C. Torturas

C. Torturas

Si al salir del cautiverio me hubieran preguntado: ¿te torturaron mucho?, les habría contestado: Sí, los tres meses sin parar.

Si esa pregunta me la formulan hoy les puedo decir que pronto cumplo siete años de tortura. (Miguel D’Agostino - Legajo N.o 3901).

En la casi totalidad de las denuncias recibidas por esta Comisión se mencionan actos de tortura. No es casual. La tortura fue un elemento relevante en la metodología empleada. Los Centros Clandestinos de Detención fueron concebidos, entre otras cosas, para poder practicarla impunemente.

La existencia y generalización de las prácticas de tortura sobrecoge por la imaginación puesta en juego, por la personalidad de sus ejecutores y de quienes la avalaron y emplearon como medio.

Al redactarse este informe existieron dudas en cuanto a la adopción del sistema de exposición más adecuado para este tema con el objeto de evitar que este capítulo se convirtiera en una enciclopedia del horror. No encontramos sin embargo la forma de eludir esta estructura del relato. Porque en definitiva ¿qué otra cosa sino un inmenso muestrario de las más graves e incalificables perversiones han sido estos actos, sobre los que gobiernos carentes de legitimidad basaron gran parte de su dominio sobre toda una nación?

Transcribimos el primero de los casos en toda su extensión, por ser prototípico; en él encontramos reflejados los terribles padecimientos físicos y psíquicos de quienes atravesaron este periplo. Lo relatamos de principio a fin, con todas sus implicancias en la personalidad de la víctima a la que se quería destruir. En el resto de los casos mencionados, hemos extraído solamente lo relativo a la modalidad del tormento que se aplicó.

Por último, no ignoramos —y nos conduele— la desgarradora impresión que la cruda exposición que aquí hacemos, producirá en las víctimas y sus familiares, a su vez damnificados. Sabemos del dolor que causa el acabado conocimiento de esta barbarie.

El Dr. Norberto Liwsky (Legajo N.o 7397) es médico, casado con Hilda Norma Ereñú y padre de dos hijas menores.

En 1976, vivía en un Complejo Habitacional del partido de La Matanza, y trabajaba en el dispensario médico allí existente.

A raíz de reclamos y movilizaciones de los ocupantes de distintas unidades por la regularización jurídica y constructiva del Complejo Habitacional, el 25 de marzo de 1976 en un operativo nocturno, detienen a la esposa del presidente de la Junta Vecinal. Al día siguiente, fuerzas uniformadas desvalijaron varios domicilios, entre ellos el dispensario del Dr. Liwsky, secuestrando a Mario Portela, delegado de la Junta Vecinal, quien aparece muerto doce horas más tarde.

Dos años después, con motivo de realizarse una misa por la libertad de la Sra. Cirila Benítez, esposa del presidente de la Junta Vecinal, fueron secuestradas varias personas.

El 5 de abril de 1978, aproximadamente a las 22 horas, el Dr. Liwsky entraba a su casa en el barrio de Flores, en la Capital Federal:

En cuanto empecé a introducir la llave en la cerradura de mi departamento me di cuenta de lo que estaba pasando, porque tiraron bruscamente de la puerta hacia adentro y me hicieron trastabillar.

Salté hacia atrás, como para poder empezar a escapar.

Dos balazos (uno en cada pierna) hicieron abortar mi intento. Sin embargo todavía resistí, violentamente y con todas mis fuerzas, para evitar ser esposado y encapuchado, durante varios minutos. Al mismo tiempo gritaba a voz en cuello que eso era un secuestro y exhortaba a mis vecinos para que avisaran a mi familia. Y también para que impidieran que me llevaran.

Ya reducido y tabicado, el que parecía actuar como jefe me informó que mi esposa y mis dos hijas ya habían sido capturadas y «chupadas».

Cuando, llevado por las extremidades, porque no podía desplazarme por las heridas en las piernas, atravesaba la puerta de entrada del edificio, alcancé a apreciar una luz roja intermitente que venía de la calle. Por las voces y órdenes y los ruidos de las puertas del coche, en medio de los gritos de reclamo de mis vecinos, podría afirmar que se trataba de un coche patrullero.

Luego de unos minutos, y a posteriori de una discusión acalorada, el patrullero se retiró.

Entonces me llevaron a la fuerza y me tiraron en el piso de un auto, posiblemente un Ford Falcon, y comenzó el viaje.

Me bajaron del coche en la misma forma en que me habían subido, entre cuatro y, caminando un corto trecho (4 o 5 metros) por un espacio que, por el ruido, era un patio de pedregullo, me arrojaron sobre una mesa. Me ataron de pies y manos a los cuatro ángulos.

Ya atado, la primera vez que oí fue la de alguien que dijo ser médico y me informó de la gravedad de las hemorragias en las piernas y que, por eso, no intentara ninguna resistencia.

Luego se presentó otra voz. Dijo ser EL CORONEL. Manifestó que ellos sabían que mi actividad no se vinculaba con el terrorismo o la guerrilla, pero que me iban a torturar por opositor. Porque: «no había entendido que en el país no existía espacio político para oponerse al gobierno del Proceso de Reorganización Nacional». Luego agregó: «¡Lo vas a pagar caro…! ¡Se acabaron los padrecitos de los pobres!».

Todo fue vertiginoso. Desde que me bajaron del coche hasta que comenzó la primera sesión de «picana» pasó menos tiempo que el que estoy tardando en contarlo.

Durante días fui sometido a la picana eléctrica aplicada en encías, tetillas, genital, abdomen y oídos. Conseguí sin proponérmelo, hacerlos enojar, porque, no sé por qué causa, con la «picana», aunque me hacían gritar, saltar y estremecerme, no consiguieron que me desmayara.

Comenzaron entonces un apaleamiento sistemático y rítmico con varillas de madera en la espalda, los glúteos, las pantorrillas y las plantas de los pies. Al principio el dolor era intenso. Después se hacía insoportable. Por fin se perdía la sensación corporal y se insensibilizaba totalmente la zona apaleada. El dolor, incontenible, reaparecía al rato de cesar con el castigo. Y se acrecentaba al arrancarme la camisa que se había pegado a las llagas, para llevarme a una nueva «sesión».

Esto continuaron haciéndolo por varios días, alternándolo con sesiones de picana. Algunas veces fue simultáneo.

Esta combinación puede ser mortal porque, mientras la «picana» produce contracciones musculares, el apaleamiento provoca relajación (para defenderse del golpe) del músculo. Y el corazón no siempre resiste el tratamiento.

En los intervalos entre sesiones de tortura me dejaban colgado por los brazos de ganchos fijos en la pared del calabozo en que me tiraban.

Algunas veces me arrojaron sobre la mesa de tortura y me estiraron atando pies y manos a algún instrumento que no puedo describir porque no lo vi pero que me producía la sensación de que me iban a arrancar cualquier parte del cuerpo.

En algún momento estando boca abajo en la mesa de tortura, sosteniéndome la cabeza fijamente, me sacaron la venda de los ojos y me mostraron un trapo manchado de sangre. Me preguntaron si lo reconocía y, sin esperar mucho la respuesta, que no tenía porque era irreconocible (además de tener muy afectada la vista) me dijeron que era una bombacha de mi mujer. Y nada más. Como para que sufriera… Me volvieron a vendar y siguieron apaleándome.

A los diez días del ingreso a ese «chupadero» llevaron a mi mujer, Hilda Nora Ereñú, donde yo estaba tirado. La vi muy mal. Su estado físico era deplorable. Sólo nos dejaron dos o tres minutos juntos. En presencia de un torturador. Cuando se la llevaron pensé (después supe que ambos pensamos) que esa era la última vez que nos veíamos. Que era el fin para ambos. A pesar de que me informaron que había sido liberada junto con otras personas, sólo volví a saber de ella cuando, legalizado en la Comisaría de Gregorio de Laferrère, se presentó en la primera visita junto a mis hijas.

También me quemaron, en dos o tres oportunidades, con algún instrumento metálico. Tampoco lo vi, pero la sensación era de que me apoyaban algo duro. No un cigarrillo que se aplasta, sino algo parecido a un clavo calentado al rojo.

Un día me tiraron boca abajo sobre la mesa, me ataron (como siempre) y con toda paciencia comenzaron a despellejarme las plantas de los pies. Supongo, no lo vi porque estaba «tabicado», que lo hacían con una hojita de afeitar o un bisturí. A veces sentía que rasgaban como si tiraran de la piel (desde el borde de la llaga) con una pinza. Esa vez me desmayé. Y de ahí en más fue muy extraño porque el desmayo se convirtió en algo que me ocurría con pasmosa facilidad. Incluso la vez que, mostrándome otros trapos ensangrentados, me dijeron que eran las bombachitas de mis hijas. Y me preguntaron si quería que las torturaran conmigo o separado.

Desde entonces empecé a sentir que convivía con la muerte.

Cuando no estaba en sesión de tortura alucinaba con ella. A veces despierto y otras en sueños.

Cuando me venían a buscar para una nueva «sesión» lo hacían gritando y entraban a la celda pateando la puerta y golpeando lo que encontraran. Violentamente.

Por eso, antes de que se acercaran a mí, ya sabía que me tocaba. Por eso, también, vivía pendiente del momento en que se iban a acercar para buscarme.

De todo ese tiempo, el recuerdo más vivido, más aterrorizante, era ese de estar conviviendo con la muerte. Sentía que no podía pensar. Buscaba, desesperadamente, un pensamiento para poder darme cuenta de que estaba vivo. De que no estaba loco. Y, al mismo tiempo, deseaba con todas mis fuerzas que me mataran cuanto antes.

La lucha en mi cerebro era constante. Por un lado: «recobrar la lucidez y que no me desestructuraran las ideas», y por el otro: «Qué acabaran conmigo de una vez».

La sensación era la de que giraba hacia el vacío en un gran cilindro viscoso por el cual me deslizaba sin poder aferrarme a nada.

Y que un pensamiento, uno solo, sería algo sólido que me permitiría afirmarme y detener la caída hacia la nada.

El recuerdo de todo este tiempo es tan concreto y a la vez tan íntimo que lo siento como si fuera una víscera que existe realmente.

En medio de todo este terror, no sé bien cuando, un día me llevaron al «quirófano» y, nuevamente, como siempre, después de atarme, empezaron a retorcerme los testículos. No sé si era manualmente o por medio de algún aparato. Nunca sentí un dolor semejante. Era como si me desgarraran todo desde la garganta y el cerebro hacia abajo. Como si garganta, cerebro, estómago y testículos estuvieran unidos por un hilo de nylon y tiraran de él al mismo tiempo que aplastaban todo.

El deseo era que consiguieran arrancármelo todo y quedar definitivamente vacío.

Y me desmayaba.

Y sin saber cuándo ni cómo, recuperaba el conocimiento y ya me estaban arrancando de nuevo. Y nuevamente me estaba desmayando.

Para esta época, desde los 15 o 18 días a partir de mi secuestro, sufría una insuficiencia renal con retención de orina. Tres meses y medio después, preso en el Penal de Villa Devoto, los médicos de la Cruz Roja Internacional diagnostican una insuficiencia renal aguda grave de origen traumático, que podríamos rastrear en las palizas.

Aproximadamente 25 días después de mi secuestro, por primera vez, después del más absoluto aislamiento, me arrojan en un calabozo en que se encuentra otra persona. Se trataba de un amigo mío, compañero de trabajo en el Dispensario del Complejo Habitacional: el Dr. Francisco García Fernández.

Yo estaba muy estropeado. Él me hizo las primeras y precarísimas curaciones, porque yo, en todo este tiempo, no tenía ni noción ni capacidad para procurarme ningún tipo de cuidado ni limpieza.

Recién unos días después, corriéndome el «tabique» de los ojos, pude apreciar el daño que me habían causado. Antes me había sido imposible, no porque no intentara «destabicarme» y mirar, sino porque, hasta entonces, tenía la vista muy deteriorada.

Entonces pude apreciarme los testículos…

Recordé que, cuando estudiaba medicina, en el libro de texto, el famosísimo Houssay, había una fotografía en la cual un hombre, por el enorme tamaño que habían adquirido sus testículos, los llevaba cargados en una carretilla. El tamaño de los míos era similar a aquel y su color de un azul negruzco intenso.

Otro día me llevaron y, a pesar del tamaño de los testículos, me acostaron una vez más boca abajo. Me ataron y, sin apuro, desgarrando conscientemente, me violaron introduciéndome en el ano un objeto metálico. Después me aplicaron electricidad por medio de ese objeto, introducido como estaba. No sé describir la sensación de cómo se me quemaba todo por dentro.

La inmersión en la tortura cedió. Aisladamente, dos o tres veces por semana, me daban alguna paliza. Pero ya no con instrumentos sino, generalmente, puñetazos y patadas.

Con este nuevo régimen, comparativamente terapéutico, empecé a recuperarme físicamente. Había perdido más de 25 kilos de peso y padecía la insuficiencia renal ya mencionada.

Dos meses antes del secuestro, es decir, por febrero de ese año, padecí un rebrote de una antigua salmonelosis (fiebre tifoidea).

Entre el 20 y 25 de mayo, es decir unos 45 o 60 días después del secuestro, tuve una recidiva de la salmonelosis asociada a mi quebrantamiento físico.

grafico02

A la tortura física que se aplicaba desde el primer momento, se agregaba la psicológica (ya mencionada en parte) que continuaba a lo largo de todo el tiempo de cautiverio, aun después de haber cesado los interrogatorios y tormentos corporales. A esto sumaban vejaciones y degradaciones ilimitadas.

El trato habitual de los torturadores y guardias con nosotros era el de considerarnos menos que siervos. Éramos como cosas. Además cosas inútiles. Y molestas. Sus expresiones: «vos sos bosta». Desde que te «chupamos» no sos nada. «Además ya nadie se acuerda de vos». «No existís». «Si alguien te buscara (que no te busca) ¿vos crees que te iban a buscar aquí?». «Nosotros somos todo para vos». «La justicia somos nosotros». «Somos Dios».

Esto dicho machaconamente. Por todos. Todo el tiempo, muchas veces acompañado de un manotazo, zancadilla, trompada o patada. O mojarnos la celda, el colchón y la ropa a las 2 de la madrugada. Era invierno. Sin embargo, con el correr de las semanas, había comenzado a identificar voces, nombres (entre ellos: Tiburón, Víbora, Rubio, Panza, Luz, Tete). También movimientos que me fueron afirmando (conjuntamente con la presunción previa por la ruta que podría asegurar que recorrimos) en la opinión de que el sitio de detención tenía las características de una dependencia policial. Sumando los datos (a los que podemos agregar la vecindad de una comisaría, una escuela —se oían cantos de niñas— también vecina, la proximidad —campanas— de una iglesia) se puede inferir que se trató de la Brigada de Investigaciones de San Justo.

Entre las personas con las que compartí el cautiverio, lo sé porque oí sus voces y me dijeron sus nombres, aunque en calabozos separados estaban: Aureliano Araujo, Olga Araujo, Abel de León, Amalia Marrone, Atilio Barberan, Jorge Heuman, Raúl Petruch, Norma Erenú.

El 1.o de junio, día de comienzo del Mundial de fútbol, junto con otros seis cautivos detenidos-desaparecidos, fui trasladado en un vehículo tipo camioneta (apilados como bolsas unos arriba de otros) con los ojos vendados a lo que resultó ser la Comisaría de Gregorio de Lafèrrere.

Actuó en el traslado uno de los más activos torturadores. También puedo afirmar que fue el que me disparó cuando me secuestraron.

El trayecto y tiempo empleado corrobora la hipótesis anterior con respecto al Centro Clandestino.

Un dato previo, de suma importancia, después, es el de mi participación profesional a partir de 1971, en la Escuela Piloto de Integración Social de Niños Discapacitados, que había sido creada en 1963. Funcionaba en Hurlingham, partido de Morón.

Después de permanecer dos meses en un calabozo de esa Comisaría (una noche me hicieron firmar un papel —con los ojos vendados— que después utilizaron como primera declaración ante el Consejo de Guerra Estable 1/1) el 18 de agosto me llevaron al Regimiento de Palermo, donde el Juez de Instrucción me hace conocer los cargos. Entre ellos figuraba el mencionado anteriormente de mi participación en la Escuela Piloto de Hurlingham.

Allí denuncié todas las violaciones, incluyendo las torturas, el saqueo de mi hogar y la firma del escrito bajo apremio y sin conocerlo.

El Dr. Norberto Liwsky fue conducido al Tribunal Militar —Consejo de Guerra Estable N.o 1/1—. Éste se declaró incompetente por no tener acusación que dirigirle. Giradas las actuaciones a la Justicia Federal se dicta inmediatamente el sobreseimiento definitivo. Todo el martirio relatado fue soportado por una persona contra la que nadie formuló cargo alguno.

Con el señor Oscar Martín Guidone, residente en Luján de Cuyo, Provincia de Mendoza, observaremos otra secuela de los tormentos. Manifiesta que fue detenido por una patrulla del Ejército y llevado al Regimiento. Que allí, era el 2 de junio de 1976, después de una semana:

… le atan las manos a una pared, con los brazos abiertos, pudiendo apoyar solamente la punta de los pies sobre el piso. Lo amenazan e insultan permanentemente. Le empiezan a pegar con algo duro (tipo de guantes de boxeo) pero grande, que le abarcaba, cada vez que lo golpeaban, más de la mitad del abdomen. Eso duró tres horas aproximadamente. Lo interrogaban sobre nombres y personas. Eso se llamaba «sesión de ablande».

Lo llevan a la guardia en una situación muy mala, tal es así que la gente que estaba detenida en la cuadra, comenzó a golpear las rejas pidiendo que fuera inmediatamente atendido. Es llevado al Hospital Militar de Mendoza, en un camión donde es atendido por médicos de dicho nosocomio. Le colocan guardias armados en la puerta. La orden era que, a ese lugar, no entrase ni el presidente de la República. Al lado estaba el ex Gobernador Martínez Baca.

Luego se realiza una junta médica, manifestándole que sabían que el dicente estudiaba medicina, diciéndole que sabría lo que era una segunda eclosión de bazo, así que tendrían que operarlo. Lo operan en dicho nosocomio al día siguiente practicándole una «laparotomía».

[…]

Le efectuaron las curaciones estando fajado. A los 20 días vuelve al 8.o Regimiento (que está al lado del Hospital Militar). Hasta le permiten seguir estudiando los libros de medicina. El dicente, por sus conocimientos, ayudaba a otros detenidos que salían de las sesiones de tortura. En una oportunidad, a los 45 días de su operación, lo maniatan y le vendan los ojos, transportándolo en un camión, por un muy corto recorrido, a un lugar de torturas. Uno de los que lo llevaba tenía la respiración muy agitada, como si estuviera drogado. Lo bajan y uno le dice «ya comenzamos mal», ya que lo había pisado. Lo interrogan sobre su ideología, él responde que no la tiene, y a cada respuesta negativa le hacen quitar una prenda, hasta dejarlo completamente desnudo.

Luego de esto lo maniatan a una mesa, atándolo boca arriba con cadenas. Estaba con todos los miembros en posición abierta. Lo comienzan a torturar con picana eléctrica, de variada intensidad, acusándolo por el despido de dos compañeros que lo habían torturado antes, dejándolo con los problemas físicos que lo llevaron a que se opere. Hacían disparos sobre su cuerpo y lo amenazaban constantemente con quitarle la vida y con eliminar a su familia. Este tormento dura unas dos o tres horas. En la parte final de la tortura le aplican una gran cantidad de voltaje, lo que hace que su cuerpo se contraiga, a tal grado que cortó las cadenas que lo ligaban a la mesa. Le decían que sus bigotes eran más de fascista que de comunista, que él se había equivocado de ideología. Las consecuencias de esta sesión le duran varios días, con una gran depresión y consecuencias físicas.

[…]

En agosto de 1978 es liberado. (Legajo N.o 6837).

El señor Luis Alberto Urquiza, que era estudiante de psicología ingresó a la Escuela de Suboficiales de la Policía de la Provincia de Córdoba el 1.o de noviembre de 1974.

Por sus estudios universitarios fue reiteradamente acosado por el Oficial instructor.

Posteriormente, tras largos avatares minuciosamente narrados por el denunciante, y de haber trabajado, ya recibido, en dependencias relacionadas con la «inteligencia», fue tomado prisionero.

El testimonio del señor Urquiza (legajo N.o 3847) fue hecho el 22 de marzo de 1984 en Copenhague, por ante la Embajada de la República Argentina en Dinamarca.

Su detención se produjo en Córdoba el 12 de noviembre de 1976. Padece torturas que se detallarán al tratar lo genéricamente llamado «submarino» y simulacro de fusilamiento.

… entonces comienzan los golpes. Al día siguiente soy nuevamente golpeado por varias personas, reconozco la voz del Comisario Principal Roselli quien fue a visitar la dependencia por la detención nuestra y también logro reconocer la voz del asesor del Jefe de Policía, un Teniente Coronel quien también me golpea. Duran te todo el día soy golpeado con trompadas y puntapiés por personas que pasaban por el lugar. Al tercer día soy golpeado en horas de la tarde por varias personas, entre ellas una me dice que si lo reconocía, siendo el Oficial Ayudante Dardo Rocha, ex instructor de la Escuela de Policía y en ese momento cumpliendo funciones en el Comando Radioeléctrico. Siento que tengo varias costillas fracturadas por el fuerte dolor al respirar, pidiendo al Oficial de guardia la asistencia de un médico, siendo ésta negada. El día 15 de noviembre vuelvo a ser golpeado y en las horas de la noche especialmente por un grupo de varias personas de la Brigada de Informaciones. Consistía en estar en el medio de un círculo de personas y desde el interior era arrojado con trompadas y puntapiés hacía el grupo de personas y de allí devuelto al centro del círculo con los mismos métodos. Caer al suelo significaba ser pisoteado y levantado de los cabellos.

[…]

En la madrugada del día 16 soy conducido al baño por el Oficial de guardia Francisco Gontero que desde una distancia de 4 a 5 metros carga su pistola calibre 45 y efectúa tres disparos uno de los cuales me atraviesa la pierna derecha a la altura de la rodilla. Se me deja parado desangrándome unos 20 minutos, la misma persona me rasga el pantalón y me introduce un palo en la herida y posteriormente el dedo. Al llegar varias personas al lugar, este mismo oficial argumenta que había intentado quitarle el arma y fugar. Soy separado del resto de los detenidos y puesto en una pieza oscura y se me niega ir al baño debiendo hacer mis necesidades fisiológicas en los mismos pantalones. Me revisa un médico, me coloca una inyección y me da calmantes pero no se me su ministra ningún otro tipo de medicamento, y mi pierna es vendada. Este médico era el médico forense de guardia del Policlínico Policial de esa fecha.

Durante el día 16 soy golpeado sobre todo en la pierna herida, pasando dos días en el suelo y no pudiendo recordar más por los fuertes dolores y el estado de semi-inconsciencia en que me encontraba.

Luis Alberto Urquiza fue dejado en libertad por falta de mérito en agosto de 1978, permaneciendo en Argentina hasta septiembre de 1979.

La Dra. Teresita Hazurun (legajo N.o 1127) argentina, abogada, fue secuestrada el sábado 20 de noviembre de 1976, a las 11 horas. Fue llevada por el propio Jefe de Policía sin hacer ningún intento de resistencia, por creer que era requerida dada su profesión para atender a algún demorado.

La Dra. Hazurun fue sometida a las torturas habituales (golpes y picana) además de otros procedimientos inéditos que ella observa aplicar a otras personas como el «enterramiento» que describe en su relato. Fue llevada a las oficinas de la SIDE en la calle Belgrano, de la propia ciudad de Frías, Santiago del Estero. Allí:

El 22 (lunes), a las 8 horas, llegaron dos personas que la condujeron al fondo de las oficinas, donde había una pieza. La introdujeron en ella y comenzaron a pegarle trompadas en el estómago y en el rostro. Era interrogada por Musa Assar (lo reconoció por la voz).

Le preguntan sobre su ex novio Hugo Libaak, a qué se dedicaba él, qué actividades, con quién se reunía. Luego, al no poder obtener respuesta, la acostaron en una cama, donde le aplicaron la picana en diferentes lugares del cuerpo.

Cuando las personas llegaban allí eran llevadas a fosos que cavaban en la tierra con anterioridad, enterraban allí a las personas hasta el cuello, a veces durante cuatro o más días, hasta que pedían que los sacaran, decididos a declarar. Los tenían sin agua y sin comida al sol o bajo lluvia. Al desenterrarlos (los enterraban desnudos) salían con ronchas de las picaduras de insectos y hormigas. De allí los llevaban a la sala de torturas (al lado había una habitación donde vivían los torturadores).

Los detenidos-desaparecidos de allí decían que el torturador era el Capitán de la Compañía de Monte. Tenían un instrumento de tortura que era un teléfono (picana simultánea a los dientes y en la oreja).

En medio de esta tragedia, el absurdo. Una persona que, no sólo fue llevada hasta los límites, sino que ni siquiera entendía lo que le preguntaban. Como podría pasarle a cualquiera para quien el léxico utilizado por los torturadores le fuera totalmente desconocido.

Por eso serán esclarecedores los fragmentos del testimonio de Antonio Horacio Miño Retamozo (legajo N.o 3721), secuestrado en su lugar de trabajo en la Capital Federal, el 23 de agosto de 1976. El procedimiento fue el habitual. En primer lugar lo llevaron a la Seccional de Policía N.o 33. Luego nos dice:

En la seccional 33 las cosas comenzaron normalmente.

Fui interrogado primero por mi nombre y apellido, «nombre de guerra» (y yo no sabía lo que era), grado con que militaba en la «orga» (y tampoco sabía de lo que se trataba) y luego se me ofreció pasaporte, billete de avión y mil dólares para salir del país. Desconociendo lo que me preguntaban y negándome a responderles terminó el diálogo y comenzó la persuasión. Fui vendado y comenzaron los golpes.

Me rodearon 3 o 4 individuos y comenzaron a lloverme trompadas y puntapiés en todas partes y de todos lados. Persistiendo en mi actitud, fui conminado por razones más poderosas: garrotes y bastones de goma; repitiéndose la secuencia interrogatorios-golpes hasta que perdieron la paciencia y, para ser más eficaces, me llevaron a la Superintendencia de Seguridad Federal, Coordinación, envuelto en algo grueso, que bien podría ser una alfombra. Me metieron en un patrullero, en el suelo, en la parte de atrás. Dos o tres me pisaban para que no me moviera.

Allí fui llevado directamente a la «parrilla», atado al elástico metálico de una cama, ligado de pies y manos con electrodos y acariciado por la «picana» en todo el cuerpo, con especial ensañamiento e intensidad en los genitales.

[…]

Sobre la parrilla uno salta, en la medida que le permiten las ligaduras, se retuerce, se agita y trata de evitar el contacto con los hierros candentes e hirientes. La «picana» era manejada como un bisturí y el «especialista» era guiado por un médico que decía si aún podía aguantar más. Luego de una interminable sesión me desataron y se reanudaron los interrogatorios.

Me acosaban con preguntas sobre el «cope del rim» y yo pensaba qué podía ser «cope del rim» y no entendía nada de esa jerga. Y al instante estaba de nuevo en la parrilla y se reanudaban los interrogatorios-picana-parrilla. Volvían a repetir las mismas preguntas, cambiando el sentido y la formulación a fin de encontrar respuestas y contradicciones.

Recién al año siguiente, y por confidencia de un prisionero, supe que el «cope del rim» estaba referido al copamiento del Regimiento de Infantería de Monte N.o 29 de Formosa, ocurrido el 5 de octubre de 1975, ciudad en la cual yo viví durante todo ese año.

Los interrogatorios se hicieron luego más cortos, pero la «picana» era más fuerte, persiguiendo con encarnizamiento los esfínteres, siendo verdaderamente horrendo los electrodos en los dientes, que parece que un trueno le hace volar la cabeza en pedazos y un delgado cordón con pequeñas bolitas que me introducían en la boca y que es muy difícil de tragar pues provocan arcadas y vómitos, intensificándose, por ello, los castigos, hasta conseguir que uno trague. Cada bolita era un electrodo y cuando funcionaban parecía que mil cristales se rompían, se astillaban en el interior de uno y se desplazaban por el cuerpo hiriéndolo todo. Eran tan enloquecedores que no podía, uno, ni gritar, ni gemir, ni moverse. Un temblor convulsivo que, de no estar atado, empujaría a uno a la posición fetal. Quedando temblando por varias horas con todo el interior hecho una llaga y una sed que no se puede aguantar, pero el miedo al pasmo es superior y, por ello, en varios días uno no come ni bebe, a pesar de que ellos quieren obligarlo a que lo haga.

Todos los días inventaban cosas distintas para castigarnos en forma colectiva. Una vez fue bestial. Vino una persona que se hacía llamar «teniente» y dijo a alguien que él nos estaba dando instrucción militar lo cual no era cierto, nosotros estábamos fuertemente vendados, no podíamos hablar. Allí casi siempre había guardias y siempre estaban entrando y saliendo, llevando y trayendo gente.

Nos llevaron a algo que imagino era un salón grande, nos rodearon y comenzaron a golpearnos en todas partes, pero con preferencia en los codos y en las rodillas, chocábamos unos contra otros, nos llovían los golpes de todas partes, tropezábamos y caíamos. Y, cuando estábamos todos destrozados, en el suelo, comenzaron a tirarnos agua helada y con «picanas» nos levantaban y nos llevaban de nuevo a nuestro antiguo sitio. Nos dejaron todos apiñados, temblando, mojados, tiritantes, acercándonos unos a los otros para darnos calor.

[…]

Se escuchaban voces que ahogaban la constante testimonial de alguien que era torturado e indicaban que estaban jugando a las cartas. Cuando terminaban la partida se divertían en maltratarnos.

Cuando nos llevaban desde la «leonera» a la sala de tortura-interrogatorio-peores tratos, había que subir tres escalones y bajar dos o viceversa, subir dos y bajar tres y nos hacían dar vueltas para desorientarnos.

La noche del miércoles 1.o de septiembre fue noche de traslado, para algunos, con ello el miedo y la inseguridad, pues en aquellos días era cosa muy sabida que los presos eran eliminados en los traslados, fabricándoles «enfrentamientos».

[…]

Fuimos llevados a un L.T., o sea un lugar transitorio, de ablande, previo a la eliminación. Allí la tortura era tal que no teníamos nombre ni apellido, sino número, correspondiéndome el 11.

Aquello parecía un sótano, éramos 15 y, entre nosotros, reconocí la voz de Puértolas, por una entonación aguda que aún me sigue como un perro.

[…]

El castigo era brutal, el jueves me llevaron dos veces y el viernes me dieron la paliza más bestial que jamás haya recibido. Había alguien en la parrilla, parecía Puértolas, aunque era muy difícil reconocer la voz, estábamos demasiado destrozados. Me atravesaron a la cama sobre él y, cuando me picaneaban a mí, él saltaba sobre la cama. Con los pies tocaba una pared y, por tocarla, por moverme, por ensuciarla, recibía golpes en las piernas.

Después de sucesivos malos tratos y amenazas de muerte Miño Retamozo fue llevado al Regimiento de Infantería de Monte 29.

Llegué con un cartel más grande que una estrella de cine, pues para ellos era yo quien había planeado el copamiento del Regimiento.

El lunes, temprano, comenzaron a trabajar y lo hacían mañana, tarde y noche. Los primeros días, entre sesión y sesión, estaba desnudo, atado a una cama, con un guardia al lado y sin comer. Por la noche era llevado a un pasillo y tirado junto a los otros prisioneros que no sabían qué hacer, queriendo apartarse de mí por temor a ser confundidos y llevados en mi lugar. Por la noche llegaba «la voz femenina», conocido Oficial de Gendarmería que impostaba la voz y lo primero que hacía, era acariciarle a uno los testículos anticipándose al goce de lo que habría de ser su labor.

Así durante tres semanas, mañana, tarde y noche ahogándome con bolsas de plástico o metiéndome la cabeza en el agua o destrozándome con el «casco de la muerte» (escalofriante aparato lleno de electrodos que se coloca en la cabeza) que ni siquiera permite decir no. Simplemente el cuerpo se desgarra a través de alaridos.

Una noche se entretuvieron con un chico de Las Palmas (Chaco) y yo. Los soldados se entretenían escuchando la radio, jugaban Patria, el crédito local y Rosario Central. Durante todo el partido al chico le aplicaron el casco, a partir de ese momento quedó loco como dos semanas. Después me volvió a tocar a mí. Durante los interrogatorios siempre había alguien que con una maderita le destrozaba a uno los nudillos de las manos o de los pies.

De su posterior traslado a Formosa, Miño Retamozo agrega:

[…]

Siendo Formosa una ciudad de aproximadamente 100.000 habitantes casi todos los que estaban allí conocían la identidad de los torturadores, como el Sargento o Sargento primero Eduardo Steinberg, el segundo Comandante Domato, la «Muerte con voz femenina», también segundo Comandante de Gendarmería.

[…]

Cuando la guardia era un poco permisiva, pedíamos un cubo de agua y podíamos bañarnos. La primera vez que me bañé casi me muero. Cuando me levanté la venda me pareció imposible reconocerme. Estaba negro de marcas, como si me hubiera revolcado en alambres de púas, lleno de quemaduras, desde cigarrillos hasta el bisturí eléctrico, era el mapa de la desdicha. El «bisturí eléctrico» corta, quema y cauteriza. Lo utilizaron poco conmigo en relación con Velázquez Ibarra y demás prisioneros. De allí conservo huellas en la espalda ¿Electrodos o bisturí? Estando la espalda en carne viva se pegaba a la camisa, con el calor y la mugre, comenzó a descomponerse y yo no me daba cuenta. Mis compañeros que tanto me cuidaban llamaron a un soldado de la enfermería para que me desinfectara la herida.

[…]

Un día conocí por fin cual había sido la 1ógica de mi infortunio, si puede hablarse de 1ógica en estos casos. Mientras que los presos políticos estaban en recreo, desde el calabozo de enfrente, alguien me relató que había «cantado» Mirta Infran. Habían apresado a ella y su marido. Primero lo torturaron hasta destrozarlo al marido. Luego lo eliminaron. Entonces comenzaron con ella. En determinado momento se extravió, pretendió salvarse o tropezó con los umbrales de la demencia y comenzó a «cantar» cosas inverosímiles. Mandó en prisión, fácilmente a más de 50 personas y dijo que yo había planeado el copamiento del Regimiento, que militaba en la organización «Montoneros» y que ellos me habían ofrecido apoyo logístico.

[…]

En el año 1975 yo había conocido a Mirta Infran, tenía ella 19 años, trabajaba en un Juzgado y asistía a mi mismo curso, en el primer año de Ingeniería Forestal y nos vinculaba una amistad tangencial.

Fui puesto en libertad el 6 de junio de 1977.

En el caso que acabamos de transcribir bastó un conocimiento fortuito, una denuncia surgida del desvarío durante la tortura infligida a Mirta Infran, para llevar a Miño Retamozo a recorrer el calvario relatado.

Igualmente significativo es el testimonio del señor Oscar Alberto Paillalef (legajo N.o 6956) de General Roca (Río Negro).

El señor Paillalef fue citado por la policía local para que se presentara al Comando de la VI Brigada de Neuquén. Como llevaba un automóvil de la empresa para la que trabajaba, le permitieron que se transportara en el mismo de vuelta. Le dijeron que debía regresar porque tendría que ser interrogado por el Mayor Reinhold de parte de Inteligencia. Volvió el 19 del mismo mes.

Fui trasladado a un lugar que aparentemente estaba al lado del edificio en que me encontraba. Allí había otra cama donde fui colocado. Dos personas estaban frente a mí, una interrogaba y la otra supuestamente hacía de ayudante. A medida que interrogaban me seguían golpeando, y me colocaron lo que ellos llamaban «los cables» que era la picana eléctrica, en la parte interior de los brazos y luego entre las vendas que tenía precisamente en las sienes. Después de estar largo rato así, fui trasladado a mi lugar primitivo.

Así siguieron las cosas, había guardias que golpeaban, pateaban y ajustaban las esposas hasta lastimar las muñecas. Los interrogatorios siguieron hasta el día 29, más o menos día por medio. Varias veces hicieron conmigo un juego macabro; colocaban en mi cabeza el cañón de un arma, riéndose apretaban el gatillo y el disparo no salía. De noche cuando había más tranquilidad se oían pasar camiones bastante cerca, lo que me hacía pensar que estábamos muy próximos a la ruta 22 y a mi juicio, nos encontrábamos en el Batallón 181.

Todas las veces que me llevaron a los interrogatorios además de la sesión de preguntas era conducido y retornaba al lugar y a los golpes. Una noche, entre amenazas de que me iban a reventar, me metieron cenizas de cigarrillos entre la venda de los ojos para que, según decían, «se te pudran los ojos».

En algunos casos, como el del señor José Antonio Giménez (legajo N.o 3035), de 53 años de edad, que vive en la localidad de Centenario, Neuquén, detenido el 10 de enero de 1977, frente a su domicilio, se utilizó una pequeña variante:

… vendado, y con algodones en los ojos para impedirme ver, lo cual no impidió que dicha venda en momentos se aflojase y pudiese observar que algunos de los guardias que se encontraban allí usaban borceguíes del Ejército. Es más, en una oportunidad en que pretendieron que firmase una declaración —que no firmé— me sacaron las vendas y la persona que me hablaba, un hombre joven, lo hacía vestido con uniforme militar y con una máscara antigás colocada, que le cubría todo el rostro.

En ese lugar fui sometido a torturas, consistentes en ser colgado de los brazos hacia atrás de una pared y de las piernas, de la otra, es decir, con el cuerpo suspendido y con la aplicación de electrodos en las sienes, sujetos por la venda antes descripta, y con la aplicación de corriente mediante tales electrodos. Esto se realizaba en otro local, construido precariamente en chapas de zinc y armazón de madera, similar a algunas casillas existentes en estaciones de ferrocarril. Estas «sesiones» se repitieron varias veces sin poder precisar cuántas, con interrogatorios que se limitaban a ordenarme que «cantara», es decir que dijera lo que sabía, sin realizarme ninguna pregunta específica respecto de ningún hecho, circunstancia, lugar o fecha, ni referido a persona alguna en particular, al punto de que se me exigió, finalmente, escribir de mi puño y letra una descripción de mis actos en el tiempo inmediatamente anterior a mi secuestro, cosa que comencé y fui interrumpido sin darme lugar a firmar dicho escrito, seguramente porque el mismo no les servía.

El 20 de enero de 1976, por la noche, mientras cenaba, secuestraron a Santos Aurelio Chaparro, de su casa en el Ingenio La Florida de Tucumán. Los secuestradores se desplazaban en tres automóviles y vestían uniforme militar de fajina. Algunos iban de civil. Reconoció el lugar al que lo llevaron. Se trataba de la Jefatura de la Policía de Tucumán. Dice que lo obligaron a permanecer en una sala con otros detenidos. Y sigue:

… Que el segundo día de permanecer detenido ilegalmente en esas condiciones dos personas que no eran los que lo secuestraron, lo trasladan a otra sala más chica donde lo desnudan y lo atan a una cama que es denominada «parrilla». Que le colocan alambres en la cabeza y lo comienzan a torturar con corriente eléctrica. Que le pasan picana por todo el cuerpo preferentemente en la zona genital, pectoral y en la cabeza, boca, encías, etc. Que lo torturan por espacio de dos horas aproximadamente. Que luego lo sacan de allí, llevándolo a otra sala del citado edificio, donde un grupo de personas lo someten a una brutal golpiza de puñetazos y patadas. Que esto se prolonga durante muchas horas. Que el dicente manifiesta que perdió el conocimiento. Que luego es llevado a la sala donde lo tenían al principio. Que esta forma de tortura se efectuaba todos los días y por espacio de 20 días. (Legajo N.o 5522).

El señor Chaparro es llevado a reponerse de su estado lamentable a un campo de «recuperación». Después de 25 días vuelve a la Jefatura de Policía y le aplican tortura en forma más leve por cinco días. Le prometen dejarlo en libertad pero cancelan la orden en el momento de firmarla. Esto ocurre en la Escuela de Educación Física el 24 de marzo de 1976 y continúa:

Que después de este período es nuevamente trasladado a una salita donde nuevamente lo torturan. Que en esta oportunidad, el dicente manifiesta que le hacen ingerir gran cantidad de agua, mientras es torturado con picana eléctrica. Que le colocan una botella en la boca diciéndole que le iban a hacer tomar toda el agua del río Salí. Que toma dos botellas de agua. Que es reiteradamente sometido a la picana. Que luego de esto, es brutalmente golpeado volviendo a quedar inconsciente y completamente ensangrentado. Que le salía agua por distintos orificios del cuerpo. Que aparentemente se asustaron de la condición del dicente ya que luego de esto lo tratan de rehabilitar. Que permanece en este lugar durante unos 20 días. Que luego lo trasladan a otro lugar que no puede determinar precisamente.

Que allí es torturado en una mesa con picana eléctrica. También es sometido a «submarino» con el tacho de 200 litros. Que cuando se encontraba adentro de éste golpeaban el tacho y también le aplicaron en esas condiciones electricidad.

[…]

Que le es comunicado al dicente que sería eliminado. Que lo llaman por su apellido y lo someten a una brutal sesión de tortura que consistió en picana eléctrica y que luego de esto es obligado a colocarse contra una pared. Un hombre de gendarmería (al que le había visto una gorra militar) le da una patada de «karate» en la espalda tras la cual el dicente manifiesta que se desvaneció.

Que posteriormente es brutalmente golpeado con palos. Que presume que le rompen el esternón, le fracturan falanges de los dedos. Que de los golpes se rompen los grilletes que tenía colocados. Que pierde el conocimiento. Que le quedan lesiones permanentes, como zumbidos en el oído izquierdo, insensibilidad de dedos de los pies, etcétera.

Que luego fue trasladado al Penal de La Plata dándole el 23 de marzo de 1982 la libertad vigilada.

Para no extendernos innecesariamente omitiremos los detalles del procedimiento del secuestro del señor Orlando Luis Stirnemann, de Río Gallegos, detenido en la Provincia de Santa Fe. Solamente haremos mención a la frase de uno de sus secuestradores. En el momento de ocurrir el hecho al preguntársele por qué no lo tabicaban, contestó: «No es necesario y él lo sabe. Es boleta».

[…]

15 días después de haber sido detenido en ese Centro de Detención, fui trasladado a otro centro, presuntamente dentro de la misma jurisdicción del Ejército, del cual se adjunta croquis.

Para interrogar a los detenidos utilizaban métodos de tortura, entre ellos picana eléctrica, para la cual utilizaban un aparato de alta potencia que, cuando era aplicado, provocaba la contracción de la lengua, de manera que al detenido le resultaba imposible gritar durante la aplicación. Otro sistema era colocar un gato dentro de la ropa del interrogado al que le aplicaban la picana, reaccionando violentamente y lastimando al interrogado. (Legajo N.o 4337).

Con el testimonio presentado por el señor Enrique Rodríguez Larreta (legajo N.o 2539) nos encontraremos ante nuevas formas de aplicar tormentos. Reduciremos sus dichos a los párrafos indispensables:

[…]

La noche siguiente me toca a mí ser conducido a la planta alta donde se me interroga bajo tortura como a todos los hombres y mujeres que estuvimos allí. Allí se me desnuda completamente, y colocándome los brazos hacía atrás se me cuelga por las muñecas hasta unos 20 o 30 cm del suelo.

Al mismo tiempo, se me coloca una especie de taparrabo en el que hay varias terminaciones eléctricas. Cuando se lo conecta, la víctima recibe electricidad por varios puntos a la vez. Este aparato, al cual llaman «máquina», se conecta mientras se efectúan las preguntas y se profieren amenazas e insultos, aplicándose también golpes en las partes más sensibles.

El suelo, debajo del lugar donde se cuelga a los detenidos, está profusamente mojado y sembrado de cristales de sal gruesa, con el fin de multiplicar la tortura si la persona consigue apoyar los pies en el piso.

Varias de las personas que estaban detenidas junto conmigo se desprendieron del aparato de colgar y se golpearon contra el piso, produciéndose serias heridas. Recuerdo en especial el caso de quien después supe era Edelweiss Zahn de Andrés, la que sufrió profundos cortes en la sien y en los tobillos que después se infectaron.

El señor Antonio Cruz, argentino, casado, domiciliado en la Capital Federal, fue miembro de la Gendarmería Nacional desde el 31 de diciembre de 1972 (fecha en que fue dado de alta según el Boletín Reservado 1460, apartado 3-6) hasta el 31 de diciembre de 1977 en que fue dado de baja según el M.M.C. (Mensaje Militar Conjunto - SD5289/77).

De su testimonio transcribiremos las partes más significativas:

Aquí debo pasar a referirme al LRD (Lugar de Reunión de Detenidos) denominado La Escuelita. Estaba situada en Famaillá, a unas dos o tres cuadras de las vías del Ferrocarril que va a San Miguel de Tucumán.

[…]

En este lugar, y al momento de nuestra llegada, estaba ubicada la sección de perros de guerra.

[…]

Pasaré a describir la Sala de Interrogatorios. Esta Sala de Interrogatorios estaba ubicada en la última aula de la Escuela, encontrándose en su interior una cama tipo militar, de hierro, una mesa y fotos de los detenidos… Asimismo existía un teléfono de campaña a pilas que al dar vuelta la manija generaba corriente eléctrica. Según la velocidad con que se giraba la misma era el grado de voltaje que se imprimía. El personal interrogador tenía una goma parecida a la que usa la Policía Federal, con la cual golpeaba a los presos para ablandarlos ni bien entraban detenidos.

Seguidamente Cruz se refiere a la suerte deparada a un detenido cuya custodia se le encomendó:

Al día siguiente comenzó el interrogatorio de esta persona; primero lo acostaron atado a una cama, ya que por su contextura física no podía ser esposado, por lo que no existían esposas lo suficientemente grandes para sus muñecas. Fue golpeado con una goma duramente y al ver que no se obtenían resultados con dicho método de tortura, comenzaron a pasarle el cable del teléfono; uno de los cables se ataba a la pata de la cama y el otro se lo aplicaban al cuerpo en sus partes más sensibles al igual que por la espalda y el pecho. Como no pudieron hacerlo declarar recomenzaron a golpearlo, hasta que en un momento dado el detenido solicitó ir al baño a lo que se accedió, fui encargado de custodiarlo personalmente lo que me provocó un temor grande. En ese momento comprobé que el mismo orinaba sangre, o sea que aparentaba estar muy lesionado internamente. Cuando lo entregue nuevamente los interrogadores le restaron importancia al hecho. Esa noche antes de marcharse los torturadores lo dejaron atado a una columna al aire libre con la orden estricta de que no lo alimentara y que sólo se le diera a beber agua. A la madrugada dejó de existir allí colgado, pues había sido tan duramente golpeado que no resistió el castigo. Cuando llegaron nuevamente para interrogarlo se les informó a los interrogadores lo ocurrido, los que se lamentaron de no haber podido tener información precisa.

De igual forma se interrogaba a las mujeres, para ello se las desnudaba por completo, se las acostaba en la cama y allí comenzaba la sesión de tortura. A las mujeres se les introducía el cable en la vagina y luego se lo pasaban por los pechos, lo que provocaba un gran sufrimiento y en ocasiones muchas de ellas menstruaban en plena tortura. Con ellas sólo se utilizaba el teléfono, ningún otro elemento.

[…]

Debo relatar que en una ocasión trajeron a un detenido herido. Un día para curiosear me acerqué a la ventana, ya que estaba solo y por el hueco se veía para adentro. Al acercarme a él observé que tenía la cabeza rota y al mirarle las manos comprobé que las mismas tenían gusanos. Esta situación me revolvió el estómago porque el pobre tipo se estaba agusanando. (Legajo N.o 4676).

Con el testimonio de Carlos Hugo Basso, argentino (hoy exiliado) volvemos a la ya tristemente conocidas La Perla y La Ribera. Fue secuestrado el 10 de noviembre de 1976 en el barrio Alto Alberdi de la ciudad de Córdoba. Después del procedimiento habitual, mezcla de golpes y viaje en el piso de un auto bajo los pies de los captores hasta llegar al centro clandestino de detención:

… abrieron una puerta que por el ruido podía ser de metal, uno de los que me llevaba me advirtió que a continuación conocería al «Cura», que se encargaría «de confesarme». Esta persona a la que llamaban «Cura» debía ser de talla bastante grande ya que apenas entré me tomó con sus manos por los costados y me levanto en vilo…

… posteriormente me golpearon con palos y un martillo que usaban para golpear los dedos cuando las manos se apoyaban en el piso; me desvistieron y ataron de pies y manos a un elástico de cama que llamaban «parrilla». Por un período de tiempo que calculo en una hora me aplicaron descargas eléctricas en los lugares más sensibles del cuerpo, genitales, caderas, rodillas, cuello, encías… Para el cuello y las encías utilizaban un instrumento pequeño con varias puntas, pasadas directamente a los cables de la instalación de 220 voltios, por debajo de la venda pude observar que cada vez que se producía una descarga disminuía la luz de una lamparita ubicada sobre la «parrilla». Durante este tiempo sentí que a uno de los torturadores lo llamaban «gringo». Luego de este espacio de tiempo alguien me aplicó un estetoscopio en el pecho y me desataron, comprobé que no podía caminar, me arrastraron unos veinte o treinta metros hasta una colchoneta ubicada en un salón grande, junto a una pared, donde permanecí hasta el día siguiente. (Legajo N.o 7225).

Teresa Celia Meschiati fue secuestrada en la ciudad de Córdoba el 25 de septiembre de 1976, y trasladada al centro de La Perla (Legajo N.o 4279).

Nos dice:

Me trasladan inmediatamente después de mi llegada a «La Perla» a la «sala de tortura» o «sala de terapia intensiva». Me desnudan y atan con cuerdas los pies y las manos a los barrotes de una cama, quedando suspendida en el aire. Me ponen un cable en un dedo del pie derecho. La tortura fue aplicada en forma gradual, usándose dos picanas eléctricas que tenían distinta intensidad: una de 125 voltios que me producía movimientos involuntarios en los músculos y dolor en todo el cuerpo aplicándome la misma en cara, ojos, boca, brazos, vagina y ano. Otra de 220 voltios llamada «la margarita» que me dejó profundas ulceraciones que aún conservo y que produce una violenta contracción, como si arrancaran todos los miembros a la vez, especialmente en riñones, piernas, ingle y costados del tronco. También me colocan un trapo mojado sobre el pecho para aumentar la intensidad del shock.

Intento suicidarme tomando el agua podrida que había en el tacho destinado para otro tipo de tortura llamada «submarino», pero no lo consigo.

Así como fue gradual la intensidad de las picanas, fue gradual el sadismo de mis torturadores, que fueron cinco y cuyos nombres aquí figuran: Guillermo Barreiro, Luis Manzanelli, José López, Jorge Romero, Fermín de los Santos.

El señor Nelson Eduardo Dean, uruguayo, casado, secuestrado en el barrio de Almagro de la Capital Federal el 13 de julio de 1976, a las 22 horas (Legajo N.o 7412), en sus partes esenciales dice:

En ese lugar fuimos ubicados en diferentes sitios. Esposadas las muñecas a la espalda, vendados los ojos y sangrando abundantemente comenzó una nueva andanada de golpes. A la media hora de estar detenido fui trasladado a un cuarto de la planta alta. Allí me quitaron toda la ropa, me volvieron a esposar las muñecas a la espalda y comenzaron a tirarme baldes de agua. Acto seguido me colocaron cables alrededor de la cintura, el tórax y los tobillos. Ataron una cuerda o cadena a las esposas y me subieron los brazos hasta donde éstos podían soportar sin desarticularse. En esa posición, literalmente colgado y a una distancia aproximadamente de 30 centímetros del piso, estuve por un espacio de tiempo que no es posible determinar en horas, sino en dolor. Se pierde, por el gran sufrimiento que causa esta forma de tortura, toda noción de tiempo formal.

Luego los torturadores aflojaron la cuerda unos 20 centímetros, tanto como para poder con algún esfuerzo tocar el suelo y descansar en algo los brazos. En este sentido, lo que antes dije es sólo en apariencia, pues cuando traté de tocar el piso y lo logré, comencé a recibir choques eléctricos. En realidad es muy difícil llegar con palabras a expresar todo el sufrimiento que éstos ocasionan. Pienso que es posible sólo reproducir una caricatura trágica de lo que fueron aquellos momentos.

Quizás a título de ejemplo y para dar una idea sirvan dos cosas, algunos hechos físicos concretos y algunas sensaciones. En cuanto a los hechos físicos pienso que hay dos que les darán a ustedes la medida del tormento:

A) Las plantas de los pies, luego de la tortura, quedaban quemadas y se formaban capas de piel dura que luego se desprendían. Evidentemente, la piel se quemaba con los choques eléctricos.

B) Durante el tiempo que se aplicaba la electricidad se pierde todo control posible sobre los sentidos, provocando dicha tortura vómitos permanentes, defecación casi constante, etc.

C) En cuanto atañe a las sensaciones, la electricidad comienza a subir por el cuerpo y todas las zonas en las cuales colocaron cables parecen arrancadas del cuerpo. Así es que, en principio, son los pies que se sienten como arrancados del cuerpo, como luego las piernas, los testículos, el tórax, etc.

Estas sesiones de tormento se extendieron por espacio de cinco días yendo en aumento en cuanto a su intensidad. En los últimos días repitieron todos los métodos antes mencionados y, además, me introdujeron cables dentro del ano, los testículos y el pene. Estas prácticas se desarrollaban dentro de un marco diabólico; los torturadores, unos bebiendo, otros riendo, golpeando e insultando, pretendían extraerme nombres de uruguayos radicados en la República Argentina y opositores al actual régimen imperante en mi país.

En estos interrogatorios y torturas comprobé que participaban directamente oficiales del Ejército uruguayo. Algunos decían pertenecer a un grupo llamado OCOA (Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas).

El señor Raúl Esteban Radonich (Legajo N.o 6956) fue detenido en Neuquén el 13 de enero de 1977 y dejado en libertad el 19 del mismo mes en Senillosa. Lo detuvieron a las ocho y media de la mañana en la oficina donde trabajaba. Lo llevaron, después de muchas vueltas para desorientarlo.

… a dependencias del Batallón de Ingenieros de Construcciones 161, a un lugar denominado La Escuelita, que es en realidad el chupadero que funciona en la zona. Allí soy esposado de ambas manos a los costados de una cama, donde permanezco por un tiempo hasta ser trasladado a otra dependencia, haciéndome caminar siempre en cuclillas con el objeto de no deducir las distintas instalaciones del lugar. Nuevamente soy esposado, pero ahora de pies y manos, sobre el elástico de una cama y me introducen dos cables entre el vendaje, a la altura de la sien. Se me formula una serie de preguntas sobre datos personales, que son volcados a máquina en lo que parecía ser una ficha. Terminado esto, comienza un interrogatorio totalmente diferente. La primera pregunta que me hacen es acerca de cuál era mi grado y nombre de guerra, a lo que respondo que no poseo ninguna de estas características. Ese es el momento en el que recibo la primera descarga de electricidad. Las preguntas giraban sobre mi participación en política, desde mi función en alguna organización hasta mi inclusión en listas para elecciones del Centro de Estudiantes. Me preguntan también si tengo idea del lugar en que estoy, lo cual les preocupaba mucho, ya que lo hacen en forma insistente y es debido a que en esa Unidad Militar estuve cumpliendo con el Servicio Militar en el año 1976. En la medida que voy respondiendo negativamente, aumenta el ritmo, la duración y la intensidad de las descargas, siempre en la cabeza. Pierdo la noción del tiempo, aunque parecen transcurrir varias horas. En medio de las preguntas y los gritos se suceden amenazas de distinto tipo.

Pierdo sangre por la boca, ya que durante las descargas se me contraen los músculos y cierro las mandíbulas, quedándome la lengua afuera, lo que hace que virtualmente la perfore con mis dientes. Como mi estado se deteriora progresivamente, me tiran un baldazo de agua para reanimarme, hasta que suspenden la sesión. Me dicen que por la tarde comenzarla de nuevo y que dependía de mí, en función de las respuestas, si seguían o no torturándome. El interrogatorio lo realizaron por lo menos tres personas, encontrándose presente el jefe del grupo que realizó la detención. Este asume el rol de «bondadoso», pidiéndome que cante ya que no valía la pena que me sacrificara por otros. Los demás en cambio, usan un tono amenazante y autoritario.

En el caso de Juan Matías Bianchi (Legajo N.o 2669) hubo un doble simulacro: de incineración y de fusilamiento:

… le hacen oler un líquido, preguntándole si sabía qué era lo que le hacían oler, a lo cual el dicente responde que sí, que se trataba de solvente. Le preguntan si tiene algo que decir, que entonces lo digas pues iban a quemarlo, mientras le hacen oír ruido de papeles. También le hacen un simulacro de fusilamiento con un arma en la sien.

Justo en el momento en que estaban haciendo el simulacro de que lo iban a quemar vivo, oye que llega un auto, se acerca una persona y le dice: «Mirá, mejor que renunciés al cargo de delegado del gremio y que no des más parte de enfermo». Luego de ello se hizo silencio y oye luego que el vehículo parte. El dicente permaneció un rato sin moverse, hasta que se da cuenta que no había nadie y que le habían sacado las esposas.

Al señor Daniel Osvaldo Pina (Legajo N.o 5186) también le tocó pasar por la experiencia alucinante de simulacro de asesinato. Todo el contexto era increíble. Él lo relata así:

De ese lugar nos llevaron a otros dos donde seguimos siendo torturados y, en el segundo de ellos, después de torturar a Arra, llevaron a Moriña; Koltes y yo hacíamos «capilla». Repentinamente, los gritos de Moriña cesaron y se escucharon corridas y voces pidiendo médico. Luego de eso, nos vinieron a buscar y, sin interrogarnos, a Koltes y a mí nos cargaron en un camión y nos llevaron a otra parte que, presumo, era en la montaña. Moriña ya no iba con nosotros.

En ese lugar pasé dos o tres días. Ya llevaba cerca del mes de secuestro y siempre vendado se me hacía difícil calcular. En uno de esos días escuché que se acercaban al lugar en donde, por el oído, sabía que estaba Arra y, luego de llegar taconeando, le dijeron, en tono imperativo: «Levantate… caminá…».

Los pasos arrastrados se dirigieron hacía la salida y, luego de dos o tres minutos, se escucharon cuatro disparos. Luego se acercaron adonde yo identificaba que estaba Koltes y sucedió exactamente lo mismo. Cuando me tocó el turno a mí no dijeron nada, sentí el ruido del arma al prepararla para disparar y me tiraron cuatro tiros al lado de la cabeza.

Al día siguiente me volvieron a llevar pero solo, en lo que creo era una ambulancia de la cuadra del Ejército. De allí fui retirado en una camioneta, estimo que de la Policía de Mendoza, donde me llevaban en el piso y me pateaban y me escupían además de las continuas amenazas de muerte; hasta que llegamos a la Penitenciaría.

Hay testimonios de otros tipos de torturas, como colgar de un árbol o de una viga el cuerpo del detenido. Como ejemplo de este «sistema» transcribimos en la parte pertinente la declaración de una de las víctimas, Enrique Igor Peczak (Legajo N.o 6947).

Fui detenido el 15/10/76 por una Unidad del Ejército, quienes rodearon y allanaron el domicilio de mi madre, con quien vivía; también conmigo fue detenido Jorge Armando González; fuimos atados y vendados, luego fui colgado con las manos atrás de un árbol y, en esa posición, golpeado desde el mediodía hasta el atardecer, escuchando, repetidas veces, los gritos de mi madre que pedía que no me maten; también escuchaba golpes, los que le propinaban a González y que, en determinado momento llenaron un recipiente con agua, lo colgaron de los pies y lo sumergieron de cabeza. Eso se repitió varias veces.

Mientras uno me golpeaba me dijo que si no se hubieran olvidado la «picana» ya estaría hablando y, de golpe, con las dos manos me golpea los oídos produciéndome un gran dolor y un fuerte zumbido por varios meses.

Al atardecer nos descolgaron y nos llevaron a lo que después supe era la jefatura de Policía de la Provincia donde nos apartan y me vuelven a golpear…

… y a colgarme de la garganta, hasta que perdí el conocimiento; en ese lugar comienzo a perder la noción del tiempo y los recuerdos se entrecruzan sin saber con seguridad qué sucedió antes pero estoy casi seguro que en ese lugar me sacaron una foto y luego me dieron picana en el suelo…

Me llevaron a una casa… en una de las dependencias me colgaron de las manos de un modo tal que solo podía tocar el piso con la punta de los pies. La sed para entonces era inaguantable y pedí a gritos un vaso de agua, alguien vino y me puso una mordaza en la boca. Como perdí el conocimiento no puedo calcular el tiempo que estuve «colgado».

Daniel Eduardo Fernández (Legajo N.o 1131) tenía 18 años cuando fue secuestrado. Era estudiante en un colegio secundario. A esa edad, conoció toda clase de tormentos, puñetazos, patadas, amenazas de muerte y lo que se daba en llamar «submarino» en sus dos formas de aplicación, «seco» y «mojado».

La idea era dejar a la víctima sin ningún tipo de resistencia psicológica, hasta dejarlo a merced del interrogador y obtener así cualquier tipo de respuesta que éste quisiera, aunque fuera de lo más absurda. Si querían que uno respondiera que lo había visto a San Martín andando a caballo el día anterior, lo lograban, y entonces nos decían que uno era un mentiroso, hasta que realmente uno lo sintiera, y lo continuaban torturando.

[…]

… nos hacían extender las manos y nos pegaban en la punta de los dedos con una especie de cachiporra. Después no podíamos mover las manos. A otros los castigaban hasta hacerles sangrar la boca o los ojos.

Llegaron hasta ponernos una bolsa de nylon en la cabeza y atarla al cuello bien fuertemente hasta que se nos acabara el aire y estuviéramos a punto de desmayar.

Otra forma era atarnos en una tabla y poner en el extremo un recipiente lleno de agua. Se sumergía la cabeza de la víctima allí y hasta que largara «la última burbuja de aire», no lo sacaban, y apenas cuando tomaba una bocanada de aire lo volvían a sumergir.

[…]

El 13 de septiembre de 1977 fui liberado, vendado, con el pelo muy mal cortado, con un par de jeans y una remera en un día de mucho frio. Me abandonaron en la Avenida Vélez Sarsfield, cerca de una barrera.

En el Legajo N.o 5604, la Sra. Lidia Esther Biscarte relata su secuestro y posterior martirio. En él se podrá ver el ingenio puesto en juego por los torturadores para ejercitar nuevos métodos de tormento con los elementos habituales de su trabajo. Fue secuestrada el 27 de marzo de 1976, en su casa (Zarate, Provincia de Buenos Aires) a la madrugada. La encapuchan con la misma sabana que estaba usando y la secuestran descalza y en camisón.

La dicente oye por la radio que se encontraba en la comisaría de Zarate. Que, sin preguntarle nada, le aplican la picana, la desnudan y le vuelven a aplicar la picana en el ano, en la vagina, en la boca y en las axilas. Le echan agua y la atan a un sillón de cuero. Tenía toda la cabeza cubierta con la sábana atada. Se acerca un sujeto que empieza a retorcerle los pezones, lo que le produce un intenso dolor, ya que también le habían aplicado picana en los pezones.

En la misma habitación había otros dos hombres secuestrados. Entra un sujeto y le dice al otro que la deje, «que los van a llevar a pasear».

[…]

La dicente sabe que es la Prefectura de Zárate el sitio donde fue trasladada a posteriori junto con las otras dos personas, ya que ésta vivía a una cuadra y media, y por la forma en que la barca atracaba, se sentían los gritos del amarrador y la barca chocando contra el puerto, la vibración.

Los bajan en una barranca de piedra, en el Arsenal de Zárate. Allí los llevan y los dejan en el campo. Llovía, el piso era de tierra. Clavan estacas y los estaquean dejándolos todo el día ahí, aplicándoles picana eléctrica. Al entrar la noche los suben a un barco, los esposan unes a otros, es decir el brazo de la dicente esposado a otro brazo.

En el barco la cuelgan de los pies y le hacen el «submarino» directamente en el río. Allí estuvo con el señor Iglesias, Teresa Di Martino, con quien la dicente se encuentra posteriormente en la cárcel, con Blanda Ruda, con la Dra. Marta y el esposo, siendo ésta terriblemente torturada y el marido violado por los torturadores; con un muchacho Fernández, que ahora está en el extranjero, cree que en Suiza; con Tito Cono o Aniconi, algo así que ahora está en libertad.

En ese barco están como dos días, durante los cuales los torturan y los cuelgan con una grúa.

[…]

… los cargan en celulares y los llevan a un lugar que cree es el Tolueno, en Campana, sabiéndolo por el pito (silbato) de la Esso. Están dos o tres días y los llevan a una balsa donde cruzan, probablemente, al Tigre. La balsa era manejada por militares, con uniforme verde. Los dejan, en la embarcación, como en la orilla de una isla. La sacan de la balsa y la suben a un camión del Ejército. Había mucha gente, los llevan a una casa de torturas, donde se sentían ruidos de coches y aviones.

En esa casa hay una pileta de natación vacía, donde los meten, les ponen reflectores de alto voltaje, luego la introducen en la casa donde la torturan. Era una casa que tenía un baño, dos habitaciones grandes. En la pileta quedan centenares de muertos, había muchos muertos en la pileta. Sintió un guardia que decía: «éstos ya son boletas, éstos quedan, pasalos a la pieza uno y a la dos». Se llamaban entre ellos con nombres de animales: «El Tigre», «El Puma», «El Vizcacha», «El Yarará».

En el testimonio de Juan Matías Bianchi (Legajo N.o 2669), domiciliado en Campana, Provincia de Buenos Aires, encontraremos una nueva variante sádica de perversión sexual:

El 4 de marzo de 1977, a las 03.00 horas, se hicieron presentes en el domicilio del dicente… cuatro sujetos que dijeron ser militares, tenían la cara cubierta con medias negras…

[…]

En un momento siente que lo levantan, lo llevan por un pasillo a otro lugar, donde le ordenan desvestirse, lo tiran sobre un camastro y le dicen: «Mirá, yo soy “El Alemán”», mientras el dicente oía mujeres y hombres que gritaban. «El Alemán» trata de introducirle un caño en el ano. Otra voz le dice que lo dejen, y dirigiéndose al dicente, le dice: «Ves, yo soy “El Gallego” y te salvé de que éste te rompiera metiéndote el fierro».

Lo colocan desnudo, abierto de piernas y brazos, atados con cuero. El «Gallego» le dice que hable, mientras procede a aplicarle una descarga eléctrica en el tobillo, quemándole los músculos, de lo cual todavía tiene la marca. También lo interroga una mujer. El «Gallego» también le aplica picana en las axilas de lo cual también conserva marcas. El «Gallego» se reía y le dice, dirigiéndose a la mujer: «A vos que te gusta el pedazo, seguí vos».

Entonces siente que la mujer toma su miembro y le introduce un líquido como cáustico, a raíz de lo cual ha tenido problemas para efectuar la micción.

En los siguientes testimonios, de los cuales daremos fragmentos, aparecen, en medio de otras torturas, diversos modos de violaciones. En todos los casos, conservaremos el anonimato.

A C. G. F., argentina, casada (Legajo N.o 7372), la secuestraron en la puerta de su lugar de trabajo, en el centro de la Capital Federal, a las 5 de la tarde, su hora habitual de salida. Con el procedimiento de siempre. Automóvil inidentificable… ojos vendados… descenso en un lugar desconocido… amarrada a una cama…:

… y procedieron a interrogarme cinco hombres durante alrededor de una hora, con malos tratos y agresiones verbales. Obtienen la dirección de mis suegros y deciden ir allí, dejándome sola durante varias horas.

Al regreso de la casa de mis suegros se muestran furiosos, me atan igual que al estaqueado, vuelven a interrogarme con peores tratos que antes, agresiones verbales y amenazas de que habían traído prisionero a mi hijo, de dos años, a fin de que yo cooperara con ellos, cosa que al rato desdijeron.

Luego procedieron a introducirme en la vagina lo que después supe era un bastón o palo de policía. Después me trasladaron a otro recinto, donde me obligaron a comer esposada a una mesa. Ante mi negativa me trasladaron a otro recinto, donde me ponían parada contra un ángulo del mismo, y vuelven a interrogarme, golpeándome la cabeza y amenazándome con introducirme el palo mencionado en el ano.

[…]

Dentro de lo que se puede llamar rutina diaria, recuerdo: la puerta de la habitación estaba cerrada por fuera. Permanecíamos vestidas, incluso para dormir. Estaba con los ojos descubiertos en el dormitorio, en los traslados al baño y a la cocina. Nos hacían vendar los ojos —tabicarnos— a todas o a algunas, cuando entraban miembros de la fuerza que no eran los guardias habituales. En estos casos era de rutina que nos intimidaran con sus armas incrustándonoslas en el cuerpo, cuello o cabeza.

[…]

En dos oportunidades me llevaron vendada a otra dependencia, donde me obligaron a desnudarme, junto a una pared, y con muy malos tratos y agresiones verbales me acostaron en un elástico metálico de cama, me ataron tipo estaqueada y me «picanearon» en el bajo vientre y en la vulva, mientras me interrogaban; en la segunda oportunidad me afirmaron que tenían con ellos a A.G.P., que también era empleado en la misma repartición que yo y delegado de oficina en ella, y que había sido secuestrado el 28 de marzo de 1977, en la puerta de la institución.

Después de estas «sesiones» me hacían vestir, y con buenos modos y palabras de consuelo me llevaban al dormitorio e indicaban a otra prisionera que se acercara y me consolara. Esto último también lo hacían cuando traían a alguna de las otras prisioneras de sus respectivas «sesiones». A raíz de todo esto recibo, a mi solicitud, atención médica, y debido a mi taquicardia me medicaron.

[…]

Un día, desde el dormitorio, me llevaron vendada a una habitación que reconocí como el lugar donde me picanearon. Me hicieron quitar la venda de los ojos, quedándome a solas con un hombre el que, ofreciéndome cigarrillos, y con buenos modales, me pidió que le contara todo lo que me habían hecho en ese lugar.

Al relatarle los hechos, me indicó uno que me había salteado, con lo que demostró haber presenciado todos los interrogatorios y torturas o, por lo menos, estar en perfecto conocimiento de ellos y, al mismo tiempo, me trató de inculcar la idea que nada de lo que me pasó allí fue tan grave, ni los golpes fueron tan fuertes como yo pensaba, y me indicó que me liberarían y que no tenía que contar a nadie lo que me pasó en ese lapso.

De allí nuevamente vendada, me llevaron al dormitorio. El día 14 de junio a las 24.00 horas me anunciaron que me dejarían libre y me devolvieron parte de mis efectos personales (reloj, cadena, dinero) que llevaba al momento del secuestro. Me sacaron vendada del edificio, me pusieron en un auto en el cual íbamos solos la persona que manejaba (que resultó ser la misma que, amablemente, trató de mostrarme que todo lo ocurrido fue leve) y yo.

Luego de rodar por una zona de tierra y poceada, detuvo el motor. Me dijo que tenía orden de matarme, me hizo palpar las armas que llevaba en la guantera del coche, guiándome con sus manos enguantadas y me propuso salvarme la vida si, a cambio, admitía tener relaciones sexuales con él.

Accedí a su propuesta, considerando la posibilidad de salvar mi vida y de que se me quitase la venda de los ojos…

Puso el coche en marcha y después que entramos en zona asfaltada me dio orden de sacarme la venda de los ojos. Condujo el auto hasta un albergue transitorio, me indicó que él se estaba jugando, y que si yo hacía algo sospechoso me mataría de inmediato.

Ingresamos al albergue, mantuvimos la relación exigida bajo amenaza de muerte con la cual me sentí y considero violada, salimos, y me llevó a casa de mis suegros.

Una adolescente de 17 años, por entonces estudiante secundaria refiere seguidamente el ultraje de que fue víctima. A. N. (Legajo N.o 6532) denuncia que fue secuestrada en su domicilio de Capital Federal el 9 de mayo de 1978. La llevaron a un centro clandestino de detención, circulando por una autopista.

El procedimiento es el habitual, luego sigue:

… en horas de la madrugada es conducida a otra habitación, en la que es atada a una cama con elástico de madera. En torno a ésta se encontraban «el Vasco», tres o cuatro hombres más, subalternos de éste y una mujer apodada «La Negra».

Es despojada de sus ropas y atada a la cama mencionada, siendo interrogada aplicándosele picana eléctrica y golpes en el cuerpo.

El interrogatorio se basó sobre sus compañeros de colegio (cursaba en el Carlos Pellegrini), particularmente sobre M.W. y J.C.M., de quienes, posteriormente se entera que ya estaban detenidos en este centro de detención y continúan hasta hoy desaparecidos.

Fue asimismo interrogada respecto a los varones L.Z. y G.D. y la joven M.G., siendo que todos ellos también estuvieron alojados en ese lugar y fueron posteriormente liberados.

Durante un tiempo, que no se puede determinar, la dicente es llevada a diferentes sitios del centro clandestino.

[…]

Estando la dicente una noche en su celda, llega un hombre a ésta, quien la ata, la golpea, y amenazándola la viola, prohibiéndole comentar lo sucedido. Luego de ello, la conduce a fin de higienizarse a un baño, para lo que no debe salir al exterior.

[…]

Como consecuencia de lo relatado, la dicente empeora su cuadro febril y comienza a delirar, pidiendo no ser violada, momento en que, al ser oída se presenta en su celda «El Guaraní» y otros de mayor jerarquía: «El Francés» y «El Vasco» interrogándola e iniciando una supuesta investigación, ya que, según dijeron, en el lugar están «prohibidas las violaciones».

Una vez recuperada, es trasladada a otra «casa».

[…]

Previamente a que se produzca el traslado, se cambia a la dicente las esposas y la capucha por vendas y le atan las manos. Es conducida, junto con los jóvenes C.N., S.Z. y G.D. hasta un automóvil en el que inician la marcha, deteniéndose poco después. Estando en éste, se les advierte que no debían realizar ningún movimiento ya que, en caso de hacerlo, estallaría una bomba.

Poco después, personal uniformado del Ejército se acerca al coche, baja a los cuatro detenidos, los desatan y los trasladan al Batallón de Logística 101 de Villa Martelli.

[…]

La dicente deja constancia que cuando sucedió lo manifestado contaba con 17 años, lo mismo que sus tres compañeros, todos ellos estudiantes de la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini.

Una vez en el Batallón son revisados por un médico y alojados en una construcción precaria, en celdas contiguas, ocupando una de ellas la dicente y la otra los nombrados.

Eran custodiados por conscriptos, un cabo y un sargento. A pocos días de estar en este lugar, se presentó en su celda el Coronel Hernán Teetzlaff, quien traía consigo un testimonio que la dicente debió firmar bajo coacción, durante su cautiverio en el C.C.D. que hoy reconoce como «Vesubio», oportunidad en que le hizo firmar a la dicente una declaración en base a la citada.

El día 30 o 31 de agosto de 1978, la deponente es trasladada al Penal de Villa Devoto, junto con sus compañeros, a fin de ser juzgada por el Consejo de Guerra estable 1/1.

En el mes de octubre, este Consejo se declara incompetente y pasan al Juzgado del Dr. Giletta, siendo liberados por falta de mérito aproximadamente el día 30 de octubre, pasando previamente por Coordinación Federal.

El testimonio que expondremos a continuación muestra el estado a que la redujo la sucesión de vejámenes de que fue víctima M. de M. (Legajo N.o 2356).

Secuestrada en Buenos Aires es trasladada en camioneta en un trayecto largo. La llevan a un lugar en el campo por el ruido de los grillos y otros datos. Era como un campamento, algo provisorio, lleno de lonas, con toldos. La dejaron en una especie de pieza, donde sintió terror y comenzó a gritar, alertados sus captores la introducen dentro de un tanque lleno de agua. Le dolían mucho los pechos, ya que estaba amamantando. (…)

Luego la ataron de los pies y de las manos con cables y le pasaron corriente eléctrica. A partir de ahí tuvo convulsiones, ellos decían que eso era el adiestramiento que necesitaba para que confesara. Luego la desnudaron y la violaron.

[…]

Pidió ir al (…) la llevaron desnuda por una galería por donde estaban los soldados, recuerda que todos se reían. Recuerda también que tomaron a un grupo de gente y los colocaron dentro de un helicóptero y desde ahí los largaron al vacío, los ataron con una soga y desde arriba los subían o los bajaban cada vez que la subían la interrogaban.

La pidió que la mandaran a la cárcel, que les firmaba cualquier cosa, pero ella ya no soportaría más porque tenía una punción en el estómago, le dolían los oídos, así era que continuamente se desmayaba y cuando la regresaban otra vez al pie de, la cama donde la picaneaban, que era una cama elástica de metal, le hacían tocar los cables y cuando lo hacía le pasaban corriente, cuando esto ocurría le volvían las convulsiones. Con los mismos cables que le ataban los pies y las manos le hacían las descargas eléctricas. No tiene marcas en el cuerpo ya que no la tocaron con nada contundente. A través de los pies y de las manos le pasaban la corriente por todo el cuerpo.

Como tenía esas convulsiones, se enojaban más porque a ella le saltaba el cuerpo constantemente, venía el médico y la revisaba, pero pasaba el tiempo, hasta que perdió la noción del mismo. Constantemente era igual, los mismos gritos; después le dijeron que a su hijo lo habían traído allí, le hacían escuchar una grabación, pero ella se había puesto muy terca, en un estado de inconsciencia y ya no le importaba.

Le decían que la grabación era el llanto de su hijo. Como le daban pastillas que la adormecían y que aparentemente eran para las convulsiones, como ella estaba en ese estado de adormecimiento por el efecto de las pastillas no puede recordar todo. Lo que recuerda, sí, es que en algún momento la inyectaron, pero ella sabía que después de eso venía el médico, que estaba continuamente ahí mientras la torturaban.

También recuerda claramente que la paseaban desnuda por la galería, que la violaron varias veces, no recuerda si eran conscriptos o gendarmes, recuerda que para esa época tenía muchas pérdidas y ella ya para ese entonces se dejaba morir, que ya no le importaba nada, ya ni lloraba. A veces sentía que la gratificaban dándole un cigarrillo, después llegó una época que ni eso. Después la pusieron con una chica que le dijo el nombre y el apellido, pero ella ni lo recuerda, no recuerda nada.

Un día la llamaron a declarar y la pusieron frente a un escritorio, y le toman una declaración por escrito, donde le preguntaron los nombres de los padres, los hermanos, que hacían, dónde habían nacido, etc.

[…]

Cuando le tomaron esa declaración no podía ver bien porque después dé haber estado tanto tiempo con los ojos vendados, la luz le irritaba, sabe que le hicieron firmar 3 o 4 papeles, en ese momento le quitaron las vendas para firmar, pero le dijeron que no levantara la vista. Esa noche metieron a mucha gente dentro de ese camión, que constantemente se detenía y bajaban; en ese momento creía que las mataban, no tiene idea de nada, sabe que ella quedó para lo último, pero no quería bajarse porque creía que la iban a matar, fue así que el tipo que estaba de civil, con una campera marrón, como de cuero, era morocho, y le dijo: Bajá o te mato; ella pensaba que la iba a matar, pero fue así que forcejeando la venda se le cayó y lo vio, al verlo le dio un miedo muy grande, de ver esa cara, se bajó del camión y le puso la pistola en la cabeza y le dijo: «No te des vuelta». Fue allí que ella creyó que se había muerto, se quedó mucho tiempo así, tanto que ni se dio cuenta que el tipo se fue, estaba en un estado de inconsciencia, creía que se había muerto.

[…]

Antes de que fallecieran sus padres, su marido salió de la cárcel, a él también lo habían torturado, pero nunca se tocó el tema, ella en especial nunca contó todo lo que había pasado, porque sentía vergüenza, después él se fue enterando porque ella fue teniendo como delirios y tenía temor de ir a cualquier psiquiatra, pero ahora ha comenzado un tratamiento y está dispuesta a colaborar, si es que su testimonio sirve.

De similares características, por el sadismo puesto en juego, es el testimonio de la señorita Mirtha Gladys Rosales (Legajo N.o 7186). Se desprende de él que fue detenida el 10 de marzo de 1976 desde su lugar de trabajo en la Dirección General de Institutos Penales. Fue conducida a la Delegación de la Policía Federal:

Al llegar a la Delegación me encontré con mi padre, un muchacho Mamondez y su hermana, y un joven Ramos, de Quines éste y mi padre, y de Candelaria los Mamondez. Luego supe que todos ellos habían sido salvajemente golpeados en Quines y posteriormente también en la delegación. En ese momento apareció un oficial de apellido Borsalino quien, tomándome de los pelos y a patadas me lleva a la parte de atrás del edificio y en la cocina me somete a una golpiza mientras me decía: vos sos la culpable de que haya hecho cagar a esos infelices. Después de eso me lleva hasta la oficina del Delegado donde se encontraba éste, el Subdelegado Cerisola, el Teniente Coronel Lualdi, el Comisario Visconti de la Policía Provincial y Borsalino. Allí me vendan y luego entre insultos y amenazas de muerte me someten a golpes de corriente eléctrica esposada a una silla, mientras me interrogan sobre mis actividades políticas.

Después de esta sesión fui golpeada en varias oportunidades pues me mantuvieron en la Delegación por espacio de casi cuatro meses y en todos los casos la golpiza fue dada por Borsalino en presencia del comisario De María.

A mediados de junio fui trasladada a la Cárcel de Mujeres donde permanecí hasta el 9 de septiembre en que fui sacada por personal de Informaciones de la Policía Provincial y traída a la Jefatura de Policía.

[…]

Un rato después sacaron a toda la gente del lugar y apareció el Subjefe de Policía, Capitán Pla, y el Jefe de Informaciones, Comisario Becerra, quienes empezaron a interrogarme entre trompadas y patadas que me propinaron los dos a cara descubierta. Al rato el capitán Pla me dice que me dará otro tratamiento pues yo no quiero hablar y me llevan a una Comisaría que estaba ubicada en la calle Justo Daract a una cuadra de la avenida España. Allí me entran por una entrada para autos que estaba a la derecha y me introduce Becerra en una habitación donde se encontraba maniatado Domingo Ildegardo Chacón, quien evidentemente había sido torturado y posteriormente veo a Raúl Lima a quien estaban golpeando, y a Domingo Silva y a un señor Moyano, de Candelaria. Después me pasan al fondo donde estaban Hugo Velázquez, un chofer Rubén Lucero y un agente o suboficial Olguin, que tiempo después se suicidó durante un proceso en la Justicia Provincial. Allí me golpearon ferozmente por espacio de una hora aproximadamente, lo hicieron con total sadismo y crueldad pues ni siquiera me interrogaban, sólo se reían a carcajadas y me insultaban. Después de eso me llevan de vuelta a la Central y me dejan en la oficina de Cuatrerismo, donde se encontraban el Capitán Rossi y un Teniente Marcelo Eduardo González. Al dejarme el Oficial Lucero, que era quien me traía, les dijo ya está ablandada y se fue. Empezó de nuevo el castigo por parte de Rossi y González quienes me empezaron a golpear, insultar y ponerme cada uno su arma en la sien amartillándola y preguntándome quién tenía armas y presionándome para que firmara unas declaraciones que ya estaban hechas. Mientras tanto llegaron Pla, Becerra, Velázquez y Luis Mario Calderón, que era otro Oficial, y empezó una de las peores sesiones de tortura que me tocó soportar pues me habían dejado al medio y empezaron a golpearme de todas partes, a tirarme el pelo, hacerme el teléfono, que eran golpes con ambas manos en los oídos, pellizcarme y retorcerme los senos y otras barbaridades por el estilo. Cuando terminaron o se cansaron, yo estaba desfigurada por los golpes. Esa noche me dieron hielo para que se me deshinchara la cara y el cuello para poder llevarme de vuelta a la cárcel, cosa que hicieron recién a los dos días.

[…]

El doce o trece de noviembre vuelven a sacarme y traerme a Informaciones donde me golpean nuevamente estando presentes en el castigo Franco, Pla, Becerra Chavero, Ricarte, el sumariante Luis Alberto Orozco y otro llamado Benítez. Me golpearon entre todos, me hicieron el teléfono y me patearon; en un momento dado Ricarte me mostró una foto diciéndome «decí lo que sabés porque si no te va a pasar lo de Ledesma; mirá como quedó» y en la foto se lo veía a Ledesma como acostado boca abajo en una mesa o en el suelo, con el mentón apoyado por lo que se veía su cara de frente, los brazos abiertos en cruz y de su boca chorreaba sangre; aparentemente estaba muerto.

[…]

Me llevaron a un lugar al que para llegar pasamos vías y cruzamos una tranquera. En el acceso al local o recinto donde me torturaron había escalones. Me ataron y me acostaron en algo metálico, allí me golpearon y me metían de cabeza en un recipiente con agua hasta ahogarme. Al rato empiezo a perder sangre (yo estaba con la menstruación) y eso hace que me traigan de vuelta a Informaciones. En esa sesión de tortura estaban los mismos que me habían golpeado horas antes en la Jefatura. A la madrugada deciden mandarme a la cárcel, cosa que concretan a media mañana. Al llegar, como mi estado era lamentable pues estaba desfigurada por los hematomas y la hinchazón, y me habían visto mis antiguos compañeros de trabajo, se arma un conciliábulo entre los que me llevaban (Comisario Juan Carlos Pérez, Carlos Garro y Rubén Lucero de chofer) y el personal de la cárcel.