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El alma entre la naturaleza y el espíritu

Volvamos al texto platónico que nos sirve como guía, el Fedón. La parte más importante de la conversación empieza (96a) con la respuesta a Cebes, introducida por un largo silencio, y de hecho se trata en ella una cuestión de principio para el conocimiento en general. Es válido para todo conocimiento (holôs) el que se deba buscar siempre la causa cuando se investiga el devenir y el perecer.

Éste es el instante en el que Sócrates empieza a narrar qué le ha acontecido en relación con este querer‐saber (sus pathê, sus experiencias dolorosas). Dice que estudió con gran interés las ciencias de su tiempo. Está claro que su explicación se refiere al conocimiento de la naturaleza propio de su tiempo y a la medicina de su época. Así, Sócrates dice haber tratado de comprender el «alma» a la manera de esas ciencias que nosotros hemos examinado bajo el epígrafe de naturalismo: de qué manera se forma el «alma»; si el cerebro es el asiento de las sensaciones; cómo proceden de ellas la memoria y el recuerdo, y luego la opinión, y cómo de la consolidación de la memoria y el recuerdo, así como de la opinión, surge el saber. Entonces, cuando meditamos que la memoria es la capacidad de retener algo, de tal manera que permanezca siempre presente y en el recuerdo, y que también la opinión es algo que aspira a conservar siempre y en todo momento su validez, nos encontramos con el primer indicio del problema platónico: cómo, en general, el torrente de experiencias sensibles puede constituir algo estable. También para nosotros es un problema enigmático: cómo en el marco del organismo físico constituye la intencionalidad del pensamiento. Aquí, Platón señala por primera vez este enigma, entendido como contraposición entre fluir y permanecer, y, con ello, el tema principal del Teeteto.

Como conclusión, Sócrates reconoce que todos sus esfuerzos por saber han quedado sin recompensa; sí, al fin ha resultado que ni siquiera entendía las cosas que previamente había creído conocer, como, por ejemplo, el crecimiento humano. Ilustra el caso con la ayuda de una argumentación cuantitativo‐matemática, la cual, sin embargo, entraña una dificultad lógica. Porque Sócrates dice que anteriormente había creído que la causa del crecimiento humano se hallaba en que el organismo recibía elementos materiales mediante la alimentación. Pero ahí se esconde el problema de cómo se forma lo dúplice —y con ello se refiere al mismo tiempo al dos con respecto al uno—, si mediante la adición de una nueva unidad o por medio de la división de la unidad. Nos encontramos con la paradoja de que tanto la adición como la división pueden ser la causa del surgimiento de la duplicidad. Esto, por sí mismo, es contradictorio. ¿Cómo puede ser posible?

Para nosotros, la respuesta evidente es que, cuando hablamos de añadir o reducir, no estamos tratando un verdadero proceso. Habría que contemplar el problema en una dimensión ontológica completamente distinta y no, ciertamente, en el contexto del problema acerca de lo que sea propiamente la causa del formarse y del perecer. De hecho, vamos a empezar con el siguiente paso que da Sócrates para superar la primera y claramente insuficiente forma de la pregunta por la causa del devenir y el perecer. En efecto, Sócrates afirma, como sabemos, que en su búsqueda de la causa de tales cosas encontró el texto de Anaxágoras, y que entonces creyó haber hallado finalmente una solución al problema de la causa, a saber: el nous, y con ello al problema de cómo el uno deviene en dos. Pero, al fin, también se había visto defraudado de tales esperanzas. Este pasaje es muy conocido y sólo lo traigo a la memoria porque en él se encuentra una confirmación de nuestra propia perspectiva interpretativa. La esperanza de Sócrates y su crítica de Anaxágoras y de la función del nous indican a las claras que aquí falta un aparato conceptual a la medida de lo pensado. Está claro que, cuando Anaxágoras habla de nous, Sócrates quiere atribuir a esta palabra un significado tal como «pensar», «ordenar», «planear» y, de hecho, Anaxágoras presenta al nous, en el texto conservado (gracias al celo de Simplicio), como primer autor del orden del universo —casi en el sentido de una teoría de la formación del mundo—, pero finalmente, al describir el proceso, Anaxágoras sólo se refiere a la actuación física del nous en la formación del mundo.

Al retomar la interpretación del texto, constatamos que Sócrates le replica (99c) que el verdadero origen de cada cosa es el bien, así como su determinación interna. Basándose en dicha pretensión, critica las diversas teorías acerca de la situación de la tierra en el universo: las que presumen que la tierra se mantiene inmóvil porque la circunda el movimiento del universo cual enorme recipiente, o porque se supone que se sostiene sobre el aire como sobre un cojín, o también porque se cree que Atlas carga con ella. Al entender de Sócrates, todas estas representaciones son como la conocida fábula india, según la cual el globo terráqueo reposa sobre un elefante, y éste, a su vez, se yergue sobre una tortuga… con lo cual no se acaba de entender por qué la tortuga no tiene que hallarse también encima de algo. Si queremos evitar esta regresión infinita, debemos buscar la respuesta a la pregunta por la causa en algo que no sea físico; así, por ejemplo, en el bien.

Pero, de este modo, la argumentación varía completamente de sentido. Ya no se trata de una historia (historia), ya no se trata de buscar algo que pueda sostener la tierra. La pregunta, formulada de aquella manera, no tiene respuesta. En la Crítica de la Razón Pura —o, con mayor exactitud, en la «Dialéctica trascendental»—, Kant refuta la posibilidad de una cosmología racional. De todos modos, con ello persiste el problema del nacimiento del mundo, el problema de su inicio y de su determinación; una pregunta que nos formulamos como exigencia de la razón pura, pero que queda sin respuesta. Con todo, el Sócrates platónico dice que el bien es el origen del que deriva el orden del universo en su totalidad, el mundo de los seres humanos con su praxis y el orden del universo con todos sus componentes, con el sol, la luna y las estrellas, la tierra, etc.

En la idea del bien aparece por primera vez «la totalidad» en un sentido que difiere en lo fundamental del de la totalidad entendida como suma de las partes, cuando es concebida, como bien puede decirse, en tanto que objeto de la historia. Aquí, Sócrates formula como tarea lo que luego se desarrollará en la Física de Aristóteles, a saber: una interpretación de la realidad que se base en la idea del bien. Así es como, al fin, se realiza la estructura teleológica de la filosofía natural griega, y ésta, en cierto sentido, conserva su actualidad.

Sugiere el concepto de una totalidad donde la naturaleza, el ser humano y la sociedad son contemplados como miembros de un único sistema. Desde esta perspectiva, las ciencias modernas pueden compararse con la historia antigua: acumulan un número indeterminado de experiencias que no pueden erigirse nunca en totalidad, porque la totalidad no es ningún concepto de la experiencia, no puede darse como tal. Pero ¿cómo es posible alcanzar una solución convincente y segura de este problema de la causa? En este punto empieza la respuesta positiva de Platón, y empieza, ante todo, con el establecimiento de una norma: hay que presuponer como cierta en cada caso la hipótesis que parezca especialmente convincente y segura, y tener por ciertas las consecuencias que se desprendan de ella. Pero, en este caso, «hipótesis» no significa lo mismo que en la terminología de la teoría moderna de la ciencia. No se nos está diciendo que la validez de las hipótesis tenga que verificarse mediante la experiencia, esto es, mediante los «hechos». No, aquí se está tratando simplemente de la coherencia lógica e inmanente de los conceptos. Las consecuencias de las que se habla en este pasaje no son los resultados que se obtienen a partir de los hechos físicos. Eso es lo decisivo. Los teóricos del conocimiento pertenecientes al ámbito lingüístico anglosajón que han tratado este modo de argumentación reconocen su valor lógico, pero echan de menos, en este contexto, el criterio decisivo de verdad, a saber: la experiencia.

Es cierto que Platón no menciona para nada la experiencia. Pero ¿por qué no? El motivo es que aquí se está tratando del logos, del conocido giro hacia los logoi. A ojos de Sócrates, el universo lingüístico tiene más realidad que la experiencia inmediata. Así, igual que el sol ‐según la famosa metáfora‐ no puede ser observado de manera inmediata, sino tan sólo por medio de su imagen especular en el agua, también aquél que quiera informarse sobre la verdadera constitución de las cosas hallará mayor claridad en los logoi que en la traicionera experiencia sensible.

Así, Platón exige que toda hipótesis se explique de acuerdo con sus consecuencias, y en ello se sostiene su crítica a los detractores de la lógica. Cuando se renuncia a explicar el contenido de un concepto, la discusión es estéril. En el uso de palabras y argumentos, siempre es fácil incurrir en confusiones. En ello se basa la técnica argumentativa de los sofistas. En tanto que se ha desplegado el contenido verdadero de una hipótesis, ésta alcanza, mediante la indagación, su verificación lógica.

En este punto, comienza la argumentación según la cual la causa puede equipararse con la idea. Parte de la idea de la belleza, del bien, de lo grande, etc. Está claro que existe un paralelismo entre estas entidades y las de la matemática: tampoco la belleza, el bien y lo grande derivan de la experiencia. Aun así, el eidos parece hallarse de algún modo en las cosas. Lo digo con extremada prudencia. Porque aquí no hay ninguna separación ontológica como la que postula Aristóteles, sino que se dice (100d) que, sin presencia de lo bello en sí, nada puede ser bello. Ni en este texto, ni en los demás escritos de Platón, se encuentra nunca una teoría más precisa de la participación en la idea… lo cual es objeto de crítica por parte de Aristóteles. Platón es completamente libre en la elección de los conceptos que formulan la relación entre la idea y lo particular. No están separados como quema la crítica de Aristóteles, para la cual la idea es una mera duplicación del mundo. Este último punto tiene una importancia decisiva. La Academia conoció muchas teorías acerca de la estrecha relación entre lo general y lo particular, pero no existía un concepto de su separación. Por el contrario, era fundamental la separación entre la matemática y la física. Ahí radica el tremendo avance de Platón respecto de los pitagóricos. Arquitas, por ejemplo, fue un matemático destacado, que también sabía que la matemática no trata del triángulo dibujado en la arena, sino que éste sólo es una imagen de su verdadero objeto. Con todo, los pitagóricos no habían logrado formular de manera conceptual cuál es el objeto verdadero, «puro», de la matemática. Sus matemáticas terminaron siempre en la «física».

No obstante, la separación entre matemática y física no significa que los números y las figuras geométricas existan en otro mundo. Del mismo modo, la belleza, la justicia y el bien no son en ningún momento un segundo mundo de esencias. Esto último es una ontologización errónea de las intenciones de Platón, originada por el influjo de la tradición posterior. Se perfila ya en la crítica de Aristóteles, quien, por su parte, se guiaba por su interés en la física. Es el neoplatonismo —así llamamos hoy a esa tradición— el primero que convierte a Platón en un pensador de la trascendencia, y esto último fue también el Platón del siglo XIX.

Luego, la argumentación de Sócrates conduce al postulado de que la idea no es sólo idéntica consigo misma, sino que se muestra indisolublemente unida a otras ideas. Así, por ejemplo, la calidez está claramente ligada al fuego. Esta relación de las ideas entre sí es el punto más interesante. Sólo por ella existe el logos. Éste no es la simple aparición de una palabra aislada, sino la unión de una palabra con otra, la unión de un concepto con otro. Sólo de este modo es posible la demostración lógica y precisamente en esto consiste la explicación de las implicaciones contenidas en una hipótesis. ¿Qué resulta de todo esto por lo que se refiere al tema «alma»?

Al reflexionar sobre la ligazón entre diversas ideas, se constata que el alma, como principio de vida, tiene que estar ligada necesariamente a una idea, a saber: la idea de la vida, que no puede unirse con la muerte. En este pasaje encontramos algo que, a mi juicio, los intérpretes no parecen haber comprendido de manera satisfactoria. Esta conclusión de Sócrates les parece convincente a los interlocutores y también al lector. Sí, ciertamente, la idea del alma no se puede unir con la idea de la muerte, por cuanto que está unida a la vida. Lo cual significa que el alma es la propia vida y, en consecuencia, está claro que es «sin muerte», (athanatos). Aquí, como es obvio, se trata abiertamente del alma como principio de vida, aunque de una manera específica. Para Sócrates, sin embargo, el alma es, ante todo, la orientación hacia las esencias puras, las ideas puras. En cualquier caso, la conclusión parece clara.

Pero Sócrates prosigue de manera sorprendente para el lector moderno (106a y sigs.). Afirma que el alma, en tanto que inmortal, también es indestructible e indisoluble, anôlethros). El significado de la palabra «athanatos» está claro. Se trata de un vocablo típico de la tradición épica de los griegos y alude a la elevación hacia una forma de ser más elevada. Es el predicado de la divinidad, los athanatoi de Homero. Pero ¿qué significa anôlethros? Ahí, la argumentación se vuelve muy difícil. Ante todo hay que notar que transcurre paralelamente a la anterior demostración de la inmortalidad. Los textos en los que se habla de ello parecen considerar como totalmente evidente la equivalencia entre inmortalidad e indestructibilidad, como también confirma Aristóteles (Física 203/13). Entonces, nos asalta naturalmente la sospecha de que podría haber sido Aristóteles quien introdujo esta inseparabilidad entre inmortalidad e indestructibilidad en la tradición doxográfica de los presocráticos. Pero no podemos olvidar que fue Platón quien, en el Fedón, halló los argumentos decisivos. Aunque, ¿quizá tuvo razones para ello? Partiendo del trasfondo religioso del pitagorismo, que estaba desapareciendo ya, Platón trata de hacer prevalecer la idea de la inmortalidad y la creencia en la transmigración de las almas (contra la amenaza del materialismo), a la vez que pone en juego, claramente, un ámbito eidético, el de las relaciones tal y como se comprenden en la matemática. Si se sigue la argumentación platónica entera en el texto (106a‐b), se entiende que el concepto de inmortalidad, con la ayuda del concepto de indestructibilidad, se eleva a este plano eidético. ¡Así lo dice el texto! Estos dos elementos —como lo par y lo impar, o el alma y la muerte— no se pueden unir entre sí. Eso es evidente, en tanto que uno no puede tomar al otro dentro de sí. Donde existe uno, el otro no puede existir. No obstante, alguien podría pensar que «uno perece y el otro toma su lugar». Pero esto último sólo puede ser digno de consideración si contemplamos lo igual y lo no igual (o lo afín, como por ejemplo el fuego y la calidez) sólo como rasgos de algo, y no como «ideas». Como relaciones eidéticas, sólo son algo así como el concepto de igual y de no igual, invariable en su ser en sí, que se realiza incesantemente en los números pares o impares, igual que el alma inmortal de los verdaderos pitagóricos regresa en nuevas encarnaciones.

Por ende, el Fedón presenta —a mi juicio— una anticipación de la crítica a la equiparación pitagórica del ser con las matemáticas, que posteriormente se elabora en la teoría de las ideas y halla una clara confirmación, sobre todo, en el «tercer género» del Filebo. Al fin, el mundo de las ideas no es aquel otro mundo que sólo pertenece a los dioses.

Como trasfondo se podría dar, ante todo, el hecho de que el concepto eleático del ser o del uno casa mal con la transición a la nada. El deseo, no suprimible de la vivencia humana, de superar la impensabilidad de la muerte mediante el pensamiento de la inmortalidad, también hace aparecer como impensable la transición a la nada. Por ello, lo más interesante es este concepto de olethros, de la ruina, «de la nada». Es el concepto de algo que —en contraposición con la muerte que siempre aguarda a la vida (thanatos)— no comparece en la experiencia, en la conciencia del ser humano.

En el fondo, la duplicidad de la pregunta es una consecuencia de la polivalencia del concepto de alma, que figura como origen de la vida y, a la vez, como asiento del pensamiento. La tensión entre estas dos concepciones del alma deviene en problema. En la matemática y en la dialéctica, «pensar» no es lo mismo que «pensar» en el sentido del proceder metódico de la ciencia moderna, sino que hay pensar cuando el ser está presente. Con ello quiero decir que Platón y Aristóteles están convencidos de que, sin vida, no hay pensar, ni nous sin psychê, puesto que el pensar no es otra cosa que esta presencia y, como tal, es vida. Estos dos aspectos —la vida y el pensar— no se pueden separar el uno del otro, según parece, y lo mismo se descubre en la filosofía moderna, en la medida en que ésta es tanto filosofía de la vida como filosofía de la conciencia y de la autoconciencia. Como es sabido, la fenomenología hegeliana expone la transformación de la estructura circular del ser vivo en reflexividad de la conciencia. La trasposición de la vida en autoconciencia es fundamental para todo el idealismo alemán.

Por lo demás, este problema no se encuentra tan sólo en el Fedón, sino también en Aristóteles. En el De anima, Aristóteles dice con claridad lo que ya se encuentra en Platón —aunque sólo sea en forma narrativa y mística—, a saber: que las partes del alma no constituyen una división propiamente dicha, puesto que el alma es siempre sólo una, tanto en sus funciones vegetativa y afectiva como en la teorética. Éste es el enigma del alma, que consiste en no estar constituida a diferencia del cuerpo, por órganos individuales diversos, cada uno con una función, sino que obra en cada uno de sus aspectos con concentración intensiva. A la luz de estas reflexiones podemos entender cuál es el sentido de que la filosofía oscile entre el inicio entendido, por un lado, como origen de la vida, y, por otro, del conocimiento y el pensamiento. Esta oscilación tiene su fundamento en la propia constitución del hombre. No se trata de mera confusión, sino de un intercambio vivo entre las distintas formas en las que se articula la vida humana como entelequia.

La conclusión final que Sócrates halla a este problema en el Fedón (106d) reza que lo inmortal también es indestructible, y que ocurre con el alma igual que con lo par: aunque no pueda volverse impar, tampoco puede desaparecer. Dicho de otra manera: al final se otorga que el alma es inmortal, y por lo tanto debe admitirse que también es indestructible. Puesto que, de hecho, Dios y la idea de la vida serían igualmente inmortales e imperecederos. Sin duda, estamos tratando con una argumentación que adolece de una debilidad. La aceptación de la inmortalidad, al fin, proviene del asentimiento. Aunque Simias parece percibir esta debilidad, se sobrepone a todas las dudas con la afirmación de que, en cualquier caso, es mejor llevar una vida honrada. Según la interpretación más común de este pasaje, lo que se demuestra al fin es la inmortalidad de la idea de la vida, de la idea del alma, no la indestructibilidad del alma individual. Este problema sigue vigente a lo largo de toda la historia de la filosofía.

Piénsese, por ejemplo, en el averroísmo y en los procesos a los herejes, en el Maestro Eckhart y otros. ¿Qué hay que pensar al respecto?, ¿hay que sostener que Platón no cayó en la cuenta de este problema y que, por consiguiente, sólo demostró la inmortalidad de la idea del alma y no la del alma individual? Con ello volvemos sobre un problema fundamental de la filosofía platónica, a saber: la relación entre lo general y lo particular, relación que no se tematiza. Sólo en el marco de la tradición ulterior nacen conceptos relativos a la inmanencia del uno en el otro. Se incurre en un puro aristotelismo cuando se pregunta qué ocurre en Platón con la relación entre lo particular, que es un dato indiscutible, y lo general, a lo que uno se puede referir de modo realista o nominalista. Este tema, que posteriormente será muy discutido en filosofía, apenas si tiene presencia en Platón. Para él es evidente que la verdadera esencia, el verdadero ser, se manifiesta en el lenguaje, y que el lenguaje puede alcanzar con palabras lo que es. La psique no es sólo un concepto general, sino que es la omnipresencia de la vida, particularmente en el ente vivo. Lo que aparece como debilidad en la argumentación de Sócrates confirma en verdad que no es posible una separación entre las ideas y lo particular. Se puede hallar una nueva y drástica confirmación en el diálogo Parménides: es absurdo pensar que el mundo de las ideas pertenezca sólo a los dioses y el mundo de los hechos sólo a los mortales.

Todo esto tiene importancia para comprender mejor qué es propiamente lo que se esconde tras la dialéctica platónica de la inmortalidad y la indestructibilidad en el Fedón. Por supuesto, la presencia del alma en lo individual, fundamentada por su misma evidencia y no mediante argumentos, está relacionada con la tradición religiosa. Sócrates llega finalmente a la conclusión de que el alma, tras la llegada de la muerte corporal, sigue existiendo en otro lugar, a saber: en el Hades. En este pasaje, la tradición religiosa está muy presente, aunque, sin duda, de manera nada vinculante. Hay que tener en cuenta lo siguiente: mientras que Sócrates afirma (106d) que hay que admitir que «el dios» (ho theos), a causa de su inmortalidad, no puede perecer, le responde su interlocutor que esto se debe conceder a todos los dioses (para theôn). Ahora bien: aunque la multiplicidad de los dioses, así como la imagen del Hades, pertenezca a la tradición religiosa, «el dios» significa aquí lo mismo que «lo divino», y ello indica que, si bien Platón quiere enlazar con la religión convencional, también enlaza con un concepto racional que la confirma. Con todo, quisiera añadir, a modo de aclaración, que al hablar del «dios» no apunta, por supuesto, a ningún monoteísmo, sino a algo divino indeterminado. Al fin, por lo que respecta a esta temática, se puede extraer del Eutifrón una excelente aclaración de por qué Sócrates sentía reservas ante la religión tradicional de su ciudad.

Digamos, como conclusión, que con mis explicaciones he querido demostrar que los argumentos planteados en el Fedón en favor de la inmortalidad del alma se desarrollan siempre en el marco de una reflexión teórica resultante de la duplicidad de funciones de aquélla. Ésta puede ser tanto conciencia como principio de vida.