El crimen perfecto

El crimen perfecto sería la eliminación del mundo real. Pero lo que me interesa es la eliminación de la ilusión original, la ilusión fatal del mundo. Cabría afirmar que el propio mundo es un crimen perfecto: carece en sí mismo de móvil, de equivalencia, de presunto autor. Cabría imaginar por tanto que ya desde el origen estamos en el crimen.

Pero, en el crimen perfecto, lo criminal es la perfección. Perfeccionar el mundo equivale a concluirlo, a realizarlo, y, por tanto, a encontrarle una solución final. Pienso en esa parábola sobre los monjes del Tíbet que, desde hace siglos, descifran todos los nombres de Dios, los nueve mil millones de nombres de Dios. Un día, llaman al personal de la IBM, que llega con sus ordenadores, y en un mes acaban con toda la tarea. Ahora bien, la profecía de los monjes decía que, una vez concluido este cotejo de los nombres de Dios, el mundo llegaría a su fin. Evidentemente, los de la IBM no lo creen, pero, cuando descienden de la montaña, con su inventario terminado, ven cómo las estrellas del firmamento se van apagando una tras otra. Es una parábola muy hermosa del exterminio del mundo a través de su última comprobación, que lo completa a golpes de cálculo, de verdad.

Frente a un mundo que es ilusión, todas las grandes culturas se han empeñado en gestionar la ilusión mediante la ilusión, el mal mediante el mal, en cierto modo. Sólo nosotros pretendemos reducir la ilusión a través de la verdad, lo que es la más fantástica de las ilusiones. Pero esta verdad última, esta solución final, equivale a la exterminación. Lo que está en cuestión en el crimen perfecto perpetrado sobre el mundo, sobre el tiempo, sobre el cuerpo, es esta especie de disolución a través de la comprobación objetiva de las cosas, a través de la identificación. Como ya se ha dicho, eso equivale a eliminar una vez más la muerte, pues ya no se trata de muerte sino de exterminio. En un sentido literal, exterminar significa privar a algo de su fin propio, privarle de su caducidad. Significa eliminar la dualidad, el antagonismo de la vida y la muerte, reducirlo todo a una especie de principio único —cabría decir un «pensamiento único»— del mundo que se traduciría en todas nuestras tecnologías; en la actualidad, muy especialmente en nuestras tecnologías de lo virtual.

Así pues, es un crimen contra el mundo real, que se convierte en una función inútil, pero, de una manera más profunda y más radical, es un crimen perpetrado contra la ilusión del mundo, es decir, contra su incertidumbre radical, su dualidad, su antagonismo, todo lo que contribuye a que exista el destino, el conflicto, la muerte. De ese modo, al eliminar todo principio negativo, se llegaría a un mundo unificado y homogeneizado, totalmente revisado en cierto modo, y a través de ahí, en mi opinión, exterminado. A partir de ahora, el exterminio sería nuestro nuevo modo de desaparición, aquel con el que habríamos sustituido a la muerte.

Esta es la historia del crimen perfecto, que se manifiesta en toda la «operacionalidad» actual del mundo, en nuestras formas de realizar lo que es sueño, fantasía, o utopía, de transcribirlo numéricamente, de convertirlo en información, cosa que corresponde a lo virtual en su acepción más general. Ahí está el crimen: se llega a una perfección en su sentido de culminación fatal, y esa totalización es un fin. No existe otro destino al margen de este, ni siquiera existe «margen». El crimen perfecto destruye la alteridad, al otro. Es el destino de lo idéntico. El mundo se identifica consigo mismo, idéntico a sí mismo, por exclusión de cualquier principio de alteridad.

En la actualidad, lo que sustenta la noción de «individuo» ya no es el sujeto filosófico o el sujeto crítico de la historia, es una molécula perfectamente operacional pero abandonada a sí misma y abocada a asumirse por sí misma. Carente de destino, sólo tendrá un desarrollo precodificado y se reproducirá hasta el infinito, idéntica a sí misma. La «clonación» en su acepción más amplia forma parte del crimen perfecto.