El valor

Es evidente que el valor está estrechamente vinculado al objeto, pero, en este caso, la intención es más limitada y se refiere al valor de uso y al valor de cambio, fundamentos de la producción y del mercado. De entrada, valor de uso y valor de cambio —y la dialéctica que se instaura entre ambos— se me antojan como un edificio racional que postula la posibilidad de equilibrar el valor, de encontrarle un equivalente general capaz de agotar las significaciones y de explicar un intercambio. Entonces es cuando interviene la antropología para invertir esas nociones y romper la ideología del mercado, es decir, el mercado como ideología y no únicamente como realidad. La antropología ofrece el recurso de sociedades y de culturas en las que la noción de valor tal como nosotros la entendemos es casi inexistente, donde las cosas nunca se intercambian directamente entre sí y siempre a través de la mediación de una trascendencia, de una abstracción.

Al lado del valor mercantil existen valores moralesoestéticos que funcionan, a su vez, en términos de oposición regulada entre el bien y el mal, lo hermoso y lo feo… Creía, sin embargo, que existía una posibilidad de que las cosas circulasen de otro modo, y que otras culturas ofrecían precisamente la imagen de una organización tal que no permitía la instalación de la trascendencia del valor, y con ello la trascendencia del poder ya que esta se constituye principalmente sobre la manipulación de los valores. Se trataba de intentar despojar el objeto —pero no sólo a él— de su estatuto de mercancía, de devolverle una inmediatez, una realidad bruta carente de precio y de valoración. Tanto si una cosa no «vale» nada como si «no tiene precio»; en ambos casos nos hallamos ante lo «inapreciable», en el sentido duro de la expresión. A partir de ahí, el intercambio que puede realizarse se efectúa sobre unas bases que ya no dependen del contrato —como ocurre en el sistema habitual del valor—, sino del pacto. Existe una profunda diferencia entre el contrato, que es una convención abstracta entre dos términos, dos individuos, y el pacto, que es una relación dual y cómplice. Podríamos ver una imagen de ello en determinadas modalidades del lenguaje poético en donde los intercambios entre palabras —con la intensidad del placer que procuran— se operan al margen de su mero desciframiento, más acá o más allá de su funcionamiento en términos de «valor de significación». Ocurre lo mismo con los objetos y los individuos. En esta perspectiva existe una posibilidad de bloquear el sistema del valor y la esfera de dominio que sustenta. A partir del sentido nos convertiremos en dueños del lenguaje, dueños de la comunicación (aunque el acto de la palabra y sus modalidades intervengan en este dominio del discurso), a partir del valor mercantil conseguiremos el dominio del mercado. Y, a partir de la distinción del valor del bien y del mal, se instituirá el dominio moral… A continuación se edifican todos los poderes. Tal vez sea utópico pretender superar el valor, pero es una utopía operativa, un intento para pensar un funcionamiento más radical de las cosas.

Está claro que el estudio del valor es complejo: de la misma manera que el valor mercantil es aprehensible, el valor signo es fugitivo y movedizo, en un momento determinado se consume y se dispersa en el valedor. Cuando todo está sustituido por una factividad, ¿seguimos estando en el mundo del valor o en su simulación?

Es posible que siempre estemos en una doble moral… Existiría una esfera moral, la del cambio mercantil y una esfera inmoral, la del juego, en la que sólo cuenta el acontecimiento de juego y el de una regla compartida. Compartir la regla no es lo mismo que referirse a un equivalente general común: es preciso estar totalmente implicado para poder jugar, lo que crea entre los jugadores un tipo de relación más dramática que el intercambio mercantil. En esa relación, los individuos no son seres abstractos que pueden sustituirse entre sí: cada uno de ellos tiene una posición singular frente a unas posibilidades de victoria o de derrota, de vida o de muerte. Incluso en sus formas más banales, el juego impone otro modo de entrada en los envites que el intercambio, palabra, por otra parte, tan ambigua, que he llegado a hablar de intercambio imposible.