos, zapatillas deportivas blancas impecablemente limpias y una cazadora negra de nailon. Junto a su silla descansa una mochila roja. Me mira a su vez, y no retira la mirada. Cuando me levanto para salir me hace señas de que vaya a sentarme a su mesa. Le digo mi nombre.
—Yo soy Tillio —se presenta—, soy italiano de origen.
—¡Mal empezamos si comienzas por mentir! —y sonrío.
—Está bien, me llamo Jamel.
Vamos andando, Boulevard de la Chapelle, Rue Philippe de Girard, Rue Jessaint y luego la Goutte d’Or. Ha llovido, las aceras brillan, hablamos a la luz de la luna. Jamel tiene diecisiete años, viene de El Havre y mañana irá al entierro de su hermano en Béthune. Los hoteles son demasiado caros, busca un sitio donde dormir. Le digo que puede venir a mi casa. Antes quiere enseñarme los graffiti pintados en las paredes del barrio; conoce a todos los autores, son amigos suyos.
—¿Eres del movimiento? —le pregunto.
—¿Conoces a los B. Boys? —se excita como un poseso.
—Más o menos, me apetecía rodar un reportaje sobre los zulúes.
—Tienes que hacerlo, en este momento ocurren cosas increíbles en la calle.
Y Jamel se pone a cantar en estilo rap.
Soy Jam, el rapero solitario,
soldado de Alá contra la guerra,
solicito al príncipe que nos gobierna
que devuelva a la calle lo que le pertenece.
Me enseña la hebilla de su cinturón en la que se lee JAM en grandes letras de bronce.
—Es mi nombre en el movimiento.
—¡Jam quiere decir mermelada!
—También quiere decir muchedumbre… ¡El ejército de la calle!
—¿A qué banda perteneces?
—A ninguna, las conozco todas, pero yo voy por libre… ¡Jam el solitario!
—Sé bueno: ahórrame el numerito, soldado de Dios, ¡Alá Akbar!, y todo lo demás.
Tengo la sensación de que Jamel, en medio de la total confusión en que está sumido, se aferra a unos cuantos asideros para no zozobrar. Es esa confusión de los chiquillos de barriada, en la que un conglomerado de fragmentos de principios hace las veces de ideología: una pizca de islam destilada por la familia y por imanes histéricos que explican a sus fieles que Alá ha hecho estallar la nave espacial norteamericana porque no quiere que el hombre se le acerque demasiado, una pizca de americanización con unas cuantas palabras de moda y algunos apodos en inglés, la Coca–Cola y la música de Run DMC o de Public Enemy todo el día en los oídos; un poco de buena conciencia planetaria, de no violencia y de antirracismo compatibles con frecuentes agresiones nocturnas en el metro y en los trenes de cercanías; pintarrajear su apodo por todas partes como un grito, como un SOS, escribirlo en los vagones de metro, en los camiones, en todo lo que se mueva y lo haga viajar, estar fuera de la ley, hacer lo que está prohibido, pero hacer esfuerzos desesperados para que la sociedad note tu presencia, soñar con formar parte de ella, con ser un artista, con grabar discos de rap o exponer grandes lienzos cubiertos de graffiti en galerías de prestigio.
En el ascensor de mi casa, Jamel saca un rotulador del bolsillo de la cazadora y con grandes caracteres sinuosos y sueltos, casi ilegibles, escribe su grafo «JAM», en la pared de la cabina.
Jamel hurga entre mis discos, enciende la tele, pone el canal M6 y mira los videoclips. Tiene que levantarse pronto para ir a Béthune.
—No te preocupes, yo te llevaré —le digo.
Eso le sorprende, piensa que tengo un comportamiento extraño y luego, loco de alegría, me besa en la mejilla. Abre un paquete de brown, prepara dos rayas sobre la mesa, esnifa una y me pasa el canutillo, hecho con un billete de metro enrollado. Esnifo mi raya y me digo que la confusión continúa: Jamel no bebe alcohol porque está prohibido, pero no se anda con remilgos por lo que respecta a porros y a heroína. Seguramente, Alá está de acuerdo.
La droga se extiende por mi cuerpo. Vamos a mi habitación. Me desvisto y me echo. Jamel abre su mochila y saca un bate de béisbol y su bolsa de aseo.
—¿Qué es eso? —le pregunto.
—Para defenderme… Y para ahuyentar a los skins.
—¿Tú solo?
—Ya te lo he dicho: Jam el solitario… cazador de skins.
Jamel se desnuda. Tiene un cuerpo seco y musculoso. Se acuesta junto a mí con toda naturalidad. Apago la luz y seguimos hablando, vagas palabras en la oscuridad de la habitación y la vacuidad de la droga. Le pregunto por Chérif, el hermano que ha muerto y al que entierran mañana, pero se niega a contestar. Se me acerca y siento la suavidad de su piel en mis muslos. Se acurruca contra mí y se duerme. Intento separarme de él para conciliar el sueño, pero cada vez que lo intento se me abraza con mayor fuerza, como si saliese de una pesadilla. Acabo por despertarle y le digo: «¡Déjame un poco de sitio!».
Nos hemos levantado a las cinco. Circulamos por la autopista del Norte, amanecer gris, niebla, camiones lanzados como furiosos proyectiles. Ni siquiera he escuchado los mensajes que Laura ha grabado en el contestador.
Jamel empieza a hablarme de Chérif… Se desangró, así de sencillo. France, su amante, se pasó toda la noche buscándolo por las calles de Béthune. En el bar de Rosa, en otros bares, en casa de otras mujeres. No lo encontró hasta el alba, desnudo, exangüe, recostado contra un tren de mercancías estacionado en una vía muerta, con las piernas extendidas sobre la grava del balastro, con las manos atadas al acero del vagón, rodeado de un charco de sangre. Entre las piernas de Chérif había una herida amplia y oscura, una masa de carne, vello y sangre. Era el amanecer de un jueves, y France mojó la punta de sus dedos en la sangre de Chérif.
Mientras Jamel habla, recuerdo que siempre he dicho que el jueves era rojo. Como consecuencia de las impresiones renovadas cada semana, pero siempre idénticas, que mi infancia me ha dejado, tengo un color asignado a cada día: el lunes es verde claro, el martes amarillo, el miércoles verde oscuro, el jueves rojo, el viernes gris claro, el sábado gris oscuro y el domingo blanco.
Reduzco velocidad en el peaje, Jamel calla.
—¿Sabes lo que le hicieron?… —dice cuando acelero—. Lo ataron al vagón, lo desnudaron, le metieron el calzoncillo en la boca para que no gritase y le cortaron la polla y los cojones. Perdió sangre y se desmayó. Le quitaron el calzoncillo de la boca y le metieron la polla y los cojones en su lugar. Se mearon encima y se fueron. ¿Cómo puede haber gente así?
Siento náuseas y me acuerdo de lo que me dijo Kheira frente al Sanglier Joyeux: «La sangre árabe te perseguirá en la imagen de mi hijo, Mounir, con el sexo cortado en la boca».
Jamel quería a Chérif. Cuando se veían en París, iban juntos a los conciertos de rock. Compraban caballo en la Place de Clichy y se lo metían en las venas, encerrados en los retretes de la sala de conciertos, dejándose arrastrar por la música que llegaba a través de las paredes. A Jamel le gustaba ver cómo a Chérif se le velaban los ojos y cómo las gotas de sudor le perlaban la frente.
Chérif le había hablado de France, una mujer casada. Le contaba detalles de cómo hacían el amor y a Jamel se le ponía tiesa.
Llamo a Laura desde una gasolinera.
—¿Dónde estás?
—En la autopista del Norte.
—¿Solo?
—Sí.
—Esta noche ceno con Marc. Viene a buscarme a las nueve y… puede que se convierta en mi nuevo novio. No lo digo para que te pongas celosa, ¡oh!, ¡perdón, celoso! Lo digo porque también él está solo desde que María le dejó y necesita tener a alguien.
Me vuelvo y veo que Jamel coge paquetes de galletas de los expositores y los esconde debajo de la cazadora. Me entran ganas de echarme a reír.
—Te doy hasta el domingo para volver —me dice Laura.
A Chérif lo enterrará la cofradía de los Charitables, como a los apestados de la epidemia de 1188, como a los criminales condenados a muerte y ejecutados en Béthune en 1818 o en 1909.
Lo conducen al cementerio quince de los veintitrés miembros de la cofradía elegidos por dos años de entre los ciudadanos respetables de la ciudad. Se han reunido por la mañana temprano frente a la comisaría. El féretro con los restos mortales de Chérif estaba dentro, sobre una mesa, en la sala destinada al mantenimiento del material. La víspera habían traído el féretro desde Lille, donde se había efectuado la autopsia. France había reclamado el cuerpo. Había pedido a un amigo de la infancia, preboste de la cofradía, que organizase un entierro decente para Chérif, ya que los Charitables nunca tienen en cuenta la religión de los muertos ni los delitos que hayan podido cometer a lo largo de sus vidas.
Seis cofrades levantan el féretro, pasan pértigas por debajo y lo llevan en dirección al cementerio. Los demás les siguen, azotados por un gélido viento del norte. Atraviesan Béthune con gran pompa, hábitos negros, guantes blancos y sombrero de dos picos, sombras erguidas entre las furtivas sombras de la mañana del domingo. Les seguimos, Jamel llora en mi hombro.
Un poco antes de llegar a la entrada del cementerio, algunos árabes jóvenes y tres policías se suman al cortejo; el inspector Mangin va con ellos. Los policías no reparan en Jamel ni en mí. Hace frío, es temprano, tienen sueño, vamos confundidos en medio de un grupo que no tiene para ellos ninguna identidad, compuesto solamente por una masa vaga y anodina: ha muerto un joven árabe, los de su raza vienen al cementerio.
Los Charitables llevan el féretro hasta la fosa, los enterradores hacen su trabajo. Dos empleados de pompas fúnebres depositan las únicas flores que han llegado: se trata de un enorme ramo de jazmines. La persona que lo ha mandado permanece muy erguida junto al agujero rectangular.
—Es ella, es France —me susurra Jamel.
Tiene unos cuarenta años, rubia, pelo largo, esbelta, rasgos duros, sobre todo la barbilla. ¿De dónde ha sacado tanto jazmín? No se ha equivocado por mucho: en Túnez, por la noche, los chicos llevan ramitas de jazmín sujetas en la oreja. Chérif era argelino, tenía veinte años.
Algunos rayos de sol atraviesan la bruma. Cierro los ojos y veo a France sentada en el borde de una cama, en una habitación del Hôtel du Départ. Chérif está de pie frente a ella, desnudo, con las nalgas prietas, todo el cuerpo tendido hacia los labios de France, que se deslizan sobre su polla. El cartel luminoso del hotel se enciende y France separa la boca del sexo de Chérif. Sigue con la vista baja, espera, no dice nada, luego, casi riendo: «¡Tienes la polla más hermosa del mundo!». Laura me dijo casi lo mismo: «Cuando se tiene un tipo con una polla como la tuya, no se le deja escapar. ¡Tienes la polla más hermosa del mundo!». Así que éramos dos los que teníamos «la polla más hermosa del mundo». ¡Y es muy probable que no fuésemos los únicos! Después del amor, Chérif, empapado en sudor, contempla a través de la ventana la noche que comienza; su aliento empaña el cristal. En París, estoy de pie ante la misma noche que comienza. Me siento vacío, envejecido, agotado. Espero. Pero ¿el qué? ¿Encontrarme con Jamel? ¿Dejar a Laura? ¿Ser destruido por un virus?…
Abro los ojos: Chérif ha muerto, su sexo ha muerto, devuelto a la tierra. Nos dirigimos hacia la salida del cementerio. France alcanza a Mangin, se planta ante él:
—¡Por lo menos podría hacer ver que busca al que lo ha matado, inspector!
Luego sigue su camino. Rodeo los hombros de Jamel con mi brazo derecho y seguimos a France.
Cruzamos la plaza mayor, pasamos junto al campanario, levanto la vista hacia su cúspide clavada en el blanco cielo. France entra en la Rue du Carillón, abre su tienda de ropa. Una empleada la sigue al interior. Dudamos antes de entrar. Cruzamos una mirada, ve a Jamel a mi lado y mis ojos puestos en él, tengo la impresión de que ha entendido todo lo referente a los cuerpos solares.
—Soy el hermano de Chérif —dice Jamel.
Los tres nos encaminamos a la otra tienda de France: el Frip’Mod, en el Boulevard Victor–Hugo. Jamel está tiritando. En la Rue du Carillón, France vende ropa cara a una clientela burguesa, pero en el Frip’Mod los clientes son jóvenes que vienen a comprar excedentes americanos, tejanos, zapatillas de jogging, chalecos tipo comando, cazadoras de cuero. Ella disfruta viéndoles probarse la ropa.
—Aquí —comenta— conocí a Chérif, vino a comprarse un tejano.
—Te regalo un jersey —le digo a Jamel, que sigue temblando de frío.
Jamel se mira en el espejo.
—¡Te queda bien, llévatelo! —dice France.
Jamel coge el jersey por abajo y se lo quita por la cabeza. El polo, enganchado a la lana, sube también dejando el torso al descubierto. France recibe el cuerpo en pleno rostro, la piel morena y el torso parecido al de Chérif, pero más delgado, un poco más esbelto. Una lágrima resbala por la mejilla de France, hace un gesto rápido para hacerla desaparecer, pero he visto la lágrima y, a través del jersey que está quitándose, Jamel también. Quiero pagar el jersey, pero France no lo acepta. Le gustaría hablar con nosotros; nos pide que nos quedemos esta noche en Béthune.
Entramos en casa de France. François Beck, su marido, es médico; ha salido a hacer sus visitas. De una ojeada, Jamel inspecciona todos los objetos de valor y poco volumen que podría coger al marcharse.
—Esta noche se lo voy a contar todo —dice France.
¿Qué quiere decir todo? ¿Qué es lo que François Beck aún no sabe? France se acerca a mí, me aparta de Jamel, dice:
—¿Verdad que cuando se van no somos los que éramos?
No entiendo bien a esta mujer.
—Sí, es cierto —asiento.
Jamel ha desaparecido, temo que se esté llenando los bolsillos. Ella continúa:
—Aquel miércoles habíamos quedado, cerré la tienda y él no estaba, le esperé, sentí el paso del tiempo con toda exactitud. ¿Me entiende?… Tuve miedo, sentí los demonios a mi alrededor, dispuestos a pelearse. Demonios calientes, negros y rojos, contra demonios del norte, azul pálido…
El ruido de una puerta interrumpe a France.
François Beck entra en la habitación. Justo detrás de él, reaparece Jamel; lleva en la mano un bisturí que ha encontrado en un armario del baño.
—France, me das asco —dice Beck.
¿Puede un beduino encontrar la paz? Jamel sabe que le anima un movimiento continuo que acabará en un cuerpo olvidado, abandonado, exangüe como el de Chérif. Entonces saja con el bisturí la superficie lisa de su antebrazo, traza un surco en la piel cuya depresión, cavada en la epidermis, es inmediatamente colmada por la sangre roja. Unas cuantas gotas de sangre caen en la moqueta beige y me acuerdo de Samy, que se llenó el cuerpo de tajos delante de Karine y de mí.
Jamel y Samy coinciden en la sangre.
—¿Qué día mataron a tu hermano? —pregunto a Jamel.
Jamel me da la fecha: la noche del miércoles al jueves, hace dos semanas. Aquel día Samy estaba con los alquimistas. Se había reunido con ellos en el castillo de su hermandad, en la costa, cerca de Dieppe. Tenían que ir a Amberes en moto para encontrarse con otros supuestos alquimistas, es decir, con toda probabilidad, con otros grupúsculos de extrema derecha. La ruta de Bélgica podía haber pasado por Béthune y los alquimistas podían haber martirizado a Chérif. Samy testigo y tal vez actor de este asesinato; como por casualidad, había vuelto de Anvers diferente, menos arrogante, deseando trabajar fuera de Francia.
No puedo apartar esa imagen de mi cabeza: Samy y los hermanos de Heliópolis golpeando a Chérif, atándole al vagón de mercancías, cortándole los órganos genitales y mirando cómo se desangra.
Creo que Jamel el beduino piensa en un aire seco lleno de polvo. Aquí sólo hay frío y humedad. En mi cuerpo, el veneno se insinúa por todas partes, como esta humedad septentrional. Le digo a France que tengo que telefonear, marco el número de Laura y su voz me tranquiliza.
*
Estamos de vuelta en París. He dejado una copia de mis llaves a Jamel. Da vueltas por las calles de la ciudad, al acecho de algo que robar. Me dirijo en coche hacia la Porte de Sévres. Laura me espera.
Hacemos el amor. Está tranquila. Samy está muy lejos, Laura cree que estoy vencido, que ya no me acuerdo de los chicos, que ella ha ganado. Por fin.
Al día siguiente, nada más separamos, empieza a llover. Vuelvo a casa. Cojo el correo del buzón: hay una carta de Paquistán, no la abro. Jamel sigue durmiendo, me desvisto y me echo a su lado. Masculla algo y se acurruca en mis brazos. Esta noche, si Laura llama no contestaré.
Jamel habla. Cuenta cosas sobre El Havre, la familia, los golpes, la infancia mártir, los hogares, las fugas, la rebeldía, la cárcel con libertad condicional.
Mira una foto de Samy, pregunta quién es. Al instante se presenta ante mis ojos la imagen de Chérif agonizando, rodeado por los hermanos de Heliópolis, y Samy entre ellos.
—Es un amigo. Está en Paquistán.
Abro la carta de Samy. Habla de todo menos de nosotros. Ni una palabra sobre los alquimistas fascistas. Dice que filma hombres que, soplete en mano, cortan la chapa de los cargueros varados; parados que ya no lo son por cuatro rupias. Los barcos enfilan la playa a toda máquina, encallan cerca de la orilla. Durante la marea baja puede trabajar en ellos una legión de buitres. Los obreros han encontrado a un tipo amnésico escondido en la lavandería de un metanero; no habla, ni siquiera les dice su nombre. Samy tiene una amiga, se llama Indira. Vive en su casa, pero ya está harto, ella quiere que se la lleve a París con él; ahora sólo se la tira por la mañana, casi por reflejo.
Laura llama, pero es para decirme que se va unos días con sus abuelos; el contestador graba su mensaje. Los cuatro días siguientes los paso con Jamel. No cojo el teléfono, anulo mis compromisos. Me cuenta, y no puede entender que me interese lo que dice. Me procura minutos de paz. Me cuenta lo que nunca ha contado a nadie; sus palabras descubren extensiones de infortunio que se pierden en el horizonte. Lloro a escondidas en un rincón del piso; lloro al conocer el minucioso absurdo del destino de Jamel.
Después de la quinta noche, Jamel se va:
—Quiero desplegar las alas.
Cinco noches, cuatro días de encierro en el piso blanco, como para protegerse de la ciudad. El menor desplazamiento se ha convertido en un suplicio para mí. Es la hora del invierno.
Creo que la partida de Jamel me ha aliviado. Quería que dejase de dar vueltas a mi alrededor, de leerme mi diario en voz alta por encima del hombro, de quitarme los auriculares del oído para saber qué estaba escuchando. Me hubiese gustado que lo supiese todo de mi vida en unos segundos, a pesar de que yo me había visto obligado a preguntarle por su pasado, a formular varias veces las mismas preguntas, a ayudarle a vencer la náusea que producen ciertas palabras.
Se aleja, rompo a llorar. Jamel no sabe lo que ha hecho: me ha devuelto las lágrimas; es el mejor regalo que podía hacerme. No puedo evitarlas. Se va a El Havre que, como la hiel, se escribe con «h». Me gustaría que gracias a mis lágrimas existiese un poco más. ¿Por qué he dejado que se vaya? Hubiésemos podido andar, pasear, contemplar la ciudad, pero como siempre, he preferido decir: «Tengo trabajo». Esas lágrimas, el contacto con la piel de Jamel, ¿me han lavado del lodo de las noches salvajes?
Pero lloro tanto por mí como por Jamel, que se va arrastrando el pesado saco de su destino. ¿Tendré la valentía suficiente como para coger el coche, plantarme en El Havre antes de que llegue su tren y esperarle en la estación? Luego será demasiado tarde, no sé ni su apellido ni su dirección: Jamel, El Havre, SDF, sin domicilio fijo. Perderá el papel en el que le he apuntado mi dirección y mi número de teléfono, o lo olvidará en el bolsillo trasero de los tejanos al meterlos en la lavadora.
Son las tres y media de la tarde. No he parado de llorar. Suena el teléfono. Es Jamel, se ha perdido, está cerca de la Gare du Nord, no sabe qué hacer, no ha encontrado la Gare Saint–Lazare.
—Qué voz tan rara, ¿te he despertado? —dice.
—No, estaba trabajando. ¿Quieres que vaya a buscarte?
—Sí, por favor, te necesito.
Ahí está Jamel, en el halo de mi parabrisas, alto, delgado, inseguro, delante de una brasserie de la Rue Lafayette, zarandeado por la ciudad. Sube al coche y arranco. Me detengo un poco más allá, delante de la Gare du Nord. Le cojo las manos entre las mías.
—He respirado cuando he visto que llegabas… —me dice—. ¿Te he molestado?
Le digo que he llorado, que no podía parar de llorar.
Conduzco despacio.
—¿Sabes una cosa? —murmura—. No es fácil de decir, pero es… es la primera vez que alguien llora por mí… bueno, ya sé, no sólo es por mí, también has llorado por ti, por ti y por mí… pero, aun así, es la primera vez.
*
Jamel está en El Havre, Laura en París. Samy ha vuelto de Carachi, ha pasado a recoger sus cosas y ha dejado su cama. Marianne se ha trasladado, vive en Montmartre. Samy se ha instalado en su casa.
Tengo hora en el hospital Tarnier. Hay tres médicos detrás de la mesita de formica sobre la que descansa mi historial médico. Hablan entre ellos de la evolución de mi recuento sanguíneo. Hoy tengo tres granos morados más en el brazo derecho y los linfocitos T4 me han caído a 218/mm3. Deciden recetarme AZT: doce comprimidos al día, dos cada cuatro horas; tendré que despertarme por la noche para tomarlos.
Los primeros días me siento fatal: náuseas, dolor muscular y de riñones, una mezcla de ansiedad y de apatía. Se me va pasando poco a poco, pero no puedo soportar ni el alcohol ni la droga. Dejo de tomar cocaína.
Jamel me telefonea. Está en París, quiere venir a casa. La noche pasada ha dormido en casa de un marica que se lo ligó en la Place des Innocents. Esta mañana, cuando se marchaba, ha amenazado al tipo que, atemorizado, le ha dado dinero, una cazadora de cuero, un walkman y casetes.
Jamel se presenta en mi casa con un chico de El Havre.
—Me lo he encontrado en la Place de Clichy.
Tiene el pelo tieso, rubio decolorado. Nos sentamos en torno a la mesa negra. El chico saca de la cazadora una pistola y todo lo necesario para pincharse: insulina, limón, cucharilla, algodón, papelina de brown. Cojo la pistola, es una Walter PPK, y apunto a un presentador que se mueve en la pantalla del televisor. No tiemblo.
Jamel y el rubio se pinchan con la misma jeringuilla. Me la ofrecen. La rechazo. Me voy a mi habitación. Jamel viene conmigo.
—Creía que nunca te picabas —le digo.
—¡Bah, no es nada, un pinchazo de vez en cuando!
—Me encantaría que tu rubito se fuese a otra parte con su caballo y sus chismes.
El punki decolorado se va. Llama Laura: le digo que no estoy solo y que no puedo verla esta noche. Cuelga a media frase, sin despedirse. Jamel se acuesta a mi lado. Se nos pone tiesa a los dos, pero no hacemos el amor. Nos dormimos.
Me despierta un timbrazo. Miro el reloj de pared, son las nueve y media. Cojo el auricular del interfono: es una empleada de Correos que trae una carta certificada. Aprieto el botón negro que abre la puerta.
Espero a la empleada, pero quien sale del ascensor es Laura, con Maurice de la correa. Me niego a dejarla entrar. Insiste, quiere hablar conmigo. Le digo que espere y le cierro la puerta. Me pongo un pantalón de jogging, una cazadora y unas zapatillas de deporte, abro la puerta y me meto con Laura en el ascensor.
Hay una luz intensa. Brilla el sol. Entramos en un café. Ella toma un té y yo un café con leche. Deja la taza y levanta la vista hacia mí. Le entra un hipo nervioso y se echa a llorar.
—Tengo miedo. Me he hecho un análisis, mi inmunidad es muy mala, me han bajado los T4.
—¿Dónde te has hecho los análisis?
—En mi ginecóloga.
—¿Los de los T4?
—Ha mandado la sangre al instituto Pasteur.
No sé por qué, pero tengo la impresión de que Laura está mintiendo, de que está repitiendo palabras que ha oído o que ha leído en los periódicos.
—Si quieres dejarme, déjame —salta de pronto—, pero por favor no me desprecies… No puedo evitarlo, es más fuerte que yo, no depende de mí el quererte.
Me paso la mano por el pelo y suspiro:
—Hay cosas que están cambiando.
Saca una bolsa de papel de su bolso y dice:
—¡Había traído croissants para tu chico!
Me levanto dando un empujón a la mesa, las tazas se vuelcan. Me agarra, la rechazo. Salgo del café.
—Odio a los tíos, los odio —oigo que grita—. ¡No quiero volver a querer a ninguno!
Entro en mi habitación. Jamel duerme bajo el edredón, tiene una pierna fuera. Voy al salón, miro por la ventana: Laura está sentada en las escaleras del portal de la casa de enfrente. Saca un cuaderno escolar del bolso.
Salgo para comprar el pan y un periódico. Está escribiendo en su cuaderno. En el momento de entrar en mi portal, dudo, cruzo la calle y le digo:
—No te vas a quedar ahí todo el día, ¿no? No sirve de nada…
—Me importa un rábano, te estoy esperando.
Jamel se ha levantado. Lleva unos tejanos, el resto desnudo. Se agacha para ver la calle por debajo de la persiana a medio bajar.
—¿Es ella? —pregunta—. ¿La chiquilla de enfrente? Parece una niña.
—Tiene dos años más que tú.
Imagino lo que Laura puede estar escribiendo, algo como:
«Tengo frío. Quiero que me lleve con él. Y el otro está ahí arriba, el cuerpo desnudo encima del suyo. Cuerpos en el lugar del mío. Si por lo menos pudiese dejar de sentir, dejar de mirar esas tres ventanas, irme…».
Más tarde, llama. No le abro. Entra con otros vecinos. La espero delante de la puerta del ascensor. Le pido que se vaya, se niega, va hacia el piso.
—¡Ya basta! ¡Ábreme y hablaremos dentro! —grita.
—¡Lárgate! ¡No quiero volver a verte ni a oírte!
—¡Me quedaré delante de la puerta hasta que me dejes entrar!
Inmovilizo a Laura contra la pared y meto la llave en la cerradura. Intenta entrar. La empujo; ella se agarra al marco de la puerta, que está abierta. La obligo a soltarse, doy un portazo, ella se queda fuera.
Empieza a gritar en el pasillo. Jamel se ha vestido, se ha puesto una cazadora. No me ve; está sentado mirando a la mesa negra. Está tenso, concentrado en su interior, como si estuviese haciendo esfuerzos titánicos para no decir nada y abstraerse de la escena. Laura golpea la puerta: patadas, puñetazos, golpes con la correa del perro. Chilla:
—Me ha jodido la vida… Ese marica me ha pasado el sida, ya no puedo tener hijos y me echa a la calle… Aquí estoy como una perra mientras él hace que le den por el culo detrás de esa puerta.
Abro, miro inmóvil a Laura, está de rodillas en el pasillo, la vecina de enfrente sale:
—Por Dios, haga que se calle… A mí no me importa, pero los demás vecinos van a llamar a la policía… ¡En esta casa esas escenas se hacen de puertas adentro, no en la escalera!
Me acerco a Laura, la arrastro hasta el ascensor, se resiste chillando.
Sale otro vecino, rodea a Laura con el brazo y se la lleva despacio hacia la puerta de su casa.
—Pase un momento a mi casa y tranquilícese.
—Cabrón —Laura se vuelve hacia mí—, quieres que reviente, ¿eh? Prefieres que te dé por el culo un moro, ¿verdad?
Jamel aparece en el umbral de la puerta y dice tranquilamente:
—¿Y a ti qué coño te importa? Si no te gusta el moro, te jodes y te largas. No quiere saber nada de ti, ¿lo entiendes?
Le digo a Jamel que entre, me acerco a Laura, la libero del brazo del vecino, la cojo por los hombros y la meto en casa.
Jamel está en mi habitación, sentado en el borde de la cama. Laura va hacia él.
—No me dirijas la palabra —le dice—. No existo, ¿entendido?
Va al salón. Se sienta en el sofá. Yo voy del uno al otro. Jamel acaba por venir al salón. Pido a Laura que se excuse.
—¿Y qué he dicho yo?
Jamel, de pie y algo apartado, le dice sin mirarla:
—No sabes hablar, confundes los términos… ¡Si no quiere saber nada de ti, te largas y se acabó!
—¿Y tú? ¿Sabes hablar?
—Sé decir lo que quiero decir.
Los dos me miran. No digo nada. Jamel se crispa:
—¿Por qué dices eso de «el moro», «cochino moro»?
—Yo no soy racista, es mentira, no soy racista… Sabes de sobra que no es verdad, joder, di algo, eres tan cobarde que tienes miedo de perdemos a los dos. ¡Por tu culpa estamos aquí diciéndonos todas estas guarradas!
Es cierto, no soy capaz de elegir. Jamel le dice:
—No estás enterada, no sabes nada de mi vida. ¿Sabías que soy un niño mártir?
—Este tío me ha jodido la vida, tengo el sida, no podré volver a querer a nadie.
—Ya encontrarás a otro… —No puedo reprimir la risa, es un truco infantil, para escaparme.
—Encima, ¿o no es verdad que me has pegado el sida?
—Eres tan mentirosa que ni siquiera se puede creer lo contrario de lo que dices.
—¿Le has dicho a tu chico que eres seropositivo o le has hecho la misma jugada que a mí?
Jamel es más rápido que yo:
—¿Y a mí qué me importa?
—No follamos —añado yo.
—¡Ya, claro!… ¿No eres tú el primero que ha hablado de moro? Ayer, cuando te llamé, ¿no dijiste: «No, no podemos vernos esta noche, tengo un invitado»? ¿Y cuando te dije que me apetecía ir a los baños turcos contigo, no dijiste: «Ah, sí, es una buena idea, iré con mi morito…»?
—No lo dije así.
—¡Ah! ¡Te avergüenza que Jamel se entere de que hablabas como una loca parisina!
Jamel se levanta bruscamente.
—Eso es pura histeria, no quiero oírlo —dice, y a mí—: ¡Tú también eres un histérico!
Se dispara, corre hacia la salida, pega un puñetazo con todas sus fuerzas en la puerta de la sala.
Le sigo, le alcanzo en la escalera. Se coge la cabeza entre las manos:
—No quiero seguir oyendo esas cosas. Nadie tiene derecho a hacerme eso.
—No le hagas caso, dice lo primero que se le ocurre, confía en mí, no debemos romper lo que hay entre nosotros.
—Nadie, nunca, ha hecho por mí lo que tú has hecho, nunca nadie ha llorado por mí, pero esto es demasiado, no puedo soportar oírlo.
Los dos miramos su mano: hay varias articulaciones azules e hinchadas; sangra un poco.
—¿Te duele? —pregunto.
—No es nada, prefiero haber pegado en la puerta que en su jeta o en la tuya.
Subimos al piso. Laura está sentada en el suelo, debajo de una ventana; Maurice está aterrorizado, trata de escapar. Llevo a Jamel al cuarto de baño, le doy una gasa y alcohol, se cura la mano. Laura se acerca, quiere vendarle; él se niega, luego se deja hacer. Voy a la sala; miro el agujero que el puño de Jamel ha hecho en la puerta.
Preparo té para Laura en la cocina. Tiene frío. Voy a buscarle un jersey, paso por delante de Jamel, que dice:
—No es peligrosa, la chica está demasiado enamorada.
Le doy el jersey a Laura que está tiritando en la cocina.
—Es guapo, me gusta —dice.
Decidimos salir. Cogemos mi coche. Quiero ir a los Champs Elysées para encontrar un banco abierto. Las vías rápidas del Sena están embotelladas, doy media vuelta y cojo el periférico. Es peor, avanzamos a paso de tortuga. Jamel se impacienta, no para de decir: «¡Es sábado, quiero ir de juerga!».
Los bancos están cerrados. Jamel dice que dinero no falta, que hay por todas partes, al alcance de la mano. Tengo hambre, voy a comprar un bocadillo. Cuando vuelvo al coche, Jamel ya no está.
—¿Estás satisfecha? ¿Qué ha dicho?
—Nada, se ha ido por allí…
Arranco despacio.
—¿No lo vas a buscar? —pregunta Laura—. Se ha ido por esa calle, a la derecha.
—No lo encontraré… Hay cosas que no se deben decir a esta clase de tíos.
—Lo estás usando, me das asco.
—¿Te parece asqueroso tener unos minutos de felicidad?
—No te necesita, no puedes hacer nada por él. ¿Eso es lo único que te motiva en la vida: acariciar a los golfillos?
Avanzamos. Laura lo ve. Estaciono el coche en doble fila. Llamo a Jamel, sigue andando, lo alcanzo, no quiere hablarme, le pongo la mano en el hombro, se detiene y dice que tiene unas ganas terribles de pegarme.
Laura sale del coche.
—¿Va para largo? Y yo ¿qué hago?
Jamel se acerca a ella:
—¡No vuelvas a empezar! ¡Ahora déjanos hablar, carajo!
Hablo con Jamel sin dejar de andar; la discusión no avanza. Volvemos a pasar junto al coche, Laura salta, grita, hace como que se va, vuelve.
—Algún día —dice Jamel— tendrá que acabarse, así que se acaba ahora… Dame diez francos para comprar cigarrillos. —Entramos en un estanco, está más tranquilo—. No sé… Ya no sé, déjame.
Se aleja.
—Llámame esta noche —le digo.
—No… No sé.
—Prométeme que me llamarás.
—No puedo prometerte nada, porque siempre cumplo lo que prometo y no sé si me apetecerá llamarte.
—¡Prométemelo!
—No te lo prometo, pero haré un esfuerzo por llamarte.
Jamel se ha ido. Subo al coche, pregunto a Laura:
—¿Adónde te llevo?
—Voy contigo.
—No… Te llevo a tu casa.
—No pienso irme a mi casa.
Circulamos por los muelles del Sena, delante de las torres de Beaugrenelle. Le digo que no le perdonaré lo que ha hecho.
—Entonces se acabó, ya no quieres nada conmigo.
Llora, se ahoga, chilla, golpea el suelo con los pies, da puñetazos en la guantera. Yo no hago nada: me gustaría ser capaz de parar todo abrazándola, pero no puedo, es superior a mí; hago como si Laura estuviese haciendo teatro. Tal vez lo esté haciendo.
La reja de la urbanización está abierta, llego en coche hasta el pie del edificio. Llevo a Laura a rastras hasta los ascensores. Se acurruca contra el cristal del fondo del ascensor hecha un mar de lágrimas; la gente hace que no ve nada, habla con los niños, como si no existiésemos.
Entramos en el estudio. Nos repetimos las mismas cosas de siempre, luego callo mientras ella habla sin parar, me limito a decir que me voy; quiere impedírmelo, se pone delante de la puerta, no quiero pegarle, vuelvo al salón; aprovecha para cerrar la puerta con llave. Se acerca a mí con el llavero en la mano:
—Llévame contigo.
—No.
Va a la cocina, abre la ventana y sostiene las llaves colgando en el vacío:
—Si no me llevas contigo las tiro.
Permanezco a distancia sin decir nada, luego:
—Dame las llaves.
Da patadas a la mesa y las sillas de la cocina. Un tazón de chocolate se estampa contra el suelo. Me tumbo en la cama:
—Dame las llaves, abre la puerta, déjame salir.
Cojo un cuchillo para desmontar la cerradura.
—No lo conseguirás, he cerrado con dos vueltas.
Laura camina a mi alrededor, se va tranquilamente a la cocina.
—Sabes de sobra que no tiraré la llave…
Cuando me doy cuenta, el llavero ya está al pie del edificio, diecisiete pisos más abajo.
Busco un duplicado de las llaves, mejor dicho hago como que lo busco.
—Hay un duplicado en el estudio —dice Laura.
—Dámelo.
—No sé dónde está, tendré que buscarlo.
Registro maquinalmente. Laura está tumbada en la cama, de pronto da un salto y vuelca la mesa blanca: máquina de escribir, papeles, bolígrafos, máquina de fotos, ceniceros forman un caos en el suelo. Busco distraídamente el duplicado de las llaves entre el montón de objetos. Laura arranca las cortinas, descuelga los cuadros de la pared y los tira al suelo en medio de la habitación. Grita, pero poco a poco deja de dirigirse a mí; habla de mí en tercera persona. Dice que quiere morirse, pero no quiere que piensen que ha muerto loca, y entonces empieza a recoger todo lo que acaba de tirar por el suelo.
Estoy echado en la cama, inmóvil. Laura habla sola.
—Mi madre se enterará de que no ha querido ayudarme… Le voy a escribir largo y tendido… hasta allá arriba le seguiré queriendo… Ha dejado que reviente. Ya no significo nada…
Me siento en el borde de la cama. Cojo su agenda: me pregunto a quién podría llamar. ¿A uno de sus amigos de la vecindad?
Llamo a Marc:
—Tendrías que echarme una mano, estoy en casa de Laura y no está nada bien…
Laura me oye, se abalanza sobre el teléfono y consigue cortar la comunicación. Vuelvo a llamar a Marc, le explico que estoy encerrado, que las llaves se han caído por la ventana, que tiene que subir y que yo le diré lo que tiene que hacer a través de la puerta. Mientras hablo, Laura no para de darme escobazos. Me protejo de los golpes y el mango de la escoba, se rompe contra mi antebrazo. Laura se pone a cuatro patas, intenta cortar el cable del teléfono con los dientes.
Es para morirse de risa, pero por primera vez pierdo el control: la cojo por las muñecas y la llevo a rastras hasta la cama mientras ruge como un animal. Mi violencia la aterroriza, los aullidos redoblan, parece ahogarse, se arranca la ropa.
Se ha calmado un poco. Intento quitarle el pantalón, que se le ha enredado alrededor de los tobillos y los zapatos. Se aparta.
—¡No me toques!
Logro quitarle el pantalón. Se levanta, busca por el suelo un trozo de cristal para cortarse las venas, la empujo sobre la cama, se golpea la cabeza contra la pared enlucida; le veo un rasguño en la frente.
—Hay un duplicado y sé dónde está, te lo daré…
Llamo a su madre, no está en casa, le dejo un mensaje.
—Dame el duplicado y vístete, nos vamos.
—Antes quiero ordenar esto.
—No, dame el duplicado ahora mismo.
Va a la cocina, coge el duplicado de las llaves de debajo del aparador. Voy a abrir la puerta. Se pone una camiseta y un tejano.
—Ahora me voy —le digo.
—¡Espérame!
—Me voy solo.
—¡No!… Has dicho que me vistiese, que nos íbamos juntos…
—He cambiado de opinión. Por una vez el que miente soy yo.
Salgo. Se me agarra y la aparto. Voy por el pasillo hacia los ascensores. Grita. La empujo con más fuerza, mi mano la golpea en los labios, Laura ve en eso la señal de una última desgracia. Cae de rodillas. Me agacho, le cojo la cabeza entre las manos, le doy un rápido beso en la boca:
—Perdón, no quería hacerlo, me voy, ya está.
Corre hacia el estudio, entra, cierra de un portazo. Bajo dos pisos, también corriendo, vuelvo a subir, escucho detrás de la puerta.
Llamo el ascensor, bajo, salgo por donde Laura ha tirado las llaves. En la calle la gente mira hacia arriba: Laura está en la ventana gritando que va a morir. Se abren otras ventanas. Busco las llaves en la hierba, no las encuentro. Laura me ve.
—¡Es él, es él! —grita y se inclina sobre el vacío.
La gente grita, yo sigo buscando las llaves, no me creo que vaya a suicidarse.
Pero poco a poco me entra el miedo: ¿y si saltase de verdad mientras estoy mirando al suelo? Un individuo con su mujer y unos niños grita:
—¡No, no lo hagas, no saltes!… ¡No, no saltes!
Vuelvo a subir al piso decimoséptimo. Los vecinos están delante de la puerta, ella se niega a abrirles.
—¡Ah! ¡Es usted! ¡Llega en el momento oportuno! —me dice el barbudo funcionario violinista.
Hablo con mucha calma.
—Laura, ábreme… —y repito la misma frase muchas veces, pasa mucho tiempo.
—Se acabó —dice—, todo ha terminado, no has querido ayudarme…
—Laura, no puedo ayudarte si no me abres.
Abre, entro, cierro tras de mí la maldita puerta.
—¿Qué haces aquí? ¿Tienes miedo? Has destrozado mi vida, me has destrozado… Sólo existes tú y me dejas, quiero morirme.
—Entonces tírate —le hablo, siempre con calma—, venga, tírate, hazlo. —La llevo hasta la ventana de la cocina—: Venga, tírate.
—No me has ayudado, podías haberme dejado ir contigo.
—No quiero… No quiero terminar el día contigo.
Saca bruscamente el cuerpo por encima de la barandilla, sobre el vacío. La agarro por la cintura.
—¿Ves como me agarras para que no caiga? ¿Estás ya convencido de que soy capaz de saltar?
Suena el teléfono, descuelgo, es la madre de Laura:
—Creía que estaba mejor últimamente.
—Yo también lo creía.
Convenzo a Laura de que hable con ella.
—El único que puede hacer algo es él y se niega a ayudarme.
La conversación sube rápidamente de tono. Laura aprieta el botón del altavoz, oigo lo que dice su madre:
—No, no puedes vivir pensando en ese chico, tienes que vivir pensando en ti.
Laura la insulta y cuelga.
—Hasta ella… Hasta ella me abandona.
Estoy tumbado en la cama y suelto una carcajada.
—No me quieres, ni siquiera un poquito, nunca me querrás.
Llama a su madre.
—¡No puedo seguir soportando la vida! ¡Sólo le tengo a él y se niega a ayudarme! ¡Se ríe, es capaz de reírse de todo lo que está pasando!
—Desde que conociste a ese chico no eres la misma, lo dice todo el mundo, has desmejorado, estás triste, apagada. Lo tienes todo para triunfar, pero necesitas trabajar, hacer lo que sea, ocuparte, dejar de pensar en él.
—Ya busco. ¡Hasta de cajera en unos grandes almacenes, pero no encuentro nada!
—Claro, ¿cómo vas a encontrar algo estando así? Todo el mundo se da cuenta de que no estás bien, nadie se fiará de ti… ese chico no es normal, no te dará lo que necesitas. Eres débil, te destruirá.
—Sé perfectamente que soy débil, pero le quiero. ¿Sabes lo que eso quiere decir? Es la primera vez que me pasa, y no me volverá a pasar nunca más.
—¡No digas idioteces!
—Todos me abandonan. Mi padre se largó, a duras penas se acuerda de que me engendró. Hasta tú, desde que tengo este estudio, te desentiendes de mí.
—Me gustaría que aprendieses a ser independiente, a arreglártelas sola.
—¡Joder, menuda gilipollas!
Llaman a la puerta, es el vigilante del edificio. Le acompaña una chica alta y morena.
—¿Todo va bien? —pregunta el hombre.
—No, no del todo.
El entra en el estudio, echa una mirada al campo de batalla. Se acerca a Laura, le pone una mano en el hombro. Pienso que es más afectuoso que yo.
—No hay que ponerse así, Laura.
—Él quiere dejarme.
—Son cosas que pasan, ese no es motivo suficiente.
Me lleva aparte:
—La poli está aquí. ¿Qué les digo?
—No sé.
—¿No son necesarios?
—No.
—Ahora les digo que se vayan.
—Habrá que disculparse por haberles hecho venir para nada.
—Les ha llamado la chica que está fuera, en la puerta. Es de la policía, vive en el ala de enfrente, ha visto que Laura se quería tirar por la ventana y ha llamado a sus compañeros.
—Ha hecho bien.
—Bueno, entonces voy a decirles que se vayan.
Veo la silueta de Marc en la puerta de entrada. Avanza unos cuantos pasos en el estudio, besa a Laura. Le digo que está mejor, se va.
—Vístete, Laura. Nos vamos de aquí.
—Quiero ordenar un poco esto. —Recoge trozos de cristal, objetos, lloriquea—. El cenicero, que era tan bonito…
—Nos vamos ahora mismo, vístete.
Otra vez el timbre: es la policía.
—¿Qué es lo que ocurre, caballero?
Se lo explico, pido perdón por haberles molestado para nada. Me ruegan que les enseñe mi documentación, la de Laura, toman notas.
—¿Quiere que la llevemos al hospital, señorita?
—¡No!
—Es lo mejor que puede hacer.
—Si no quiere, no podemos llevarla por la fuerza.
Se van, vuelvo a cerrar la dichosa puerta.
Salimos del estudio, bajamos. Laura lleva de la correa a Maurice, que parece haberse vuelto loco. La reja de la urbanización ya está cerrada. El vigilante me da la llave. Laura se sienta en un parterre y llora. Unos chicos pasan por delante de ella. Uno empuja una moto azul.
—¿Qué te pasa, Laura? —le pregunta.
La subo al coche, abro la reja, devuelvo la llave al vigilante.
Ya es de noche, tomo el periférico exterior en dirección sur. Hay un atasco. He decidido ir a casa, pero no sé si podré acabar el día con Laura.
—Esto acabará mal, lo presiento —dice de repente.
Está rota, vacía, a mí me duele la cabeza.
—Te llevo a casa de tu madre.
—Me gustaría que me dijeses si me quieres, aunque sea un poquito.
—Sí, creo que te quiero un poco.
—No puedes imaginarte cuánto te agradezco que digas eso. Es la primera vez que me lo dices.
—Te diré otra cosa, Laura. Si por tu culpa no vuelvo a ver a Jamel, si no me llama esta noche, todo habrá terminado entre nosotros.
—Te llamará.
—No tenías que haberlo estropeado, era importante lo que estaba pasando entre él y yo.
—No me he dado cuenta, tenías que habérmelo dicho.
—¿Decírtelo? ¡Ni siquiera podías soportar que existiese!
—Si hubiese sabido que era tan importante para ti, no hubiera ido bajo ningún concepto a tu casa esta mañana.
—Estás mintiendo, hubiese sido peor… Suponiendo que eso fuese posible… Samy nunca me ha dado lo que Jamel me daba veinte veces al día.
—Samy siempre se ha descojonado de ti, ya te lo dije.
—Yo sabía muy bien lo que estaba haciendo con Samy.
—De todas formas se ha descojonado de ti… Yo te lo doy todo y me rechazas. No lo entiendo, soy guapa, no sé qué pensar.
—Necesito a Jamel.
—Te llamará, también él te necesita.
Aparco en la Rue Blomet, retrocedo para dejar paso a un ciego que cruza por el paso de peatones. Laura llama por el interfono. Su madre está en casa, me siento aliviado. Laura le dice que quiere pasar la noche ahí. Voy al coche a buscar el perro. Laura quiere comprar un libro en la librería de enfrente. Me pide que lo escoja yo, un libro que a mí me gustaría que leyese, algo que tuviese relación conmigo. No sé cuál, no se me ocurre nada, le enseño un libro de Paul Bowles casi al azar. Lo compra.
La beso en las mejillas, furtivamente en los labios.
Ella va hacia el portal de la casa, yo hacia el coche, nos despedimos agitando la mano.
Hay atascos por todas partes. Tardo más de una hora en llegar a casa. Encuentro un mensaje de Jamel en el contestador. Dice que volverá a llamar. Ya ni siquiera sé si me apetece verle. Me preparo un baño.
Suena el teléfono: es él. Está satisfecho del día que ha tenido.
—¿Qué haces? —me pregunta.
Debería gritarle que venga enseguida, que pasaremos la velada juntos, pero me limito a decir:
—No sé. ¿Y tú?
Tiene ganas de correrse una juerga conmigo. Está en Saint–Michel, quiere venir a casa.
—¿Cómo vendrás hasta aquí?
—¡Qué más da la marca de la moto!
—Pero…
—Pero ¿qué?
—Nada.
—¡Sí, has dicho «pero»!
—Te espero. ¿Cuánto tardarás?
Cambia de tono, se enfría, está cortante:
—No lo sé. —Y cuelga.
La bañera está llena. Me meto despacio en el agua, muy caliente. No sé si vendrá Jamel. Cierro los ojos. Me duele lo de Laura.
El timbre del interfono. Es Jamel. Se le ve feliz, algo bebido.
—¡Lo he pensado bien —dice—, y tienes razón, no hay que romper lo que hay entre nosotros!
Se me echa al cuello.
Me enseña el botín del día: una bolsa de cuero, unas gafas de sol, 400 francos y una máquina de fotografiar. Me tiende la máquina de fotos:
—¡Toma, es para ti, te la regalo!
Me pide que le acompañe a una fiesta que han organizado en una antigua fábrica de productos químicos abandonada: una fiesta zulú, con bailarines, «raperos» y tipos que harán un graffiti.
—Habrá jefes del movimiento, incluso tíos que han trabajado en Nueva York, a lo mejor canto yo.
Le digo que no le acompañaré, que soy incapaz de continuar este día que no terminará nunca.
—No te preocupes, hasta luego.
Coge su mochila y su bate de béisbol.
—Por si se presentan los skins… ¡Tendrán un buen recibimiento!
Jamel en la calle, mi cansancio superado. He puesto la cámara de vídeo en un trípode y me filmo desnudo. Me hago una paja ante el objetivo, pero no es una desnudez triunfante, me parece que mi cuerpo se marchita, que entrega las armas. Está salpicado de puntos marrones: demasiada melanina.
Suena el teléfono. Nunca dejará de sonar. Es la madre de Laura para rogarme que vaya inmediatamente. Laura está destrozando el piso, llora, grita, da golpes, se ahoga.
—Tienes que venir, hay que llevarla a un psiquiátrico, se está volviendo loca.
—¡Hace mucho que se ha vuelto loca!
Periférico, cinta negra y anaranjada. Porte de Versailles, Rue Blomet. Llamo por el interfono, la madre de Laura me contesta y me abre la puerta. Me dice que ha llamado a todos los servicios psiquiátricos de todos los hospitales de París y que no hay una sola cama libre: ¡tres semanas en lista de espera para los casos más urgentes! Ha encontrado un clínica en Vincennes, «un sitio decente a donde va mucha gente del mundo del espectáculo».
Laura se tranquiliza al verme, pero sólo hasta que se da cuenta de que he venido para llevarla a la clínica. Intenta pegarme, la inmovilizo. Su madre llena una bolsa con ropa. De pronto, Laura deja caer los brazos; se vuelve dócil, coge un viejo oso de peluche y lo aprieta contra la mejilla. Me sigue hasta el descansillo. Su madre cierra la puerta, subimos al ascensor. Mientras bajamos, Laura se arrima a mí, frota su sexo contra el mío.
—Podrías solucionarlo todo si quisieses, bastaría con que me follases, ahora mismo…
Su madre hace oídos sordos, mira para otro lado. Salimos del ascensor, vamos hacia el coche, Laura sigue pegada a mí, me acaricia la bragueta:
—Venga, llévame a tu casa, verás cómo todo se arregla, harás que me corra… Quiero tu polla, dámela… Mamá, ¡no te puedes imaginar el placer que me ha dado! ¡Estoy segura de que nadie te ha dado tanto placer!
Su madre farfulla algo que no oigo. Hago un esfuerzo terrible para llevar a Laura hasta el coche sin decirle: «Sí, te llevaré a casa y disfrutaremos como nunca».
Se me escapa, echa a correr, se estira en medio de la calle, sobre el asfalto. Un coche da un frenazo terrible, se detiene a dos metros de ella. Me agacho, la levanto, forcejea, la llevo a rastras hasta el coche y la meto dentro por la fuerza. Golpea en el techo y los cristales. Su madre intenta contenerla.
Laura vuelve a estar tranquila. Parece una niña, con la cara pegada a la felpa gastada del oso. Es ajena a su destino.
Las calles de Vincennes están desiertas. Aparco frente a una tapia blanca. Entramos en la clínica: un puesto de control en un pequeño pabellón, una casa del siglo XIX rodeada de un gran jardín, más allá un edificio moderno. Laura está admitida, nos conducen hacia el edificio moderno. Segundo piso, un servicio cerrado. Dejamos las cosas de Laura en una habitación pequeña y esperamos al médico de guardia. En el pasillo veo cabezas de zombis sobre cuerpos derrengados: toxicómanos, suicidas, esquizofrénicos, depresivos. Permanezco callado, pero pienso: «Dios mío, no puede ser, no podemos dejar a Laura en este infierno».
Llega el médico. Habla a solas con Laura y dice que podrá alojarse en la sección abierta del primer piso. Miro a su madre, respiramos. Bajamos las cosas y las dejamos en otra habitación. El médico habla con la madre de Laura y luego quiere hablar a solas conmigo. Le cuento: un año y medio, sexo, amor, crisis, chantajes. Le digo que soy seropositivo, que es posible que la haya contagiado; por lo menos eso es lo que dice, pero no sé si dice la verdad. Le pido que le haga una prueba sin decírselo.
Beso a Laura en las mejillas; ella apoya la cabeza en mi hombro.
—Por favor, no intentes alejarte para salvarme.
Me dirijo al distrito V. Me siento como si acabase de llevar un animal al matadero. Tengo hambre, propongo a la madre de Laura tomar algo en una brasserie de la Avenue de la Motte–Picquet. Hablamos de tiempos pasados. Me cuenta sobre la Argelia que conoció, el naranjal de su padre entre Orán y Tlemcén, la guerra, el éxodo, Marsella, su encuentro con el padre de Laura, descendiente de una importante familia republicana española, el accidente del nacimiento de Laura, el divorcio, la llegada a París, cómo se convierte en la amante de un célebre cantante, el mundo del espectáculo, su aventura con el dueño de la agencia de publicidad donde trabaja y de la que no quiere de ninguna manera que Laura se entere.
—¡Podría echarlo todo a perder, con el carácter que tiene!
Pago la cuenta y nos despedimos.
Salgo del periférico por la Porte de Bagnolet. Ni siquiera tengo ganas de acostarme. Voy a buscar a Jamel. Me acerco a la fábrica abandonada donde se celebra la fiesta zulú. Quiero entrar por la Rue David–d’Angers, pero está cortada a la altura de la Place Rhin–et–Danube por una barrera policial. La gente corre en todas direcciones y las luces giratorias de las ambulancias barren las fachadas. Doy media vuelta y me voy a casa.
Giro a la derecha en el cruce de la Rue Gambetta con la Rue Pelleport y me topo con un grupo de Harley Davidson que arrancan. Estoy casi seguro de reconocer a Pierre Aton en una de las motos.
Aparco el coche en el aparcamiento subterráneo. Cojo el ascensor y salgo al pasillo del segundo piso. Aprieto el botón de la luz, saco las llaves, pero veo que la puerta del piso está entreabierta. Un sudor frío me recorre la espalda. Necesito un arma: aprieto el llavero dentro del puño dejando sobresalir una llave entre los dedos. Empujo la puerta y entro despacio.
El piso está totalmente destrozado: muebles volcados, armarios vaciados, libros desgarrados, sofá despanzurrado, tripas de los instrumentos musicales esparcidas por el suelo, la cámara de vídeo en la taza del retrete cubierta de mierda, en una pared blanca de la sala tres palabras en rojo: maricón, moro, sida. Cierro la puerta de la calle.
Jamel está en el baño, tirado en el suelo, boca abajo, hecho una bola sobre las baldosas, con la ropa arrancada, el eslip en los tobillos y el culo lleno de sangre. Le toco el hombro, me aparta la mano; quiero levantarlo, pero evita mirarme a los ojos.
—Están buscando a Samy —dice.
Intento enterarme de lo que ha pasado en la Rue David–d’Angers, pero Jamel no vuelve a abrir la boca.
Se viste, se quita el cinturón con la hebilla que lleva la inscripción jam, lo tira al suelo de mi habitación, va tambaleándose hasta la puerta de la calle. En el mismo momento en que pone la mano en el pomo, golpean la puerta.
—¡Policía!
Jamel se detiene en seco y retrocede por el pasillo. Abro, hay tres hombres, los dos primeros empuñando el arma, el tercero lleva en la mano un papel y una mochila roja. Me enseña el papel en el que están escritos mi nombre y mi dirección. Lo reconozco. Lo escribí para Jamel y tuve miedo de que lo perdiese en El Havre.
—¿Es usted?
—Sí.
—¿Quién lo ha escrito?
—Yo.
—¿Y esto? —me enseña la mochila.
—Lo perdí ayer.
Los dos polis armados me ponen contra la pared, el más joven me coloca el cañón de la pistola en la sien.
—¡Nada de cuentos, por favor!
El tercero registra el piso, entra en la sala.
—¡Joder! ¡Por aquí ha pasado un huracán! —oigo decir.
—He tenido una pelea con una amiga.
El cañón me hurga en la sien:
—¿Dónde está el dueño de esta mochila?
Espero a que empiecen a pegar, pero vuelven la vista hacia el pasillo, por donde aparece Jamel.
—No se pongan nerviosos, aquí estoy.
Un poli le cachea.
—¿Tus papeles? —pregunta.
Jamel saca un pasaporte del bolsillo trasero del tejano:
—Abdel Kader Douadi, argelino en situación irregular, les acompaño.
—¡Caray, te expresas con propiedad!
—¿Qué ha hecho? ¡No pueden llevárselo así! —grito.
—¿Tenemos que pedirte permiso? —El poli señala la hecatombe del salón—: ¡Ocúpate de tu culo! ¡Por lo que se ve, vas a tener trabajo!
Salen dando un portazo. Voy a la ventana, veo a Jamel que cruza la calle entre dos polis, con las manos esposadas a la espalda. Se vuelve, me ve en la ventana, sonríe, sube al coche blanco y negro. Ruido de motor, sirena, luces giratorias, la nuca de Jamel en el cristal trasero. Es el alba, evidentemente.
Nada en los periódicos de la mañana. Llamo a Samy. Le aviso de que Pierre Aton lo está buscando.
—No tienen la nueva dirección de Marianne y no saben nada de ella —dice.
Al día siguiente leo todos los artículos sobre la fiesta zulú que ha acabado en un baño de sangre. Como Jamel había previsto, se presentaron los skins: batalla campal, navajas, barras de hierro, bates de béisbol. Muchos heridos en ambos bandos. Un B. Boy se enfrentó en singular combate a un jefe skin apodado Panik. El B. Boy llevó la voz cantante a golpes de bate de béisbol. Panik quedó tendido en el suelo, con la columna vertebral quebrada y las dos piernas paralizadas, sin esperanza de volver a andar. Nadie sabe quién derrotó a Panik: ni los skins ni los B. Boys son chivatos. Pero todos los periodistas han oído una frase: «¡Sólo JAM ha podido hacerlo!».
Voy a mi habitación y recojo el cinturón de Jamel; lo meto en una bolsa de plástico y bajo al coche.
Es de noche. Aparco cerca del Pont de Bercy, camino junto al pretil. Me detengo y miro hacia abajo, en la orilla izquierda, hacia las siluetas de hombres que van al subterráneo del sexo. Saco el cinturón de la bolsa de plástico y lo tiro al río. El rayo de luz de una farola alcanza la hebilla de cobre, que me envía un reflejo solar. El agua se cierra sobre el cinturón de Jamel y las tres letras JAM.
Llamo a un amigo mío que es juez y me dice lo que tengo que hacer para localizar a Jamel.
Me entero de que el prefecto ha decretado su inmediata expulsión. Jamel está en un campo de arresto provisional, cerca del aeropuerto de Orly.
Llueve. Hago eslalon entre los coches, por el periférico y por la autopista. Llego al campo de arresto: Jamel ya no está. Vuelvo al coche y me dirijo a toda velocidad al aeropuerto. Miro hacia arriba para ver los grandes carteles negros que anuncian los vuelos: el avión de Argelia ha despegado hace diez minutos. Jamel va dentro. Creo que ni siquiera sabe hablar árabe.
Me llama la madre de Laura. Acaba de recibir el resultado del análisis que le han hecho a Laura en la clínica: negativo. No es portadora del virus del sida.
Esa palabra —negativo— lo cambia todo. Y no cambia nada, al mismo tiempo: Laura debía de estar convencida de que se había contagiado, de que estaba enferma. Tal vez hasta lo hubiese deseado en algunos momentos. Puesto que la muerte tiene que llegar, mejor que venga de la mano de quien queremos o creemos querer.
*
Laura está en un pasillo de la clínica. Me llama, me dice que no puede más, que va a salir, a volver conmigo, que nos querremos como antes. Yo callo, estoy ausente; luego le digo que me he enterado del resultado del análisis, que ha perdido todo poder sobre mí, que es como si ya no existiese. Rompe a llorar, habla a trompicones:
—O sea que ya está, han ganado, tu madre y todos los demás, me llegan cincuenta millones de toneladas de odio que recorren las líneas de teléfono, estoy inmovilizada contra el suelo. ¡Cómo querrás a la próxima, por no ser como yo! La vas a querer con locura, ¿sabes?, todas las pesadillas que provoco ahora no volverán a repetirse, valgo más que eso, soy guapa. ¡Y sólo los dioses saben lo que te quiero! ¡Te quiero más que a la verdad!
Grita la última frase. Oigo ruidos de forcejeo por el auricular, que queda colgando del cable, y más gritos de Laura que van alejándose.
La llevan al segundo piso, a la sección de encerrados.
*
Voy de farmacia en farmacia comprando jeringas para insulina. Desnudo de cintura para arriba, ante el espejo, repito cien veces los mismos gestos: clavar la aguja en la vena, en la parte interior del codo izquierdo, tirar del émbolo para aspirar la sangre hacia el interior de la jeringa, retirar la aguja de la vena. Luego, blandiendo la jeringa como un arma blanca, con el brazo extendido, amenazo a mi imagen en el espejo como si lo que tengo delante no fuese mi propio cuerpo, sino el de Pierre Aton o el de otro hermano de Heliópolis.
—Voy a meterte en las venas mi sangre envenenada y vas a palmarla poco a poco, como mereces —digo, apretando los dientes.
*
Laura ha salido de la clínica. Han pasado los días. Me ha llamado varias veces. No quiero contestarle.
Una mañana, estoy reunido en casa con un equipo de filmación para preparar un clip. Suena el teléfono, lo coge el ayudante de realización y me dice que es Laura. Le digo por señas que no estoy y escucho por el auricular auxiliar.
—¿Y tú quién eres?… —le pregunta Laura—. ¿Eres guapo? ¿Le das por el culo tú o es él quién te la mete?
El ayudante cuelga, está rojo como un tomate, le digo que no se preocupe.
Laura me escribe cartas: «Toda esta soledad la he aprendido de ti. Siempre recordaré mis lágrimas después de haber hecho el amor contigo; mis lágrimas de emoción, de intensa dicha por haber llegado tan lejos en el placer con la persona que amo».
Con una carta, pétalos de rosa secos; con otra, una bola de cristal azul. «Amor mío, para que puedas ver tantas veces como quieras el azul del cielo o el del mar».
Como era de prever, acabé por contestarle. Le dije que no podía olvidar ni sus mentiras ni sus chantajes.
—Te demostraré que he cambiado, volverás a mí —respondió ella.
Ha encontrado trabajo en una empresa de publicidad para la radio. Le han regalado un husky siberiano: un animal entre perro y lobo.
Cada quince días me ocupo de la iluminación del plato de una emisión de televisión. He dejado de filmar la ciudad con mi cámara de vídeo. Ya no soporto las tardes. Después de comer, me tumbo en la cama y me quedo paralizado, peso toneladas. A las dos aumenta la angustia, a las cinco alcanza su máximo, a las ocho casi ha desaparecido. Cuando quiero pensar o trabajar, no consigo concentrarme y me acuerdo de la cocaína y de los estados límite a los que me transportaba y que nunca volveré a experimentar.
Los médicos me han reducido la dosis de AZT: seis al día; tres por la mañana, tres por la tarde. Es más llevadero. Sonrío, me río, pero sólo en la superficie, con los labios, a veces con los ojos. La risa ha abandonado las profundidades de mi cuerpo. Todo me parece intrascendente, incluso mis granos morados, que siguen creciendo.
Una mañana, a las siete y media, entro en el hospital Tarnier para que me hagan una extracción de sangre. Tengo la vaga impresión de conocer al tipo que tengo delante, sentado en una silla de skay rojo, con un torniquete de goma en el brazo izquierdo y una aguja metida en la vena, en la parte interior del codo. Tiene la cara hinchada, deformada por el sarcoma de Kaposi. Apenas puede abrir los ojos. Ahora me toca a mí, me siento en la silla roja, me inclino para leer su nombre en el registro de la enfermera: llegué a conocerle bien, trabajaba con mi padre. Era guapo y atlético, un joven y brillante ingeniero. Se pone la chaqueta delante de mí, es un guiñapo al que le queda poco de humano. Me limito a decir: «Hola». Sin duda me ha reconocido, pero me contesta con el mismo saludo y se va.
Samy ha dejado a Marianne. Una tarde volvió a casa, como de costumbre, y dijo que se iba. Ella estaba escribiendo un artículo en el ordenador. Hizo como si no le viese, como si no hubiese dicho nada, y siguió escribiendo. Él metió sus cosas en bolsas. Se oyó el golpe de la puerta al cerrarse. Marianne se derrumbó, estuvo llorando hasta la mañana siguiente.
Vive con una chica que es encargada de vestuario en televisión. Me llama por teléfono para pedirme que le aconseje un abogado. Le juzgan dentro de un mes, está completamemte desorientado, no sabe qué hacer. Estaba borracho como una cuba, tuvo un accidente de coche; la policía quiso detenerle; él les insultó, les pegó. Lo encerraron en Fleury, en prisión preventiva. Su amiga ha pagado 30 000 francos de fianza para que lo suelten.
Un sábado por la tarde, aparco frente a la reja de la urbanización donde vive Laura. Espero. La veo venir hacia mí llevando sus dos perros de la correa. El husky ha dejado de ser un cachorro, ya es más grande que Maurice. Beso a Laura en la mejilla.
—¡Tienes mejor cara que la última vez que nos vimos! —le digo.
—Me encuentro de fábula.
Tomamos la autopista del Oeste. Paro un momento en casa de mis padres para recoger el correo. Digo a Laura que espere en el coche, insiste en venir conmigo.
Veo la mirada que mi madre le lanza y digo algo de una increíble cobardía:
—He venido con la loca.
—¿Qué hace esa aquí? —pregunta mi madre.
Me duele que haya pronunciado esa frase, pero me callo. Mi padre se mantiene algo apartado, indiferente en apariencia. Laura le mira con velada ternura. Cojo la correspondencia y nos vamos.
Llevo a Laura a un relais–château cerca de Rambouillet. Mercedes y BMW en el aparcamiento, empresarios adúlteros con su secretaria en el comedor. Atónitos, los ojos de los clientes se alzan hacia nosotros; sobre todo hacia Laura, con su minifalda parece que acaba de salir del colegio, como cuando la conocí.
Nos acostamos en una cama altísima con cabecera de cobre. Laura se coloca encima de mí, la penetro, cierro los ojos, vuelvo a abrirlos y veo el techo parcialmente oculto por su larga cabellera, le digo al oído: «¡Es increíble!», y otras cosas más obscenas. Se corre sin reprimir sus gritos.
Al día siguiente paseamos por el jardín, junto al estanque.
—¿Sabes? —me dice Laura—. Un día cambiaré de vida. Ganaré dinero, me iré de París, tendré una casa en el campo y más huskies, los entrenaré para las carreras de trineos… Espero no estar sola ese día.
Maurice se cae al foso, nada sin saber adonde ir, con el pánico en los ojos. Encuentro un punto por donde, gracias a unos asideros en el muro, puedo bajar hasta el agua y rescatarlo.
Nos vamos del castillo. Laura me acaricia mientras conduzco. Nos metemos por un camino forestal, hacemos el amor durante mucho rato; en el coche, contra un árbol, sobre el musgo que cubre el suelo.
Paro para reponer gasolina. Vamos juntos a los servicios de la gasolinera, entramos en el mismo retrete y volvemos a hacer el amor. Laura me dice que no puede más, que le duele el sexo. Casi a mi pesar, me corro en la mano. Me hubiese gustado continuar así miles de años. Nos separamos delante de la reja de la urbanización.
Sigo siendo esclavo de mis noches, pero no es frecuente que me sienta con energías para descender a las entrañas de la ciudad. Enciendo el Minitel, me cito con hombres que mienten sobre sí mismos, pero me da igual que sean feos o viejos si satisfacen mis vicios.
Un tipo vestido de cuero, bajo y rechoncho, cuarentón, me espera delante de un café de la Avenue Ledru–Rollin. Subimos a su casa, me ofrece un whisky, lo encuentro simpático. Vamos a su habitación, abre un gran baúl de mimbre lleno de chismes de cuero y de látex, y los extiende sobre la cama.
—¡Te has gastado una fortuna en esos cacharros! —exclamo.
Ledru–Rollin me hace probar algunos de sus juguetitos.
—¿Quieres que te cuelgue? —me pregunta.
Despliega unos arneses de cuero, introduzco en ellos piernas y brazos. Me sube a un taburete, engancha las suspensiones de los arneses a dos escarpias colocadas en las paredes del pasillo.
—¡Espero que aguanten! —le digo.
Y retira el taburete.
Estoy colgado, tengo la sensación de irme ablandando lentamente. Ledru–Rollin quiere afeitarme el vello del pubis y de los sobacos. Me suben oleadas de calor desde los pies hasta el cráneo. Tengo ganas de devolver, empiezo a ver estrellas blancas y le pido que me descuelgue antes de que pierda el conocimiento. Paso un buen rato tumbado en la cama, incapaz de moverme. Me dice que siempre pasa la primera vez, porque las cinchas de los arneses bloquean la circulación de las arterias femorales.
—¡No tengas miedo, soy médico! —me tranquiliza.
Bajamos al aparcamiento subterráneo del edificio, me tumbo en el suelo polvoriento y lleno de manchas de grasa y de lubricante sucio. Ledru–Rollin está de pie encima de mí. Mea.
Los médicos me han aconsejado que vaya a la Clinique des Peupliers para que me cautericen los granos morados con láser de argón. Estoy esperando que me toque el turno. Voy a los servicios y leo lo que han escrito en las paredes: «Me gustan las enfermeras que llevan tanga o body debajo de la bata. Me la ponen tiesa como la de un toro. Y vengo aquí a cascármela y eyaculo como un caballo», y justo debajo: «¿Dónde están las manchas?».
El dermatólogo me inyecta anestésico debajo de la piel, alrededor de los granos. Se pone unas gafas verdes para protegerse los ojos del rayo láser. Me da otras a mí. Pisa el pedal. El haz del láser me quema la carne con un crepitar seco, casi metálico. Están operando a un robot.
*
No recuerdo haber visto a mi padre besar a mi madre, ni abrazarla o cogerla de la mano. No recuerdo ningún gesto para conmigo, ni suyo ni de mi madre, que significase ternura o violencia. No digo que esos gestos no hayan existido, pero no recuerdo ninguno.
Más tarde, como consecuencia de esa carencia, de la negación de nuestros cuerpos, exhibí rabiosamente mi cuerpo sublevado; lo levanté como una pantalla protectora, como preámbulo a todo.
Y cuando voy a casa de Laura, pasada la medianoche, sé que habrá gestos que no seré capaz de hacer. Cruzo la ciudad adormecida mientras los postigos mal sujetos chirrían y golpean las claras paredes de las torres de pisos. Llamo, los perros ladran, Laura me abre la puerta, apenas me mira, mira al suelo. La luz del pasillo es azul oscuro, casi no se ve. El husky me mira fijamente, un ojo marrón, otro azul. Maurice me araña haciéndome zalamerías. Sigo a Laura que vuelve a su cama.
Pero esta noche no hacemos el amor inmediatamente. Estamos sentados a la mesa de la cocina bebiendo leche de almendras diluida en agua, blanquecina en la penumbra. Desde ahí contemplamos las afueras sumergidas en la noche: la colina de Meudon, Boulogne, Issy–les–Moulineaux, centenares de puntitos anaranjados o blancos.
Sufro a causa de mis gestos abortados, de la ternura que soy incapaz de dar a Laura y de la que impido que ella me dé. Yo necesitaba una mujer y ella aún es una niña.
Dice que todo eso ya lo sabe, pero que nuestros «cuerpo a cuerpo» tendrán larga vida. Sobrevivirán a los celos, al virus, a la ausencia de porvenir. Y de pronto la admiro por su capacidad, a los veinte años, de renunciar a la idea de un amor absoluto, por conformarse con lo que le doy.
Me acuerdo de la pregunta que me hice cuando la encontré: «¿En brazos de cuántos hombres habrá gozado ya?». He sido el primero. No me enorgullezco de ello en lo más mínimo. Estaba escrito.
Cuando estoy solo y me masturbo, lo hago pensando en ella y en las comunes fantasías descubiertas en nuestros abrazos. Laura no conoce los detalles de lo más bajo, el desarrollo de mis noches, pero sé que sabe que yo puedo darle más placer que nadie porque existen las noches salvajes, porque forman parte de mí.
Más tarde, hacemos el amor como la primera vez: dos amantes que se descubren y se asombran de sus caricias.
*
Pesco la varicela, un descuido de mi infancia. Hospital Pasteur; perfusiones; pústulas en cara y cuerpo, cubiertas de toques de un producto azul. En el mismo piso, agonizan hombres consumidos por el sida.
La gente me llama por teléfono, pasa a verme. Omar está a punto de llorar: esa noche ha muerto su hermano pequeño. Había robado una camioneta, le perseguía un coche de policía y se estampó contra una tapia. La víspera había perdido la llave que una mujer árabe le había dado para protegerle. Siempre la llevaba colgada del cuello cuando daba un golpe, y nadie le veía. Era invisible.
El tercer día viene Laura. Se sienta en el borde de la cama. Noto que tiene miedo cuando me ve las manchas azules de la cara. Sé que piensa en otras lesiones que posiblemente me desfigurarán. Cae en la cuenta de que no soy invulnerable.
*
Laura ya no se esfuerza por venir a mi casa. Dice que no quiere atravesar París en metro, que sus perros no pueden dormir solos.
Hace una semana que no sé nada de ella. La llamo. Ha encontrado un chico de veinte años, un peluquero. Pasa las tardes y las noches con él. Él la acaricia, le dice que la quiere, que es bonita. Hace la compra, el fregado, saca a los perros. Se bañan juntos.
—Prefiero no verte. Si te tengo delante, podría dudar de él —me dice Laura.
La ausencia de Laura me corroe. No dejo de pensar en ella. Paso por la oficina donde trabaja, pero es demasiado tarde, el peluquero ya ha venido a buscarla. Telefoneo a su casa: el teléfono suena y suena. Se acabaron los mensajes en mi contestador.
Un domingo por la mañana, consigo dar con ella.
—¡Llévame a ver el mar! —me pide.
Vamos en coche hacia Normandía. Laura mira el asfalto. Mis preguntas quedan sin respuesta.
—No creí que reaccionarías así —dice.
Pasado Rouen, se echa a reír.
—¿Sabes?, me folla como un niño, no me da placer. Si se la chupo, eyacula en treinta segundos.
No quedan habitaciones en los hoteles de Trouville. Cruzamos el Pont des Belges. Cojo una habitación en el Normandy y bajamos el equipaje del coche. Me tumbo en la cama. Laura quiere ir a pasear a la playa.
—¡Tengo ganas de follarte! —le digo.
—¿Ahora?
—Ahora mismo.
—¡Ah! ¡O sea que tienes ganas de follarme!
Viene a la cama. La desnudo con gestos febriles. Estoy de rodillas frente a ella, que está tumbada. Me está sobando la polla a través de la bragueta del tejano.
—Hace tiempo que la deseo —dice.
La penetro. Mi peso oprime violentamente su cuerpo. Grita, se corre enseguida. Inmediatamente después queda inmóvil, no me ve.
—Yo me correré luego.
—Bueno.
Se levanta, va al baño como si fuese una autómata. Oigo correr el agua en la bañera. Laura se lava de nuestros abrazos.
Cenamos junto a la playa de Trouville. Paseamos envueltos en la noche y volvemos al hotel. En la habitación, Laura va de un lado a otro, enciende la televisión, se sienta en una butaca. Estoy solo en la cama. Le digo que se acueste, que la deseo.
—¡Yo no! —contesta.
Se tumba. Nuestros cuerpos se rozan. Me siento herido. Es insoportable, no admito su negativa, su falta de deseo.
—¡No es una catástrofe, intenta dormir! —dice, y me da la espalda.
Me levanto, me pongo el eslip y los tejanos.
—¿Qué haces? —pregunta.
—Me voy a París.
—Ven, vuelve a la cama.
Cojo el cinturón que está sobre la mesa. Vuelco un vaso de zumo de naranja.
—¡Mierda!
Estampo la botella de agua mineral contra la pared. Algunos trozos caen sobre Laura, que se levanta como un resorte y me mira como si estuviese a punto de matarla:
—Volvemos a París.
—Cálmate, era una botella de plástico.
Volvemos a la cama. Me tomo varios Lexomil y por fin me duermo.
Desayunamos junto a la piscina cubierta del hotel. Efecto invernadero.
—¿Cambiará esta situación? —pregunto.
—No lo sé. Lo siento, no pensé que pasaría esto. Pero no soy capaz de dividirme, nunca lo he sido. Creía que estaba enamorada de él, ahora sé que no, pero me encuentro bien con él y por el momento no me apetece el sexo contigo. Has insistido demasiado en que ya no éramos una pareja, en que cada uno fuese a la suya. He aprendido a no sufrir, a distanciarme. Estaba predispuesta a encontrar a otro. Ha ocurrido. Me has acostumbrado a la monotonía, a no vemos más que por la noche, a decirnos dos palabras y follar. No quiero seguir así, aunque sé que he aprendido muchas cosas contigo y que no será fácil encontrar a alguien que me haga el amor tan bien como tú. Me hubiese gustado compartir alegrías, sensaciones. Quiero construir algo. Contigo no voy a ninguna parte.
El aire húmedo y caliente hace que me enternezca. Tengo la impresión de un gigantesco error. Imagino días soleados junto a Laura, en una casa con jardín. Estoy llorando. Pero no sollozo; simplemente, dos hilillos tibios y salados manan de mis ojos.
Quisiera que mis lágrimas fuesen sinceras.
*
He tomado el avión de Lisboa. Voy a localizar exteriores para la película que Louis rodará en Portugal este verano, mi primer largometraje como operador jefe. Espero que ocurra algo muy especial.
Permanezco inmóvil en la acera de Restauradores. Miro mi imagen reflejada en la luna ambarina de un café. Tengo treinta años. Peso un poco más, la cara se me ha ensanchado algo, el dibujo de la barbilla es menos preciso, el cuello algo graso, el pelo menos flexible, menos brillante; el viento me lo levanta y me acuerdo de Bretaña, de la costa salvaje de Quiberon, del malecón de Port–Haliguen, desde donde miraba el mar esperando la salida de las regatas. Cuando tenía quince años era skipper de un balandro de diez metros. Me he ido por las ramas.
Llueve. Al abrigo de un alero, dos enamorados se besan pegados a una pared de azulejos desportillados. El chico está de espaldas a la pared, apretando a la chica contra él, vientre contra vientre. Aún tengo la esperanza de que los amantes se separen cuando pase junto a ellos y, echando una ojeada mientras sus cuerpos se distancian, eliminar cualquier duda sobre el deseo del chico.
Pero ellos, al pie de la Alfama, frente al museo militar, permanecen pegados el uno al otro, junto a una guitarra apoyada en una mochila. No hacen ningún caso de esta lluvia atlántica que me resucita. El agua, cargada de ozono y de los olores del puerto, me empapa la ropa. Era tibia y se enfría al contacto con mi piel.
Me hubiese gustado que, al pasar yo, los amantes interrumpiesen su abrazo bajo los azulejos manchados por el chorretón herrumbroso de un desagüe agujereado. Pero nada de eso ocurre, el ojo derecho del chico, únicamente el ojo, se separa del rostro de la chica para entristecerse en dirección a mí. Un instante.
Un taxi me deja cerca de los muelles de Alcántara. Miro el puente colgante del Veinticinco de Abril, pero lo que veo son los claveles de la revolución colocados en la punta del cañón de los fusiles.
Veo los pétalos que un joven oficial escupe sobre el cuerpo desnudo de su novia. Veo labios hinchados por el deseo cogiendo la flor sujeta al acero caqui; unos dientes de lobo separan los pétalos de la flor y una boca de oblicua sonrisa los sopla y deja caer sobre la chica estirada. No hay secretos entre ellos, se miran sin rubor. La flor ha reemplazado la sangre enemiga. El oficial ha dejado su fusil contra la pared, está en plena erección. Un pétalo de clavel se ha posado en la entrada del sexo de la chica. El pene del oficial lo empuja hacia el interior; ella lo sabe; piensa que no es un fragmento de clavel, sino la sangre de un soldado virgen que el pene de su amante ha empujado a su interior, la sangre de un joven africano que ha salpicado la punta del cañón, justo donde estaba la flor. Piensa en la sangre del muchacho que recorre en su sexo el camino opuesto al de su sangre, y goza como nunca. Grita como Laura. Tiene la misma cara que Laura.
Subo la Rúa das Janelas Verdes. Entro en el museo de las Artes Antiguas. Es fresco y umbrío. Recorro las avenidas. Subo una escalinata. Permanezco largo rato ante un políptico del siglo XV, atribuido a Nuño Gongalvez, que representa a san Vicente de Fora venerado por militares, burgueses y personajes de la Iglesia.
Estoy a punto de irme cuando veo, a la derecha del políptico, en un hueco, otro cuadro de san Vicente. Está apoyado en un pilar negro, con las piernas cruzadas, la derecha algo adelantada y las manos a la espalda; tiene el pelo castaño rojizo, largo sobre las orejas y la nuca; una aureola veteada de oro lo corona.
San Vicente está desnudo, salvo un paño que le ciñe la cintura y le marca el sexo. El cuerpo seco y musculoso, abandonado, gira ligeramente sobre sí mismo. Los dos ojos no parecen mirar en la misma dirección. Tiene la boca entreabierta, el labio inferior carnoso y sensual.
Es la violencia y la ternura, el vicio y la pureza; como un gigoló en la acera de una capital.
Fuera todo ha cambiado. Ha dejado de llover. Me siento en un viejo banco de madera del parque del Nueve de Abril. El sol me da en el lado derecho de la cara. El puerto está ahí, a mis pies, más allá de los raíles del tranvía y de los del tren, que resigue la costa hacia Estoril; más allá está el Tajo, verde claro, salpicado de cabrillas; las grúas tapan casi por completo el Cristo Rey que se alza en la otra orilla; chimeneas, cascos de barcos. Dos jóvenes bajan la escalerilla del portalón de un pequeño carguero gris que arbola bandera panameña: el Sambrine; uno de ellos lleva una larga amarra enrollada en el hombro izquierdo que le golpea el torso desnudo al compás de su paso.
Tengo ante mí una barandilla de hierro forjado pintada de verde. Veo los muelles a través de las volutas de metal. Hace un tiempo maravilloso. Estoy vivo; el mundo no es sólo algo que está ahí, exterior a mí: participo de él. Se me ofrece. Probablemente moriré de sida, pero ya no se trata de mi vida: estoy en la vida.
Alquilo un coche y me dirijo al sur. Paso la noche cerca de Sagres, en la Fortaleza do Beliche. El hotel está en una ciudad fortificada, suspendida sobre el mar, a dos kilómetros del cabo San Vicente.
Telefoneo a Laura. El peluquero ya no vive con ella.
—No tienes más que pronunciar una palabra… Dime «Te quiero», y volveré contigo —me dice.
No sé querer.
Nos decimos obscenidades, pero, transportadas por los cables eléctricos que atraviesan Europa, llegan a nuestros oídos como alientos llenos de vida. Nos masturbamos y nos corremos juntos.
Al día siguiente, al caer la tarde, atravieso las barreras de cuerpos de turistas holandeses que se hablan a gritos y avanzo hacia el extremo de Europa: el faro del cabo San Vicente. Dicen que el cuerpo de algunos santos exhala tras su muerte un olor dulcísimo: el olor a santidad. Bajo hacia el lugar donde se encuentran el parapeto de las fortificaciones y la pared del edificio del faro: el punto más occidental al que es posible acceder. Pero, a medida que avanzo hacia ese punto, un olor cada vez más definido invade el aire. Un olor de orines que el fuerte viento no consigue disipar. Es el olor de las noches salvajes.