Vida y alma (Fedón)
El tema del Fedón, que se desarrolla en la narración del último día de la vida de Sócrates, es el problema de la vida y de la muerte, así como la pregunta sobre lo que es la vida de un ser humano y en qué consiste lo que llamamos alma o psique. Este diálogo consiste en una discusión sobre el problema del alma y sobre la creencia en la inmortalidad que enseñan las religiones. ¿Nuestra razón puede hallar motivos para sostenerla?
El Fedón ha empezado en un tono casi religioso. Se ha tratado la cuestión del suicidio y la esperanza de una nueva vida tras la muerte. Éste es el preludio del diálogo, a partir del cual se desarrolla la inmortalidad del alma como tema propiamente dicho. El puente entre ambas partes pende de la idea de catarsis, de purificación, y esto tiene una importancia decisiva para nuestra interpretación. A partir de ahí, se abre la dimensión de la filosofía.
Se sabe que la doctrina pitagórica de la catarsis consistía, ante todo, en un conjunto de normas de pureza, como por ejemplo el precepto de no utilizar el cuchillo para atizar el fuego, o como aquel otro mandamiento que prohibía comer habas. Lo decisivo es que Platón confiere un nuevo sentido a estos rituales de pureza, aquel sentido con el que finalmente nos han familiarizado Kant y, por ende, el concepto de la «razón pura». Según se infiere ya del Menón y de la teoría de los conceptos matemáticos puros que en él se expone, la matemática es razón pura en la medida en que sobrepasa lo accesible para los sentidos. Esto vale para la matemática, pero también para el alma. De hecho, la visión moral y religiosa de la vida aspira a separar el alma del cuerpo, igual que la ciencia matemática aspira a separarse de la experiencia sensible. En este sentido, la vida del filósofo es un camino hacia la muerte, en tanto que se entiende la muerte como separación del alma respecto de lo corporal‐sensible, y en dicha medida la doctrina religiosa de la inmortalidad del alma halla su confirmación.
La primera argumentación en favor de la inmortalidad del alma invoca la estructura cíclica de la naturaleza. Puesto que la vida es un fenómeno natural, la muerte no puede ser otra cosa que una etapa en el ciclo del devenir y el perecer, genesis y phthora; (Fedón 70e y sigs.). La fundamentación que se sostiene en el carácter cíclico de la naturaleza se describe aquí con un asombroso arte verbal. Al hablar de una naturaleza en la que no se produciría el perpetuo retorno hacia una nueva vida, Platón hace hablar a su Sócrates con un lenguaje que transmite la impresión de una naturaleza sin primavera. Así, la concepción cíclica de la naturaleza se traduce en un franco argumento en favor del retorno del alma, de tal modo que Sócrates dice, a modo de conclusión (71e), que el retorno a la vida, anabiôskesthai, es una realidad. De ello se sigue que, si los vivos nacen de los muertos, entonces las almas de los muertos no pueden perecer, sino que deben seguir existiendo.
Entonces, muy sorprendentemente, el texto dice: kai tais men ge agath ais ameinon einai, tais de kakais kakion (72e), lo que significa que esta nueva existencia, necesariamente, ha de ser mejor para las almas buenas y peor para las almas malas. Esta afirmación parece tan desligada de la demostración de la estructura cíclica que algunos filólogos la han suprimido. No estoy seguro de que debieran hacerlo. Los manuscritos son unánimes, no hay variantes en este pasaje. El mencionado argumento se encuentra en toda la tradición, que tal vez ha sido algo menos sabia y ha entendido que esta falta de consecuencia lógica se hallaba en la intención de Platón. Con ella manifiesta cuál es el interés que subyace a la creencia en la inmortalidad. El destino futuro de los fallecidos tiene que depender de la moralidad de la vida que se haya vivido; ése es, al fin, el resultado del entero diálogo. Por ello, Sócrates arguye —frente a las vacilaciones y dudas de Simias— que, aún no gozando de ninguna seguridad en este terreno, ciertamente es mejor que llevemos una vida honrada. Aquí se pone de manifiesto que Sócrates, en realidad, no pretende haber «demostrado» la inmortalidad del alma cuando dice que una vida basada en esta convicción es mejor que una vida que no la contemple. Notemos que, al llegar a este punto, la argumentación abandona el ámbito de la lógica y entra en el de la retórica.
Recuerdo que en Kant se encuentra el mismo giro de la argumentación. En Kant tampoco se demuestra que la libertad exista efectivamente. Si, al tratar de demostrarlo, interrogáramos a la naturaleza y pretendiéramos hallar una prueba de la libertad de la voluntad en la física cuántica, indicaríamos con ello que estamos ciegos de antemano al rango de la libertad en el ser. La libertad no es ningún hecho de la ciencia de la naturaleza Kant la llama hecho de la razón; la fundamentación de Platón, por supuesto, es otra. No pretende demostrar que la ciencia tenga límites, ni poner énfasis en la vida honrada. La fundamentación de Platón también tiene algo de trascendental y apunta a la limitación de nuestra razón humana frente al enigma de la muerte y de la eternidad. En este sentido podría decirse que la «mala infinitud» de Hegel es también la posición de Platón: por lo que respecta a la cuestión principal de la moralidad y la vida, la dialéctica permanece abierta y no existe ningún resultado que pueda llamarse prueba.
Esta comparación entre Kant y Platón no se refiere, naturalmente, al concepto de libertad, puesto que dicho concepto no existe en absoluto dentro de la filosofía de Platón. Más bien quiero decir lo siguiente: del mismo modo que Kant no fundamentó la libertad mediante una prueba teórica —como Fichte en la razón práctica—, tampoco Platón pretende demostrar la inmortalidad del alma con la ayuda de argumentos teóricos. En cambio, recurre a la figura de Sócrates y a su muerte serena, de la que habla expresamente al final del diálogo.
Algo sí se puede afirmar: que en todo ello se demuestra la inadecuación de toda argumentación, a favor o en contra de la inmortalidad del alma, que se sostenga sobre un concepto de alma de cuño naturalista. Querría hacer notar que no es casualidad que yo utilice la expresión «naturalista» y no «materialista», siempre excesivamente aristotélica. Esta última podría aplicarse a la interpretación del Sofista, pero veremos que ni siquiera en este último diálogo es del todo apropiada. Lo «materialista» presupone a fin de cuentas la idea como morphe; o forma, y con ello el producir, como en el modelo del artesano que da forma al material. Por ello prefiero la expresión «naturalista», que por lo demás corresponde al concepto griego de physis que también hallamos en este diálogo. La autobiografía intelectual de Sócrates empieza, como ya hemos dicho, con la confesión de que se ha ocupado a fondo de los problemas de la «naturaleza». Esto es «historia» en sentido griego, esto es, una relación de lo que uno mismo ha observado; por ejemplo, la relación de un viajero que explica lo que ha observado durante el viaje. Hay que comprender en este sentido el título peri physeós historia, como una relación de las experiencias vividas por los testigos oculares, como narración de una persona que ha visto ella misma las cosas de que trata en sus explicaciones. Se sabe que éste era ya en la época del Fedón un título habitual para los tratados acerca de la naturaleza, el universo, el cielo, etc.
El segundo argumento, que Simias presenta como doctrina socrática bien conocida, es el de la anámnesis. Sócrates dice que el conocimiento tiene que ser un recuerdo, ya que cosas tales como los conceptos matemáticos —como por ejemplo to ison (la igualdad)— no se pueden obtener a partir de la experiencia, en la que jamás se encuentran dos entes exactamente iguales. (En relación con este tema, nos acordamos de Leibniz, que en Rosental (Leipzig), invitó a sus alumnos a buscar dos hojas exactamente iguales). El concepto matemático de igualdad es el de la igualdad perfecta, que no podemos hallar en la experiencia sensible. Al entender de Sócrates, lo mismo vale para el alma, la cual, como la igualdad en sí, no puede percibirse en la experiencia sensible.
Pero no pretendo una interpretación exhaustiva del Fedón. Por ello me vuelvo hacia los dos antecesores presocráticos de la filosofía de Platón, tal y como son entendidos en los escritos platónicos. Con este fin, vamos a investigar las dos objeciones de los dos pitagóricos «ilustrados» Simias y Cebes contra la inmortalidad del alma, que conducen a la culminación del diálogo.
La primera objeción, formulada por Simias, es fácilmente comprensible también para el pensamiento moderno: el alma no es más que la armonía del cuerpo. Tan pronto como cede la fuerza de éste, también cede la cooperación armoniosa de sus miembros, hasta que llega la muerte, con lo que el alma se disuelve por fin. Este argumento deriva claramente de la ciencia de su época o, dicho con mayor exactitud: con su concepto de armonía, es un argumento típicamente pitagórico. Por añadidura, se acerca mucho más a la definición aristotélica del concepto de alma, según la cual ésta es «entelequia del cuerpo», y así la entera realidad del organismo vivo.
Acto seguido se le suma la objeción de Cebes: que la inmortalidad no se sigue de la transmigración de las almas; el alma se podría ir consumiendo más y más con la transmigración por los distintos cuerpos y, al fin, disolverse definitivamente con el último cuerpo. En esta objeción se refleja, sin duda, uno de los descubrimientos de la biología de aquel tiempo. Sabemos que la ciencia, y en especial la ciencia médica, poseía ya en tiempos de Platón una noción de la incesante renovación del organismo vivo. A partir de ahí podemos comprender la objeción según la cual el alma, aunque traspase los límites de una existencia individual, acaba por consumirse al término de sus transmigraciones y, finalmente, se disuelve. Ésta es una noción lógica, dictada por la noción naturalista del alma, la que se expresa en el concepto según el cual el alma no es otra cosa que la armonía del cuerpo y por tanto está destinada a disolverse con él.
Estas dos objeciones se perciben como una verdadera catástrofe para la inmortalidad del alma. Lo son en tal medida, que aún Fedón y Equécrates, los dos narradores del diálogo, interrumpen su explicación para expresar su perplejidad. El profundo abatimiento que embarga su ánimo no tiene igual en ninguna poesía. Indica que, en ese momento de elevadísima tensión, el diálogo adopta un giro decisivo. Sócrates responde, frente a la objeción de Simias, que el problema no reposa en los conceptos con los que él lo ha formulado. En realidad, el alma no es lo mismo que la armonía. La armonía sería, más bien, algo que la propia alma trata de obtener o de hallar. En todo caso, el alma armoniosa no es algo que se dé en la naturaleza, sino un bien que le marca un rumbo a la vida. Me parece claro que debemos establecer distinciones estrictas en este punto. Nos hallamos ante un conflicto entre, por un lado, una teoría naturalista o, si se quiere, matemática de la armonía —en tanto que ésta se constituye a partir de sus componentes—, y, por el otro, con una armonía a la que el alma aspira como su más preciada meta.
Esta segunda objeción formulada por Cebes precisa de una respuesta más compleja. Sócrates calla por unos instantes y se concentra. Luego comienza de la manera siguiente: «Por mor de la claridad es necesario, ante todo, esclarecer la causa del devenir y del perecer (genesis y phthora). Sólo así se podrá llegar a entender bien el sentido de la muerte». Para ello, Sócrates empieza a dar cuenta de sus experiencias con la ciencia de su época, hasta llegar al momento en el que se decide por emprender otro camino, a saber: el camino de los logoi, el camino a las ideas.
Ahora querría interrumpir el análisis del texto para explicar una vez más algunos conceptos de carácter general que he apuntado ya. Para empezar, querría hacer una observación hermenéutica suplementaria. No cabe duda de que, en la línea de trabajo que he desarrollado, abogo por la mala infinitud que Hegel critica. Sin embargo, es una verdad sencilla la que yo defiendo: que algo tal como una historia común, que en alemán designamos con la expresión Weltgeschichte («historia mundial»), tiene que ser reescrito por cada nueva generación. Me parece evidente que con cada cambio histórico también deben transformarse las formas de observación y conocimiento del pasado. Esta verdad, con todo, no se puede aplicar con tanta facilidad a la tradición filosófica, puesto que tal aplicación implica el reconocimiento de que esta misma tradición no ha concluido con la gran síntesis de Hegel, sino que aún se pueden dar otros giros del pensamiento que nos abran nuevas perspectivas. Un giro de ese tipo, por ejemplo, lo representa Nietzsche, quien, por lo que respecta a la solidez del trabajo conceptual, ciertamente no se puede comparar a Hegel. Con todo, ha impregnado toda nuestra posición respecto al pasado y ha marcado con ello nuestro trabajo filosófico.
Esto me lleva a hacer algunas precisiones acerca del concepto de conciencia de la historia efectual (Wirkungsgeschichtliche Bewusstsein) que yo introduje. Ésta implica que tomamos conciencia de los prejuicios constitutivos de nuestra comprensión. Por supuesto que no podemos llegar a conocer todos nuestros propios prejuicios, ya que en ningún momento nos hallamos en situación de alcanzar un conocimiento exhaustivo de nosotros mismos ni de volvernos completamente transparentes para nosotros mismos. Por otra parte, el hecho de que los prejuicios sean constitutivos de la comprensión no significa en absoluto que la aproximación a un texto sea una decisión arbitraria del pensador o investigador. Los prejuicios mencionados no son otra cosa que el arraigo en una tradición; en la misma tradición a la que se quiere hacer hablar en el texto interrogado. En ello radica la complejidad de la situación hermenéutica. Siempre depende del género de texto. El material de la hermenéutica es nuestra cultura clásica, y a ésta la hallamos en formas diversas, no sólo en la ciencia, sino, ante todo, en la tradición de la teología, la jurisprudencia y la filología; con todo, está claro que nuestros condicionamientos más fuertes se hallan a tal profundidad que no podemos conocerlos ni penetrarlos con la mirada.
Todo esto nos ayuda, por ejemplo, a comprender la diferencia que existe entre Platón y la «doxografía» de Aristóteles. Los escritos de Platón no son apuntes de trabajo, sino obras literarias y, por ello, la doxografía que aparece en estos escritos es muy distinta, por ejemplo, de la que Aristóteles ofrece en la Metafísica, la Física y el De anima. A su manera, los escritos de Platón se publicaron y estaban destinados a la lectura privada o pública en Atenas. Los escritos de Aristóteles que se nos han conservado fueron desconocidos durante siglos; se trata de apuntes de clase que tal vez se transmitieron en la tradición oral durante algunas generaciones, pero no se ha conservado nada destinado a la publicación; en todo caso, nada que pueda considerarse como la última palabra de Aristóteles.
Tomemos, en cambio, el Fedón. Es obvio que no constituye un tratado, sino una obra de alta literatura. En este escrito hallamos descripciones realistas, y se consigue la plena fusión de la argumentación teórica y la acción trágica. Así, el argumento más poderoso en favor de la inmortalidad del alma que se formula en el Fedón no es propiamente un argumento, sino el hecho de que Sócrates se mantiene fiel a sus convicciones hasta el fin y las confirma con su vida y su muerta. El mismo argumento de la obra desempeña el papel de argumentación. Al final del diálogo se encuentra el mito que describe la tierra en que vivimos y que además explica cómo esta tierra debe ser el escenario de una vida honrada. A la pregunta por la naturaleza del mundo basado sobre el principio del bien, no podemos propiamente responder con argumentos satisfactorios. Ocurre más bien que comparecen los mitos, con su especial sugestividad. El propio Platón trata de advertirnos de que no se trata de meras narraciones, sino que en ellas se entrelazan también conceptos y reflexiones. Por ello, equivalen a una prolongación de la argumentación dialéctica, en una dirección en la que los conceptos y fundamentaciones lógicas no están disponibles.
La ignorancia socrática también es una figura literaria. Es la forma a través de la cual Sócrates conduce a su interlocutor a enfrentarse a su propia ignorancia. En este sentido, la conclusión del diálogo Lisis es ejemplar. Ni Menéxeno ni Lisis logran definir la amistad, y el diálogo se interrumpe de pronto, cuando los educadores se inmiscuyen y llevan a los muchachos a su hogar. Esta conclusión negativa es el modelo que volvemos a encontrar de manera parecida en todos los diálogos confutatorios. Siempre se trata del mismo problema, a saber: que, para llevar una virtud a la práctica, hay que estar orientado hacia ella previamente de forma teórica. A este respecto, se puede hablar del intelectualismo de los griegos, pero hay que añadir que se trata de una intencionalidad que nunca encuentra conceptos plenamente apropiados. En Platón, que fue un gran escritor del rango de un Sófocles o de un Shakespeare, esta intencionalidad se expresa, cuando los conceptos no alcanzan, en la acción del diálogo; en el caso del Lisis, en la relación dialógica de Sócrates con los dos jóvenes amigos.
En cambio, si tomamos el escrito sobre la República, hallamos en él un Sócrates que parece totalmente otro en su manera de conducir el diálogo y las pruebas. Platón quiere describir una ciudad ideal en la que se constituye una elite formada en el ámbito de la matemática y la dialéctica, que podrá guiar la vida práctica. En mi trabajo Die Idee des Guien zwischen Plato und Aristoteles (La idea del bien entre Platón y Aristóteles) defiendo la tesis de que ambos filósofos tratan el mismo asunto, a saber: el problema del bien y su materialización en una ciudad ideal. Pero hay que reconocer que el ethos presente en la República platónica tiene una dimensión utópica sin paralelo en Aristóteles. Dicho ethos se manifiesta de tal modo en la República platónica que en ella todo está sujeto a normas. En ella es casi imposible hacer algo malo o contrario a las normas; algo inconcebible para un moderno. Si llevamos esta utopía a su extremo, sólo un error de cálculo del «comité de planificación» —así podríamos llamarlo— podría causar la ruina de esta ciudad ideal.
Otra particularidad del diálogo platónico consiste en que los interlocutores de Sócrates se expresan de manera completamente insulsa —dicen «sí», «no», «quizá», «naturalmente»—, sin que se nos describa más de cerca su carácter. Esto no es ninguna casualidad. El autor lo ha querido así. No pretende que nadie vea a estos interlocutores como tipos definidos, como si se tratara de una obra de teatro. En los diálogos de Platón, el interlocutor se asemeja más bien a una sombra en la que todo el mundo puede reconocerse.
Estas indicaciones no deben servir tan sólo para explicar las diferencias entre un diálogo platónico y un escrito doctrinal de Aristóteles, sino también la diversidad entre los textos procedentes del propio Platón. Hay que interrogar incesantemente a estos textos para que respondan de manera distinta cada vez, puesto que el diálogo vivo, el entendimiento entre los seres humanos y la participación en una tradición escrita están estructurados de tal manera que todo ocurre sin necesidad de un impulso exterior. La tradición no es algo inmóvil, no se fija de una vez para siempre. Carece de leyes. También en el caso de la Iglesia se trata de una tradición viva y del diálogo constante con dicha tradición.