A. El habeas corpus

A. El habeas corpus

No hubo trámite oficial o extraoficial que los familiares de las personas desaparecidas hayan dejado de realizar. Así, recurrieron a los gobernantes y a las personas más influyentes de la sociedad, cumplieron todas las gestiones administrativas a través de los trámites establecidos por el Ministerio del Interior, rogaron la intervención de las distintas Iglesias y denunciaron su drama ante los organismos nacionales e internacionales de protección de los derechos humanos. Sólo en contadas ocasiones estas gestiones dieron resultado positivo.

Los familiares también apelaron a la Justicia. Recorrieron toda la gama de posibilidades que les permitió el procedimiento legal. En una abrumadora mayoría de casos, hicieron uso de lo más inmediato; interpusieron reiteradamente recursos de habeas corpus para saber dónde habían sido llevados, quienes retenían a sus seres queridos.

Fruto de una larga y muchas veces penosa evolución histórica, el habeas corpus ha llegado a ser la garantía fundamental para proteger la libertad ambulatoria, habiendo sido señalada con razón como el mecanismo jurídico más odiado por el despotismo. Sin él, resulta prácticamente inimaginable una sociedad donde imperen la ley y la libertad.

En nuestro país, siempre se ha entendido que es una de las garantías implícitas de la Constitución Nacional. Consiste en la facultad de peticionar al Juez para que, a través de un procedimiento rápido, de carácter sumario, haga cesar toda orden de un funcionario tendiente a restringir sin derecho la libertad personal, el Magistrado debe averiguar si el beneficiario del habeas corpus se encuentra detenido, qué funcionario lo mantiene en tal situación, así como la legitimidad de la detención, e incluso cuando el arresto fuera dispuesto por el Poder Ejecutivo en virtud del estado de sitio, la razonabilidad del mismo.

Entre los años 1976 y 1983 fueron presentados millares de recursos de habeas corpus. No una vez, sino repetidamente en favor de cada desaparecido. Ello habla de la fe puesta por los familiares en la intervención judicial.

Las estadísticas que brindan los registros de la Cámara Criminal y Correccional Federal son por demás elocuentes. Sin contar ninguna reiteración de pedido, la cantidad de presentaciones efectuadas en el período 1976/1979. Sólo en ese fuero de la Capital Federal, asciende a 5487 recursos, contra 1089 del período 1973/75 y 2848 del período 1980/83. La misma proporción, aunque sean diferentes los guarismos, se repite en las principales ciudades del interior del país.

Se debe decir que los resultados en ningún caso respondieron a tan grandes expectativas. Ya en el mes de febrero de 1976 se había introducido por decreto una reforma sustancial en el trámite sumario y ágil del recurso; luego la ley 21.312 del 18 de mayo del mismo año lo ratifica, modificando gravemente el artículo 639 del Código de Procedimientos Penal. En su origen esta norma prescribía que, si la sentencia fijaba la libertad de la persona amparada, ella se cumplía indefectiblemente mientras se diligenciaba la apelación ante el tribunal de segundo grado. La reforma vino a estipular en la práctica que si el beneficiario del recurso era individualizado, pero se encontraba arrestado a disposición del Poder Ejecutivo, la sentencia favorable a su libertad no se cumplía de inmediato, en caso que la misma fuera apelada por el Fiscal. Como ello pasó a ocurrir invariablemente, el amparado quedaba privado de su libertad mientras se tramitara la apelación. Así fue que a través de sucesivas apelaciones, la causa llegaba forzosamente a la Corte Suprema Nacional, ordinarizando el juicio, que pasaba a durar varios años con gravísimas consecuencias para quien necesitaba la urgencia del amparo. Para ejemplo de lo cual bastará recordar lo acontecido en el caso de los jóvenes Capitman y Creatore, a los que ya nos hemos referido. Asimismo, casi inexorablemente al llegar a la Corte Suprema, ésta fallaba en contra de la libertad. Las únicas excepciones conocidas en los primeros cinco años del gobierno de facto fueron los casos «Timerman» y «Moya» —aunque, respecto de este último, sin ordenar la libertad incondicionada— así como otros pocos a partir del año 1982, en que la Corte resolvió el confinamiento territorial en una ciudad o la expulsión del territorio nacional. De esa forma, todos los fallos favorables a la libertad —total o limitada— emanados de tribunales inferiores, no podían ejecutarse hasta que en la cúpula del Poder Judicial se resolviese en definitiva.[1]

No ha de extrañar entonces que desde 1973 en adelante, los jueces no hayan logrado ubicar ni recuperar a uno solo de tantos secuestrados.

Sólo hemos encontrado una respuesta a tan dramática comprobación. El diseño de la técnica empleada para la desaparición forzada y sistemática de personas incluyó la eliminación del recurso de habeas corpus del repertorio de las garantías constitucionales de nuestro país. De ahí el criterio de orientación gubernamental que surge de las declaraciones que le son atribuidas al general Tomas Sánchez de Bustamante por el diario La Capital de Rosario, en su edición del 14 de junio de 1980: «Hay normas y pautas jurídicas que no son de aplicación en este caso. Por ejemplo, el derecho al habeas corpus. En este tipo de lucha el secreto que debe envolver las operaciones especiales hace que no se deba divulgar a quién se ha capturado y a quién se debe capturar; debe existir una nube de silencio que rodee todo».

Estos conceptos, tan explícitos, tan claros, tornan comprensible que, en la generalidad de los supuestos, cuando un magistrado oficiaba a la autoridad administrativa, policial, militar o penitenciaria, indagando el destino del beneficiario de la acción judicial, se conformara con la escueta fórmula de respuesta que le informaba que no estaba detenido. La misma autoridad contra quien se interponía el recurso era la que, con su negativa, determinaba la clausura de la investigación.

Sin embargo, esta intencionada retención de información se fue enfrentando cada vez más con las evidencias que día a día aportaban los familiares de las víctimas, tomando más dramático el cuadro de situación. Y aunque no se alterara en lo más mínimo la política gubernamental en la materia, fueron conociéndose los fallos de la Corte, que iluminan hasta qué punto en los hechos se había configurado una generalizada privación de justicia.

En este sentido, el desprecio al imperio judicial fue tan frontal, que se precisó instruir a los jueces para que extremen las investigaciones, adoptando por sí mismos las medidas necesarias para avanzar en el esclarecimiento de los hechos denunciados. A tal fin, la Corte recordó que «el habeas corpus exige que se agoten los trámites judiciales que razonablemente aconsejen las circunstancias del caso, a fin de hacer eficaz y expedita la finalidad del instituto, que es restituir la libertad en forma inmediata a quien se halla ilegítimamente privado de ella». (Casos: Ollero, Inés; Giorgi, Osvaldo; Machado-Rébori; Zimerman de Herrera; Hidalgo Solá, etc.).

El sesgo que fueron tomando los acontecimientos motivó al gobierno a acuñar otras normas enderezadas a restringir aún más la eficacia de las garantías consagradas para el amparo de la persona. Nos referimos a la reforma del art. 618 del Código de Procedimientos en lo Penal, modificado en su redacción clásica por la Ley 22.383 del 28 de enero de 1981.

A partir de esa fecha, se establece como único fuero con competencia para tramitar recursos de habeas corpus el Federal en materia penal. De esta manera se impidió acudir a los magistrados ordinarios, justamente en tiempos signados por la frecuente «detención-desaparición» de personas y de arrestos sin proceso judicial incriminatorio. Asimismo, vulnerando la Constitución Nacional en punto a organización federativa de nuestro país, se veda de este modo acudir a los jueces provinciales en el interior del país. Tal situación legal se encuentra inalterada hasta el presente, y significa un óbice a la históricamente reconocida facultad de optar por introducir el recurso de habeas corpus ante el juzgado de preferencia del presentante.

Frente a ese panorama de generalizado estado de indefensión de las personas, no solo fue inútil la incitación a investigar que surgía como orientación en algunos fallos de la Corte, sino que también fueron desoladoramente magros los resultados obtenidos de los pocos Jueces que intentaron en desesperado esfuerzo otorgar el amparo jurisdiccional requerido.

Incluso cuando se optó por remitir los casos para la instrucción de procesos ordinarios por privación ilegítima de la libertad, sin que ello trajera aparejado un avance sustancial en la solución del problema, en tanto la gran mayoría de las causas finalizaron con un sobreseimiento provisional, dado que, si bien se tuvo la convicción de estar ante la efectiva comisión de graves delitos, se careció de los medios para su esclarecimiento y de las condiciones mínimas para intentar sancionarlos.

La gravedad institucional que reviste la cuestión, en un grado que no reconoce precedente histórico de similar magnitud, explica que nuestro Alto Tribunal se decidiera a señalar que los Jueces carecían de las condiciones necesarias para poder ejercer su imperio jurisdiccional, considerando que ello importa privación de justicia, por lo cual exhortaba al Poder Ejecutivo Nacional a urgir las medidas necesarias para remediar tal situación en salvaguarda de la libertad individual garantizada por la Constitución Nacional (caso «Pérez de Smith y otros» en varias presentaciones).

Sin dejar de reconocer que la responsabilidad principal de lo que estuvo ocurriendo le cabe a los organismos que ejercieron el monopolio de la fuerza estatal, un imperativo de verdad nos mueve a señalar que el Poder Judicial no impulsó con la debida firmeza en todas sus instancias las medidas de excepción que aconsejaban las circunstancias para resolver la pérdida de jurisdicción que debió afrontar. En ningún caso los jueces se constituyeron en los lugares bajo control de los organismos que evacuaban los informes falsos, lo cual les hubiera permitido constatar la mendacidad con que se les respondía respecto de hechos que llegaron a ser públicos y notorios. No se dispusieron medidas especiales de investigación, a pesar de que en un momento dado existía una generalizada conciencia de la extraordinaria magnitud de los casos comprendidos. Y salvo tímidos avances impulsados por algunos en los momentos finales de la tragedia, no sometieron a juicio a quienes por su ubicación funcional en el organigrama represivo debieron necesariamente haber tenido directa participación en las desapariciones que fueron objeto de los procesos.

No es admisible —en realidad no debiera haberlo sido para los Jueces— que tantas familias hayan sido sumidas en una agobiante sensación de impotencia. Al miedo, al dolor, a la tristeza, debieron sumar la frustración de que no había camino legal idóneo para que los derechos fueran amparados. El recurso de habeas corpus, este simple pero vital procedimiento que llegó a ser considerado el «paladium de las libertades», fue totalmente ineficaz para impedir las desapariciones forzadas.

Como quedó dicho, millares de recursos tuvieron un diligenciamiento inútil, sin mérito alguno para el hallazgo y liberación de la víctima privada ilegalmente de su libertad. En realidad, debería decirse que el habeas corpus careció en absoluto de vigencia conforme su finalidad, ya que la formalidad de su implementación funcionó en la práctica como la contracara de la desaparición.

De ninguna manera se puede colegir de lo que venimos exponiendo, que el fracaso sea del habeas corpus como garantía de la libertad; su frustración ha sido un propósito deliberado del ejercicio perverso del poder por un gobierno que instruyó a sus funcionarios para marginarse de las normas que regulan su aplicación. Ejemplo de lo cual son la mayoría de los casos que se mencionan en el presente Informe, así como los que se transcriben a continuación:

Desaparición del Dr. Santiago Augusto Díaz - Legajo N.o 1252

Desaparición del Dr. Santiago Augusto Díaz - Legajo N.o 1252

Fue secuestrado por fuerzas de seguridad al salir de su casa, en la ciudad de Santiago del Estero, el día 15 de septiembre de 1976, en presencia de numerosas personas de la vecindad.

Su padre procedió de inmediato a efectuar todas las gestiones pertinentes ante las autoridades; entre ellas el entonces Gobernador de la Provincia, vinculado a su familia, sin obtener noticias del paradero de su hijo. No obstante estas gestiones y las denuncias efectuadas —incluso ante el Jefe de Policía— recién el 28 de septiembre se inicia el sumario.

Por un ex funcionario policial toma conocimiento que su hijo estuvo detenido los primeros días de su desaparición, en el subsuelo del Servicio de Informaciones Policiales, sito en la ciudad de Santiago del Estero.

Los recursos de habeas corpus interpuestos ante la Justicia Ordinaria y Federal de Santiago del Estero dieron resultado negativo. Asimismo se efectuaron gestiones ante el Ministerio del Interior que dieron motivo al expediente N.o 212.524/76 el que, según se informó a esta Comisión, fue destruido en el mes de agosto de 1982, sin que se diera razón sobre el motivo.

Dos testigos aseguran haber visto al Dr. Díaz en el centro clandestino de detención llamado «La Escuelita» de Famaillá —Provincia de Tucumán—. En este sentido, son concordantes los dichos vertidos por el ex policía Juan Carlos Ortiz, cuando declara:

A fines de 1976 o principios de 1977, cumpliendo tareas en la denominada «Escuelita», escuchó hablar a alguno de los detenidos y por el acento dedujo que era santiagueño, por lo que se acercó a requerirle algunos datos y entonces se enteró de que se trataba de Santiago Díaz… (Legajo N.o 1252);

y los dichos de la detenida liberada, Dra. Teresita H. de Martínez, en cuyo testimonio consta lo siguiente:

Con motivo de haber estado detenida ilegalmente en el centro de detención llamado «La Escuelita», sito en la Provincia de Tucumán, en diciembre de 1976, tuve oportunidad de ver a Santiago Díaz, de Santiago del Estero (igual que la declarante), ya que por la noche, cuando quedaba la custodia de Gendarmería, nos permitían sacarnos las vendas de los ojos, y conversar entre nosotros. Estuve con Santiago Díaz alrededor de una semana. (Legajo N.o 1127).

Desaparición de Jorge Daniel Collado - Legajo N.o 230

Desaparición de Jorge Daniel Collado - Legajo N.o 230

Secuestrado a la edad de 21 años. Su madre expresa:

Tengo la profunda convicción de que mi hijo jamás incurrió en inconducta alguna, que nunca tuvo vinculación con grupos subversivos, ni siquiera políticos. Se dedicaba exclusivamente a su trabajo y al hobby del dibujo, para el que estaba especialmente dotado. Sólo un error, una venganza o algún otro motivo turbio puede haber sido la causa de su detención. Unas semanas antes había sido nombrado Secretario de Cultura del Club de Bancarios.

El 22 de septiembre de 1976, en horas de trabajo, se presentó en el Banco de Mendoza, sito en San Martín 473 de la Capital Federal, un grupo que dijo ser comando de «fuerzas conjuntas», como tal se identificó ante el agente de custodia y el Gerente de la Sucursal, diciendo que llevarían a Jorge Daniel Collado «en averiguación de antecedentes», asentándose el episodio en acta interna de la Institución.

Pocos días después, el Gerente es citado al Comando N.o 1 con la carpeta de personal, para obtener informes sobre la víctima, al propio tiempo que otro grupo armado retira del domicilio de la víctima todas sus pertenencias en presencia de testigos.

Las gestiones ante personas y entidades públicas y privadas no arrojan ningún resultado positivo. Por versiones de gente vinculada supuestamente a organismos de seguridad, se sabe que en los primeros quince días de su detención estuvo en Campo de Mayo.

El 10 de diciembre de 1976, se interpone recurso de habeas corpus, el cual es rechazado; sin perjuicio de ello, «pudiendo constituir un delito de acción pública la actividad desplegada por el grupo armado que privó de la libertad a Jorge Daniel Collado», se dispone la remisión de los antecedentes al Juzgado de Instrucción N.o 15, Secretaría N.o 146.

Hasta el presente no se determinó el paradero del desaparecido, ni a los autores del delito.

Como queda dicho, los ejemplos podrían multiplicarse por millares confirmando el desamparo judicial reinante en aquella época. De las declaraciones rendidas por centenares de personas que fueron liberadas de los denominados «Lugares de Reunión de Detenidos», se conoce de la presencia en ellos de muchos desaparecidos respecto de los cuales los habeas corpus interpuestos a su favor se rechazaron en razón de las respuestas que negaban su detención. Como anexo de este Informe se acompaña la lista de tales personas.

En cuanto a los recursos que fueron presentados ante los Juzgados en lo Criminal de Instrucción de la Capital Federal, esta situación ha sido fehacientemente comprobada mediante la compulsa realizada en las listas respectivas que nos fueran remitidas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Confrontadas con los testimonios obrantes en esta Comisión, se constata que más de mil quinientos desaparecidos fueron vistos en estos centros clandestinos al tiempo que resultaba inoperante la acción judicial promovida para determinar su paradero.

Paradójicamente, a tenor de las miles de respuestas negativas recibidas en el ámbito judicial, se podría decir que —en el clima de sospecha generalizada de subversión que se difundió sobre toda la población durante el gobierno del Proceso— los únicos ciudadanos que tuvieron acreditada su buena conducta son aquellos respecto de los cuales todos los organismos que integraron las Fuerzas Conjuntas manifestaron que carecían de interés en su detención.

Obviamente, tal hipótesis sólo es válida para ilustrar por reducción al absurdo la descontrolada arbitrariedad que presidió la política de las desapariciones masivas. Política que, con el remanido pretexto de garantizar la seguridad nacional, destruyó las bases de sustento de la convivencia civilizada en el país, pretendiéndose que era el único camino viable para restaurar el orden público.

«Este procedimiento es cruel e inhumano. Como la experiencia lo demuestra, la “desaparición” no sólo constituye una privación arbitraria de la libertad, sino también, un gravísimo peligro para la integridad personal, la seguridad y la vida misma de la víctima. Es, por otra parte, una verdadera incertidumbre en que se encuentran sobre su suerte, y por la imposibilidad en que se hallan de darle asistencia legal, moral y material». (Informe sobre la Situación de los Derechos Humanos en Argentina, Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la O.E.A., pág. 59).

Adquieren plena actualidad en este sentido, las palabras pronunciadas en la O.E.A. el 6 de octubre de 1979 por Su Santidad Juan Pablo II, cuando dijo: «Si ciertas ideologías y ciertas formas de interpretar la legítima preocupación por la seguridad nacional dieran como resultado el subyugar al Estado, al hombre y sus derechos y dignidad, ellas cesarían en la misma medida de ser humanas, y sería imposible compaginarlas con un contenido cristiano sin una gran decepción».