Con esta palabra, aparece la cuestión del tiempo, de su linealidad, de la representación tal vez convencional que de él tenemos: pasado, presente, futuro, con un origen y un final. Existe un binomio origen-final de la misma manera que existen unas causas y unos efectos, o el sujeto y el objeto. De una u otra manera, todas ellas cosas tranquilizadoras. Pero ahora nos encontramos ante una especie de proceso sin límites, en el que el final ya no es distinguible. He hablado a este respecto de «solución final» en el sentido de exterminio.
Pero el final es también el fin, la finalidad de algo, lo que le da un sentido. Y cuando nos hallamos en procesos que se desarrollan a través de una reacción en cadena, que se hacen exponenciales, más allá de cierta masa crítica, dejan de tener finalidad y sentido. Canetti lo insinúa respecto a la historia: nosotros estamos más allá de lo verdadero y de lo falso, más allá del bien y del mal, sin medios para retroceder. Existiría una especie de punto de irreversibilidad más allá del cual las cosas pierden su final. Cuando algo se acaba, llega a su final, es que realmente ha existido, mientras que si ya no tiene final, entramos en la historia interminable, en la crisis interminable, en unas series de procesos interminables. Los conocemos, ya están ante nosotros: basta con mirar el desarrollo interminable y desmesurado de la producción material.
En este sistema ya no existe un vencimiento. He intentado ver, con motivo del paso al año 2000, si seguíamos disponiendo del sentido del vencimiento o si estábamos en una mera cuenta atrás. La cuenta atrás no es el final, es la extenuación de algo, el agotamiento de un proceso que, sin embargo, no está concluido, que pasa a ser interminable. Nos tropezamos entonces con una alternativa paradójica: o jamás alcanzaremos el final o ya lo hemos dejado atrás. Me decía a mí mismo que no existiría «paso» al año 2000 porque ya se había producido mucho antes y sólo se trataba de una especie de sobresalto de la temporalidad. En tal caso, a falta de situar un final, intentamos desesperadamente descubrir un principio. Lo demuestra nuestra compulsión actual por la búsqueda de los orígenes: en los ámbitos antropológicos y paleontológicos presenciamos el retroceso de los límites temporales hacia un pasado también interminable.
Mi hipótesis es que ya hemos franqueado el punto de irreversibilidad, y que ya estamos en una forma exponencial e ilimitada en la que todo se desarrolla en el vacío, hasta el infinito, sin poder apuntalarse en una dimensión humana, donde se pierde a un tiempo la memoria del pasado, la proyección del futuro y la posibilidad de integrar ese futuro en una acción presente. Estaríamos ya en un estado abstracto y desencarnado en el que las cosas persisten por mera inercia y se convierten en el simulacro de sí mismas, sin que quepa darles fin. Ya no son más que una síntesis artificial, una prótesis. Esto significa asegurarles una existencia y una especie de inmortalidad y de eternidad, la del clon, la de un universo clónico. El problema que plantea la historia no es el de su final, como afirma Fukuyama, sino, por el contrario, que no lo tendrá; por tanto, se acabó la finalidad.
He tratado el problema del final en términos de ilusión. Seguimos viviendo en la ilusión de que algo tendrá un final, adquirirá entonces un sentido, permitirá restituir el origen retrospectivamente y, con ese comienzo y ese final, legitima el juego de las causas y los efectos…
La ausencia de final da la sensación de que toda la información que recibimos está ya deglutida, regurgitada, de que todo estaba ahí, de que nos encaramos con un inframelodrama de acontecimientos de los que ignoramos si realmente han existido, si han sustituido a otros, lo cual nada tiene que ver con un acontecimiento que no podría dejar de suceder, el acontecimiento fatal que señala verdaderamente el final pero que adquiere de su propia fatalidad el estatuto de acontecimiento.
El hecho de haber extraditado a la muerte, o, por lo menos de intentarlo constantemente, se percibe en los infinitos esfuerzos realizados para retrasar su vencimiento, por no envejecer, por suprimir las alternativas, por intervenir incluso en el nacimiento, por anticipado, según todas las posibilidades genéticas. Como todas estas posibilidades son tecnológicamente verosímiles, la tecnología ha sustituido a la determinación que hace que en un momento dado dos cosas se excluyan entre sí, se separen, tengan un destino diferente pero también la infinita posibilidad de hacerlo todo sucesivamente. Aunque no sean dos metafísicas enfrentadas —en la medida en que la tecnología no depende de la metafísica—, sí aparece, como mínimo, un envite decisivo desde la perspectiva de la libertad.
Pero si ya no existe un final, una finitud, si es inmortal, el sujeto ya no sabe lo que es. Y esa inmortalidad es precisamente el fantasma último de nuestras tecnologías.