En el fondo, los mundos paralelos son la consecuencia de una realidad que se disocia porque nos hemos excedido en nuestro deseo de unificarla, de homogeneizarla. ¿La dualidad —de la que, en cierto modo, la reversibilidad es una forma aplicada— debe ser colocada al principio? ¿Nos enfrentamos a un orden o un desorden del mundo en el que existiría originariamente una coexistencia antagonista de dos principios eternos, el bien y el mal, como afirma el pensamiento maniqueo? Si el mundo creado es la obra del mal, si el mal es su energía, resulta bastante extraño que en él pueda aparecer el bien, la verdad. Siempre nos hemos preguntado acerca de la perversidad de las cosas, de la naturaleza humana… Pues bien, convendría plantearse la pregunta inversa: ¿cómo es posible que, en un momento determinado, pueda existir el bien, que en algún lugar, en una película del mundo, pueda instituirse el principio del orden, un principio de regulación y de equilibrio que funcione? Este milagro es ininteligible.
Creo que las cosas son diferentes. Lo que nos resulta más difícil de entender es el principio dual, en la medida en que estamos moldeados por una filosofía general de la unidad: todo lo que la contraviene es considerado inconcebible. Intentamos controlar no lo que existe, sino lo que, en nombre de este presupuesto, no debería existir. Por mi parte, considero mucho más fascinante plantear en principio una dualidad irreversible e irreconciliable. Enfrentamos el bien y el mal en términos dialécticos para posibilitar una moral, es decir, para que se pueda optar entre uno otro. Ahora bien, nada asegura que exista realmente esta opción a causa de una reversibilidad perversa que hace que, casi siempre, todos los intentos de hacer el bien conduzcan, a medio o a largo plazo, al mal. Es evidente que también se produce lo contrario: el mal culmina en un bien. Existen, por consiguiente, unos efectos de bien y de mal totalmente contingentes, totalmente flotantes, hasta el punto de que es ilusorio considerar separadamente los dos principios y pensar que existe entre ambos una opción posible basada en algún tipo de razón moral.
Recuperando la conocida metáfora del iceberg, la dualidad supone que el bien es la décima parte emergente del mal… Y, de vez en cuando, se produce una inversión, el mal ocupa el lugar del bien, y a continuación el iceberg se funde y todo se reconvierte en una especie de fluido en el que el bien y el mal se confunden. En cualquier caso, considero que la dualidad es el auténtico origen de cualquier energía, sin que eso signifique pontificar acerca del principio —bien o mal— originario. Lo esencial es su antagonismo y la imposibilidad en que nos hallamos para fundar un mundo del orden y explicar al mismo tiempo su contexto total de incertidumbre. Resulta imposible, y eso es, precisamente, el mal.