Cualquier «transparencia» plantea inmediatamente el problema de su contrario, el secreto. Es una alternativa que no depende en absoluto de la moral, del bien y del mal: existe lo secreto y lo profano, o sea, otra distribución de las cosas. Determinadas cosas jamás serán ofrecidas a la vista, se comparten en secreto de acuerdo con un tipo de intercambio diferente de aquel que pasa por lo visible. Cuando todo tiende a irse al lado de lo visible, como ocurre en nuestro universo, ¿qué ocurre con las cosas que antes eran secretas? Se convierten en ocultas, clandestinas, maléficas: lo que era meramente secreto, es decir, propicio a intercambiarse en secreto, se convierte en el mal y tiene que ser abolido, exterminado. Pero no es posible destruirlas: en cierto modo, el secreto es indestructible. Entonces será demonizado y atravesará los instrumentos utilizados para eliminarlo. Su energía es la energía del mal, la energía que proviene de la no unificación de las cosas, definiéndose el bien como la unificación de las cosas en un mundo totalizado.
A partir de ahí, todo lo que se sustenta en la dualidad, en la disociación de las cosas, en la negatividad, en la muerte, es considerado el mal. Por consiguiente, nuestra sociedad se empeña en conseguir que todo vaya bien, que a cada necesidad responda una tecnología. En ese sentido, toda la tecnología está del lado del bien, o sea del cumplimiento del deseo general, en un estado de cosas unificado.
Actualmente vivimos en un sistema que yo llamaría de «cinta de Moebius». Si estuviéramos en un sistema de enfrentamiento, de confrontación, las estrategias podrían ser claras, basadas en una linealidad de las causas y los efectos. Se utiliza el mal o el bien en función de un proyecto, y el maquiavelismo no está al margen de la racionalidad. Pero nos hallamos en un universo totalmente aleatorio donde las causas y los efectos se superponen, siguiendo el modelo de la cinta de Moebius, y nadie puede saber dónde se detendrán los efectos de los efectos.
Un ejemplo de efecto perverso aparece en la lucha contra la corrupción que reina en los negocios o en la financiación de los partidos políticos. Es evidente que tiene que ser denunciada. Y los jueces lo hacen. Y nos decimos que allí existe una purificación, en el buen sentido de la palabra. Pero la purificación también tiene necesariamente efectos secundarios. El caso Clinton pertenece a este orden. Al conseguir denunciar una perversión judicial que bordea el perjurio, el juez contribuye a construir la imagen de una América «limpia», beneficiándose de esa imagen para explotar —aunque sea democráticamente— el poder moral adquirido frente al resto del mundo.
Sólo de manera superficial cabe entender la acción de los jueces como conflictivamente enfrentada a la clase política. En cierto modo, son, por el contrario, los regeneradores de su legitimidad, aun cuando el problema de su corrupción esté lejos de quedar resuelto.
¿Es tan claro que la corrupción tenga que ser eliminada a cualquier precio? Nos decimos, evidentemente, que el dinero alimenta las fabulosas comisiones de la financiación armamentística, o incluso su producción, que sería, sin duda, preferible utilizarlo para reducir la miseria del mundo. Pero se trata de una evidencia apresurada. Como nadie pretende que el dinero salga del circuito mercantil, «podría» gastarse en un pavimentado general del territorio. A partir de ahí, por paradójica que pueda parecer la pregunta, ¿es preferible, desde la perspectiva del «bien» o del «mal», seguir fabricando, o vendiendo, armas, de las que una parte considerable nunca serán utilizadas, que hacer desaparecer un país bajo una capa de cemento? La respuesta a esta pregunta interesa menos que la toma de conciencia de que no existe un punto fijo a partir del cual podamos determinar lo que está totalmente bien o mal.
Se trata, sin duda, de una situación profundamente desastrosa para una mente racional, y de una incomodidad total. Eso no impide que, de la misma manera que Nietzsche hablaba de la ilusión vital de las apariencias, podríamos hablar de una función vital de la corrupción en la sociedad. Pero, como su principio es ilegítimo, no puede ser oficializado, y sólo puede operar, por consiguiente, en el secreto. Evidentemente, es un punto de vista cínico, moralmente inadmisible, pero también es una especie de estrategia fatal, que, por otra parte, no es patrimonio de nadie y carece de beneficios exclusivos. Con ello, reintroduciríamos el mal. El mal funciona porque de él procede la energía. Y combatirlo —cosa necesaria— conduce simultáneamente a reactivarlo.
Cabe evocar aquí lo que decía Mandeville cuando afirmaba que una sociedad funciona a partir de sus vicios, o, por lo menos, a partir de sus desequilibrios. No por sus cualidades positivas, sino por las negativas. Si aceptamos este cinismo, cabe entender que la política sea —también— la inclusión del mal, del desorden, en el orden ideal de las cosas. Así pues, no hay que negarla sino utilizarla, reírse de ella y desbaratarla.
Este título —«la transparencia del mal»— no es del todo pertinente… Convendría referirse más bien a la «transparición» del Mal que, queramos o no, «transparenta» o transpira a través de todo lo que tiende a conjurarlo. Por otra parte, la propia transparencia sería el Mal, la pérdida de todo secreto. De igual manera que, en el «crimen perfecto», es la propia perfección lo que es criminal.