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Del alma al logos: Teeteto y Sofista

En el camino que conduce desde el concepto de alma como origen de la vida hasta la nueva orientación socrático‐platónica hacia el conocimiento y la matemática, el Fedón constituye, como ya hemos visto, un primer paso. El Teeteto intenta, de algún modo, arrojar nueva luz sobre el problema de la oposición entre los conceptos vitalista y espiritualista del alma.

La conversación empieza con la definición del saber como aisthesis o percepción (151e). ¡Cuidado! El que identifica saber y percepción es un matemático como Teeteto. Eso significa que aquí no se está hablando de la función de los sentidos. No se trata del concepto aristotélico de aisthesis, sino de la inmediatez, de la percepción que se corresponde en todo con la evidencia y de la que se sirve la matemática, y que es distinta de la «mera» demostración. Digamos, a modo de aclaración, que aquí se ha empleado el término «mera» en el mismo sentido que tiene en la expresión griega «psiloi logoi». Teodoro de Cirene dice que en la juventud se entregó al desnudo («mero») hablar, y que luego, sin embargo, se volvió hacia la matemática, en la que se hallaban evidencias. Así, queda claro que «percepción», en este contexto, significa evidencia, en el sentido de «eso es lo que se ve». En igual marco se expondrá luego la verdadera teoría de la percepción como chocar o encontrarse con la realidad (153e). Esta teoría se vuelve a encontrar en forma sumamente refinada, podríamos decir protagórica, en Alfred Whitehead, pero también en la única cita larga de Platón que aparece en Wittgenstein (en las Investigaciones filosóficas). En este mismo pasaje del Teeteto, Sócrates explica la teoría de que la percepción es un tipo de física y se asemeja a un encuentro de movimientos en el que el movimiento más lento se parece a la inmovilidad, mientras que el más rápido parece algo que fluye y se transforma (156d y sigs.).

Sabido es que Sócrates demuestra que no es posible quedarse con esta física de la percepción. La percepción no consiste tan sólo en el movimiento físico, tal y como la entienden Empédocles y otros.

Conocemos bien la teoría de la visión procedente de Empédocles, puesto que Teofrasto nos ha transmitido la parte de la obra de Empédocles en la que éste trata dicho tema. Obviamente, la teoría del encuentro surge con Empédocles y se mantiene hasta Protágoras. El punto decisivo de la argumentación de Sócrates es: que la percepción no es un encuentro entre los ojos y el ente, sino que el ojo ejerce exclusivamente como órgano del alma en la visión. Aunque veamos con ayuda del ojo, no es el ojo el que ve (184d). En el transcurso de esta explicación, Platón trae a colación a sus predecesores, desde Heráclito hasta Empédocles y Protágoras, pero menciona también a Homero y Epicarmo, presentándolos a todos ellos como defensores del fluir general de las cosas, como si ninguno de ellos hubiera oído nada de Parménides. Tiene que quedar claro que esto es ironía, fantasía, una construcción que brota del espíritu de Platón. En verdad, el concepto del fluir no se puede separar del concepto de lo inmóvil. Uno implica al otro, como ya he mostrado en el análisis del Fedón, al ponerse de manifiesto que el recuerdo y la opinión son una aproximación a lo idéntico y lo permanente. Sobre todo, la comparación con la posición de Protágoras, tal como aparece en este texto del Teeteto, es una invención de Platón. Cuesta creer que Mario Untersteiner haya incluido este capítulo del Teeteto en su colección de fragmentos de los sofistas. Es evidente que no habla el propio Protágoras, sino una interpretación de Protágoras: una interpretación extremadamente refinada, por lo demás, que tiene un gran interés para la filosofía moderna. En efecto, nos muestra de nuevo el problema de cómo la observación y la interpretación de lo táctico pueden explicarse sólo a partir del espíritu.

La construcción platónica aparece claramente en otro pasaje (180‐181), en el que dos posiciones se enfrentan como dos competidores: por un lado los rheontes, esto es, los que defienden el fluir y afirman el eterno fluir de las cosas y, por el otro lado, los stasiôtai, un juego de palabras con el que describe a aquéllos que, como «insurrectos», se declaran por la inmovilidad el ente y por ello son revolucionarios. En realidad, stasiotês significa algo así como revolucionario en el lenguaje popular, y ciertamente se trata de una revolución, como una insurrección contra el punto de vista prevaleciente que postula el fluir general, cuando se persiste en la identidad del ser, de lo inmóvil y de lo estable.

Tras haber demostrado que el saber no puede equipararse aquí con la percepción sensorial, sino que pone en juego el alma, se formula una segunda respuesta a la pregunta por la esencia del saber: el saber es doxa, opinión. No me detendré más en esta complicadísima respuesta, porque, en lo esencial, se asemeja mucho a la anterior, y porque la tercera y última respuesta merece un interés especial. Esta respuesta dice que el saber es la opinión acompañada del logos. Es la opinión fundamentada racionalmente. Es evidente que con esto hemos llegado a la meta hacia la que tendía todo el diálogo, a saber: comprender el saber como logos. No obstante, la forma en que se presenta esta definición es muy insatisfactoria. La razón se presenta como algo añadido, que se añade a la opinión, mientras que ésta existe previamente y sólo resulta confirmada y reforzada con la unión. Pero eso no es el «logos». El logos no es la simple expresión de una opinión segura y sería un error entenderlo meramente como exteriorización y como opinión rigurosamente expresada.

El Teeteto termina así con un tema, el logos, cuya definición adecuada no se alcanza en este diálogo y aparece luego en el momento central del Sofista. En este sentido, la conclusión del Teeteto es en realidad una introducción al Sofista.

¡Tomemos ahora el Sofista! En este diálogo (242c y sigs.), nuestro interés por los presocráticos encuentra una exposición muy detallada, algo así como una doxografía, que también es muy importante para la doxografía aristotélica posterior. De hecho, pueden descubrirse en Aristóteles numerosas referencias al Sofista (242c y sigs.). Platón expone críticamente a los autores más antiguos como productores de narraciones míticas. El interlocutor de Sócrates, un forastero procedente de Elea que se ha desplazado hasta Atenas, habla acerca del ente y afirma que, al parecer, todos los que han hablado de éste se han limitado a relatar cuentos. Uno dice que existen tres entes: tres principios que alternativamente luchan y se unen entre sí. No podemos precisar a quién se refiere. Se ha intentado ponerlo en relación con muchos autores, pero, en mi opinión, no existe una solución satisfactoria, y creo que esta circunstancia obedece a un rasgo característico de los escritos de Platón, a saber: que estos escritos no pueden emplearse para obtener información histórica precisa. Luego, el forastero prosigue: otro ha dicho que existen dos esencias: lo húmedo y lo seco, o lo cálido y lo frío, y que entre ellos se establecen vínculos. La tercera posición la sostienen los de Elea: Eleatikon ethnos, apo Xenophanous te kai eti pro tben arxamenon. Según dice, comenzaron con Jenófanes, o incluso antes. Esta explicación resulta misteriosa, y seguramente no debemos aceptarla como testimonio de que Jenófanes fundó la escuela de Elea. Todos los elementos que podrían justificar tal interpretación se hallan en grado insuficiente: con toda seguridad, no existió ninguna «escuela» eleata, y Jenófanes tampoco fue su fundador. Probablemente, tampoco tuvo trato con Parménides.

Soy plenamente consciente de que esto se contradice con la tradición doxográfica que tiene su origen en Aristóteles. Pero el propio Platón se expresa de manera muy peculiar (kai eti prosthen), como si los eleatas hubieran empezado antes de Jenófanes. Creo que, en cierto sentido, esto es verdad. Seguramente, la filosofía eleata representa una respuesta a los primeros intentos de explicación filosófica del universo, los que aventuraron los milesios. El verdadero significado de Jenófanes se encuentra en alguna otra parte: da testimonio del cambio de intereses en el seno de una sociedad de aristócratas que se interesa, no ya por Homero y Hesíodo, sino por una nueva ciencia. Jenófanes era un simple rapsoda que recitaba textos de la mitología griega debidos a Homero y otros poetas. Luego, en Sicilia, donde por aquel entonces había surgido una nueva sociedad, trató el universo como divino en sus elegantes versos y mostró que aquellos «dioses», en realidad, no eran como los que aparecían en la mitología. En todo caso, me parece que este pasaje de Platón no se puede considerar una fuente histórica para la precisión de la cronología de los presocráticos, aunque sí tiene, como luego voy a exponer, otro significado.

Al cabo de la enumeración se menciona a las Musas jónicas, término con el que se hace abierta referencia a Heráclito y Empédocles, y puede considerarse también un ejemplo clásico de la descripción socrático‐platónica de sus antecesores. Nos preguntamos ahora cuál es el sentido de la entera enumeración. Claramente, se trata de una clasificación de los predecesores de acuerdo con el criterio del número de principios que postulan. Según el primer grupo, existen tres principios; para el segundo, sólo hay dos; los eleatas dicen que sólo hay uno y, según Heráclito y Empédocles, se da lo uno y lo múltiple, que en Empédocles se alternan, mientras que en Heráclito constituyen una unidad dialéctica. Así pues, no se trata primariamente de una ordenación cronológica, sino de una clasificación lógica de estilo pitagórico, que de alguna manera está relacionada con el enigma de los números.

A esta clasificación se le añade una perspectiva nueva y más reflexiva. El forastero procedente de Elea explica (243a) que aquéllos que han debatido el número de principios han avanzado en cada caso por su propio camino sin preocuparse por «nosotros» —por nuestra capacidad para seguirlos y entenderlos—. ¿Qué significa eso? Llegados a este punto, tenemos que volver sobre el inicio del discurso. Se había dicho que, al parecer, los primeros pensadores sólo relataron cuentos cuando hablaban del número de principios. En consecuencia, existe una diferencia entre la narración de mitos, común a todos los predecesores, y otra aproximación al problema que propone ahora el interlocutor de Sócrates. Este interlocutor eleata muestra que es necesario dar un nuevo paso adelante en la reflexión. Ante todo, es necesario comprender el significado del ente, que simplemente se daba por presupuesto en los pensadores anteriores. Estos pensadores narran sin más cómo los entes se unen, cómo surgen, cómo se relacionan entre sí. Describen todo esto como un proceso, mientras que el problema consiste ante todo en comprender el sentido del ser. En consecuencia, el desarrollo posterior del diálogo consiste en el examen de este preciso problema. Lo decisivo es que la discusión sobre el sentido del ente se resuelve entre dos puntos de vista, de manera semejante a la confrontación que se nos describía en el Teeteto entre lo que fluye (rheontes) y lo estable (stasiotai).

Uno de dichos puntos de vista es el que la tradición atribuye a los «materialistas». Tenemos que hacer una aclaración. En Platón, el concepto de «materia» no aparece en absoluto con el significado que ha tomado en la tradición. Fue Aristóteles quien introdujo dicho concepto. Por ello, sólo con una gran ingenuidad se puede atribuir a los presocráticos el concepto de hyle, como veremos también al investigar los textos aristotélicos. No existe ninguna cita que certifique que los presocráticos hayan conocido algo así como un concepto de materia. También el agua de Tales es algo distinto de la materia. No cabe duda de que en el pasaje del Sofista que estamos comentando (246a) sólo se está hablando de quienes postulan que sólo existen las cosas que se pueden agarrar y tocar con la mano, como por ejemplo las rocas y los leños, y se hace clara alusión al relato de Hesíodo acerca del alzamiento de los titanes contra el Olimpo (Teogonía 675‐715). La metáfora se dirige también a los que reconocen el ser en lo tangible, y esta perspectiva se entiende en un profundo sentido ontológico, no en el sentido moderno por el que «ser» significa lo que se aprehende por la experiencia y puede ser medido, sino en el sentido de que ser es dynamis, esto es, lo que produce efectos. Ésta es la expresión con cuya ayuda el filósofo trata de definir, en este contexto, el sentido del ser reconocido en lo tangible. Es la resistencia que el ser opone a la penetración, lo que Demócrito llamaba solidez. También se trata de un concepto dinámico y puesto por la razón. Este concepto se introduce en la conversación cuando se obliga a los «materialistas», puestos frente a la «vida», a admitir la inevitable consecuencia de que, en cierta medida, hay alma y virtud, puesto que podemos contemplar los efectos que producen; así se llega al concepto de dynamis.

Del mismo modo, la otra parte, los «amigos de las ideas» (¿tal vez los pitagóricos?), tampoco puede llevar hasta sus últimas consecuencias la afirmación de que el ser es inmóvil e inmutable. Parece obvio, sin necesidad de fundamentación, que el ente no puede ser mudo como una estatua. Por ello, el concepto de dynamis es válido para las dos partes: tanto para lo que se considera material, como para lo que se entiende como psíquico. Así, por último, la contraposición entre lo que fluye y es estable resulta ser una construcción deficiente. También el partido de los «amigos de las ideas», que lo explica todo como estable y privado de movimiento, tiene que admitir la necesidad de que el ente se mueva. Por supuesto, los objetos de la matemática y de la geometría euclídea no conocen ningún movimiento, pero Platón, como filósofo, rechaza el dogmatismo matemático de esta perspectiva, según la cual el ser sería inmóvil, estable, etc. De hecho, nadie tiene por pensable que el ente sea sordo, sin movimiento, y no tenga ningún nous. Esto no es la conclusión de una demostración, sino la referencia a una convicción obvia: lo que es, no puede carecer de vida, de movimiento, de algo como el nous.

En consecuencia, nos encontramos con el mismo problema del Teeteto: la relación entre el fluir y la estabilidad; el mismo problema, por lo demás, que se había presentado también en el Fedón, en la figura del alma sometida a tensión entre zôê y nous, entre vida y espíritu. En el Sofista, este problema se desarrolla con ayuda de la compleja dialéctica de estos cinco conceptos fundamentales: ente, movimiento, reposo, igualdad y diversidad; una serie de conceptos que requiere un esfuerzo intelectual considerable. ¿Cómo es posible alinear la igualdad y la diversidad, que obviamente son conceptos de la reflexión, al lado del movimiento y el reposo? En la lógica hegeliana de la esencia, su función está clara; mas, a la vista de la mencionada enumeración, uno se pregunta qué relación puede existir entre éstos y los conceptos de movimiento y reposo. El debate al respecto es sumamente difícil, pero, al fin, parece clara la siguiente conclusión: mediante la dialéctica paralela de lo idéntico y lo diverso, se alcanza la disolución de la estricta alternativa también entre movimiento y reposo, con lo que estos dos opuestos dejan de excluirse mutuamente. Los dos conceptos iniciales de movimiento y estabilidad se desarrollan y llegan, de acuerdo con la explicación del libro décimo de Las Leyes, a movimiento estable y estabilidad móvil. La reciprocidad de heteron y tauton es el medio por el que Platón, en el Sofista, logra justificar la unidad de movimiento y reposo. Ciertamente, la relación entre dos pares de conceptos tan diversos no queda del todo clara, pero él, como notable artista, hace comprensible la relación recíproca en la oscilación entre unos y otros. En mi opinión, Platón percibe que la transición desde los puros conceptos de la reflexión (por decirlo a la manera de Hegel), esto es, de conceptos como identidad y diversidad, a conceptos usuales y concretos como movimiento y reposo sigue siendo problemática. Ocurre algo parecido, por ejemplo, en el Timeo, cuando se describe la sucesión de las estaciones del año. Es una imagen que, como en el décimo libro de Las Leyes, sugiere que la estabilidad del ente no queda excluida por el hecho de que éste tome parte en la temporalidad también como movimiento.

La meta del Sofista no es una mera solución formal de la aporta, ni un compromiso entre las dos tesis contrapuestas que, al enfrentarse, salen derrotadas por un igual. De acuerdo con el sentir de Platón, aquí se trata propiamente de la conciencia, de la potencia de identificar. El pensamiento siempre tiene carácter identificador, pero también es un moverse. Pensar siempre es un actuar, algo que discurre en el tiempo, de tal modo que la temporalidad siempre está contenida en la identidad. Que todo esto pertenece a la manera de pensar de Platón, se descubre también en el diálogo Parménides, en la conocida paradoja de la estructura del instante: ser tiempo y, a la vez, no ser en el tiempo. Éste es un punto sumamente importante también para el pensamiento moderno. El primero en retomar el problema de la contradictoriedad interna del concepto temporal «instante» fue Hegel, del mismo modo que Kierkegaard fue el primero en relacionar este concepto con la angustia de la vida. Pero, por lo que respecta al mencionado problema, no se encuentra de hecho ningún otro testimonio entre Platón y Hegel-Kierkegaard. Los he buscado en vano, aunque, alguna que otra vez, se asoma de paso, como por ejemplo en las Noches áticas, una obra de la época de los cesares, en la que se narran las conversaciones de sobremesa de los hijos de la clase dirigente, en las que, a juzgar por las apariencias, se entregan a pretenciosos juegos intelectuales. En ella encontramos una referencia al problema del instante planteado en el Parménides. Se debate la cuestión del momento en el que muere el moribundo. Porque, tan buen punto ha muerto, ya no es moribundo, mientras que, en tanto esté muriendo, aún no ha muerto. También en el Pseudo Dionisio se encuentra una alusión a este problema. Todo esto, naturalmente, no tiene ninguna importancia. Pero sí nos interesa aprehender el propósito de Platón. Sin duda, tiene algo que ver con el estatuto ontológico del alma, del pensamiento o de la conciencia. En efecto, este tema se arrastra por el Fedón, el Teeteto y el Sofista, y reaparece en el problema del instante escrutado en el Parménides. Es la estructura del alma En su esencia, se supera la contradicción entre movimiento y estabilidad.

Sería muy interesante debatir la similitud que existe entre esta síntesis de movimiento y reposo y la autorreflexión del idealismo moderno. Existe una correspondencia entre la transición desde principio de vida a principio de espíritu realizada en la filosofía griega y el desarrollo dialéctico en la Fenomenología y la Lógica de Hegel. También se corresponde con aquella transición el problema de la estructura circular y, en consecuencia, autorreflexiva de la vida. Es algo muy parecido. La cuestión de la transición desde la idea de la vida hasta la especificidad del individuo vivo es tratada, como ya he indicado, en Hegel, cuando éste, en la Fenomenología, describe la transición que conduce desde la vida que todo lo atraviesa hasta el organismo particular y hasta la autoconciencia. El capítulo que ofrece una exposición detallada de la autoconciencia halla su preparación en el análisis de la autorreferencia de la vida. Con la autoconciencia, con la autorreferencia, Hegel eleva finalmente el tema platónico de la vida, del alma del mundo, que se mueve y se diferencia en diversos organismos individuales, hasta la conciencia absoluta y con el saber absoluto que, en total transparencia, traspasa los límites de la finitud humana. Naturalmente, debemos precavernos de equiparar a Platón y Hegel.

Si éste fuera el resultado, podríamos estudiar directamente a Hegel. El problema que nos fascina radica en las diferencias. La autorreflexión como estructura autónoma del ente constituye una perspectiva a la que sólo se puede llegar tras un laborioso desarrollo del pensamiento. Cuando estudiamos a Platón, no debemos olvidar que, en comparación con Hegel, se halla en un pasado mucho más remoto. Y lo mismo vale para toda la tradición griega. Platón no lo fundamenta todo en la estructura de la autorreflexión, sino que describe la relación entre los conceptos de identidad y diversidad, por una parte, y dos dimensiones diferentes de la realidad —reposo y movimiento— por otra.

Pero también cuando estudiamos a Aristóteles debemos andarnos con precaución. Un hegeliano diría que, aun cuando Aristóteles perviva en la Enciclopedia de Hegel, sólo le aporta una mera descripción verbal de la autorreflexión de lo divino. Eso es lo que se encuentra en el libro L de la Metafísica, el único texto en el que se describe explícitamente la culminación ontoteológica de la metafísica aristotélica. Aquí se despliega el automovimiento en la autorreflexión hasta una figura totalmente autónoma del primer motor. Pero yo pienso al respecto que esta perfecta autonomía no es nada humano, sino el universo tal y como lo concebía un griego, y por ello hay que reflexionar acerca de la diferencia entre los seres humanos y lo divino. Lo divino se distingue por la continuidad de su presencia, que es la totalidad de lo que es. Su superioridad consiste en no conocer ningún límite, ningún estorbo, ninguna enfermedad, ninguna fatiga, ningún sueño. Por el contrario, el ser humano en estado de vigilia conoce todas esas limitaciones. La finitud del ser humano las acarrea consigo. El propio Aristóteles invoca la circunstancia de que la reflexión presupone siempre un acto inmediato; siempre es un parergon, un algo más que se añade luego, que se suma a algo inmediato. La reflexión presupone siempre un haberse entregado ya a lo dado, para luego —en esto consiste la reflexión— volverse hacia el punto de partida. Muchas otras cosas están relacionadas con la finitud del ser humano. Como, por ejemplo, el gran misterio del olvido. El ordenador es algo pobre porque no puede olvidar y, como consecuencia, no tiene capacidad creadora. La creatividad depende de la selección que se debe a nuestra facultad de pensar y a nuestra razón.

Todo esto muestra que no es una afirmación vana aquella según la cual existe una metafísica de la finitud y del ente finito, y que, en cierto sentido, esta «ontología» fue la última palabra de la metafísica griega.

Al retomar esta posición, Hegel permanece ciertamente dentro de los límites marcados por la autonomía de la autoconciencia, la cual pertenece a una cultura que reposa sobre la independencia del sujeto autorreflexivo respecto de la realidad. Esta misma cultura es la que prescribe la «agresividad» de la ciencia moderna que siempre quiere devenir en señora de su objeto mediante un método, y así excluye aquella reciprocidad participativa entre objeto y sujeto que representa el culmen de la filosofía griega y hace posible nuestra participación en lo bello, lo bueno y lo justo, así como en los valores que hacen posible la vida humana en común. La esencia del conocimiento es el diálogo y no la dominación conceptualizadora del objeto emanada de una subjetividad autónoma, esta victoria de la ciencia moderna, que en cierto sentido también ha representado el fin de la metafísica Quizá todo esto nos ayude a comprender por qué Husserl, con su análisis de la conciencia temporal, y luego el autor de Ser y tiempo, marcan el rumbo de la filosofía contemporánea.