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El significado del inicio

Para la exposición del tema que vamos a tratar, que siempre ha ejercido sobre mí una atracción muy especial, me basaré en los apuntes de la última lección que impartí en Heidelberg a fines del año 1967. De hecho, vengo pensando desde entonces que valdría la pena retomar aquel discurso.

El tema es el inicio de la filosofía griega, esto es: de la cultura occidental. Este tema no tiene un interés meramente histórico. Afecta a problemas actuales de nuestra propia cultura, que se encuentra en una fase de brusca transformación, pero también de incertidumbre y de falta de seguridad en sí misma, y que por ello aspira a establecer vínculos con culturas de carácter muy distinto, las cuales, a diferencia de la occidental, no han surgido de la cultura griega. En ello radica uno de los motivos de nuestro interés por las primeras etapas del desarrollo del pensamiento griego. Una tal investigación de los presocráticos tiene actualidad. Coadyuva a la comprensión de nuestro propio destino, que se estableció, con la filosofía y la ciencia griegas, en los años en que se empezó a constituir en el ámbito mediterráneo la preeminencia de Grecia en la navegación y el comercio. Entonces se produjo un veloz desarrollo cultural. No por casualidad, los primeros presocráticos procedían de Asia Menor, del área costera centrada en Mileto y Éfeso; es decir, de regiones que por aquel entonces imperaban en la cultura y el comercio de todo el ámbito mediterráneo.

Ése es el tema que me propongo tratar, por supuesto dentro de unos límites determinados y sin pretensión de exhaustividad. Pues una empresa de este tipo no concluye jamás con la llegada al punto de destino, como demuestra, sin ir más lejos, la circunstancia de que yo mismo, tras tantos años, vuelvo sobre el mismo objeto para exponer el planteamiento de abundantes cuestiones nuevas en una forma revisada a fondo y —espero— mejorada.

Juzgo necesario comenzar por una reflexión metodológica, introductoria y con cierto carácter de justificación: lo decisivo en mis lecciones acerca de los presocráticos es que no voy a empezar con Tales ni con Homero, ni con la lengua griega del segundo milenio antes de nuestra era, sino con Platón y Aristóteles. Éstos constituyen, de acuerdo con mi punto de vista, la única aproximación filosófica a la interpretación de los presocráticos. Todo lo demás es historicismo sin filosofía.

Esta advertencia preliminar precisa de una fundamentación. Se sabe que el romanticismo fue el primero que se impuso la tarea de estudiar a los presocráticos y efectuar una interpretación de éstos que se basara en la profundización en los textos originales. En las universidades europeas del siglo XVIII aún no se había establecido la norma de estudiar los textos de la filosofía platónica, ni de ninguna otra filosofía, en su original. Se empleaban manuales. Al iniciarse el estudio de los textos originales, se produjo un cambio de actitud que se debe agradecer, entre otras, a las grandes universidades de París y de Gotinga, y a otras instituciones académicas europeas en las que pervivía la gran tradición humanista; ante todo, por supuesto, a las inglesas.

Los primeros profesores alemanes de filosofía que abrieron las puertas al estudio filosófico y la interpretación de los presocráticos fueron Hegel y Schleiermacher. Conocemos el importante papel que Hegel desempeñó en ello, no sólo con sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, publicadas por sus amigos tras su fallecimiento. (En una edición ciertamente insatisfactoria, pues, aunque se mantenga dentro de los límites de la filosofía de Hegel, el legado no se editó con la atención que habría merecido un pensador de su talla).

A su lado, hay mucho más en las obras de Hegel que demuestra con mayor eficacia la importancia que tuvo la filosofía presocrática para su pensamiento. Tomemos como ejemplo el inicio de la Ciencia de la lógica, de un trabajo «sistemático» que quiere introducirse por medios dialécticos en el gran programa de la lógica trascendental de Kant. Es extremadamente interesante comparar ese inicio con los manuscritos tempranos en los que Hegel trata el sistema de las categorías kantianas; ver cómo estos conceptos se desarrollan uno a partir de otro, paso a paso, hasta llegar a la meta de la transición dialéctica hacia la idea. En los escritos juveniles de Jena falta el capítulo más conocido de la Lógica, el primero en toda su extensión, en el que se tratan el ser, la nada y el devenir. Hegel añadió este capítulo a posteriori e intentó realizar en él algo casi incomprensible: introducir tres categorías iniciales, a saber: el ser, la nada y el devenir, que por sí mismas preceden a todo logos, es decir, son previas a la forma misma de la proposición. Hegel empieza con estos conceptos de misteriosa sencillez, que no se pueden definir por medio de una proposición y sin embargo son fundamentales. Éste es el inicio del pensamiento dialéctico de Hegel, que tiene lugar en los presocráticos. Al tomar la otra gran obra de la filosofía de Hegel, la Fenomenología del espíritu, realizamos la misma experiencia: los primeros capítulos se pueden leer como un comentario único que no explica otra cosa que el capítulo dedicado a los presocráticos en la historia de la filosofía que Hegel estaba exponiendo por aquel entonces. A mi entender, es evidente que Hegel se dejó guiar por este primer trecho del camino de la filosofía para elaborar la arquitectura de su pensamiento metódico dialéctico. Por ello se puede afirmar que, con Hegel, empieza en el siglo XIX, no sólo el estudio histórico de la filosofía clásica, sino también un diálogo de la filosofía con los presocráticos que perpetuamente se vuelve a establecer y jamás termina.

El otro gran estudioso y pensador fue Friedrich Schleiermacher, el célebre teólogo y traductor de la obra de Platón al alemán. La obra de Schleiermacher es ciertamente un modelo en el ámbito de la traducción de la literatura de todas las culturas. Da entrada a una nueva colaboración entre humanistas y filólogos, por un lado, y teóricos y filósofos por el otro. En tiempos recientes, el redescubrimiento de la tradición indirecta de la doctrina platónica, a partir de Robin, por la escuela tubinguesa de Gaiser y Krämer, ha conducido, como bien se sabe, a que se acuñe la nueva expresión «schleiermacherismo». Esta expresión no resulta grata a la lengua alemana, y yo la juzgo defectuosa también en el plano del contenido. En mi opinión, se le debe a Schleiermacher el servicio inapreciable de que se haya vuelto a estudiar a Platón, no sólo como escritor, sino también como pensador dialéctico y especulativo.

Schleiermacher, a diferencia de Hegel, tuvo una especial sensibilidad ante la individualidad de los fenómenos. El descubrimiento del individuo fue, en efecto, la gran conquista de la cultura romántica. El conocido lema según el cual el individuo es «inefable» y no existe ninguna posibilidad de aprehenderlo conceptualmente en su singularidad aparece en la época del romanticismo. Este lema no se apoya en ninguna tradición escrita, y sin embargo, en relación con la cosa misma, aparece en los primeros estadios de la metafísica platónica y aristotélica, cuando la diferenciación del logos halla sus fronteras en el eidos indivisible.

Schleiermacher aunó un pensamiento extraordinariamente flexible, dialéctico y especulativo con una impresionante erudición clásica y humanística. Como teólogo, escribió, aparte de sus obras principales, un gran número de artículos, para poner fin a la equiparación superficial e injustificada de la filosofía griega y el cristianismo. A él le corresponde el mérito de haber sentado con ello las bases para el estudio de los presocráticos. Uno de sus alumnos, Brandes, escribió una gran obra acerca de la filosofía de los griegos [1], e inspiró a la escuela histórica de Berlín hasta llegar a Zeller.

Ahora querría interrumpir estas explicaciones acerca de los primeros inicios de la historiografía dedicada a los presocráticos para introducir una reflexión de carácter teórico: ¿Qué significa esta afirmación: que la filosofía presocrática es el comienzo, el principio del pensamiento occidental?, ¿qué significa aquí «principio»? Existen muchos y diversos conceptos de principio. Está claro, por ejemplo, que la palabra griega «archê» engloba dos significados de «principio», a saber: principio en el sentido temporal de origen e inicio, así como principio en el sentido especulativo, lógico-filosófico. Por lo pronto, dejaré de lado el hecho de que «principio», en este sentido, también define la doctrina de los principios de acuerdo con la práctica académica llamada «filosofía». En cambio, me ocuparé de la riqueza de facetas y de los horizontes del concepto «principio» en el sentido de «inicio». La palabra alemana Anfang («inicio») siempre ha presupuesto un esfuerzo para el pensamiento. Así, por ejemplo, se plantea el problema del inicio (Anfang) del mundo o del lenguaje. El enigma del inicio tiene muchos aspectos especulativos y merece la pena llegar hasta el fondo de los problemas que encierra.

En cierto sentido, Aristóteles vio ya la dialéctica inherente a este concepto. En la Física (en su libro quinto, creo recordar) argumenta que el movimiento concluye en reposo, pues, al final del movimiento, debe haber algo —dice él— permanente y completo en su quietud. Pero ¿cuál es su inicio?, ¿cuándo comienza el movimiento?, ¿cuándo termina?, ¿cuándo ocurre que el ser vivo empieza a estar muerto?, ¿cuándo llega la muerte? Cuando algo está ya muerto, no se halla en el instante del inicio. Ocurre lo mismo que con el enigma del tiempo, que en el ámbito de la dialéctica de Aristóteles tampoco queda sin tratar: el tiempo no tiene inicio, pues siempre podemos pensar un momento previo a aquél que tomemos como primero. No hay manera de huir de esta dialéctica del inicio.

Está claro lo que todo ello implica en relación con nuestro tema. ¿Cuándo se inicia la historia de los presocráticos?, ¿con Tales, como nos indica Aristóteles? Éste va a ser uno de nuestros puntos de discusión. Pero también podemos constatar de inmediato que, en lo referente al inicio, Aristóteles también nombra a los primeros autores, los «teologizantes» Homero y Hesíodo, y quizá sea cierto que la gran tradición épica representa ya una etapa del camino hacia la explicación racional de la vida y del mundo que luego se inicia plenamente con los presocráticos.

Pero, además, también existe otro precursor, mucho más oscuro, que se encuentra antes de toda tradición escrita, previo a la literatura épica y a los presocráticos, a saber: la lengua que hablaban los griegos. La lengua es uno de los más grandes enigmas de la historia humana. ¿Cómo se llega a la formación de la lengua? Recuerdo muy bien cierto día, en Marburgo, cuando yo era aún muy joven, en el que Heidegger habló del instante en el que el hombre levantó la cabeza por primera vez y se hizo una pregunta. Del instante en el que algo, por primera vez, ocupó al entendimiento humano: ¿Cuándo fue eso? Nosotros nos enfrascamos en una viva discusión. ¿Cuál fue el primer hombre que levantó la cabeza? ¿Adán? ¿O Tales? Hoy en día, todo esto nos puede parecer ridículo y, de hecho, nosotros éramos muy jóvenes por aquel entonces. No obstante, puede que aquella discusión apuntara a algo muy serio, algo que tiene que ver con el gran enigma del lenguaje. El lenguaje es —de acuerdo con una máxima que me parece que proviene de Nietzsche— una invención de Dios.

Volviendo a la lengua griega: ésta ofrece ya por sí misma posibilidades especulativas y filosóficas de un tipo especial. Aquí voy a nombrar tan sólo dos. La primera se conoce como uno de los rasgos más ventajosos de la lengua griega (digamos de paso que lo comparte con la lengua alemana), a saber, el empleo del neutro, que permite enunciar como sujeto el objeto intencional del pensamiento. Sobre esto han versado las investigaciones de Bruno Snell y Karl Reinhardt, aquellos grandes maestros a quienes, por fortuna para mí, he estado estrechamente vinculado. Ellos han mostrado cómo en este uso del neutro se anuncia ya el concepto. Con él se indica, en efecto, lo que no se encuentra aquí ni allí, y sin embargo es común a todas las cosas. En la poesía griega, como en la alemana, el neutro significa algo omnipresente, una presencia atmosférica. No se trata de la propiedad de un ente, sino de la propiedad de todo un espacio, «el ser», en el que se muestra todo ente.

Dicho esto, la segunda característica se hace también evidente. Se trata de la disponibilidad de la cópula, el empleo del verbo «ser» para la conexión de sujeto y predicado que constituye la estructura de la proposición. Éste es también un punto decisivo, si bien debemos tener en cuenta que aún no se está hablando de ontología, ni del análisis conceptual del ser que empieza con Platón o tal vez con Parménides y que en la tradición occidental de la metafísica no llega jamás a un término definitivo.

Se me ocurre que he pasado por alto una cuestión que, a mi juicio, no se ha tratado suficientemente y que, sin embargo, me viene ocupando desde hace tiempo. Es la cuestión de la adopción del alfabeto por los griegos. El alfabeto, en comparación con otros tipos de escritura —así, los que se valen de ideogramas o pictografías— es un gran logro de la abstracción. Aunque los griegos no inventaran la escritura alfabética, se la apropiaron y, mediante la agregación de las vocales al alfabeto semítico, la perfeccionaron. Esta apropiación pudo durar, como máximo, unos dos siglos. Homero, por ejemplo, es inimaginable sin la introducción generalizada de la escritura alfabética.

Todo ello contribuye a demostrar cuán complicado es establecer el significado de «principio» en el sentido de: lo que es anterior. Hemos visto que, si nos atenemos a ese sentido, podemos tomar en consideración un buen número de alternativas como inicio: Tales, la literatura épica, el enigma de la lengua griega y la escritura.

Quizá deberíamos establecer, por mor de la precisión, que algo sólo puede ser inicio en relación con un fin o una meta. Entre ambos, inicio y meta, existe un vínculo indisoluble. El inicio presupone siempre el fin. Quien habla de un inicio sin indicar adónde apunta éste, dice algo sin sentido. El fin determina el inicio, y a partir de ahí nos encontramos con una larga serie de dificultades. La anticipación del fin es un presupuesto del sentido concreto del inicio.

Estamos tratando del inicio de la filosofía. Pero ¿qué es propiamente la filosofía? Platón dotó al término «filosofía» de un acento algo artificioso y, sin duda alguna, no habitual; según él, la filosofía es el puro esfuerzo hacia la sabiduría y la verdad. No consiste —dice— en la posesión del conocimiento, sino tan sólo en el esfuerzo por llegar al conocimiento. Esto no se corresponde con el uso habitual de las expresiones «filosofía» y «filósofo». Con esta última se designa a una persona absorbida por la contemplación teórica, alguien como Anaxágoras, de quien se dice que, cuando se le preguntó por la felicidad, respondió que ésta consiste en la observación de las estrellas. En cualquier caso, tanto si se considera esfuerzo por alcanzar la sabiduría como posesión de la sabiduría misma, la filosofía abarca un ámbito más amplio que el que nosotros le atribuimos como mezcla de iluminismo, platonismo e historicismo. En su sentido actual, no existe propiamente ninguna filosofía sin la ciencia moderna. En su significado más alto, la filosofía figura como la más elevada de las ciencias, si bien, de todos modos, debemos acabar confesándonos que no se trata de una ciencia en el mismo sentido en que lo son las demás.

Por consiguiente, el inicio y el fin están ligados entre sí y no se pueden separar el uno del otro. De la meta depende el lugar desde donde algo se muestra como inicio y la dirección que vaya a tomar.

Con esta relación entre inicio y fin se evoca también la definición de uno de los principales problemas del análisis de la vida histórica, a saber: el problema del concepto de teleología o, usando un término más común, de desarrollo. Éste es, como se sabe, uno de los problemas más conocidos del historicismo moderno. El concepto de desarrollo, en efecto, no casa propiamente con la historia. El desarrollo, tomado en su sentido estricto, es la negación de la historia.

Desarrollo significa, en efecto, que todo está presente ya en el inicio, oculto en el inicio. De ello se sigue que el desarrollo sólo es un salir a la luz, un proceso de maduración, como ocurre con el crecimiento biológico de las plantas y los animales. Eso significa, por otra parte, que «desarrollo» entraña siempre un acento naturalista. En consecuencia, todo discurso acerca de un «desarrollo histórico» encierra, en cierto sentido, algo contradictorio. Tan pronto como entra en juego la historia, no se tiene en cuenta lo simplemente dado, sino, decisivamente, lo nuevo. En tanto que no existe nada nuevo, ninguna innovación, nada imprevisto, no se puede hablar tampoco de historia. También el destino implica siempre imprevisibilidad. Por consiguiente, el concepto de desarrollo expresa la diferencia fundamental entre el carácter procesual de la naturaleza y la oscilación de la vida humana entre casualidad e incidencia. En ello se expresa una contraposición originaria entre naturaleza y espíritu.

Entonces, ¿cómo hay que entender mi tesis, según la cual el inicio depende de la meta?, ¿quizá en el sentido de que esta meta representa el final de la metafísica? Ésta fue la respuesta del siglo XIX. Dilthey, uno de los seguidores de Schleiermacher y de su escuela, explicó el inicio de la metafísica, a partir de su quiebra, en un capítulo magistralmente escrito de su libro Introducción a las ciencias del espíritu. Según Dilthey, el siglo XIX es la época en que la metafísica perdió su legitimidad frente al positivismo de las ciencias. Así, en este sentido es posible hablar del fin de la metafísica, y por consiguiente también de su inicio, como Aristóteles en el primer libro de la Metafísica, en tanto que cita a Tales como el primero que no narra mitos acerca de dioses, sino que sostiene sus exposiciones por la experiencia y las pruebas.

Otro concepto de fin, que está vinculado al anterior, es aquel según el cual la racionalidad científica, la cultura científica, establece la meta. Se trata casi de lo mismo, pero desde una perspectiva diferente. Mientras que, en el primer caso, la metafísica llega a su término en el siglo XIX, tras un proceso de maduración de dos mil años, en el segundo se entiende la racionalidad científica como meta de la humanidad en general y, asimismo, también de la metafísica. A este respecto, se podría citar el lema «del mito al logos», con el que se trata de condensar toda la historia de los presocráticos en una única fórmula. Aún son más conocidos el concepto de «desencantamiento del mundo» acuñado por Max Weber o el concepto heideggeriano del «olvido del ser». Pero hoy estamos descubriendo que quizá no sea tan evidente que el fin de la metafísica constituya la meta hacia la que se orientó el camino del pensamiento occidental desde su inicio.

Más allá se encuentra una tercera y más radical concepción de la meta: el fin del hombre. La difusión de esta concepción no se debe tan sólo a Foucault, porque muchos otros autores la sostienen. No me parece que de esta perspectiva se pueda extraer una definición satisfactoria del significado del concepto «inicio». La definición del fin queda aquí tan imprecisa y nebulosa como la del inicio. Existe, sin embargo, otro significado de «inicio», que es, en mi opinión, el más productivo y adecuado para nuestro intento. Para expresar este significado, hablaré, no de lo que se inicia, sino de «inicialidad» (Anfänglichkeit). Llamamos ser inicial (Anfänglichsein) a algo que aún no está orientado en este o aquel sentido, hacia este o aquel fin, ni tampoco de acuerdo con esta o aquella representación. Esto significa que aún son posibles muchas continuaciones —dentro de ciertos límites, por supuesto—. Quizá sea éste, y ningún otro, el verdadero sentido de «inicio». Conocer algo en su inicio significa conocerlo en su juventud, término con el que nos referimos, en la vida del hombre, a la fase en que aún no están dados los pasos concretos y determinados del desarrollo. La persona joven se halla en lo incierto, pero al mismo tiempo se siente incitada a esforzarse por las posibilidades que tiene ante sí. (Hoy día, esta experiencia fundamental del ser joven está amenazada por la excesiva organización de nuestra vida, de tal modo que la juventud apenas conoce ya, o no conoce en absoluto, la experiencia de partir, de la vida que empieza a determinarse a partir de sus propias vivencias). Esta analogía apunta a un movimiento en el que, con determinación creciente, se concreta una dirección que al principio está abierta y aún sin fijar.

Éste es, creo yo, el sentido en el que se debe hablar de aquel comienzo que se da con los presocráticos. En ellos se produce una búsqueda, sin saber, del destino último, de la meta a la que tiende un comienzo rico en posibilidades. Uno se sorprende al descubrir que en este inicio se abre la dimensión más importante del pensamiento humano. Ello se corresponde de algún modo con la percepción intuitiva que tuvo Hegel al iniciar la Lógica con el enigma de la unidad entre el ser y la nada. En dicho contexto, Hegel también alude a la religión para decir que ésta no es una palabra vacía, ni meramente una perspectiva que se pierde en la indeterminación, sino que está determinada por el hecho de ser potencialidad —o más bien virtualidad, como yo gusto decir, pues la potencialidad siempre entraña posibilidad de alcanzar una determinada realidad efectiva, mientras que la virtualidad, en el sentido de dirección hacia un futuro indeterminado, queda abierta.

Finalmente, querría decir que el iniciar no es algo reflexivo, sino inmediato. A mi entender, el discurso acerca del «principio» es demasiado reflexivo como para apuntar a lo que aún no es etapa en el camino de la reflexión, sino que —tal y como he tratado de insinuar con la comparación con la juventud— queda abierto a la experiencia concreta.