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El pensamiento jónico en la Física de Aristóteles

El aparato conceptual aristotélico se prepara de manera visible en Platón. Al inicio del Filebo, Sócrates dice —y se trata de un Sócrates muy maduro— que existen cuatro géneros: el primero es lo ilimitado, el segundo es el límite, el tercero es lo limitado y el cuarto es el espíritu que hace la limitación. Esto enlaza con la tradición pitagórica, a saber: con la relación que existe entre el apeiron (lo indeterminado, lo ilimitado) y el peras (el límite). Así, el número es lo que acaba con la ilimitación y, con ello, establece la esencia de las cosas mediante el conocimiento del número. Pero, para los pitagóricos, el número por sí mismo es el ser. Platón distingue en la cosa misma algo tercero, real, que constituye el tercer género. Sobre todo, Platón habla de una cuarta causa: el espíritu que establece la limitación. Con estos dos, hemos dejado atrás la tradición pitagórica. Justamente porque se distancia aún más de esta tradición, Platón le adjudica al nous, a lo espiritual, su verdadera esencia, que produce la síntesis entre lo ilimitado y el límite.

A mi entender, la diferencia entre el punto de vista de Platón y la posición de Aristóteles está muy clara: Aristóteles divisa el sustrato del cambio en la hyle, Platón lo halla en lo indeterminado, en el más y el menos (mallon kai hêtton), o también en lo grande y lo pequeño (mega kai mikron), y, por lo tanto, en un sustrato entendido de manera matemática o, si se quiere, idealista, que aún deviene en algo mediante el número. Por supuesto que Platón es consciente de que el problema radica en explicar la transición desde lo indeterminado hasta la determinación de las cosas naturales, esto es, la physis. Por ello distingue como género propio el nous, el espíritu que realiza la determinación al unir lo indeterminado con el límite. Éste es el cuarto factor, necesario para superar el esquema exclusivamente numérico de los pitagóricos.

Con todo, el demiurgo no es, a ojos de Aristóteles, nada más que una metáfora irrelevante, una imagen poética de Platón, que apunta a un espíritu que gobierna la realidad. Pero falta el concepto. Así que hay que preguntarse cómo se realiza el ser concreto y determinado en la naturaleza. Éste es el problema del origen de la haplêi genesis. Con él se plantea la cuestión por la posibilidad del devenir, puesto que todo devenir presupone algo que antes no estaba. Si hay que explicar el devenir sin referencia a un artesano mítico, se plantea la pregunta de si es legítimo pensar sin la impensable nada. Aristóteles responde que la nada no se puede dar.

Este punto es interesante. Aristóteles tiene en cuenta, sin duda, la argumentación eleata, que rechaza todo recurso a la nada (mê on), al mismo tiempo que introduce algunos conceptos más apropiados para el ente natural que tiene el movimiento como rasgo distintivo. Aristóteles se sirve para ello del término para «robo» (sterêsis), privación. Esto significa que, por ejemplo, la transición de lo frío a lo caliente se puede explicar si entendemos el frío como ausencia de calor, y no como algo sobre lo que podría actuar una instancia exterior, tal como un artesano que toma la materia y le da una nueva forma. El concepto de sterêsis es la solución aristotélica del problema de la genesis. Como es sabido, con este concepto entran en juego los conceptos de dynamis y energeia, los conceptos de ser potencial y actual. Estos conceptos no se encuentran tan sólo en la Metafísica, sino también en los capítulos 6 y 8 de la Física y en los escritos tempranos. Con ellos, Aristóteles encuentra una posibilidad de resolver la contradicción propia del concepto del movimiento y, así, aproximarse al problema dialéctico de la unidad de reposo y movimiento, que ya habíamos visto en el Sofista. La dynamis abre una nueva perspectiva ontológica ya desde Platón: un concepto del ente que no comprende a éste como algo presente —como dato estático e inmóvil—, sino como algo que es movimiento y conduce al movimiento. En el par conceptual aristotélico de dynamis y entelecheia, ser y movimiento no se oponen ya entre sí.

Todo esto significa que Aristóteles, en busca de una explicación para lo concreto y lo contingente, adopta puntos de vista que constituyen una oposición consciente a la perspectiva pitagórica y sus excrecencias míticas, y por lo tanto se oponen al artesano divino de Platón. Esta visión de la physis en Aristóteles prefigura su doxografía. Explica el absurdo de la tradición por la que Tales, Anaximandro y Anaxímenes están alineados en una sucesión tan ilógica En el propio Aristóteles, no se encuentra una sucesión semejante entre ellos. Según dice el propio Aristóteles, la teoría de Anaximandro sólo se puede clasificar entre las que toman por base la separación de lo mezclado. Dado que el grupo de conceptos «separación/mezclado» no es el mismo que «condensación/rarefacción», se puede inferir que, según el Aristóteles de la Física, Anaximandro no se puede agrupar en la misma clase que Anaxímenes. También es evidente que Aristóteles, en la Metafísica, actúa de manera muy sumaria al agrupar a los tres milesios de acuerdo con el concepto fundamental de causa material y, muy especialmente, desfigura la posición de Anaximandro. Por ello, es necesario que nos preguntemos qué era lo que Aristóteles pensaba exactamente acerca de los jonios.

Por lo que respecta a Tales, ya he expuesto que la causa material no era su verdadero problema. Según Aristóteles, y tal y como nos confirma el Fedón, el problema de Tales consistía en que el todo reposa sobre el agua como un leño que siempre vuelve a salir a la superficie cuando tratamos de sumergirlo. Nosotros designamos a este todo con una expresión sumamente refinada, la cual designa algo que es unitario y está orientado a la unidad: «universo». Ésta es, sin duda alguna, la única noticia acerca de Tales que verdaderamente conoció Aristóteles, lo cual también se confirma por el hecho de que la concepción atribuida a Tales de que el agua es el elemento primigenio porque nutre a las formas vivas aparece citada en el texto expresamente como suposición. De hecho, esta concepción parece más bien la del siglo III, que la toma de Diógenes de Apolonia. En verdad, las propias fuentes aristotélicas dan testimonio de uno solo de los temas de Tales, a saber: la cuestión acerca de cómo el universo reposa sobre el agua.

¿Y qué hay de Anaximandro? Trataremos en primer lugar su famosa máxima inicial, a la que, como es sabido, Heidegger dedicó un estudio de extremada profundidad, y que también ha sido analizada con gran cuidado y resultados muy interesantes por la filología clásica. Nos referimos a este famoso pasaje que cita Simplicio: archên eirêche tôn ontôn to apeiron (Física 24, 13). Aquí, por supuesto, la palabra archê; no significa nada más que «inicio» en sentido temporal. Incurriríamos en un anacronismo al tratar de comprender a Anaximandro como si éste hubiera querido expresar el significado metafísico de «principio» a partir del que se deduce algo. El significado está claro, si se lee apeiron. Lo ilimitado se halla en el inicio del todo. Querría recordar que Werner Jaeger comenta el capítulo de la infinitud de la Física aristotélica en una excelente nota de su Theologie der frühen griechischen Denker. En ella se propone el camino correcto que yo mismo estoy siguiendo al partir de los conceptos aristotélicos de la Física.

El texto prosigue así: ex hôn de hê genesis esti ousi, kai tên phthoran eis tauta ginesthai kata to chreôn. También esta formulación es conocida: «Allí donde los entes tienen su origen, su llegar a ser, allí mismo se encuentra también su perecer». Phthora es una expresión muy significativa, que también podría traducir por «disolución». Siempre concedo gran importancia a estas cuestiones del significado léxico, puesto que en ellas tenemos la vida de la filosofía: hablamos con la ayuda de palabras, y las palabras, para que se entiendan como expresión del pensamiento, se deben comprender con su significado originario y en su contexto correspondiente. Se nos dice aquí que la disolución tiene lugar siempre según la necesidad: didonai gar auta dikên kai tisin allêlois tês adikias kata tên tou chronou taxin. Me acuerdo una vez más de la interpretación de esta célebre máxima, procedente de Schopenhauer y fundamentada en los Upanishads, que Nietzsche expone en su tratado acerca de la Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen (La filosofía en la era trágica de los griegos). Por aquel entonces, se entendía esto: los entes sufren el castigo por la culpa en la que incurrieron cuando se separaron del todo y devinieron en individuos. Esta interpretación no se sostiene, porque, entretanto, la expresión «unos a otros» (allêlois) se ha incorporado al texto de la mano de Simplicio. Significa que los entes sufren el castigo y pagan la pena unos a otros.

No es de extrañar que esta interpretación más antigua se basara en un texto del que faltaba la expresión «unos a otros». Sabemos con seguridad —sobre todo desde que se restituyó el texto completo— que el sentido del pasaje transmitido por Simplicio es muy otro y que no tiene nada que ver con el «budismo» subyacente a la filosofía de Schopenhauer. En tanto que no borremos la expresión «unos a otros» y le prestemos la atención debida, nos daremos cuenta de que se está haciendo referencia a las oposiciones (enantia), esto es, a los opuestos y su recíproca trabazón. Así pues, la formulación de Anaximandro no trata sino del equilibrio, la perpetua compensación que se da en el universo, y de que todo predominio de una tendencia acaba siendo suplantado siempre por la tendencia opuesta. La máxima de Anaximandro está formulada con la clara intención de expresar el equilibrio entre los fenómenos. Hecha esta corrección, el estudio de Heidegger se puede leer igualmente con provecho.

Digamos algo más acerca de este texto: se ha propuesto la tesis de que las palabras kata tên tou chronou taxin («conforme al orden del tiempo») son un añadido interpretativo de Simplicio. Dicha tesis, postulada por Dirlmeier, me parece acertada, y por ello no me convence la suposición de Jaeger de que Anaximandro ha tomado prestada de la polis jónica y su ordenación la imagen del tiempo como un juez que se sienta solemnemente en su sitial y decide el castigo. Nada de eso aparece en Anaximandro. Se trata de una mera interpretación añadida, en todo caso proveniente de alguien cuya interpretación merece la pena tener en cuenta. Este intérprete sabe que en el origen de la cosmogonía de Anaximandro se encuentra el mito de la eclosión del huevo cósmico. Esto confirma también la opinión aristotélica de que la concepción de Anaximandro no se basa en la idea de condensación/rarefacción expresada por Tales y Anaxímenes, sino en la separación de lo mezclado.

Parece claro que podemos considerar a Tales y Anaxímenes como parecidos entre sí. El agua y el aire están ciertamente sujetos a las variaciones de densidad y agregación. Pero es totalmente absurdo que Anaximandro deba tener un lugar entre el agua y el aire, y además de tal manera que Anaxímenes aparezca como una regresión a partir de Anaximandro. Se puede objetar que Anaxímenes figuraba incluso como jefe de escuela. Aristóteles habla de hoi peri Anaximenên. Es Anaxímenes quien aparece como representante de los pensadores milesios. Por todo ello, queda excluido que Anaxímenes no fuera capaz de aprehender la profundidad del concepto de indeterminación, del apeiron, acuñado por Anaximandro. En realidad, todo el embrollo procede de la mala comprensión de la palabra apeiron, que aquí no puede significar la sustancia indeterminada. Estoy convencido de que eso es lo mismo que discernió el intérprete que añadió las palabras kata tên tou chronou taxin. Debió de advertir, al igual que Anaximandro, que un movimiento periódico prosigue sin límite ni final.

El apeiron es, en realidad, aquello que, al girar siempre sobre sí mismo como un anillo, no tiene inicio ni final. Ésa es la maravilla del ser: el movimiento que se regula a sí mismo continuamente y prosigue hacia el infinito. Ése es, a lo que parece, el verdadero inicio de los entes. Heidegger observó justamente este punto decisivo, a saber: la idea de que la temporalidad es el rasgo distintivo del ente. Pero ¿se puede hacer concordar esta concepción de la periodicidad del ser con el término apeiron? Este problema se soluciona desde el momento en que tomamos las palabras iniciales —archên tôn ontôn to apeiron— como una formulación de en cierto sentido paradójica, que indudablemente no se debe tomar al pie de la letra. Sin embargo, esto último es lo que ha hecho la doxografía, que, al entender que el archê; tenía que ser algo finito o infinito, ha dado por obvio que el apeiron de Anaximandro tiene que entenderse como sustancia infinita. Querría decir, con una formulación esquemática y algo provocativa, que el inicio, para los entes, consiste en no tener inicio alguno, puesto que el ente se mantiene en su perpetua periodicidad.

Sabemos, por supuesto, que esta conclusión no está presente en Anaximandro. Pero la concepción según la cual el universo es una rotación equilibrada nos obliga a plantearnos la pregunta sobre lo que propiamente precedió a este perpetuo equilibrio de las cosas. Hay una respuesta. Se encuentra en el nuevo mito cosmogónico que ahora se explica. Es el mito de la eclosión del huevo cósmico. Recientes investigaciones han demostrado que procede de mitos cosmogónicos orientales, especialmente mitos hititas y sumerios. Como es sabido, también se ha producido un debate acerca de las características de esta cosmogonía: ¿Anaximandro propone una cosmogonía que se está repitiendo siempre periódicamente, de tal modo que una multiplicidad de universos nacería a partir de sus respectivos huevos cósmicos? Ciertamente se afirma la multiplicidad de universos. Pero entonces nos encontraríamos con que hemos atribuido a Anaximandro ideas de Empédocles y también de Demócrito. En el siglo de éstos si es posible realizar un proceso de abstracción a partir de la percepción sensible que permita llegar a la suposición de que la periodicidad consiste en repetidas formaciones de un cosmos, de un nuevo orden producido por la eclosión, la determinación y la estructuración de todas las cosas, al que sigue, en cada caso, un proceso de disolución y una nueva eclosión. Una interpretación de este tipo no casa con la explicación de los testimonios acerca de Anaximandro que otros autores y yo mismo sostenemos.

Así pues, la consideración acerca de la compensación recíproca entre los diversos entes tiene que realizarse en un universo único. Una vez probado que el lenguaje empleado por Anaximandro no implica ninguna religiosidad mística de tipo la filosofía budista que pudiera concebir la individuación como una culpa que haya que redimir por medio del castigo (véase pág. 101 y sig.), Werner Jaeger ha mostrado más concretamente que el lenguaje de Anaximandro es el de la ciudad estado, el lenguaje del derecho que reinaba en la ciudad, y que, en el trasfondo de lo que aquí se dice, se encuentra el equilibrio social y político de la ciudad. Aunque, como ya he dicho, yo no llego tan lejos como Jaeger, quien supone que Anaximandro basó su imagen del tiempo en la del juez sentado solemnemente en su sitial, sí me parece evidente que el lenguaje de Anaximandro remite al lenguaje político, al lenguaje de la ciudad estado con su orden y sus instituciones. Pero precisamente por ello me parece inverosímil que se pueda atribuir a Anaximandro la idea de la multiplicidad de universos.

Parece mucho más probable que se trate de una adición posterior, al igual que la representación de humedad atribuida al elemento primigenio de Tales procede de una superposición de Diógenes de Apolonia y sus contemporáneos. Por lo que respecta a Anaxímenes, sólo quiero indicar que él es el primero al que se le atribuye sin ningún género de dudas el procedimiento que por aquel entonces se entendía como «demostración». Estoy pensando, por ejemplo, en la «demostración» de la condensación del ser: que el aire, en la boca cerrada, a causa de la compresión y condensación, se enfría, y en la boca abierta, a causa de la rarefacción, se vuelve cálido. Podemos sonreírnos ante la ingenuidad de esta «demostración», pero su importancia radica en que Anaxímenes trata de aportar una prueba basada en la observación de los hechos, absurda sin duda; un procedimiento que tal vez fuera típico de los pensadores de esta época.

En conclusión, se puede llegar al siguiente resultado: entre los tres nombres que hemos recibido como pertenecientes a la llamada escuela de Mileto, existe una evidente orientación común. En Tales con el agua, en Anaximandro con la periodicidad del universo y en Anaxímenes con el aire, se plantea en cada caso el mismo problema, que nosotros podríamos formular con un recurso al aparato conceptual que se desarrollará en la Física aristotélica, en el que empleamos el concepto «physis». Ésa es la novedad que se plantea con estos pensadores: el problema de la physis, de algo que permanece en el devenir y en la multiplicidad de los fenómenos. Lo que presta unidad a estos pensadores y los hace aparecer como primera etapa del pensamiento griego es su intención de apartarse del mito y expresar la idea de una realidad observable que se sostiene y se ordena por sí misma. Este intento puede describirse adecuadamente en el marco del aparato conceptual de la Física aristotélica.

Mi modo de ver puede cimentarse con otras pruebas, tomadas de las elegías de Jenófanes. Sabido es que Jenófanes fue un rapsoda, que, al igual que Pitágoras, abandonó el Asia Menor y emigró al sur de Italia tras la invasión de su patria por los persas. Este último hecho fue muy importante; constituyó el inicio de un nuevo capítulo del pensamiento occidental, del que Jenófanes representa una huella fascinante en extremo. Cierto que no fue un pensador, ni tampoco el fundador de la escuela eleata, que probablemente ni siquiera ha existido. La escuela eleata parece ser una invención de una época posterior aficionada a las escuelas. A ojos de los maestros de escuela, todo se convierte en escuela. Sin embargo, la gran importancia de Jenófanes radica en haber sido otra cosa muy distinta. Fue un rapsoda, un artista de la declamación, educado para recitar la gran poesía épica En sus propias elegías, elogia el hecho de que éstas no narren historias de titanes, gigantes y centauros, sino que traten acerca de las virtudes, y declara explícitamente que es inapropiado cantar hazañas deportivas y victorias en la competición. Las cosas más elevadas son de otro tipo ‐a saber: educación y conocimiento‐, y sólo a éstas habría que honrarlas y celebrarlas. He aquí un testimonio de extraordinario valor, aun cuando no oigamos la voz del filósofo, sino la del rapsoda.

Sin embargo, hay algunas sentencias de Jenófanes que tienen importancia filosófica, como, por ejemplo, los fragmentos 23‐28 de la edición de Diels/Kranz. Al inicio de dichos fragmentos, se lee la frase siguiente: eis theos, en te theoisi kai anthrôpoisi megistos, outi demas thnêtoisin homoiios oude noêma, lo cual significa: «Dios único, el más grande entre los dioses y los hombres, que no es igual a los mortales ni en el cuerpo ni en el pensamiento». (Le podríamos reprochar que la formulación «dios único, el más grande entre los dioses y los hombres», entraña una contradicción. Pero ¿quién ha dicho que esto debiera ser un tratado lógico?). ¿En qué puede consistir este dios único? Hallamos la respuesta en los fragmentos siguientes: all’ apaneuthe ponoio noou phreni panta kradainei («con ayuda de su nous, rige el todo») y aiei d’ en tautôi mimnei kinoumenos ouden («permanece siempre en el mismo lugar, sin moverse»). Esta última frase ha tenido fatídicas consecuencias, pues por ella se ha representado a Jenófanes como fundador de la escuela eleata, porque, al poner el uno como inmóvil, habría negado el movimiento. A mí, en cambio, me parece evidente que en estos versos se alude al mismo problema al que hicieron frente los milesios: es la totalidad, el todo, que se sostiene a sí mismo y que se corresponde con el globo terráqueo que flota sobre las aguas, o con la periodicidad del mundo descrita por Anaximandro, o con el aire que sufre alternativamente condensaciones y rarefacciones. Así, todo queda claro. El dios único, el nuevo dios, es lo que llamamos universo. Eso es lo único que existe. Para los griegos, «dios» es un predicado.

Pero ¿quién fue el que, de acuerdo con este nuevo modo de ver, enseñó de verdad el universo que descansa sobre sí mismo, inmóvil? Obviamente, fue Parménides. Su poema es la magnífica respuesta a las preguntas planteadas por los milesios. Ésta es la lógica de la materia a la que nos enfrentamos, no aquella otra según la cual primero vino el agua, luego lo indeterminado y finalmente el aire. No es esto lo que nos interesa; más bien nos interesa el trasfondo, la manera en que se nos expone una visión de la realidad en su totalidad. Ésta es, por lo demás —ya lo hemos visto— la misma temática de la que se ocupará Sócrates en el Fedón, y es allí donde aquél expresa su insatisfacción acerca de las narraciones peri physeôs. (Sobre la naturaleza). Lo mismo ocurre con nuestro interés por la cosmogonía de Anaximandro; lo que nos importa de ella es que constituye un intento de hallar una ordenación en las cosas. La eclosión del huevo inicial tiene el mismo sentido que las explicaciones posteriores de Platón: el orden de las cosas presupone un espíritu que sostiene la realidad y ordena las cosas. Se trata de un problema típico, que siempre resurge.

También lo encontramos en el marco de la cultura cristiana, cuando se plantea la pregunta por lo que hacía Dios antes de la creación. Agustín trata esta cuestión en el décimo libro de las Confesiones (y Lutero sugirió, a modo de respuesta, que Dios se había ido al bosque a cortar un palo para golpear a quien hiciera preguntas como ésa). El pensador que se esfuerce en comprender esta «nueva mitología» que aparece en el lugar de la mitología de la tradición épica debe preguntarse abiertamente cómo se puede pensar el surgimiento de una naturaleza concebida como un todo que se sostiene a sí mimo. ¿Cómo hay que responder a esta pregunta? ¿Con la ayuda de una nueva mitología, una cosmogonía, un huevo primordial o una representación mística? Ninguna de estas respuestas es satisfactoria para quien piense en conceptos racionales. Por ello, la respuesta es: no hay ningún origen, ningún movimiento, ninguna transformación. Así llegamos a la teoría del ente que se expone en el poema de Parménides. Ésta respondía al problema que se planteó cuando una manera de pensar científica suprimió la tradición mítica, junto con los dioses del Olimpo, quienes, como por ejemplo Hermes, siempre se habían complicado en los asuntos mundanos. El dios primero, verdadero y único no se mueve, sino que reposa en sí mismo, puesto que se trata del propio universo y del predicado que a éste le corresponde.

Así llegamos al único texto filosófico extenso que se nos ha conservado de la etapa inicial del pensamiento de Occidente, al poema de Parménides. Por cierto que sólo se ha salvado una pequeña parte del todo; no lo conocemos en su forma completa. Sin embargo, a partir de lo que nos ha llegado —de la primera parte casi completa y algunos fragmentos posteriores— formarnos un concepto de ese todo. El problema de ese todo radica simplemente —como vamos a ver— en la unidad entre ambas partes. Puesto que, en la primera parte, «lo ente» figura como algo inmóvil, mientras que, en la segunda, se expone una visión del carácter procesual de la naturaleza.

Como conclusión de lo expuesto, tengo que añadir una aclaración. En mi aproximación a estos temas, he renunciado a establecer distinciones allí donde no había diferencias filosóficas significativas. Así, no he establecido diferencias entre los tres jonios, pero sí, por ejemplo, entre los jonios y los eleatas. Por ello, tampoco me voy a ocupar de Heráclito, quien, en relación con la nueva concepción del universo, sostuvo sin duda una posición semejante a la de Parménides. Está atestiguado, por ejemplo, que Heráclito critica la polymathíe, la información superflua acerca de muchas cosas, defecto que reprocha a Homero y Hesíodo, a Pitágoras y otros autores. Heráclito los tilda a todos ellos de autores que no han entendido bien las cosas. También esto es una respuesta a la cuestión que se plantea con el desarrollo de la nueva concepción del universo. En esto, Heráclito y Parménides defienden la misma posición. No está claro que fueran contemporáneos, ni que Heráclito hubiera tenido que ser algo mayor, pero, en mi opinión, no cabe duda de que ambos cumplieron la misma función dentro del marco de desarrollo del pensamiento griego temprano. Y, si ambos cumplieron la misma función, no parece muy inteligente discutir acerca de una presunta relación entre ambos. Quizá no tuvieran noticia uno del otro. Al cabo, el esquema aristotélico y hegeliano adoptado por el historicismo del siglo XIX, según el cual Parménides fue un crítico de Heráclito, así como el esquema contrario surgido en nuestro propio siglo, vienen a ser un juego inútil. Lo verdaderamente importante es que comprendamos que tanto Parménides como Heráclito responden a un mismo reto filosófico que se había planteado —aunque de manera diversa— en la poesía y la tradición griegas.