Aunque todavía no he podido leerlo, me encanta el título de un libro de Albert Espinosa: Si tú me dices ven lo dejo todo… pero dime ven. Asegura el autor que se lo sugirió una señora mayor a la que conoció en una tienda, que le advertía del peligro de dejar pasar la existencia mirando desde la orilla, sin atreverse a lanzarse de cabeza. Me gusta que alguien que acumula mucha experiencia me confirme lo que siempre he sospechado: que la vida le pasa factura a los indecisos y a los miedosos.
¿Por qué esperamos que los sucesos vengan a nosotros en vez de adelantarnos y tomar la iniciativa? Sospecho que, más que por pereza, es sobre todo para evitar rechazos y vergüenzas. Pero con los miedos y las vergüenzas se escapan también por el desagüe casi todas las cosas inesperadas y divertidas, las oportunidades y los encuentros insospechados. En fin, la vida que fluye y lo transforma todo cuando no nos atrincheramos. De hecho, los estudios sugieren que al final de nuestros días nos arrepentiremos más por lo que no hemos hecho, que por lo que sí nos atrevimos a hacer, aunque salga mal. Cuidado pues con darle una importancia exagerada a la equivocación y al rechazo, a protegerse de sus pequeños zarpazos como si fuese en ello nuestra supervivencia.
Esto no le pasa a mi duendecillo Tici, que con la frescura de sus seis años y un sentido aún limitado del ridículo y del peligro se cae y se levanta varias veces cada día, a menudo con lagrimones y lamentaciones, pero siempre con el deseo incontenible de comerse la vida a bocados, de comprenderla, de catalogarla, de colonizarla.
Lo de Tici es normal, porque cuando nacemos traemos dos encargos urgentes: desarrollar nuestra capacidad de amar y alimentar nuestra curiosidad desbordante por el mundo que nos rodea. Sólo envejecemos de verdad, por dentro, cuando dejamos de amar y de sentir curiosidad. Suele ocurrir cuando nos empeñamos en construir laboriosamente respuestas artificiales y rígidas para poner coto a la fluidez mareante de la existencia, cuando dejamos de descubrir, de arriesgar y de aceptar, incluso, el fracaso. Entonces nos inquietamos, nos comparamos y nos lamentamos exageradamente. Podemos intentar paliarlo con fármacos, pero son un pobre sustituto para las ganas de vivir.
El abuelo de Tici lo llama, desde que yo era pequeña, «la infinita capacidad de la gente para hacerse infeliz». Ése es un mal que no parece afectar a mi pequeña, que acaba de despertarse y ya se ha instalado sobre mi cama. Canturrea y charla a mi lado, entremezclando preguntas dispares acerca de monos y nacionalidades, todo ello puntuado con una versión casera de la canción de Bob Esponja aderezada de unos ingeniosos versos especiales dedicados a Patricio. Es domingo, son las ocho de la mañana y no me resulta fácil seguirla. «¿Sabes que cuando Patricio se pelea con Bob Esponja es más inteligente?», afirma con las cejas levantadas. Me cuesta creerlo, pero ella está claramente convencida de ello. Y es probable que tenga razón: la vida, aunque estalle con brusquedad, necesita movimiento para seguir fluyendo, para poder ser precisamente vida, y no una espera estéril. Abro la boca para explicárselo, pero mi duendecillo ya me ha dejado atrás y me presenta nuevos retos por resolver. «¿Sabes cómo se llama a un gorila con un plátano en cada oreja?», pregunta mirándome fijamente. Trato de aventurar una respuesta y de nuevo lego tarde: «Da igual como le lames, ¡no puede oírte!», exclama con una carcajada. A veces creo que practica la curiosa hazaña de hablar sin respirar, aunque más que hablar parece que zumba como uno de esos abejorros grandes y rayados que tanto le gustan. ¿Será ése su secreto?
Al fin surgen unos segundos de silencio y luego su vocecita de nuevo: «¿Como se dice "continuará" en inglés?». «To be continued», sentencio yo con un secreto suspiro de alivio. Ella se me queda mirando perpleja, intentando repetir mentalmente las palabrejas incomprensibles que acabo de pronunciar. Al cabo de unos segundos veo en su carita que las da por imposibles. «¡Pues eso!» concluye sin darle la menor importancia, mientras salta de mi cama rumbo a la vida.
Cuando crecemos abiertos a lo que nos rodea, sin cargar con un exceso de miedos y con la curiosidad despierta y activa, nos exponemos a que el bombardeo de la vida, al que nos lanzamos a corazón abierto, nos pase factura. También nos arriesgamos a lo mismo si por el contrario soportamos existencias parapetadas pero que carecen de emoción y de intensidad, si nos sentimos desconectados de los demás, si pensamos que nuestro trabajo diario no aporta nada al resto del mundo, si no tenemos tiempo para disfrutar de nuestras aficiones o si no nos sentimos apreciados y respetados por nuestro entorno. Todas ellas son formas de medir el impacto del estrés en nuestras vidas.
El estrés es la manera física y emocional con que respondemos a las presiones del día a día, las positivas y las negativas. Cuando nos estresamos ante cualquier evento que reclama nuestra atención, generamos una química que nos da fuerzas y energía. Por ello el estrés no tiene por qué ser negativo: es una respuesta natural que sólo se torna maligna cuando nos sentimos impotentes y frágiles ante lo que nos ocurre.
Vivimos una época donde nos dicen que el estrés se está disparando por razones diversas. La presión casi constante que caracteriza las últimas décadas, en un entorno cada vez más rápido, fluido e incierto es más que propicia para disparar el estrés. Sin embargo, cada época ha tenido sus exigencias y no podemos escudarnos en nuestro entorno para justificar los estragos del estrés en nuestra salud física y emocional. Debemos modificar esas circunstancias en la medida de lo posible, por supuesto, pero también podemos integrar en nuestros sistemas sociales y educativos claves que nos permitan dotarnos de recursos para protegernos ante realidades estresantes.
¿Qué puede ayudarnos a gestionar el estrés? Analicemos gestos y comportamientos concretos que nos ayuden a abrirnos paso cuando nos asalten en ruta los peligros de un entorno acelerado y complejo.
La gestión del estrés
De entrada destruyamos un mito: no podemos librarnos del estrés maltratando cojines o chillando. Cuando destrozas objetos o sacudes cojines —siguiendo el método que llaman de catarsis, en el que intentas «soltar» toda la frustración que encierras dentro como si fueses un volcán—, de entrada te sentirás mejor, pero también estarás consolidando en cuerpo y mente los sentimientos negativos, con su carga química, que te estresaron al principio. Como una pescadilla que se muerde la cola, la catarsis por sí sola no te ayudará a salir del bucle de las emociones negativas porque éstas se retroalimentan a sí mismas[39].
Un momento, porque de entrada reconozco que a mí me gusta bastante estar estresado.
Tienes toda la razón. Ya hemos explicado que el estrés es una reacción normal del cuerpo, un subidón mental y fisiológico para que te pongas en guardia y estés alerta, como cuando cruzas una calle y tienes que fijarte en si viene un coche. Necesitamos un cierto nivel de estrés para estar alertas.
Entonces, ¿cuál es el problema?
El problema es que si no sabes gestionar el estrés, lo padecerás cuando no te hace falta. Te lo voy a explicar con este ejemplo fantástico: imaginemos una cebra que pasta tranquilamente junto al resto de la manada en la sabana africana[40]. Mira cómo se extienden los pastos amarillos y verdes, y se pierde la mirada en el horizonte. De repente en una esquina aparece una leona. ¿Qué hace la cebra? Lógicamente, huye de inmediato con todas sus fuerzas y, si está sana y es adulta, es muy probable que logre burlar a su perseguidor, ya que suelen caer los animales más débiles, los que están enfermos o por edad son más lentos.
Durante su carrera para salvarse, a la cebra le pasa lo mismo que a cualquiera de nosotros ante un peligro: sufre un estrés agudo y una descarga de cortisol que bloquea o ralentiza todas las funciones corporales innecesarias en ese instante: ya no tendrá hambre, no sentirá dolor, interrumpe la digestión porque la sangre se va a los músculos para huir, le sube el azúcar y la adrenalina en la sangre para darle energía, los músculos se tensan, respira precipitadamente para que entre mucho oxígeno, las pupilas se dilatan y todos sus sentidos están centrados en detectar los movimientos de la leona. Durante unos minutos la cebra estará completamente obsesionada con esa leona y sufrirá una cascada química de adrenalina, dopamina, cortisol, noradrenalina y endorfinas, necesarias para ayudarle a zafarse de la muerte. Este proceso físico y emocional es agotador para el cuerpo y la mente, pero es imprescindible para la supervivencia.
Esto es muy bonito, pero ¿qué tengo yo que ver con una cebra?
Te sorprenderías. De entrada, éste es el mecanismo con el que la naturaleza nos ha dotado a todos los seres vivos para poder agredir o huir ante el peligro. En esto, las cebras y los humanos reaccionamos igual. En la sabana ante una leona, en la calle frente a un coche a punto de atropellarte o cara a cara con un atracador, tú también saldrías corriendo como una cebra y, si no pudieses huir, te enfrentarías agrediendo con todas tus fuerzas.
Parece sensato, sí, es un mecanismo magnífico para las cebras, pero pasado el primer susto los humanos no lo hacemos exactamente igual. Nosotros, al menos en nuestras ciudades occidentales, no tenemos leonas que nos persigan, y sin embargo convivimos con nuestros propios peligros y amenazas: peleas en casa, problemas en la empresa, preocupaciones por la salud de nuestros seres queridos y por el bienestar de nuestros hijos… A veces estas preocupaciones obedecen a algo real, porque la vida no es un camino de rosas. ¿Pero sabes lo que es realmente preocupante? Que tanto si son reales como imaginarias, nuestras preocupaciones no desaparecen como la leona, sino que siguen allí, agazapadas en nuestras mentes, y se manifiestan a través de los cambios fisiológicos que hemos descrito, tan típicos del estrés. A la larga esto nos agota y nos desgasta en cuerpo y mente. La cebra, en cambio, si ha salvado la vida, tras recuperar el aliento y una vez reunida de nuevo la manada, volverá a pastar plácidamente hasta el próximo susto, o sea que recupera enseguida sus funciones corporales normales y no pensará en la leona hasta que ésta vuelva a aparecer.
¿Por qué no somos como las cebras y aprendemos a relajarnos cuando pasa el peligro?
Recordemos que los humanos nacemos dotados de una capacidad para imaginar espléndida. La imaginación bien encauzada nos permite ser creativos, pero si la ponemos al servicio del cerebro programado para sobrevivir alimenta y exagera nuestros temores a no poder salir adelante. Son las dos caras de la imaginación humana. Así que la cebra, que tiene poca capacidad imaginativa, olvida el peligro cuando éste desaparece, mientras que los humanos lo tememos aunque no esté frente a nosotros. Y atentos, porque ahora viene lo peor: Robert Sapolsky, de la Universidad de Harvard, ha comprobado a lo largo de muchos años estudiando los efectos del estrés que cuando tenemos miedo, aunque sea sólo imaginario, nos desgastamos prácticamente tanto, física y mentalmente, como si lo que tememos nos estuviese ocurriendo en realidad[41].
¿Así que sólo con imaginar un peligro me hago daño a mí mismo?
Exactamente. Por eso el estrés, que afecta a casi dos de cada tres personas en Europa, es un problema serio, con implicaciones graves. El cuerpo tiene recursos limitados y, si lo sobrecargas con preocupaciones y esfuerzos mentales y físicos, lo agotarás y posiblemente enfermes y padezcas cuadros de ansiedad, irritabilidad, dolores de cabeza, insomnios, sudores, palpitaciones, tensión muscular, problemas cardiacos o cualquiera de las enfermedades crónicas asociadas al estrés, debido probablemente, como se está estudiando ahora, a una alteración de la respuesta inflamatoria, y por tanto debilitamiento del sistema inmunológico, debido al exceso de cortisol secretado por el cuerpo en situaciones de estrés[42]. Tu calidad de vida empeorará entonces de forma notable.
¿Qué es lo que más nos estresa?
Recuerda que el estrés no es algo que te ataca desde allí fuera, como una leona. Es tu reacción ante lo que te rodea. Aunque no puedas cambiar radicalmente el entorno, al menos puedes gestionar cómo reaccionas. En principio cualquier circunstancia vale para estresarnos, pero existen inventarios que puntúan los cuadros típicos que suelen provocarnos estrés y que predicen qué posibilidades tenemos en un plazo de dos años de padecer una enfermedad asociada al estrés si sufrimos cualquiera de estas situaciones. Fíjate en si alguna de las potencialmente estresantes te ha pasado a ti y recuerda cómo has reaccionado ante ella, porque te dará una clave importante acerca de tu capacidad de gestionar el estrés. Los primeros puestos de esta lista los copan algunas de las situaciones más estresantes:
– la muerte de seres queridos
– el divorcio
– el encarcelamiento
– una enfermedad grave
– el matrimonio
– el contrato de una hipoteca costosa
– no poder pagar la hipoteca
– la pérdida de empleo
– la jubilación
– que se vaya un hijo de casa
– problemas con los parientes políticos
– empezar o acabar la escuela
– cambiar de trabajo
– tener problemas sexuales
– tener hijos
– tener problemas con el jefe
– cambiar de casa
Además, otros muchos eventos, corrientes y recurrentes, como la Navidad, pueden estresarnos (lo hemos visto en la ruta 5). Hasta las vacaciones pueden ser una fuente de agobio. En resumen: la vida es estresante si no te sientes capaz de gestionarla. Y ya sabes, lo preocupante no es que te pueda pasar de verdad algo malo, es que sólo con temerlo, con imaginarlo, ya te estás dañando en cuerpo y mente.
¿Podemos evitar estresarnos sin necesidad?
Claro que podemos. Hemos indicado que si estás enfadado o estresado es mala idea ponerte agresivo, es decir, utilizar el método de la catarsis. Lo que puedes hacer es no dejar que el enfado siga hirviendo y dejar que el agua se enfríe. ¿Hasta cuándo? Hasta que se te pasen las ganas de hincarle el diente al búfalo o al que te haya puesto nervioso. No tires platos contra la pared, no des portazos, no chiles a tus hijos: dañas a los demás y encima refuerzas tus sentimientos agresivos. Hay una excepción: puedes pegar un grito si estás solo y no asustas a nadie, ya que eso genera endorfinas, que son un anestésico y te harán sentir mejor durante unos segundos.
Pero es sólo una salida de emergencia, porque en general no queremos alimentar la química del estrés y mantenerte alerta, sino que te calmes para que puedas pensar serenamente y encontrar salidas constructivas.
Pues al grano, enumeremos salidas constructivas al estrés.
Si la frustración no es demasiado importante, la aliviarás haciendo algo que sea incompatible con estar enfadado: por ejemplo ver una película cómica, jugar con un cachorrito, hacer ejercicio, pasar la tarde con amigos o hacer un crucigrama difícil. Se trata de reemplazar las emociones que te están estresando por otras del signo opuesto. Esto es muy eficaz porque hay emociones que son incompatibles, como la rabia y la alegría, de modo que si generas una apartas la otra.
La técnica de los beneficios.
Si padeces un estrés más agudo, vamos a ver una técnica sencilla y eficaz para reducir tu resentimiento en unos pocos segundos. El método procede de la Universidad de Miami y se llama «técnica de los beneficios»; su finalidad es hacerte pensar en qué cosas positivas puedes extraer de lo que te ha molestado o hecho daño. Por ejemplo, ¿has descubierto que eres más fuerte?, ¿aprecias más que antes algún aspecto de tu vida?, ¿has aprendido a comunicar mejor tus sentimientos?, ¿te has librado de una mala relación?, ¿eres más compasivo o más comprensivo?, ¿has mejorado la relación con la persona que te ha hecho daño? Abundan los estudios que afirman que una de las maneras más rápidas y seguras de sobreponerse a las malas experiencias es encontrarles un sentido, poder encajarlas en tu «guión» de vida.
Pruébalo, verás que es muy eficaz.
Dale una salida constructiva a tu imaginación.
También podemos utilizar conscientemente el potencial de la imaginación para generar sensaciones y emociones positivas. La imaginación puede ser una herramienta de relajación y bienestar, y sus efectos terapéuticos se han demostrado ampliamente: el latido cardiaco y la respiración se calman, el consumo de oxígeno desciende hasta un 20 por ciento, bajan los niveles de lactato en sangre (los mismos que suben ante el estrés y el cansancio), la resistencia de la piel a las corrientes eléctricas es hasta cuatro veces más alta (ésa es una señal de relajación) y se incrementa la actividad alfa del cerebro (otra señal de relajación). Así que cierra los ojos e imagina algo que te haga sentir bien, o practica nuestra técnica del anclaje emocional positivo, que puedes repasar en la ruta 9.
Un último truco sencillo basado en la relación entre cuerpo y mente: como el estrés mental se manifiesta claramente en el cuerpo, relájate físicamente con un simple masaje de la mandíbula. Con los cuatro dedos (todos menos el pulgar) de cada mano, masajea el área de las sienes en círculos suaves durante un minuto y luego otro minuto en toda la mandíbula. Respira profundamente para soltar tensión.
Gestionar el mundo cambiante y fluido que nos rodea es uno de los grandes retos a los que nos enfrentamos a diario. Otra característica de nuestra época, tal vez ligada a este entorno estresante, es que se han multiplicado vertiginosamente las posibilidades de elegir en cualquier ámbito social, personal o profesional.
La paradoja de elegir: más es menos
Tendemos a pensar que si tenemos un mayor abanico de elecciones somos más libres, y que ese tipo de libertad nos hace necesariamente más prósperos y más felices.
Una de las características de nuestra época es que las posibilidades de elegir cómo, dónde y con quién queremos vivir nuestras vidas se han disparado. Por ello nos parece que forma parte del progreso que en los supermercados, los cines, las librerías, los centros comerciales, los restaurantes, las tiendas e incluso en nuestra vida sentimental y social, más es mejor.
Hasta hace relativamente poco las personas no tenían ni una fracción de la capacidad de elección que tenemos hoy en día. Y no sólo porque cuando acudían al supermercado no hubiese literalmente docenas de salsas para aliñar una ensalada, sino porque sus vidas transcurrían en compartimentos mucho más estancos: la pareja duraba para casi todos hasta la muerte y el trabajo era algo que la mayoría desempeñaba de forma estable y en un horario concreto. Comparemos esto con lo que pasa hoy en día: nos enfrentamos a la tentación de cambiar de pareja más de una vez a lo largo de nuestra vida y la tecnología que nos acompaña a cada minuto hace posible elegir trabajar a deshoras porque estamos constantemente conectados. Podemos por tanto decidir cambios sobre la marcha a cada momento. Incluso nos hemos acostumbrado a dividir nuestra atención cuando estamos realizando una tarea: podemos ver jugar a nuestros hijos y contestar correos al mismo tiempo, y tenemos que decidir sobre la marcha si queremos hacerlo y por cuánto tiempo. Hemos pasado de no poder elegir nada a elegir todo el tiempo.
¿Es bueno poder elegir todo el tiempo?
En principio debería serlo, pero hay que tener en cuenta cómo reacciona el cerebro humano ante las elecciones. Imagina por ejemplo que entras en una agencia de viajes y que dudas entre ir a París, a Nueva York o a una casa rural en la sierra. En general cada elección que hacemos, incluso algo tan sencillo como si quieres desayunar cruasán o tostada, implica una pérdida, o tal vez muchas. Cuando eliges, es fácil pensar en todo lo que has perdido en vez de centrarte en lo que has ganado: si quiero disfrutar de los rascacielos de Nueva York, renuncio a los museos de París; y si me voy a París, doy la espalda a hacer senderismo en la sierra. Y cuando estés paseando por tu destino elegido te preguntarás, ¿me habré equivocado?
Cuidado con la «escalada de expectativas».
La situación empeora si tu elección resulta no darte el placer que anticipabas, ya que el exceso de oferta a la hora de elegir entraña un peligro concreto que se llama «escalada de expectativas». Barry Schwartz, un prestigioso investigador del Swarthmore Colege en Estados Unidos, lo explica con este ejemplo: si cuando voy a comprar un pantalón vaquero sólo hay un par de modelos, como pasaba hasta hace unos años, me probaré los dos y tomaré una decisión relajada. Mis expectativas serán modestas y resultará fácil que esté satisfecho con mi compra. Pero si tengo que elegir entre una multitud de colores, estilos y formas diferentes, mis expectativas escalan porque creo que debería encontrar un vaquero perfecto para mí. Si tras probar varios me levo un vaquero con el que me siento a gusto, pero no maravillosamente bien, pensaré que la culpa es mía. El problema es que esperaba demasiado de ese pantalón. Cuando tienes expectativas altas, la realidad casi nunca puede estar a la altura y sueles sentirte decepcionado. En cambio si nuestras expectativas son modestas es probable que la vida real pueda mejorarlas.
¿Y si le dedico mucho tiempo a cada decisión para no equivocarme?
Efectivamente, algunas personas retrasan la toma de decisiones porque no soportan cerrar puertas… pero eso tiene el peligro de que al final termines dejándote llevar por las circunstancias sin atreverte a tomar una decisión de verdad. Es preferible sin duda aprender a tomar decisiones con eficacia.
¿Cómo tomamos nuestras decisiones?
Descubre si eres un maximizador o un optimizador. En general tomamos las decisiones de dos formas distintas[43]:
– Los Maximizadores: si eres un maximizador, tu lema es «quiero lo mejor». Eso implica que quieres el mejor compañero sentimental, el mejor trabajo, la mejor casa, los mejores hijos, el mejor coche, el mejor cereal para desayunar, el mejor vaquero. Generalmente, tu definición de lo que es mejor tiene mucho que ver con aquello a que los demás atribuyen tal cualidad: el trabajo mejor pagado, la mejor marca, lo más difícil de conseguir.
– Los Optimizadores: si eres un optimizador, tu lema es «quiero algo lo suficientemente bueno». Puede que tengas aspiraciones elevadas o modestas, depende de cada persona, pero lo importante para ti es conseguir algo que encaje en tus necesidades concretas. ¿Quieres un coche familiar donde quepa tu bicicleta y que gaste poca gasolina? Cuando encuentres un modelo adecuado, dejarás de buscar y comparar, y disfrutarás de tu elección sin amargarte pensando que tal vez podías haber hecho una elección mejor.
De estudios efectuados en Estados Unidos para saber qué tipo de personas toma las mejores decisiones se desprende lo siguiente: los maximizadores buscan su primer empleo con sumo cuidado. Quieren «el mejor trabajo posible» y emplean muchas energías buscándolo. Tardan más tiempo que los optimizadores en revisar sus opciones y consiguen de media unos setenta y cinco mil dólares más de sueldo. El problema es que no suelen lograr acallar la duda de que ése era, efectivamente, el mejor trabajo. Por ello, muchos maximizadores sienten que no están donde deberían porque siempre parece que hay algo mejor a lo que podrían aspirar. Vivir sintiendo que no estás donde deberías estar, que no perteneces a ningún lugar, es muy frustrante. Por ello los maximizadores tienden a estar menos satisfechos con sus vidas, a ser menos optimistas y a tener una autoestima más baja. También suelen ser más perfeccionistas, se arrepienten de más actuaciones y tienen una tendencia mayor a la depresión. En todas las dimensiones psicológicas importantes, los maximizadores puntúan peor que los optimizadores.
¿Son conformistas los optimizadores? Así los describiría más de un maximizador, pero nada más lejos de la realidad: las metas de un optimizador pueden ser exigentes o laxas, sus expectativas modestas o ambiciosas; en eso no se distingue del maximizador, sino en su capacidad de sentirse satisfecho con sus elecciones, al margen de la opinión de los demás. Hace falta una sólida personalidad y una buena autoestima para elegir como un optimizador. Tal vez por ello, si se equivocan en su elección, los optimizadores no se vienen abajo sino que sacan partido a sus experiencias e intentan aprender la lección para mejorar la próxima vez. Es decir, que tienen una actitud más constructiva que los maximizadores frente a la adversidad.
La paradoja de elegir es que la libertad para hacerlo puede ser buena y mala. Las investigaciones muestran sin lugar a dudas que si no tienes ninguna capacidad de elección la vida es muy dura. Cuando dispones sólo de algunas alternativas, tu vida mejora y las posibilidades de que puedas sentirte decepcionado por tus decisiones siguen siendo bajas. Ahora bien, a medida que crecen las opciones, las posibilidades de que te sientas defraudado se disparan. Ello quiere decir que el exceso de alternativas para elegir tiene un precio alto, y por ello aseguran algunos expertos que un abanico demasiado amplio no compensa.
La abundancia no es tener mucho, es tener suficiente.
A día de hoy la abundancia en la elección no puede evitarse, ya que es una de las señales de identidad de nuestras sociedades de consumo. Pero de nuevo, como ante cualquier elemento estresante, sí que podemos elegir cómo reaccionamos. De entrada podemos aprender una lección importante que se deriva de las investigaciones sobre la toma de decisiones: la abundancia no es necesariamente tener mucho, sino tener suficiente. Curiosamente, cuanto mayor eres, más posibilidades tienes de convertirte en un optimizador satisfecho en tu forma de enfrentarte a muchas elecciones diarias; y ésa es una lección que los humanos podemos aprender a cualquier edad.
¿Cómo sé qué es suficiente para mí?
Barry Schwartz sugiere algunas técnicas:
– Aunque tiendas a ser un maximizador, todos actuamos como optimizadores en algunas decisiones de nuestra vida. Piensa en algún momento en el que has elegido algo y has sentido que ese algo era suficiente. Recuerda esa sensación y piensa cómo puedes trasladarla a otros ámbitos de tu vida.
– Renuncia a probarlo todo por ti mismo y confía para algunas decisiones en personas que ya han tomado esas mismas decisiones. La colaboración es importante para ahorrar tiempo y ansiedad en la toma de decisiones.
– Desarrolla una actitud de agradecimiento. No lamentes lo malo, céntrate en lo bueno que puedas disfrutar. Como hemos visto a lo largo de estas páginas, es difícil para nuestro cerebro programado para sobrevivir dejar de preocuparse, pero es extremadamente gratificante cuando lo conseguimos. Para entrenar tu cerebro en positivo, repasa las técnicas detalladas en la ruta 4.
Las ventajas de ser agradecido
Siglos de evidencia empírica han sugerido que la gratitud, una respuesta que implica agradecimiento y alegría, podría ser una de los caminos más directos al bienestar emocional y un elemento determinante en una vida satisfactoria. Lo confirman unos estudios recientes dirigidos por Todd Kashdan, psicólogo de la Universidad de George Mason (Estados Unidos). Curiosamente, estos sugieren que el agradecimiento es una emoción que resulta un poco más natural a las mujeres que a los hombres, que tienden a sentirse más obligados y menos agradecidos cuando reciben regalos, sobre todo si el regalo procede de otro hombre. Esto, según Kashdan, es el resultado lógico de una educación en la que los hombres se han visto obligados a ser autónomos emocionalmente hasta el punto de tener que esconder y reprimir sus emociones.
¿Cómo puedo sentir más gratitud en mi vida? Cuando te comportas de una determinada manera, preparas el terreno adecuado para que broten las emociones que quieres vivir. Por ello, si llevas a cabo una pequeña sesión de agradecimiento de unos minutos durante unos días, entrenarás tu cerebro a agradecer lo que te rodea.
Puedes practicar el agradecimiento en cualquier momento. Te pongo un ejemplo personal: antes de salir en directo al plató de la tele o al estudio de la radio, rara es la vez en que no agradezco en esos segundos previos poder servir a las personas del público que nos acompaña; agradezco al director del programa la oportunidad de estar allí; agradezco al equipo su presencia y apoyo, y también, si estoy muy nerviosa, me agradezco a mí misma tener el coraje de dar la cara en ese instante para poder compartir lo que me importa con los demás. ¡Es difícil no sentirse desbordado de agradecimiento cuando te pones a ello!
– Agradece lo que te gusta. Dar las gracias explícitamente a los que nos rodean es otra forma sencilla de acostumbrarte a ser agradecido: expresar abiertamente, de palabra o por correo, cosas sencillas que tal vez no sueles agradecer, como la amabilidad de alguien en la oficina de correos, la paciencia del casero al que olvidaste pagar el agua, la amabilidad de una vecina que siempre atiende al cartero.
– Agradece también lo que no te gusta tanto. La gratitud tiene muchas facetas, y una de las más importantes es que no se aplica sólo a realidades evidentemente agradables y positivas, como un regalo, un gesto amable o el amor de nuestros seres queridos. Podemos sentir gratitud también por estar cansados y descorazonados, porque significa que hemos marcado una diferencia o que lo hemos intentado; podemos sentir gratitud por nuestros errores, porque nos enseñan lecciones valiosas; por los retos que surgen, porque te hacen más fuerte y lleno de recursos; por los tiempos difíciles, porque te ayudan a fortalecerte; por las cosas que no sabes, porque puedes aprenderlas.
La gratitud puede aplicarse no sólo a lo que tenemos, sino también a lo que dejamos pasar.
A veces nos encontramos en un camino sin salida y nada de lo que intentamos para lograr superar un determinado obstáculo logra facilitar nuestro paso. A lo largo de estas páginas hemos visto distintas maneras de gestionar las curvas y los baches del camino. Ante los retos pequeños y grandes de la vida hay mucho que podemos hacer, pero siempre llega el momento en el que el reto, la batalla, consume más de lo que da a cambio. Es evidente, porque lo vemos a diario, que cuando nos enzarzamos en conflictos en los que nos negamos a tirar la toalla, a veces nos compensa pero otras muchas sufrimos un desgaste que no justifica el esfuerzo. ¿Cuántas veces nos ha pasado, o hemos visto que le pasaba a personas cercanas, el cuerpo a cuerpo con la vida en el que perdemos mucho más de lo que reclamamos y deseamos?
Y es que a veces olvidamos que uno de los elementos más gratificantes cuando lo hemos intentado todo es, precisamente, no hacer nada, dejar pasar aquello que se nos resiste, distinguir entre el esfuerzo constante y pleno —que puede llenar una vida— y el empecinamiento tozudo y debilitante. Por lo general en nosotros mismos, en el caudal de emociones que nos guía ante cada reto de la vida, encontramos intuitivamente, tarde o temprano, la certeza de si merece la pena luchar por algo o alguien. Eso sólo lo podemos saber si somos capaces de conectar con nuestras necesidades con atención plena.
Resulta curioso descubrir que el estado normal de descanso del cerebro es una corriente silenciosa de pensamientos, imágenes y memorias que no se producen por ningún estímulo externo o por un razonamiento mental, sino que emerge de forma espontánea de la mente. Un estudio reciente[44] confirma que cuando prestas atención plena eres más consciente de este constante ajetreo de la mente, comparable a una programación por defecto que quizá sirva para conectar distintas experiencias y residuos emocionales y organizarlos mentalmente.
Vivir el presente, sin embargo, es un verdadero reto para una sociedad como la nuestra que basa su economía y su forma de vida en la distracción crónica y padece por tanto un cierto desorden de atención y de hiperactividad colectivo. Explica Jon Kabat-Zinn, catedrático de Medicina y director de la Clínica para la Reducción del Estrés de la Universidad de Massachusetts, que sólo disponemos de momentos fugaces y encadenados en los que vivir el presente; el pasado y el futuro son sólo conceptos que nos distraen de la realidad de cada instante. Aprender a vivir en el presente sin intentar dirigirlo conscientemente no es una crítica al pensamiento racional sino un reconocimiento de que también necesitamos crear espacios humildes y abiertos, donde podamos suspender los elementos de juicio racional que pueden entorpecer o contaminar la intuición, la creatividad y la imaginación. Tal vez por ello decía Albert Einstein que «el intelecto tiene poca cabida en la ruta del descubrimiento. La conciencia da un salto, llámalo intuición o lo que quieras, y la solución te llega, y no sabes cómo ni por qué».
La mente humana, como vimos en la ruta 10, tiene un inconsciente poderoso y dominante programado en la infancia, muy dependiente de las creencias y juicios de nuestro entorno. Freud afirmaba que el inconsciente es donde almacenamos y reprimimos ideas socialmente inaceptables, deseos, memorias traumáticas y emociones dolorosas, aunque hoy sabemos que los contenidos del inconsciente no tienen por qué ser siempre negativos. En cualquier caso, nuestras vidas reflejan la mayor parte del tiempo esa programación inconsciente y, si es negativa —por ejemplo, si prima el miedo a lo que los demás piensen de nosotros, a no ser amados o respetados…—, tendemos a generar experiencias que encajan con esta programación emocional.
¿Podemos salir del círculo vicioso de las programaciones inconscientes negativas?
Podemos, pero hay que trabajar la mente como hemos aprendido a trabajar el cuerpo, ¡con tesón y esfuerzo! De la misma manera que sólo desear o decir que vas a hacer ejercicio y a comer de forma sana es necesario pero no suficiente para conseguir un cuerpo sano, querer tener una actitud positiva es obligado pero no suficiente para lograr cambiar los hábitos mentales grabados química y eléctricamente en nuestro cerebro. Afortunadamente podemos trabajar la mente con técnicas que nos ayudan a reprogramar y cambiar hábitos, pero se tiene que hacer de forma constante y repetitiva hasta lograr cambiar el hábito mental. En este sentido, las investigaciones más punteras (por ejemplo, las que se llevan a cabo en el laboratorio de neurociencia afectiva de Richard Davidson, en Wisconsin, Estados Unidos) confirman el poder del pensamiento para cambiar las estructuras biológicas del cerebro, es decir, para reprogramarlo.
¿Cómo puedo transformar mi mente?
Podemos acceder y transformar una parte de lo que esconde nuestra mente inconsciente, por ejemplo, con los métodos clásicos que ofrece el psicoanálisis (con técnicas como la libre asociación, el análisis de los sueños o descifrando las señales verbales y no verbales, muchas de ellas descritas en las rutas 10 y 11) o recurriendo a las terapias de distintas escuelas. Pero una forma eficaz para empezar a comprender y transformar nuestras vidas es un método de autogestión mental que tiene dos mil años de antigüedad en Oriente y que en los últimos tiempos se está popularizando y estudiando en los laboratorios en Occidente. Hablamos de la meditación o atención plena.
Vivir con atención plena
¿Qué es la atención plena?[45]
La atención plena es la capacidad de centrar la atención en el presente, gestionando la tendencia de la mente a divagar hacia el pasado o el futuro. Hay muchísimas técnicas de atención plena, y las más sencillas, a las que puede acceder cualquier persona que quiera experimentarlas, suelen estar basadas en la práctica de la respiración. El psiquiatra Dan Siegel sugiere una técnica muy eficaz antes de empezar una sesión de atención plena: «Pon tu atención en la pared que tienes a tus espaldas. Ahora, pon tu atención en la pared que tienes enfrente. Ahora trae tu atención al centro de la habitación. Ahora llévala dentro de ti». Con este sencillo ejercicio nos damos cuenta de que podemos elegir dónde va nuestra atención, que no tiene por qué ser asaltada por cualquier estímulo externo que surja. Dónde pones tu atención es una elección. Cuando te centras con atención plena, tu atención actúa como un microscopio que te permite focalizar y ampliar como un zoom, y por tanto percibir mejor el presente.
¿Qué ventajas tiene la atención plena?
Podemos crear nuevos caminos neurales a través de la atención plena, comprobados con la ayuda de las técnicas de imagen actuales. Un cambio importante, por ejemplo, se da en aquellas áreas del cerebro que reconocen y responden a los estímulos del dolor; y también en el sistema límbico, el área que controla muchos de los procesos mentales y físicos que ocurren por debajo del umbral de la conciencia. Los beneficios fisiológicos que pueden derivarse de las prácticas de atención plena son múltiples, entre ellos el alivio de los síntomas del estrés, medido de forma objetiva tras sesiones de meditación sencillas, y que no requieren un entrenamiento complicado.
Estas prácticas también cambian la frecuencia de nuestras ondas cerebrales, producidas por la actividad eléctrica del cerebro. Cuando estamos despiertos nuestra mente tiende al estado beta, unas ondas rápidas que al acelerarse revelan mayor estrés, agitación, preocupación y tendencia a la negatividad. Cuando meditas o duermes, las ondas cerebrales se calman y entran en estado alfa, theta o delta, en los que es difícil sentirse preocupado o agitado. También existen una ondas difíciles de capturar mediante un encefalograma llamadas gamma, las más rápidas del cerebro y asociadas a una mayor actividad mental, que generan destellos de brillantez e intuiciones asociadas a momentos de extrema concentración y atención.
¿Dónde se han comprobado estos efectos?
En diversos estudios en todo el mundo, aunque algunos de los ejemplos más conocidos proceden del Laboratorio de Neurociencia Afectiva del neurocientífico Richard Davidson. En 2002, Davidson puso ciento veintiocho electrodos en la cabeza de un experimentado monje budista de origen francés, Matthieu Ricard, y le pidió que meditara sobre la compasión. Inesperadamente, la actividad gamma del cerebro del monje se disparó visiblemente a la vez que aparecían indicadores que suelen darse en personas que están bajo los efectos de la anestesia. Los investigadores se enfrentaban por primera vez a este tipo de datos y para verificarlos ampliaron el estudio a más monjes y a un grupo de control de estudiantes que no tenían experiencia meditando. Los monjes producían ondas gamma treinta veces más potentes que las de los estudiantes. También activaban más áreas de sus cerebros, especialmente la corteza prefrontal izquierda, que genera determinadas emociones positivas, como el entusiasmo y la alegría.
Las implicaciones de estos estudios han sido determinantes para terminar de disolver la creencia que hemos arrastrado durante décadas acerca de un cerebro supuestamente rígido e incapaz de cambiar, y ha fomentado numerosas investigaciones sobre la plasticidad cerebral, muchas de ellas dedicadas a concretar las posibilidades de entrenar y modificar el cerebro deliberadamente a través del pensamiento y del comportamiento. En las últimas dos décadas ya veníamos comprobando que el entrenamiento intensivo modifica las estructuras cerebrales, como en el caso del cerebro de los violinistas; en estos, el área del cerebro que corresponde a sus dedos cuando pisan las cuerdas del instrumento es mayor que la parte del mismo afecta a la mano que leva el arco. ¿Y si ese potencial pudiese trasladarse para trabajar de forma rutinaria los centros emocionales del cerebro, como logran hacer los monjes cuando expresan determinadas emociones como la compasión? ¿Se puede trabajar una emoción como se trabaja un músculo? Tenemos abierto un campo extraordinario de cara al entrenamiento de las respuestas emocionales negativas y positivas de forma preventiva y educativa.
¿De qué otras formas puedo transformar mi mente, sobre todo la parte inconsciente que no comprendo fácilmente?
Una de las formas para acceder a la mente inconsciente es trabajando con las imágenes que llenan nuestra cabeza. Elige en qué imágenes quieres fijarte: ¿en viejas y conocidas imágenes que te están causando confusión y dolor, o en nuevas imágenes que puedan ayudarte a cambiar tu programación mental? Recuerda que podemos elegir dónde ponemos nuestra atención. Los niños tienen una capacidad espontánea para focalizar su atención en distintas imágenes, pero los adultos tendemos a una mayor rigidez cerebral. Para mejorar nuestra flexibilidad resulta útil la visualización, que aprovecha una curiosa y poética capacidad cerebral: pensamos con símbolos.
¿Qué es el pensamiento simbólico?
El pensamiento simbólico es la representación de la realidad a través de conceptos abstractos como palabras, dibujos, gestos o números. Gracias a esta capacidad podemos ver una señal de tráfico redonda con una raya roja y saber que significa «prohibido»; mirar una bandera y comprender que representa «mi país»; ver una mochila y asociarla a «las cosas con las que yo cargo».
¿De qué me sirve pensar con símbolos?
El pensamiento simbólico es muy importante porque nos permite gestionar un mundo complejo. También nos da una puerta de entrada a la mente inconsciente, porque podemos hablarle con imágenes que encierran un mensaje que tal vez no seríamos capaces de transmitir de forma explícita.
Un ejemplo: piensa en alguna experiencia difícil que no logras comprender del todo. Ya sabes que para superar nuestras experiencias difíciles tenemos que lograr aprender una lección de ellas, a fin de poder encajarlas en el guión de nuestra vida.
¿Qué pasaría si simplemente me resigno a lo que me molesta o me duele y no pienso más en ello?
Sería estupendo aunque no funciona así: cuando te resignas lo que estás haciendo es almacenar en algún lugar callado de tu mente una experiencia que te seguirá afectando negativamente porque te genera desconfianza, tristeza o prejuicio, que seguirán vivos dentro de ti, a pesar de que no te permitas expresarlos. Aunque pueden parecer lo mismo, la resignación y la aceptación son completamente diferentes. Cuando te resignas, hay pérdida de control y tristeza porque no has podido decidir. La aceptación en cambio implica una gestión de la situación: tú decides, no lo que viene a ti, sino cómo lo encajas en tu vida. Cuando aceptas haces un ejercicio deliberado y consciente por asimilar cada experiencia.
A veces nos molestan cosas nimias, palabras o decepciones que arrastramos en nuestra mochila. ¿Existe alguna técnica que nos ayude a asimilar y dejar ir nuestras experiencias negativas, pequeñas o grandes? Te propongo ayudar a tu cerebro a no desgastarse en experiencias y problemas que no puede solventar. Para ello utilizaremos una técnica sencilla, adaptable a mayores o niños, que emplea la capacidad simbólica del cerebro.
Una mochila para el universo
– Imagina que tienes una mochila (como el cerebro no distingue bien entre realidad y ficción, no hace falta tener mochila, puedes imaginarla). Dale el color, el tamaño y la forma que prefieras.
– Piensa en la experiencia, las palabras, la decepción o las pérdidas que te están pesando. Puedes elegir un objeto para simbolizarlas. Por ejemplo, si has roto con tu novia y ella solía llevar guantes rojos, puedes pensar en unos guantes rojos para simbolizarla.
– ¿Qué he aprendido de esta experiencia? Sabemos por multitud de estudios que aprender una lección de cada experiencia es uno de los elementos que más ayuda a superar la tristeza. ¿Eres más sabio, más compasivo, comprendes mejor lo que necesitas, tienes alguna prioridad más clara de cara al futuro, has aprendido a perdonar, has crecido o mejorado de alguna manera? Si necesitas ayuda profesional para lograr este aprendizaje, intenta conseguirla.
– Meto mi experiencia en la mochila y se la devuelvo al universo. Metemos el objeto que simboliza nuestra experiencia en nuestra mochila imaginaria y se la devolvemos al universo. Con esto estamos dando una orden sencilla y gráfica al cerebro: he aprendido una lección de esta experiencia y ahora la «dejo ir», no necesito revivirla, confío en que esta experiencia me ha servido para crecer y no deseo cargar más con ella.
Cambiar, comprender y transformar no es tan difícil como tememos, aunque a menudo resulte arduo afrontar los procesos de cambio porque asustan a nuestro cerebro programado para sobrevivir y protegerse. Cambiar, para este cerebro miedoso, implica una posible pérdida, aunque ésta pudiera ser necesaria y beneficiosa para nosotros. Por ello solemos resistirnos a los cambios, porque despiertan inseguridades a las que instintivamente nos resistimos. Por ello, los entornos de crisis personal y social suelen ser propicios para que se den cambios, porque la elección entonces es o bien cambiar, o seguir soportando el sufrimiento derivado de la situación de crisis. Aunque algunos se atrincheran en su dolor, muchos consiguen afrontar sus cambios vitales tarde o temprano. Somos más ligeros y flexibles de lo que creemos porque estamos programados para conquistar y descubrir, y por ello tenemos más poder del que solemos reconocer sobre nuestras derivas individuales y colectivas.
Einstein dijo que un problema no puede solucionarse al mismo nivel ni desde la misma perspectiva en los que fue creado. En este sentido las crisis, que desgraciadamente traen incertidumbre y destrucción a la vida diaria de tantas personas, son una oportunidad para que construyamos los cimientos de cambios profundos que difícilmente podrían darse en circunstancias de bonanza. La experiencia de lo aprendido a lo largo de siglos, en la naturaleza y en las civilizaciones, desvela que las crisis potencian la evolución y que cambios que parecían difíciles o imposibles pueden darse incluso relativamente deprisa. A estos cambios, sin embargo, actualmente se resisten en buena medida nuestras estructuras sociales, políticas, económicas y religiosas, empeñadas en su propia supervivencia.
Una de las creencias más arraigadas del viejo mundo que colea es que la abundancia es tener más que nadie, un lema radical que implica que el dinero tiene derecho a marcar las reglas de nuestra convivencia. Tendremos que aceptar, a la luz de lo que estamos aprendiendo acerca del bienestar físico y emocional de las personas, que el dinero por encima de un umbral medio ocupa un lugar modesto en nuestra felicidad y que su consecución no puede estar reñida con la consolidación de entornos educativos, afectivos y laborales que alimenten las necesidades humanas básicas de afecto, seguridad, creatividad y bienestar.
Nuestro siglo se caracteriza como ningún otro por la rapidez con la que intercambiamos información y por la facilidad con que las ideas colectivas e individuales pueden viajar y contagiarse. Nunca como hasta ahora una sola persona ha podido de la noche a la mañana impactar e influir sobre los demás, porque puede subirse a una plataforma digital y hacerse escuchar, para bien o para mal. Vivimos además una época de democratización del conocimiento que potencia las posibilidades de que la creatividad humana se multiplique en todos los ámbitos. Aunque a veces cueste creerlo, los datos objetivos revelan que caminamos hacia sociedades más transparentes, más pacíficas, más colaborativas y más justas, donde más personas, educadas para gestionar un cerebro complejo que estamos aprendiendo a potenciar, podrán ser partícipes de la evolución del mundo que compartimos.
Cada niño y cada adulto deberían celebrar la magia de nacer y de ser únicos, de poder hacer tanto bien o tanto mal. Celebrar los misterios de la física cuántica y de las partículas que se comunican fantasmagóricamente. Celebrar la magia de despertar cada mañana en un minúsculo planeta cubierto por un manto de vida verde que cruza el espacio a doscientos cincuenta kilómetros por segundo, y también la magia de que a su vida puedan llegar otros seres que de repente lo comprendan y le amen. Celebrar que haya flores y frutas para saciar su hambre, y agua para apagar su sed. Celebrar que escrutemos impacientes el universo con inmensos telescopios buscando más vida, que nos preguntemos incesantemente qué nos espera después de la muerte, que inventamos canciones y enlazamos palabras hasta crear poemas.
¿Hay mayor magia que todo lo que nos rodea a diario?
Si lográsemos vivir y educar a nuestros hijos con los ojos abiertos a la realidad misteriosa y palpitante, si supiésemos transmitirles el regalo que supone estar inmersos en tanta belleza y tanto misterio, no nos haría falta acumular todo lo inexplicable del mundo en supersticiones y respuestas cerradas que niegan la magia que nos rodea. No necesitaríamos infinitas distracciones y una exagerada acumulación de bienes, imágenes y sensaciones para disfrutar de la abundancia de la vida. Si fuésemos justos y observadores, sabríamos sin dudarlo que la verdadera magia se esconde en este universo deslumbrante que poco a poco estamos logrando descifrar.