Parménides y las opiniones de los mortales
El punto en el que nos habíamos quedado es el siguiente: el poema de Parménides es el primer texto original del que disponemos en relación con la historia de los presocráticos. Y dicha historia es el tema de nuestra investigación.
Como se dijo al inicio, la gran tradición épica que parte de Homero y Hesíodo también tiene valor filosófico a pesar de su forma mítica y narrativa. No es casualidad que la filosofía eleata —y no sólo ella— emplee el hexámetro homérico para formular sus argumentaciones. Es evidente que puede existir una estrecha conexión entre visión épico‐religiosa y pensamiento conceptual. Hallamos la primera cesura en Platón, y la hallamos cuando postula, como rango distintivo de sus predecesores, que éstos narraron cuentos. (Lo hemos visto al estudiar el Teeteto y también el Sofista). A partir de aquí, el pensamiento se encamina por la senda de los logoi, de las argumentaciones y de la dialéctica. La filosofía platónica y aristotélica proponen un nuevo camino hacia la verdad.
De todos modos, hallamos ya aproximaciones a un aparato conceptual semejante en la obra de Parménides, aunque se encuentren en forma poética. Nos ha llegado una parte completa de su poema, unos sesenta versos, mientras que de la otra parte sólo nos han llegado algunos fragmentos. Esto se explica, entre otros motivos, por el influjo que ejercieron Platón y Aristóteles. Especialmente el que ejerció Platón, cuyo interés se orientó hacia la primera parte del poema, por lo que ésta ha tenido una importancia duradera. Por fortuna, su influencia no ha sido tan fuerte como para que se perdiera también el proemio del poema didáctico. Así pues, conservamos prácticamente íntegra la primera parte del poema.
Antes de abordar la interpretación de este texto, debo señalar que está escrito en el estilo de la tradición épica que parte de Homero. Por tanto, esto no es el libro de un maestro que quiera entablar polémica con otro maestro. Sin duda, una intención polémica no se pondría en estilo épico. Sin embargo, en las descripciones históricas de los presocráticos se suele dar por sentado que existió un debate crítico entre los defensores del devenir y los partidarios de la estabilidad. Sin duda, algo de esto es cierto, pero —a mi entender— no en la forma de una oposición polémica entre Heráclito y Parménides. Desde el historicismo y los trabajos filológicos del siglo XIX, el fragmento 6 (según la numeración de Diels/Kranz) se ha entendido siempre como testimonio de esta presunta polémica. El destinatario de la crítica parmenídea —se creía— sería Heráclito, porque había equiparado de manera contradictoria el ser con el no ser. Como ya he dicho, esta interpretación me parece insostenible, en tanto que se tenga en cuenta el estilo épico del texto. En este contexto, basta con tener en cuenta la circunstancia de que el presunto colega contra el que parece dirigirse la polémica de Parménides es designado con la expresión, empleada varias veces a lo largo del poema, de «doxai brotôn» («opiniones de los mortales»). La expresión brotoi («los mortales») no es una palabra adecuada para la polémica crítica con Heráclito. Suele utilizarse en la poesía épica como sinónimo de «los seres humanos», para apuntar así a la suerte común a todos nosotros, en contraste con los inmortales. Es evidente que ésta no es la forma en la que uno introduce un debate crítico con un gran pensador. Se ve con tanta mayor claridad que, cuando en el fragmento 6 se habla de las «doxai brotôn», se está haciendo referencia a los pareceres corrientes de las personas, y no a la doctrina del sabio de Éfeso. El historicismo, en su momento, dejó de lado el valor poético del texto parmenídeo. Es extraordinario que se haya podido llegar al extremo de que siempre —también en Diels— conste que «primero Heráclito, luego Parménides». En la realidad, ambos debieron de ser contemporáneos, y cuando alguien los presenta en la mencionada sucesión, suele hacerlo basándose en la suposición de que Parménides enfocó contra Heráclito su crítica.
Pero ahora empezaremos con el propio texto, que citaré de acuerdo con la edición de Diels/Kranz. Empezaré por el proemio. Indudablemente se escribió de acuerdo con el modelo del proemio de la Teogonía de Hesíodo. Al inicio de la Teogonía (22‐28), las Musas se aparecen a Hesíodo. Hesíodo está apacentando su rebaño al pie del Helicón. Éste es su mundo cotidiano. Entonces, las Musas le anuncian su misión como cantor de las cosas que fueron y de las que serán, de la gran familia de los dioses y de los héroes.
Debemos tener en cuenta que las Musas le dicen que pueden enseñarle muchas verdades, pero también alguna falsedad. Esta dualidad de lo verdadero y lo falso tiene una importancia extrema y, como luego veremos, es decisiva para la interpretación del poema parmenídeo. La misma duplicidad aparece, por lo demás, también en Platón; por ejemplo, cuando dice que incluso el atleta más veloz podría resultar derrotado en la competición. Se trata de una formulación irónica del entrelazamiento de verdad y error en el obrar espiritual, que halla apoyo, por ejemplo, en la Física y en el De anima de Aristóteles. También en los debates de la Edad Media acerca de la doctrina católica se formulaban objeciones y confutaciones, para llegar al fin, con el respondeo dicendum [3], al acuerdo y a la confirmación de la tesis. Este entrelazamiento de lo verdadero y lo falso aparece, además de en Hesíodo, en el poema de Parménides, sólo que en éste se expresa también en forma poética. En el marco de la cultura del siglo XIX, no se prestó prácticamente ninguna atención al valor poético del poema de Parménides, a la vez que se sobrestimaba su aspecto mítico-religioso —desde Karl Jöel, quizá bajo el influjo del interés por el orfismo que se estaba poniendo de manifiesto entre Nietzsche y sus contemporáneos. Pero no es exacto que la forma en que se anuncio la nueva concepción de la inmovilidad e inmutabilidad del ser esté ligada a la religión. Más bien se trata de una típica argumentación lógica: el ser no puede ser el no ser. Por lo demás, algo parecido se oculta en la reacción, ya comentada, de un rapsoda como Jenófanes ante las nuevas teorías de la naturaleza. Al presuponerse un universo que halla el equilibrio en sí mismo, por ejemplo: que se sostiene sobre el agua o que está ordenado de acuerdo con una periodicidad regular, se plantea el siguiente problema: ¿cómo se puede describir dicho universo? O, mejor, ¿cómo es posible pensarlo, sin plantearse al mismo tiempo la pregunta de cómo se formó y qué había antes? Éste es un problema que hasta el día de hoy ha ocupado al pensamiento humano.
Pero volvamos al texto. Sabido es que el proemio describe el viaje del poeta en un carro. Las hijas del Sol acompañan y guían al narrador por su camino. Finalmente, llegan a una puerta, y las muchachas se quitan el velo de la cabeza. Es un símbolo de la luz de la verdad en la que están entrando. Allí se yergue una puerta, una gran puerta, descrita hasta el último detalle. Esta descripción pormenorizada (a la que Hermann Diels dedicó un extenso comentario) se corresponde una vez más con la refinada técnica literaria por la que se destaca el texto. Pero la interpretación de los detalles es discutida. Según Karsten, que ha publicado una edición de Parménides, en el poema se describe el viaje, luego la partida y finalmente la llegada. Esta construcción me parece demasiado artificial. La partida no aparece propiamente. El poema narra la llegada del carro ante la puerta, abierta por Dike, quien, felizmente, se deja persuadir por las hijas del Sol. La entrada se describe con la magnífica plasticidad que caracteriza a toda esta parte del proemio. Uno piensa, por ejemplo, en las ruedas del carro, que giran velozmente y chirrían. Son imágenes rápidas y transiciones veloces, que evocan la brusquedad e inmediatez de la inspiración. Que en ellas se refleja la inspiración, se confirma también en que la diosa, tras la salutación, le anuncia al poeta que le quiere enseñar muchas cosas. Con todo, es muy significativo que aquí se empleen los verbos en forma iterativa, esto es, en una forma que no se corresponde con la idea de inspiración ni con una revelación repentina, sino que más bien parece apuntar a algo que se repite, que hace pensar en cavilaciones y contemplación reflexiva. Lo mismo se expresa mediante la repetición. En tanto que las dos hijas del Sol obligan «cada vez» (es decir, no una sola vez) al poeta a abandonar la noche y penetrar en el reino de la luz, debemos concluir que el proemio contiene un doble significado metafórico. No sólo debemos entenderlo en el sentido de la inspiración, sino también en el de preparación para un largo camino, el hodos polyphêmos de los primeros versos, en el que el viajero ha vivido ya algunas experiencias. En todo caso, el poeta trata de sugerir con extremo refinamiento cuáles han sido las experiencias de un investigador, de un conocedor de muchas cosas, quien, a pesar de todo, al fin necesita una especie de iniciación por parte de una diosa.
Otro problema muy discutido es el que concierne a la identidad de la diosa. Es el mismo problema que se plantea respecto al nombre de la diosa invocada en el proemio de la Ilíada. Yo, por mi parte, creo saber quién es la diosa que habla con el pensador. Se trata de Mnemosina, la diosa de la mneme. El saber reposa sobre el poder unificador y la solidez de la memoria. El saber es una provisión de las experiencias que se acumulan sin cesar y despiertan la pregunta por el sentido de todas las cosas. En cierto modo, sabemos ya mediante las experiencias, y sin embargo querríamos saber qué es lo que las dota de sentido. Así, por ejemplo, llegamos al verdadero conocimiento de la teoría del universo propuesta por los pensadores milesios tan pronto como la ponemos en relación con el problema que en ella se plantea, y dicho problema es la pregunta sobre el cómo pensar la unidad del propio universo. Este problema del recuerdo se halla, por supuesto, en el trasfondo de los versos de Parménides, y no figura en forma conceptual, sino sólo como imagen poética de la diosa que revela la verdad. Ahora hablaremos de lo que la diosa dice querer enseñar. Recibe amistosamente al visitante; le estrecha la mano a modo de recepción y con ello expresa saludo y familiaridad. Hace que también nosotros nos sintamos a gusto dentro de la cultura griega del siglo VI. «La instrucción divina debe abarcarlo todo» (chreô de se panta puthesthai), «no sólo la verdad redonda, su corazón inquebrantable» (êmen alêtheiês eukukleos atremes êtor), sino también «los puntos de vista de los mortales» (brotôn doxas).
Hay que tener ya en cuenta que en la formulación «corazón de la verdad» se emplea el singular, mientras que, en su opuesto, se utiliza el plural: «Las opiniones de los mortales». Es un hecho notable el que la interpretación de la filosofía eleata se haya desarrollado como si el propio Parménides hubiera opuesto la verdad y la doxa. En realidad, Parménides no habla apenas de la doxa, sino de las doxai, lo cual me parece muy natural. La verdad es única, mientras que las opiniones de los hombres son variadas. Seguramente, Platón fue el primero en emplear el concepto de doxa para marcar la diferencia entre las opiniones y la verdad única.
Así se pone de manifiesto que la diosa quiere enseñar la verdad, pero también las opiniones de los mortales que no contienen la verdad. Con todo, el mensaje se complica aún más en los dos versos siguientes, que, no por casualidad, han llamado especialmente la atención de los intérpretes: hay que recibir las opiniones tal y como éstas se presentan en su aparente plausibilidad e irrefutabilidad. (Es una lástima que el valor poético de los versos se pierda en la traducción. El texto griego encierra una sucesión de sonidos sugestiva, como una cascada de sonidos: all’ empês kai tauta mathêseai, hôs ta dokounta chrên dokimôs einai dia pantos panta perônta. Εl planteamiento del problema no atañe tan sólo a la verdad, sino también a la multiplicidad de las opiniones. Aristóteles (quien, no debemos olvidarlo, conoció el poema didáctico completo) lo confirma de manera indirecta cuando dice que, si bien Parménides rechaza el movimiento y el devenir, porque quiere postular la identidad del ser, cede luego ante la presión de la verdad experimentada y describe el universo en su multiplicidad y su devenir. Algún intérprete contemporáneo obra con la misma ingenuidad: primero, Parménides combate el movimiento y afirma meramente el ser, pero luego admite, forzado por la experiencia, que algunas cosas se mueven. A mí esto me parece absurdo, igual que el intento emprendido por algunos otros autores de solucionar el problema suponiendo una lectura diversa en el texto en la que desaparecería la aparente contradicción.
En realidad, nos hallamos ante un problema especulativo proveniente de la inseparabilidad de la verdad del pensamiento lógico respecto de la experiencia y de su verosimilitud; de un estado de cosas que concierne a la naturaleza humana y que, incluso, le otorga cierta superioridad cuando la ayuda divina la hace sabia. El desarrollo del ser humano no está fijado y no depende completamente de las condiciones naturales a las que está sujeto. El ser humano posee la capacidad del pensamiento de elevarse por encima de dichas condiciones y tomar en consideración una variedad de posibilidades. Ése es el enigma de la apertura a lo posible que le ha sido dada al ser humano: que el mortal no puede conocer sin más la verdad única, sino sólo encontrar algo posible. A mí me parece que en los versos parmenídeos se encuentra la fundamentación de esta temática, cuando la diosa formula por su boca la inseparabilidad de la verdad única y de la multiplicidad de opiniones.
Pasemos ahora a examinar el desarrollo del tema anunciado en el proemio. Este desarrollo consta de una primera parte, acerca de la verdad, y una segunda, acerca de las opiniones. Ante todo, querría detenerme en el paso de la primera a la segunda parte. Puesto que en este pasaje aparecen con gran claridad la relación recíproca entre ambos aspectos y la articulación del todo. Los versos 50‐52 del fragmento 8 dicen: «En este punto, llevo a su conclusión la argumentación probatoria y la verdad del pensamiento. Pero ahora debes entender también las opiniones de los mortales (doxas d’ apo toude broteias), quienes se explican con palabras cómo el todo constituye un cosmos, un orden, pero que también pueden engañar, pueden no ser verdaderas, sino tan sólo plausibles». Es evidente que la formulación «doxas… broteias» se corresponde con la expresión «doxai brotôn» utilizada en el proemio. Se trata de una repetición consciente; ésta es, por lo demás, una de las técnicas que se emplean a menudo en la literatura griega, como marcador de que ha terminado el discurrir de un pensamiento. En tal caso, nosotros hablaríamos del inicio de un nuevo capítulo. Así, dicho nuevo capítulo trata, entre las opiniones y puntos de vista referentes al universo, aquello que resulta convincente y sin embargo no representa la verdad plena. La interpretación de los primeros versos (53 y sigs.) es muy difícil. Numerosos especialistas los han estudiado y han contribuido a aclarar los hechos mediante sus aportaciones. Antes de entrar en las dificultades con la ayuda del análisis textual, querría adelantar mi manera dé comprender estos versos: los seres humanos se han decidido por dos formas de entes y les han puesto dos nombres distintos. Con ello, han incurrido en un error fundamental, a saber: separar las dos formas de ente, en vez de quedarse en un único ser.
Claramente, esto representa una polémica acerca del devenir del mundo que aparece en la filosofía de los milesios. Debemos repetirlo: en esta cuestión, hay que tener en cuenta la única máxima de los milesios que ha llegado hasta nosotros, a saber: el fragmento de Anaximandro en el que se dice que los entes pagan la pena «unos a otros» (allêlois). Recordémoslo: a partir de esta expresión, «unos a otros», hemos visto que el proceso del devenir, tal y como lo entiende Anaximandro, no tiene nada que ver con aquella injusticia del separarse del todo divino ni con el regresar a dicho todo, al «nirvana», de que hablaban Schopenhauer, Nietzsche y otros intérpretes del siglo XIX. Por aquella época se empleaba un texto en el que faltaba la decisiva expresión «unos a otros». Anaximandro se refiere, en realidad, al orden del universo, en el que ninguna instancia individual se hace con el dominio definitivo y absoluto, sino que siempre halla su igual en otra instancia individual, como, por ejemplo, el verano sigue al invierno para restaurar el equilibrio. Volvemos a encontrar este tema en los versos que estamos examinando, Parménides y como por lo demás había proclamado ya la diosa al decir que también quería enseñar lo que, en relación con la naturaleza, aparece como plausible. Por ello, nos hemos propuesto la tarea, no sólo de descubrir los temas propios de los jonios tratados en Parménides, sino de apercibirnos de que estos temas ya conocidos aparecen aquí en una forma intelectualmente más consciente y articulada.
Examinemos ahora el texto. El verso 53 dice: morphas gar katethento duo gnômas onomazein, «los mortales se han decidido por dar nombre a dos formas distintas de ente». En el verso 54 sigue diciendo: tôn mian ou chreôn estin, y ésa es la formulación que plantea las mayores dificultades interpretativas a los lectores de este pasaje. Según la interpretación convencional, este texto está afirmando que una de las dos formas o denominaciones de la realidad no es correcta. Pero se incurre así en un falseamiento del uso lingüístico griego. Porque, cuando en griego se dice «uno de los dos», es decir, cuando se quiere hablar de una cosa en relación con otra cosa, no se utiliza la palabra mia, sino hetera. Por lo tanto, aquel «una» no es «una de las dos», sino la unidad que constituye la verdadera unidad de la cosa tras la duplicidad. De hecho, la primera palabra del verso siguiente es tantia, una forma poética de ta enantia, con la que se designa lo que está opuesto a otra cosa, y es eso lo que evidentemente se hallaba en los fundamentos del pensamiento jónico, a saber: que los opuestos (enantia) luchan unos con otros y se desplazan unos a otros, y que, con ello, tiene lugar un proceso inacabable en el que siempre se restablece el equilibrio. Eso es el apeiron. Así, las dos formas separadas de las que habla el texto remiten a una teoría de los opuestos, los cuales siempre alcanzan el equilibrio, sea entre calor y frío o entre luz y oscuridad. El primer paso del nuevo «capítulo» se basa obviamente en el conocimiento de que todo esto cuadra con las concepciones de los jonios, mientras que, en el segundo, se indica que en una tal reciprocidad de los opuestos se evita el no pensamiento de la nada. Así pues, no se produce el devenir ni el perecer. Cuando la luz y la oscuridad se relevan una a otra… ¿son lo separado? Y el ser de las cosas, ¿no queda intacto así?
El mismo texto lo confirma: dice a continuación que los seres humanos han distinguido los opuestos mediante signos separados unos con respecto a otros (sêmata). El texto dice chôris ap’ allêlôn, y nos encontramos una vez más con la palabra «unos a otros» (allêlôi), que conocemos ya por la sentencia de Anaximandro. Ahora estamos en situación de comprender el significado de la palabra; obviamente, debe dar a entender que los opuestos se hallan en relación de reciprocidad unos con otros, y que, en dicha medida, no están separados unos de otros. ¿Y qué tipo de oposiciones se halla en el texto? En la filosofía de los milesios se habla de calor y frío, humedad y sequedad, y otras cosas semejantes. Aquí, en cambio, en el verso 56, encontramos, por una parte, tê men phlogos aitherion pur, «el fuego sobremanera ligero y etéreo, totalmente idéntico y homogéneo consigo mismo, pero no idéntico con lo otro, con lo que se le contrapone»: tô d’ heterô mê tauton. Puesto que al otro lado se halla la noche, la oscuridad, la tiniebla densa y opresiva. Nótese cómo esta descripción supera la visión de los milesios. Aquí se habla de una única oposición, que no es en absoluto «ser», sino lo que se muestra, trátese de luz u oscuridad. Se pone de relieve la excelencia de la luz, que es descrita con rasgos positivos y, por ello, se destaca sobre la noche. La noche se caracteriza por medio de propiedades negativas. Pero ¿qué significan aquí «positivo» y «negativo»? A mi entender, la respuesta está clara: dichos atributos no son positivos o negativos como realidades, sino en relación con el conocimiento. La luz es positiva para el mostrarse del ser, mientras que la noche actúa negativamente sobre la visión. Uno podría formarse la impresión de que estas oposiciones se comprenden por sí mismas, pero quiero pensar que ha quedado claro el principio que las inspira, a saber: que para comprender algo correctamente, hay que entender todas sus implicaciones. El principio de una hermenéutica eficaz es siempre el de interpretar el texto de tal manera que lo que está implícito en él se haga explícito: así, por ejemplo, cuando me uno a mis estudiantes o a algunos colegas en la tarea de interpretar un pasaje de la Lógica de Hegel, el resultado del largo debate es una continuación del texto hegeliano. Lo mismo ocurre en la interpretación de Parménides, siempre y cuando nuestro trabajo siga el camino correcto.
El resultado al que hemos llegado con la interpretación de estos versos acaba en lo siguiente: lo primero que se encuentra en los versos mencionados es una visión del universo según la cual está constituido por opuestos interrelacionados e inseparables. En segundo lugar, que esta concepción es superior en lo conceptual a aquélla de los jonios, porque evita el pensamiento de la nada. En tercer lugar, la imagen de la luz y la oscuridad, que resume esta concepción, remite al mostrarse del ser y a su cognoscibilidad. Este último punto puede quedar más claro si se toman en consideración los pasajes del poema didáctico (como por ejemplo el fragmento 6, verso 1, o el fragmento 3) en los que se equipara al ser con el noein. Solemos traducir la palabra noein por «pensamiento», pero no debemos olvidar que el significado primario de esta palabra no es el de «sumergirse en uno mismo», no es la reflexión, sino, al contrario, la pura apertura a todo. Lo primero en el nous no es que uno se pregunte por lo que en cada caso está viendo, sino la constatación de que hay algo. La etimología de la palabra nos conduce tal vez a la sensibilidad del animal, que mediante su olfato, y sin necesidad de una percepción precisa, percibe la presencia de algo. Hay que entender de esta manera la relación entre «pensar» y ser en Parménides, y también el porqué de que en el fragmento 8 que ahora estamos examinando se mencione con especial énfasis al noein al lado de los restantes rasgos del ser. Parece que el texto quiera decir que éste es el ser del propio ser: mostrarse de tal manera que, en su existencia, aparezca inmediatamente como la luz del día.
Querría plantear una nueva pregunta en relación con la imagen parmenídea del fuego suave —amistoso y benevolente—, etéreo y homogéneo consigo mismo. Hemos interpretado este fuego como la luz en la que se hace visible el mostrarse del ser. Sin embargo, debemos ponerlo en relación con la cosmología antigua La concepción antigua según la cual los astros son fuegos obligaba a reducir el fuego a un ser estable, sin ninguna realidad destructora ni que se consuma a sí misma. Y, de hecho, se atribuye a Anaximandro la afirmación de que existen orificios en el firmamento por los que el fuego de las estrellas brilla y resplandece. De las narraciones doxográficas se desprende que, en Anaximandro, el fuego, como elemento, tiene que eliminar de sí todo lo destructivo. Lo contrario de destructor es êpion, y el texto utiliza ciertamente esta expresión (fragmento 8, verso 57), en un pasaje en el que significa apacibilidad, suavidad, afabilidad. También en el Timeo (31 b‐33) se echa de ver hasta qué punto el fuego era un problema. En la estructuración de aquel poderoso organismo vivo que el universo constituye, existe entre el fuego y los demás elementos una relación difícil. Lo mismo se encuentra en la filosofía estoica, según la cual existe un fuego que no destruye, sino que ilumina y vivifica Así, como ya hemos visto, se puede suponer, en el trasfondo de las ideas cosmológicas de Anaximandro, el fuego como elemento no destructor, sino estable y homogéneo, que emite luz y hace visibles las cosas, aunque sea con la ayuda de orificios. Se podrían aducir otros ejemplos para mostrar que algunos motivos de las teorías meteorológicas y astronómicas de los jonios se reflejan en Parménides. Pero lo que nos importa ahora es entender lo que ocurre en ese reflejarse. Hay que comprender que el fuego deviene en luz y en la homogeneidad e identidad de la luz consigo misma. Con ello se sugiere la identidad del ser. Entonces, tiene lugar una abierta aproximación a las opiniones plausibles de los mortales.
Mediante el análisis de los últimos versos del fragmento 8 llegamos así a la conclusión de que éstos marcan la transición desde una primera parte, dedicada a la exposición de la verdad (los cincuenta versos iniciales de este fragmento 8) hasta una segunda que se ocupa de la exposición de las opiniones que los mortales defienden en relación con el universo. Esta segunda parte no nos ha llegado en buen estado como la primera, pero sin duda también debía de contener una exposición larga y bien estructurada, la cual, aunque se presentara como opinión de los mortales, formaría parte, como tal, del conocimiento. Esto no es sólo una suposición vaga, sino que goza de una amplia tradición. Halla confirmación en el fragmento 16, que consta tan sólo de cuatro versos, pero indudablemente auténtico, citados por Aristóteles (Metafísica III 5, 1009b 21). El texto dice: hôs gar hekastot echei krasin melôn polukamptôn —«del modo en que se constituye la relación entre los miembros del organismo»— tôs noos anthrôpoisi paristatai —«así se halla el nous en el ser humano»—. (Expresado de otra manera: el pensamiento como conciencia de algo, como percepción intelectual, se halla en relación con la constitución del organismo; uno existe desde el momento en que el otro está presente; piénsese a este respecto en la medicina y la biología de aquellos siglos). To gar auto estin hoper phroneei meleôn physis anthrôpoisin kai pasin kai panti —«lo que piensa siempre es lo mismo: la constitución del organismo en todos y en cada uno»—; to gar pleon esti noêma —«lo percibido es siempre lo que prevalece», como la luz que todo lo inunda.
Este texto, en cuya interpretación se han derramado verdaderos ríos de tinta, tiene que ponerse en relación con la medicina y las ciencias naturales de su época, en las que ya se encuentra la idea de que la percepción depende de la mezcla de los elementos en el organismo humano. Me parece que esta idea no es nueva propiamente. Pero si tenemos en cuenta la intención, ya debatida, de esta parte del poema didáctico —la intención propia de unas ideas comúnmente aceptadas—, se hace evidente cuál es la verdadera tarea de interpretación. Se trata, en efecto, de comprender en qué sentido, en qué puntos y en qué aspectos esta concepción es superior a la jónica.
En primer lugar, querríamos subrayar que en la poesía épica aparece ya una explicación mitológica, según la cual la aparición del pensamiento en el hombre debe remitirse a un poder divino. En los jonios, así como en Parménides, quien, a su manera, está relacionado con los jonios, este tema aparece bajo una nueva luz: la percepción y el pensamiento no surgen por la actuación de una potencia divina, sino por la mezcla de los humores del organismo. Ésta es una idea que, como ya hemos visto, hay que poner en relación con el equilibrio del organismo formulado por la medicina en aquel entonces. De acuerdo con esta concepción, la percepción del calor o del frío depende de alteraciones del equilibrio dado en el organismo, como, por ejemplo, en la fiebre, en la que se evidencia que el calor y el frío en sí no son dos esencias separadas. Recordemos, por lo que respecta a este tema, la cita de Parménides ya estudiada en la que se dice que los seres humanos establecen formas de realidad separadas y opuestas y las llaman con nombres distintos (aquí se podría poner como ejemplo «calor» y «frío»), mientras que el verdadero ente constituye su unidad. Por esta razón, su separación en potencias autosuficientes es un error, puesto que, en realidad, el noein pone su unidad. Si lo entendemos así, también queda clara la relación entre el conocimiento y la luz: en el pensamiento consciente, cuando las cosas se vuelven visibles e identificables, es como si hubiera luz. La ausencia de este estado de apercibimiento se plantea como una oscuridad en la que nada es. Así, gradualmente se aclara por qué esta concepción del noein representa un paso adelante en el camino hacia la verdad. La unidad y la mismidad del noein conducen hacia la mismidad, homogeneidad y, al fin, hacia la identidad del ser. Si queremos comprender todo esto, no podemos quedarnos, por supuesto, en la oposición entre la relatividad de las percepciones sensoriales y el carácter absoluto del «pensamiento». En cierto sentido, la percepción sensorial es ya percepción consciente. Por ese motivo, también está comprendida en el noein. Siempre estamos inclinados a ver las cosas en el conocimiento y reconocimiento de su identidad. Gracias a las investigaciones de la psicología moderna, sabemos en qué medida la tendencia a lo idéntico es inherente a todos los aspectos de la percepción sensorial. Es algo que hemos encontrado en el poema didáctico de Parménides: la estabilidad del ser, que se anuncia en la relatividad de la percepción.