La aproximación hermenéutica al inicio
En el transcurso de mis explicaciones, es esencial que tomemos en cuenta el papel que tiene la lógica hegeliana como punto de referencia de la historiografía filosófica del siglo XIX. Nombres significativos como los de Eduard Zeller y Wilhelm Dilthey están estrechamente ligados a la tradición de la lógica hegeliana. Si pasamos a hablar de las primeras categorías de la lógica, debo decir que no estoy de acuerdo con la afirmación de que éstas tratan del ser y del no ser. Pues la nada no es un no ser, sino justamente la nada. Un punto fundamental de mi argumentación postula que las tres primeras categorías no son en realidad tales categorías, puesto que no se predican de nada. Se asemejan más bien a meros puntos de orientación, y esto es extremadamente importante para entender que nuestra comprensión del inicio a partir del final no es jamás definitiva. No es la última palabra, porque también el movimiento de la reflexión halla su lugar únicamente en el marco de una tradición sin inicio ni fin.
Hegel declara con franqueza que no se está tratando el movimiento de la autoconciencia, sino el de las ideas. Pero, en verdad, sólo desde una perspectiva exterior se puede asumir que el que piensa y las ideas constituyen polos distintos. En dicha medida, la lógica hegeliana es una lógica muy griega, puesto que la filosofía griega no conoce ninguna autoconciencia, sino tan sólo las ideas. El concepto de nous es tan sólo una primera aparición de la reflexividad, de tal modo que dicha reflexividad no tiene todavía el carácter de la subjetividad moderna cartesiana. Con ello, naturalmente, el problema sólo se desplaza. Como conclusión —dentro del saber absoluto— queda superada la diferencia entre idea y movimiento, y el movimiento es, sin duda alguna, el movimiento del pensamiento; aunque dicho movimiento, por otra parte, se contempla como una proyección de las ideas sobre una pared.
Asimismo, debería aclarar que los tres significados de «inicio» que he mencionado no pueden quedar aislados entre sí. Se tienen que entender como tres aspectos de una misma cosa. Éstos son: el significado histórico‐temporal, el reflexivo en relación con el comienzo y el fin, así como aquél que quizá sugiere la representación más auténtica del inicio: la del inicio que aún no sabe cuál ha de ser la continuación. Esta división tripartita es la premisa que propongo para la investigación filosófica de los presocráticos. De acuerdo con ella, el inicio no se nos da en ningún caso de manera inmediata, sino que es necesario volver a él a partir de otro punto. Así, no me cierro por entero a la relación reflexiva entre principio y fin, la cual, por lo demás, sería la aplicación de un concepto propuesto por mí mismo, que se traspondría al ámbito de la historia de la filosofía y de su origen en la cultura griega. El interés por la tradición presocrática empieza, como he subrayado ya, con el romanticismo, y tanto Hegel como Schleiermacher postulan la importancia del movimiento temporal y de la historia para el desarrollo del contenido del espíritu. Podríamos recordar la conocida afirmación de Hegel de que pertenece a la esencia del espíritu el que su aparición tenga lugar en el tiempo, en la historia.
No tengo intención de pasar revista a todo el desarrollo de la investigación europea durante el siglo XIX. He dado ya una visión de los grandes intérpretes de los presocráticos pertenecientes a ese siglo en una colaboración que se publicó únicamente en italiano (en el primer volumen de Questioni di storiografia filosófica, editado por Vittorio Mathieu, Brecia; Editrice La Scuola, 1975). Querría tan sólo recordar dos figuras que son representativas tanto de la interpretación histórica como del debate sobre los fundamentos y el método de la historia de los problemas (Problemgeschichte), que tuvieron gran importancia a finales del siglo XIX y principios del XX en el ámbito de la cultura alemana. Como complemento de estas observaciones, aludiré a la historia efectual (Wirkungsgeschichte) —así la llamo, con un término perteneciente a la hermenéutica— y al papel central que desempeña en toda la filosofía que se funda en el lenguaje, la comprensión y la interpretación.
Ante todo, querría recordar a Eduard Zeller y la magna obra que dedicó a la filosofía de los griegos. Este trabajo también es muy conocido en Italia, y con buen motivo. Los cinco volúmenes de la última edición italiana son una mina de erudición y conocimiento de la materia. Corresponde a Rodolfo Mondolfo y sus sucesores el mérito de haber ampliado y actualizado la edición italiana de esta obra mediante los avances en la investigación de la filosofía antigua. Gracias a su erudición y su criterio, Mondolfo ha logrado conservar y renovar esta obra clásica de Zeller.
Volviendo a la obra del propio Zeller, se plantea la pregunta por su mérito específico. En principio, Zeller era teólogo, pero sus intereses lo llevaron a la historia de la filosofía y a la investigación histórica. Así, escribió numerosos trabajos en la línea del historicismo alemán. Su concepción fundamental es un hegelianismo moderado. Éste le llevó a reconocer un sentido determinado en el desarrollo del pensamiento filosófico —y especialmente del pensamiento griego—; halla en él un sentido, pero no —y ahí difiere de la concepción de Hegel— la necesidad de un desarrollo. Por lo demás, la interpretación de la tradición filosófica por medio de los esquemas hegelianos se ha convertido en una constante de nuestra manera de pensar, aun cuando no se haga valer sin limitación alguna el paralelismo absoluto entre el desarrollo lógico de las ideas y su avance en la historia de la filosofía. Eso es lo que establece el hegelianismo moderado de Zeller, y con un ejemplo voy a mostrar cómo opera:
Sabemos que la relación entre Parménides y Heráclito es objeto de controversia. Por un lado se dice que Parménides criticó a Heráclito; por otro, se afirma que Heráclito fue uno de los críticos de Parménides; y aún por otro, se dice que tal vez no hubiera ninguna relación histórica entre ambos. Quizá sea cierto que no se conocieron. No sería en absoluto inverosímil que no hubiera existido ninguna relación entre ambos —uno vivió en Éfeso, el otro en Elea—; que no la haya habido, cuando menos, en el curso de su actividad creadora. ¿Por qué esta tesis mía ha levantado tanta polvareda? La respuesta está clara: ¡Hegel ha mantenido su influencia hasta el día de hoy! ¡También al historiador le parece obvio que, en el desarrollo progresivo del saber, todas las cosas están ligadas entre sí! Esta forma de pensamiento histórico, que surge en el siglo XIX y que tiene influencia hasta el día de hoy, me parece una muestra evidente de la herencia viva de Hegel, que también se encuentra en Zeller. Hay que tener siempre en cuenta esta herencia a fin de hallar los límites de Zeller en la interpretación de textos.
Así, del mismo modo que Hegel está presente en Zeller, también en Wilhelm Dilthey aparece Schleiermacher, el otro punto de referencia de la historiografía de los presocráticos perteneciente al siglo XIX. En una tierra como Italia, donde el historicismo tiene raíces profundas, Dilthey es bien conocido. Sólo querría recordar, de manera muy breve, aquello que en mi opinión es lo fundamental en Dilthey, a saber: el concepto de estructura, el cual, naturalmente, es empleado en su sentido extenso, y no con el significado específico que le otorga el estructuralismo de hoy en día. La introducción por Dilthey del concepto de estructura en la discusión filosófica es un hecho notable. Representa, por parte de las ciencias de lo humano, la primera resistencia contra la presión ejercida por la metodología de las ciencias de la naturaleza. En un tiempo en el que la teoría del conocimiento ocupaba un lugar preeminente, Dilthey osó mostrarse crítico contra la tendencia dominante, que tomaba la lógica inductiva y el principio de causalidad como única forma de explicación de los hechos.
En este contexto, «estructura» significa que existe otra manera de comprender la realidad, distinta de la investigación causal. «Estructura» designa el agregado de las partes, de las cuales no hay ninguna que ostente la preeminencia. Se corresponde con el juicio teleológico de la tercera crítica de Kant, en la que se expone de manera convincente algo que es obvio, a saber: que en el organismo vivo ninguna de las partes ocupa el primer puesto ni cumple exclusivamente funciones de guía, relegando a las demás a un segundo nivel. Más bien, todas las partes del organismo están unidas y todas le sirven. El término «estructura» procede de la arquitectura y de las ciencias de la naturaleza, pero dentro de la obra de Dilthey adopta un significado claramente metafórico. «Estructura» indica que no se da en primer lugar una causa y luego un efecto, sino que se trata de un juego combinado de efectos.
En consecuencia, Dilthey introduce otro concepto que ha significado mucho para mí, el concepto de «coherencia efectual» (Wirkungszusammenhang); ésta no se pretende derivada de la distinción entre causa y efecto, sino de la ligazón entre los efectos que, sin excepción alguna, se hallan en relación unos con otros. Así ocurre en el organismo vivo, pero también en la obra de arte. El ejemplo favorito de Dilthey es la estructura de una melodía. Una melodía no es una mera sucesión de sonidos, puesto que toda melodía tiene una conclusión y en dicha conclusión alcanza su cumplimiento. Un rasgo que distingue al oyente entendido en música —y en particular al entendido en música selecta— es, como bien se sabe, que éste, a diferencia de los demás, es capaz de notar por sí mismo en qué momento termina la composición y prorrumpe en aplausos al instante, porque la obra ha alcanzado su cumplimiento. La obra de arte construye, al igual que el organismo, una coherencia efectual plenamente estructurada, y por ello es evidente que nadie, en tanto que permanezcamos dentro del ámbito de lo estético, podría dudar de que la explicación de la obra de arte no puede ser de tipo causal, sino que se debe basar en conceptos tales como armonía, coherencia; en la estructura. Desde esta perspectiva, Dilthey quiere legitimar la originalidad y la autonomía de las ciencias del espíritu. De hecho, en ellas se manifiestan unas coherencias estructurales y un modo de comprensión totalmente distintos de aquéllos con los que trabajan las ciencias naturales, que por aquel entonces se entendían a sí mismas como mecanicistas.
Ahora debemos preguntarnos en qué medida podemos trasladar esta perspectiva de las coherencias estructurales al ámbito de la filosofía presocrática. ¿Dónde se encuentra una obra íntegra, dónde se encuentra un texto completo que se nos presente en su coherencia interna? Sólo conocemos fragmentos y citas transcritas por autores posteriores; a menudo, meras alusiones o citas deformadas. En suma: una tradición tan insegura, que la aplicación del «principio estructural» tomado de la experiencia estética se ve enormemente obstaculizado.
A esta dificultad se le puede añadir una constatación que tiene un carácter más general y qué es muy importante para mí: nunca nos hallamos en la situación de ser meros espectadores u oyentes de una obra de arte, puesto que, en cierta medida, siempre estamos condicionados por la tradición. El intento de comprender la estructura interna y la coherencia de una obra no alcanza, por sí mismo, a despejar todos los prejuicios que se derivan del hecho de que nosotros mismos nos hallamos dentro de una tradición.
El ejemplo más convincente para la ilustración de este problema se encuentra en la Introducción a las ciencias del espíritu de Dilthey. En la segunda parte del libro, Dilthey describe el origen, desarrollo y decadencia de la metafísica científica. Es sorprendente la manera en que Dilthey describe la empresa, estéril a su modo de ver, que acometieron los griegos cuando trataron de poner en concepto las imágenes de la percepción religiosa, especulativa, poética y mitológica con los medios de la ciencia Una metafísica científica es, en su opinión, algo contradictorio en sí mismo, porque consiste en el deseo de expresar científicamente las profundidades de la vida inaccesibles para la ciencia. Este estado de cosas se puede ilustrar de manera imponente con la interpretación de Demócrito por Dilthey. Demócrito es el último pensador significativo de su época.
Se le ha vetado el eco que le correspondería, porque la metafísica que se basa en el pensamiento de Platón y Aristóteles ha dominado toda la historia de la humanidad. Aunque esta perspectiva perdiera importancia durante el helenismo, la tradición metafísica clásica se mantuvo en todo momento y, revivificada en la Edad Media, alcanzó la preeminencia. Sólo al llegar a la modernidad, en consonancia con el desarrollo de las ciencias de la naturaleza, Demócrito y el atomismo hallaron nuevos seguidores (y hoy en día existen autores que, como Popper, hallan en Platón una ideología completamente errónea en la línea del nacionalsocialismo, y en Aristóteles, un dogmatismo anticuado).
Está claro qué es lo que quiero exponer: que incluso un pensador disciplinado como Dilthey, que defiende un modo de pensar histórico con carácter propio, se deja llevar al fin por una perspectiva ahistórica de raigambre modernista. Por ello estoy convencido de que el historicismo, que reconoce la individualidad de toda estructura, tampoco queda libre de los prejuicios de su época, que siguen influyendo en los seguidores de esta perspectiva democrítea. Hoy día, ciertamente, nos cuesta imaginar a alguien que crea posible la existencia de un Galileo en el siglo III a. C. A pesar de los grandes triunfos de Euclides y Arquímedes, las matemáticas aún no se habían desarrollado suficientemente, y existen muchos otros argumentos históricos que excluyen esa idea.
Sin embargo, existe otra manera de acercarse a un objeto de investigación: se llama historia de los problemas (Problemgeschichte). Hacia el final del siglo XIX, se introdujo un nuevo principio: no existe en la filosofía una verdad sistemática, un sistema de validez general. Todos los sistemas son parciales; no son la verdad como tal, sino una visión más o menos parcial de la realidad. Sin embargo, a los diversos edificios sistemáticos les subyacen los mismos problemas, y en esa medida es posible hablar de una historia de la filosofía y también de una filosofía de los presocráticos. Hermann Cohen, por ejemplo, interpreta a Parménides como descubridor de la identidad, a Heráclito como descubridor de la diferencia, etc. También en ello se puede descubrir un fundamento hegeliano, hecho éste que los historiadores de la filosofía no siempre toman suficientemente en cuenta. La lógica hegeliana es como una inmensa cantera de donde la filosofía de la historia posterior toma sus materiales de construcción.
Pero ¿qué es propiamente un problema? Este término procede del lenguaje de los campeonatos, en que los competidores se enfrentan y tratan de ponerse unos a otros obstáculos en el camino. El término se introdujo de manera figurada en el lenguaje de la discusión: un argumento que se opone a la perspectiva del otro que participa en la conversación es como un obstáculo. En este sentido, un problema es algo que frena el avance del conocimiento. Este concepto de problema fue expuesto certeramente por Aristóteles en los Tópicos.
Vemos aquí la ocasión para mostrar la diferencia entre ciencia y filosofía. En ciencia, el problema es algo que nos impulsa a no contentarnos con las explicaciones aceptadas hasta el momento, sino a seguir adelante, a probar nuevos experimentos y nuevas teorías. Por ello, el surgimiento de un problema es en ciencia el primer paso en el camino del progreso, como dice Popper. Pero de dónde venga ese problema es un asunto muy distinto, que Popper tal vez despacharía como cuestión psicológica. Probar y confirmar con exactitud las consecuencias de una teoría no es el único punto decisivo del conocimiento científico. Por regla general, el rasgo distintivo del verdadero investigador es más bien el descubrimiento de nuevas preguntas. Ésa es la capacidad más importante para, un investigador: la fantasía, porque tiene que hallar una cuestión fecunda. Ése es el momento decisivo en la creatividad científica, y no la verificación ni la falsación, como postula el popperismo dogmático. Por supuesto que Popper tiene razón al decir que las ciencias tienen el cometido de solucionar las cuestiones que se les plantean. Pero no menos importante es el cometido de plantear la cuestión apropiada. Merece la pena admitir que también existen problemas que se encuentran más allá de las posibilidades de la ciencia.
Con ello llegamos al carácter diferencial de la filosofía. Aun cuando el filósofo comprenda que la solución de tales problemas es imposible, no por ello éstos son intrascendentes. Así, no es cierto que el problema que no admite falsación no esté planteándole ninguna cuestión al pensador. Por eso mismo, encontramos la teoría del problema en los Tópicos de Aristóteles, en el marco de la teoría de la dialéctica, que no debemos entender en el sentido que le da Hegel, sino en ese otro sentido contrapuesto de un movimiento del pensamiento que no pretende la resolución completa del problema y que se halla cerca de la retórica.
Esta formulación del concepto de problema excluye la inmovilidad del problema. Quien, en la mutabilidad de la vida histórica, busque problemas constantes, deberá afirmar que es evidente que siempre se repiten los mismos problemas. Tomemos como ejemplo el problema de la libertad. Pero ¿de qué libertad se trata? ¿Libertad como eleuiheria, en el sentido histórico‐político de independencia y soberanía? En tal caso, libertad sólo significa: no ser esclavo.
Sin duda, esta libertad no es la misma que predica la doctrina moral estoica, según cuyas indicaciones el estado más elevado se halla en no querer nada salvo lo que esté disponible. Esto también es libertad, y es cosa sabida que la filosofía estoica defiende la tesis de que el sabio también es libre aunque yazga en cadenas. ¿Y qué decir acerca de la libertad de la doctrina cristiana, la libertad de elección, tal y como la examina Lutero en De servo arbitrio? Más adelante se encuentra la libertad tematizada en la polémica entre determinismo e indeterminismo. Este debate se desarrolla a lo largo del siglo XIX y la discusión se prolonga hasta ya iniciado el siglo XX. En su seno, el concepto de libertad no se define por oposición al señorío de un amo que dispone de la acción y la vida de un súbdito, sino con referencia a la naturaleza y su causalidad necesaria.
Frente a ella se plantea la cuestión de si existe la libertad en general. Aún recuerdo cómo los físicos de la Escuela de Copenhague elaboraron la teoría cuántica. Entonces, muchos científicos acreditados la presentaron como resolución del problema de la libertad. A nosotros, esto nos parece casi ridículo, pues no olvidamos la distinción kantiana entre la causalidad, como categoría que rige en los hechos estudiados por las ciencias de la naturaleza, y la moralidad, que no es un hecho (Faktum) del mismo orden que los estados de cosas estudiados por la física, sino, más bien, un «hecho» de la razón («Tatsache» der Vernunft). La libertad es un «hecho de la razón» (Faktum der Vernunft). Esta formulación empleada por el propio Kant puede confundir. En ella se aúnan conceptos contrapuestos, a saber: verdad de hecho y verdad de razón, empleando los términos de Leibniz. Pero ¿qué hay de la afirmación de Kant según la cual la libertad es una condición necesaria para el ser humano en tanto que persona moral y social? Como es obvio, este concepto de libertad difiere radicalmente de aquel otro que tal vez se sugiera con la indeterminación de los fenómenos, pero que, por ello mismo, no puede ponerse como fundamento de la libertad del ser humano.
Un ejemplo aún más característico del error en que incurrimos al tratar de encontrar a toda costa el mismo problema en conceptos históricamente diversos puede hallarse en la ética de los valores. Sabemos que, en el siglo XIX, el concepto de valor, tomado de la economía política, es trasladado a la teoría filosófica. Este concepto empleado por Lotze halló aplicación en la obra de Max Scheler y aún más en la de Nicolai Hartmann, quien fue mi primer maestro y entrañable amigo. Hartmann interpretaba las virtudes aristotélicas como valores, pero dicha interpretación resulta a todas luces insuficiente. En ella, «valor» encierra un significado objetivante. El valor tiene su validez propia, no depende de una valoración; por tanto, es conocimiento. En Aristóteles, por el contrario, la virtud deriva de la educación. La virtud aristotélica distingue al ser humano en tanto que humano entre humanos, no sólo por el correcto acatamiento de valores que son válidos por sí mismos, sino por cómo es y se comporta de acuerdo con su formación, hábitos y carácter. En este sentido, difiere radicalmente del concepto de valor propio de la fenomenología. Éste es uno de los casos en los que la falta de diferenciación histórica es evidente, de tal manera que todo se reduce al mismo problema. Por lo demás, querría recordar que el propio Scheler planteó objeciones contra la identificación entre valor y virtud aristotélica realizada por Hartmann.
¿Cómo definir entonces, frente a Dilthey y la historia de los problemas, mi propio proceder y mis interpretaciones? Yo utilizo los términos «historia efectual» y «conciencia de la historia efectual» (wirkungsgeschichtliche Bewusstsein). Con ello quiero dar a entender, ante todo, que no podemos afirmar que el estudio de un texto o de una tradición dependa plenamente de nuestras decisiones. Esa libertad, ese distanciamiento respecto del objeto investigado, no existe. Todos nosotros nos hallamos en el curso de la tradición, y no disponemos de la soberana distancia con que los científicos de la naturaleza realizan experimentos y formulan teorías. Es cierto, sí, que en la ciencia contemporánea —por ejemplo, en la mecánica cuántica— el sujeto medidor desempeña un papel que no es el de un mero observador objetivante. Pero, sin embargo, eso es algo totalmente distinto del hallarse en el curso de la tradición, estar condicionado y conocer a los demás y sus puntos de vista como tales a partir del condicionamiento propio. Esta dialéctica no atañe tan sólo a la tradición cultural, esto es, a la filosofía, sino también a las cuestiones morales. De hecho, tampoco aquí tenemos nada que ver con el experto que, desde fuera, investiga «objetivamente» las normas, sino con un ser humano que ya está marcado por dichas normas; un ser humano que se encuentra ya en el marco de su sociedad, su época, sus prejuicios, su experiencia del mundo. Todo esto actúa sobre él y lo determina en el momento en que se aproxima a una cuestión e interpreta una doctrina.
El concepto de efecto es ambivalente y, en determinados aspectos, es un atributo de la historia; sin embargo, en algún sentido también es un atributo de la conciencia. La conciencia, sin saberlo ella misma, está condicionada por las determinaciones históricas. Nosotros no somos meros observadores que contemplan la historia desde lejos, sino que nos hallamos, en tanto que somos criaturas históricas, siempre en el interior de la historia que aspiramos a comprender. En ello radica la peculiaridad no reducible de este tipo de conciencia. Por este motivo, me parece totalmente erróneo afirmar que la diferencia entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu no es ya tan importante como se creía en el siglo XIX. Sí, se dice incluso que ha quedado anticuada, porque las ciencias de la naturaleza, por su parte, no hablan ya de una naturaleza sin desarrollo, sin historia. Así, el ser humano habría hallado su lugar en la larga historia del universo, por lo que las ciencias del ámbito moral y espiritual habrían de pertenecer ahora a las ciencias de la naturaleza. Todo esto es falso. No constituye ninguna explicación adecuada de la historicidad del ser humano. El ser humano no se puede observar a sí mismo desde la segura perspectiva de un investigador, y queda excluido que se le pueda reducir a objeto de una ciencia evolucionista y comprenderlo a partir de ésta La experiencia del encuentro del ser humano consigo mismo en la historia, esta forma de la conversación, este tipo de entendimiento el uno con el otro, difiere radicalmente de las ciencias naturales y también de la observación evolucionista del mundo y del Homo sapiens.
Estos temas son fascinantes por sí mismos, pero esperamos que haya quedado claro que el recuerdo, esa vida del espíritu, es otra cosa. La anámnesis platónica se asemeja ciertamente al enigma del lenguaje. No tiene principio, no tiene inicio, y asimismo no se pueden derivar las palabras a partir de un principio, como ocurriría en un «ortolenguaje». El hablar de una lengua es una totalidad, una estructura en la que ocupamos un lugar que no hemos elegido. Lo mismo puede decirse del recordar, que constituye una forma de articulación de nuestras experiencias, un proceso que tal vez comience ya en el embrión. En todo caso, no puedo estar seguro, porque no guardo ningún recuerdo de mi estado embrionario. Pero no es eso lo que importa Lo que importa es si una experiencia es recuerdo, percibir de nuevo, retomar.
Al final, parece evidente que la situación hermenéutica del ser humano queda confirmada y que la petulancia de distanciarse de las cosas como si éstas tan sólo fueran objetos de observación deja fuera el aspecto decisivo de nuestro entendimiento con otros seres humanos (y con otras culturas). No podemos evitar que, en el contacto con los otros, ellos nos hablen también. Igualmente, la empresa de interpretar el inicio del pensamiento occidental tiene que consistir siempre en un diálogo entre dos interlocutores.
En consecuencia, también nos vemos obligados a modificar el significado de «método». En este ámbito no existe un sujeto investigador en posición privilegiada. La palabra «método» presupone, en el sentido definido por Descartes, que existe un solo método para llegar a la verdad. Descartes subraya con firmeza en el Discours de la méthode, pero también en otros escritos, que existe un método único y general para todos los objetos posibles del conocimiento, y dicho concepto de método se ha impuesto al fin y prevalece en la teoría del conocimiento de la modernidad, si bien se admite que el método se puede mostrar flexible en su proceder. Por el contrario, mi propia posición en el marco del trabajo filosófico de nuestro siglo se caracteriza por haber retomado la conocida contraposición entre las ciencias de la naturaleza y las del espíritu. A mi parecer, la disputa entre la lógica de John Stuart Mill y la de Wilhelm Dilthey se basa —en tanto que prescindamos de la heterogeneidad de ambos puntos de vista— en una presuposición común: la aspiración a la objetividad del método. En el marco de esta presuposición, todo se reduce a métodos de objetivación distintos en cada caso. Pero esto conduce justamente al error.
Methodos significó siempre en la Antigüedad la totalidad del trabajo con un ámbito de cuestiones y problemas. En dicho sentido, «el método» no es una herramienta de objetivación y dominio, sino un interés en el trato con las cosas de las que nos ocupamos. Este significado de «método» como «hacer el camino junto a» presupone que nos encontramos ya en medio del juego y que no adoptamos un punto de vista neutral, por mucho que nos esforcemos en pro de la objetividad y arriesguemos los propios prejuicios.
Por supuesto que esta afirmación es un reto a las ciencias de la naturaleza y a su ideal de objetividad. Pero las ciencias del espíritu tienen aún otras misiones distintas, de otro tipo. Naturalmente, en ellas también se plantea la pregunta por la existencia o no existencia de un estado de cosas y por su verificación. En las ciencias del espíritu, ésta es una preocupación elemental y comprensible. Lo propio de ellas es el encuentro del ser humano consigo mismo en vista de otro que es distinto. Se trata más bien de una participación, más parecida a lo que se produce en el creyente a la vista del mensaje religioso que a la relación entre sujeto y objeto que se ha instalado en las ciencias de la naturaleza. Este punto de vista hipotéticamente neutral implica siempre la supresión del sujeto cognoscente y, en efecto, es evidente que el objetivo último de la cientificidad que aquí tratamos es la desaparición de todo punto de vista subjetivo. Pero eso no es lo apropiado en los ámbitos cultural y social. No es ésa la misión de las ciencias del espíritu. No me permiten establecerme, con la ayuda de un método, en una relación determinada respecto a otro que se sitúa delante de mí como objeto. Jean‐Paul Sartre describió de manera adecuada lo desolador de la mirada objetivadora: en el instante en que el otro se ve reducido a mero objeto observado, se pierde la reciprocidad de la mirada y no se produce ya el entendimiento.
La discusión acerca de la unidad de las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu también induce a error en la medida en que no se asume de entrada que las funciones de unas y otras son radicalmente distintas. Las primeras emplean procedimientos objetivadores; las segundas requieren participación. Naturalmente, eso no significa que la objetivación y la aproximación metódica no tengan ningún valor en las disciplinas humanísticas e históricas, sino tan sólo que no constituyen el sentido de la investigación en ese ámbito. Si fuera de otro modo, nuestro interés por el pasado no tendría explicación. De hecho, los propios científicos de la naturaleza dicen que su meta es lograr el progreso del conocimiento y, con ello, dominar la naturaleza y quizá también la sociedad. Sin embargo, la cultura vive como una forma de entendimiento, como un juego, cuyos participantes no adoptan los respectivos papeles de sujeto y objeto. Por eso se puede entender perfectamente que las ciencias de la cultura, en efecto, disponen de métodos científicos. Pero éstos se reducen a meros presupuestos obvios tan pronto como los comparamos con el valor que tiene en dichas ciencias nuestra participación recíproca, nuestra imbricación en la tradición y la vida de la cultura.
Pero voy a dar por terminado este tema y me centraré en nuestro objeto específico. La insuficiencia del concepto de método, entendido éste como garantía de objetividad, se manifiesta claramente cuando insisto en que la única aproximación al tema «presocráticos» consiste en estudiar a Platón y Aristóteles, cuyos textos tenemos a mano, y ver qué cuestiones se plantean y con qué sentido. La empresa no es fácil, sobre todo por lo que respecta a Platón. Sólo puede concretarse en la lectura de los textos en los que Platón y Aristóteles hablan de sus antecesores. No podemos olvidar que ellos, en el curso de su trabajo, no tenían en cuenta nuestra investigación histórica, sino que se guiaron por sus propios intereses, por su propia búsqueda de la verdad, que en ambos autores presenta rasgos comunes, pero también diversos. Por ello, desde ahora entra en juego la interpretación conjunta de la filosofía platónica y aristotélica. Por ejemplo: sólo cuando comprendamos qué significado tiene el hecho de que Platón figure como pitagórico en el marco de la crítica efectuada por Aristóteles podremos llegar a comprender lo que Aristóteles cuenta acerca de los presocráticos.