CAPÍTULO TRES
LAS EMOCIONES SE CONTAGIAN COMO UN VIRUS
Recursos para manejar la diversidad y la empatía

Mi hija Tici quiere aprender francés. Le he preguntado que por qué y me lo ha explicado con ese mohín paciente que pone cuando me tiene que explicar algo obvio:

«¿Y si un francés me pregunta que si quiero un cruasán? Tendré que poder contestarle», apuntó con absoluta convicción. Queda claro que uno debe estar preparado para cualquier situación, y por ello llevamos un tiempo practicando francés, mezclando tenazmente los cruasanes con la torre Eiffel. «Comment allez-vous?», canturrea Tici todo el día por casa. Es mucho más aplicada que yo, que tengo una cansina tendencia a olvidarme de las cosas importantes. Afortunadamente muchas veces ni siquiera requiere mi atención porque se contesta a sí misma: «Très bien; merci, Madame»; «Très bien; merci, Monsieur». El acento deja algo que desear, pero ella está lanzada.

No creo que Tici acabe hablando francés. Su entorno, o al menos yo, se lo va a poner difícil. Tengo la creencia arraigada de que puestos a aprender un idioma extranjero, es más práctico elegir uno que hablen muchas personas. ¿Que por cuál me decanto? Hagan apuestas. Pero vaya por delante que tengo claro que los humanos, para navegar por nuestras extensas y complejas redes sociales, para colaborar, crear, amar y odiar a los demás, sólo disponemos de dos instrumentos básicos: las palabras y las emociones.

Vayamos por partes. Las palabras nacen en la corteza cerebral, una parte del cerebro muy desarrollada en nuestra especie, tanto que durante siglos olvidamos que nuestro cerebro es, sobre todo, emocional. Despreciábamos las emociones porque nos asemejaban demasiado a las demás especies y porque nos faltaban los medios técnicos para comprender sus mecanismos y su alcance. Hemos ensalzado la mente racional porque nos enorgullece poder hablar y divisar estrategias sofisticadas para crear y para conquistar. Pero las palabras, que nacen en la mente racional, son una herramienta cargada de intencionalidad, diseñada para lograr acuerdos de colaboración con nuestros congéneres aunque para ello haga falta engañar y manipular. Lo hacemos a diario sin cuestionarlo siquiera. ¿Quién dice lo que realmente piensa? Para sobrevivir y sacarle partido a la vida en sociedad, modulamos automáticamente la mayor parte de nuestros pensamientos porque no nos conviene hablar con transparencia.

No lamento que el lenguaje verbal no sea inocente: la palabra cumple una función estratégica en el desarrollo de nuestra especie. Pero como tantas personas, sueño con una forma de comunicarnos limpia, un idioma en el que pudiéramos siempre comprendernos, como una buena canción capaz de conmover a todos los seres del planeta o un poema que aliviase la tristeza de todos sus habitantes.

Ese idioma no es una quimera. Estamos programados para poder comunicarnos y comprendernos sin palabras, a través de las emociones, que conforman un idioma universal innato aunque históricamente hayamos tendido a menospreciar su alcance. Estamos dotados para ese idioma y a menos que seamos psicópatas —personas incapaces de sentir por los demás, que representan un porcentaje muy pequeño en la sociedad—, estamos mental y fisiológicamente programados para comprender y para sentir los mecanismos que dictan nuestros comportamientos y los del resto del mundo. Más aún: somos psicólogos natos, cada uno de nosotros, expertos y doctores en comprendernos y en comunicarnos, aunque nos empeñemos en no desarrollar esta capacidad, uno de nuestros talentos más característicos.

Y es que para casi todos nosotros las emociones que nos habitan son grandes desconocidas. Durante siglos dedicamos nuestros esfuerzos a sobrevivir físicamente y esa tarea nos ocupó casi por entero, pero superada esa fase de supervivencia, en el mundo actual, donde priman la autonomía personal y los cambios permanentes, requerimos una alfabetización emocional de la que carecemos. No podemos amaestrar, gestionar y transformar aquello que nos resulta, en gran parte, incomprensible.

Sólo si aprendemos a ser dueños, y no esclavos, de nuestras emociones podremos compartir, convivir y colaborar en paz. Ganas de hacerlo no nos faltan: la sed de Tici para comunicarse con los demás es un anhelo natural y poderoso con el que nacemos. Necesitamos aprender a fomentarlo en vez de cercenarlo.

No es sólo el desconocimiento del mundo emocional el que nos impide acercarnos a los demás. Hay otros elementos que frenan nuestra capacidad de empatía, por ejemplo la indiferencia, un obstáculo temible que, como veremos a lo largo de estas páginas, desactiva nuestra capacidad de comprender a las personas. La indiferencia suele ampararse en las prisas, la ignorancia o el desinterés. Si no miramos, el resto del mundo es invisible. Para evitarlo, para contrarrestarlo, necesitamos dedicar tiempo y atención al presente, mirar, tocar y escuchar para conectar con las emociones de los demás, para comprender los mecanismos mentales y emocionales, universales, que nos mueven.

¿Qué podemos hacer para potenciar el lenguaje de las emociones? Bastaría con ayudar a las personas a poner un nombre a cada emoción, a reconocer su grado y su impacto, a saber cómo gestionarlas para desactivar sus efectos cuando estos son nocivos o exagerados. Bastaría con facilitar el aprendizaje de las emociones para que pudiésemos comprendernos y expresarnos al margen del color de las palabras que hablamos. Es un sueño del que sólo nos separa la voluntad política y social de potenciar lo mucho que nos une, en vez de ahondar en lo poco que nos separa.

RUTA 7. LOS VIENTOS QUE ME MUEVEN

Las emociones se contagian como un virus

Las rutas que vamos a atravesar ahora no están hechas de polvo y tierra, sino más bien de agua y aire, y por ello casi no dejan huella visible, aunque erosionan y tiñen todo cuanto tocan… Son éstas las rutas más inconscientes y fluidas de cuantas recorremos, y su curso las lleva, como las aguas de un río, a desaparecer bajo tierra para emerger más adelante convertidas en catarata o torrente. Son aguas poderosas que requieren nadadores flexibles, intuitivos y rápidos. Naveguémoslas.

¿Qué son las emociones?

Las emociones son el resultado de cómo experimentamos, física y mentalmente, la interacción entre nuestro mundo interno y el mundo externo. Para un humano, las emociones se expresan a través de comportamientos, expresiones de sentimiento y cambios fisiológicos. Aunque las emociones básicas son universales, las experiencias emocionales, o sentimientos, son más personales en la medida en que se contagian del humor de cada persona, de su temperamento, personalidad, disposición y motivación.

¿Son importantes las emociones?

Cada gesto que hacemos, cada mirada sobre lo que nos rodea y cada sentimiento que nos mueve están dictados por una emoción. Las emociones no son un lujo o algo prescindible, no son una corriente de sentimientos y sensaciones pasajeros y sin importancia, sino que nos recorren a cada minuto y guían nuestro comportamiento a través del dolor y del placer. Las emociones son claves porque modulan cada uno de nuestros gestos, anhelos, deseos y motivaciones y nos empujan a recorrer el mundo, a resolver problemas, a intercambiar con los demás, a crear, descubrir, odiar o destruir. Como dice Maya Angelou, la gente olvida lo que dices, la gente olvida lo que haces, pero nunca olvida cómo la haces sentir.

¿Cómo se desarrollan las emociones?

Cuando necesito explicar en pocos minutos el impacto y el desarrollo de las emociones en nuestras vidas, a menudo recurro a la imagen de una joven chimpancé al que el primatólogo Frans de Waal llama Rosi[11]. La mirada de Rosi me conmueve: sentada en las manos de su cuidadora humana, este pequeño chimpancé huérfano mira a la cámara, a la vida que la rodea, y lo hace de frente. Suele ser difícil captar la mirada de los jóvenes chimpancés cuando están con sus madres porque éstas les protegen de la mirada de los demás, o de una cámara fotográfica, apretándoles contra su regazo. En este caso, desde los brazos de su madre adoptiva humana, la mirada de Rosi es curiosa, confiada y alegre. A veces acompaño su imagen con un retrato de mi hija pequeña, una fotografía donde ésta mira a la cámara con la misma mezcla de alegría y confianza que muestra Rosi: me gusta recordar que tantas especies compartimos emociones básicas y una mirada alegre y confiada al nacer.

Muy pronto los sustos, golpes o desprecios que nos propina el entorno apagan o mitigan al menos una parte de la confianza inicial con la que llegamos al mundo.

Por ello en los primeros seis o siete años de vida, los humanos conformamos los grandes patrones emocionales que dictan cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo vemos a los demás. Grabamos entonces en nuestras mentes emocionales, y por tanto en nuestros comportamientos, si somos dignos de ser amados y si resulta seguro sentir curiosidad por el mundo que nos espera. Nuestras primeras experiencias con el amor y con la curiosidad empezarán a conformar patrones de respuestas automáticas en función de cómo nos tratan cuando somos pequeños. Arrastraremos estos patrones, estas respuestas automáticas, el resto de nuestras vidas. Modificar estos patrones exigirá en la edad adulta lograr primero descifrarlos, una labor lenta, consciente y deliberada comparada con el aprendizaje rápido, inconsciente e intuitivo de la infancia.

Si tenemos todos las mismas emociones, ¿por qué parecemos diferentes?

Aunque a todos nos habitan emociones básicas y universales, nos desarrollamos y expresamos en función de nuestro perfil genético, de nuestras circunstancias y del entorno que nos rodea. Pero todos queremos ser amados, y si no nos aman buscamos formas de protegernos ante la indiferencia o la agresividad de los demás; y todos queremos explorar el mundo, pero si eso nos pone en peligro desarrollamos tácticas para que el mundo exterior no pueda agredirnos. Para algunos, eso significará una conquista ruidosa y fanfarrona; para otros, una renuncia a cualquier aventura o una serie de intentos de acercarse a los demás, seguidos de maniobras evasivas que desconciertan a nuestros allegados. La herida puede ser la misma para muchos, pero las formas de afrontar el dolor que ésta provoca serán siempre variadas.

No somos clones, somos genéticamente únicos. Por ello somos capaces de interpretar el mundo desde muchas perspectivas y de encontrar soluciones diversas a problemas universales, enraizados todos ellos en las emociones universales que nos unen. No habría catedrales, ni hospitales, ni vías de tren, ni escuelas, ni libros, ni sinfonías, si no fuésemos todos algo diferentes, pero lo bastante similares como para poder colaborar y crear y construir juntos. El pegamento de nuestras extensas y complejas redes sociales son las emociones que compartimos. Éstas nos unen tanto que no sólo podemos comprender lo que sienten los demás sino que, a menos que seamos psicópatas, podemos sentir físicamente las emociones de los demás. Llamamos empatía a esta capacidad innata de ponernos en la piel de los demás.

¿Qué nos aleja de nuestra tendencia innata a sentir por los demás y a ayudar?

Muchos elementos pueden impedir que las personas actúen desde su capacidad colaborativa y empática. El desarrollo de la empatía, por ejemplo, está ligado a la necesidad básica de apego, es decir, a cómo hemos experimentado el amor y la seguridad en nuestros primeros años de vida. Las personas que crecieron desconfiando del amor de sus padres generalmente se mantienen en la fase egocéntrica del contagio emocional automático (una expresión de empatía básica), o se vuelven fríos porque huyen del sufrimiento: no lo toleran ya que han aprendido a desconfiar del afecto de los demás porque no les brindó seguridad o calidez.

¿Por qué se contagian las emociones?

Estamos programados para contagiarnos emociones por diversas razones:

Como no queremos estar fuera del grupo, imitamos a los demás de forma consciente e inconsciente: copiamos gestos, risas, toses, acentos, seguimos modas en la forma de vestir o de hablar… Aunque sea una programación antigua diseñada para ayudarnos a sobrevivir, no ha cambiado porque todavía funcionamos con muchos instintos ancestrales. De hecho, los estudios más recientes indican que la presión social es capaz de cambiar y moldear nuestras decisiones porque el cerebro nos alerta cuando no pensamos como los demás, y nos recompensa si nos conformamos a la mayoría. También hay que tener en cuenta que las emociones, sobre todo las emociones más intensas, como el desprecio, la ira o la tristeza, se contagian como un virus, porque esas son las emociones que el cerebro cree que más pueden ayudarnos a sobrevivir.

La globalización implica una mayor capacidad de contagio emocional, un fenómeno natural que se está acelerando y amplificando por lo fácil que resulta hoy en día conectarnos.

¿Existen estrategias para protegernos del contagio de las emociones más negativas?

No contamines a los demás, piensa antes de enviar un correo desagradable o de decir algo negativo. Tenemos una gran capacidad para hacer daño o para dar alegría a los demás, para contagiarles consciente o inconscientemente nuestras emociones. ¡Reparte contagio positivo!

RUTA 8. UN MUNDO ENORME PARA TAN POCA COSA

¿Somos insignificantes?

Los humanos, por naturaleza, somos rabiosamente únicos; pero como hemos visto, nos reconforta escondernos en los latiguillos y lugares comunes de la masa. Por eso ser uno mismo es tan difícil de conseguir. Si nos dijesen: «¡Sé como los demás!», no nos costaría demasiado: es fácil, ya lo hacemos a diario. Pero una cosa es esa zona de confort donde nos refugiamos y otra muy distinta el lugar creativo desde el que ofrecemos algo único al resto del mundo. Esto último entraña riesgos y peligros que nuestro cerebro, programado para sobrevivir, quisiera evitar como sea. El desafío está precisamente en hacer florecer ese conjunto extraño e irrepetible de pequeñas manías, fobias, momentos de gloria y latigazos de inspiración que perfilan, desde el miedo o desde el amor, cada momento de nuestras irrepetibles vidas. Pero como nos empeñamos en ser tan parecidos, al final puede parecer que no nos distinguimos de los demás, que somos insignificantes.

El psicólogo de la Universidad de Tel Aviv, Carlo Strenger, dice que hay una epidemia moderna que se llama el «miedo a la insignificancia», a no ser nada a los ojos de los demás, a creer que nuestra vida no merece la pena.

¿Cómo decidimos si nuestra vida merece la pena o no?

La respuesta a esta pregunta es muy interesante, porque depende de cómo te valoras y tiene que ver con la famosa autoestima, que te susurra: «¿Soy importante?

¿Merezco cosas buenas en mi vida? ¿O no merezco nada? ¿Soy insignificante y no tengo valor para nadie?». Y esta valoración que haces de ti mismo depende mucho de cómo te comparas con los demás. Cuando dices: «Soy rico, soy guapo, soy feo», ¡es siempre comparado con alguien! Eres más guapo o más feo que alguien. Los humanos vivimos siempre comparándonos. De hecho, los estudios muestran muy claramente que no nos importa tanto el sueldo que ganamos como que ese sueldo no sea más bajo que el de nuestros amigos.

¿Con quién se suelen comparar los humanos?

Si te compararas sólo con tu familia y tus amigos sería más fácil sentirte bien contigo mismo, porque te pareces más o menos a ellos. Pero aquí está el problema…

Antes el mundo de las personas era más reducido, sin embargo ahora tenemos acceso a mucha más gente con la que compararnos. Y si te fijas, verás que muchas de estas personas son productos de marketing, prefabricados, irreales, pero que todos tienen algo en común: son famosos debido a los medios de comunicación. Hoy en día la propia fama se ha convertido en la referencia básica a la hora de medir la valía personal, así que nos comparamos con la imagen que nos llega de los famosos, aunque sean de medio pelo o poco admirables.

¿Qué me pasa cuando me comparo con personas famosas?

Lo que vemos es que se están incrementando los niveles de ansiedad y de depresión en todas partes. Es lo que llaman la «ansiedad global». La gente se pregunta:

«¿Soy guapa como Angelina Jolie? ¿Soy rico como Bil Gates? ¿Soy famoso como los personajes de Torrente?». Y si la respuesta, casi inevitablemente, es no, entonces te preguntas si tu vida merece la pena, si no será que eres insignificante… Además, muchos de estos famosos lo son por la obsesión social con la belleza física y con la juventud, y por ello parece que lo que no has logrado antes de los cuarenta años no tiene valor, o que ya no podrás lograrlo. Esto desvaloriza determinados trabajos o personas que necesitan tiempo de maduración. ¡Y es tan falso! Pero se da por sentado en los medios de comunicación, y como éstos se imitan y son imitados contagian determinadas ideas con mucha facilidad.

¿Cómo sé si mi vida es valiosa, aunque no sea como la de la gente famosa que me rodea por todas partes?

Puedes decidir que tú vas a ser tu principal referente, que vas a aceptarte como eres porque estás a gusto con la vida que has elegido. Strenger nos recuerda que para eso necesitas tener una visión de conjunto de tu vida: saber lo que te importa, al margen de los demás. Pero eso cuesta trabajo, y no nos educan para vivir así, para saber qué nos importa y ponerlo en práctica, sino que nos educan para imitar y para obedecer.

¿Qué puedo hacer para saber si estoy viviendo desde mis propios intereses y convicciones?

Si alguien ahora mismo se está sintiendo insignificante, quiero recordarle que algo que nos caracteriza a los humanos es que no somos clones, sino que somos únicos y que tenemos algo único que dar a los demás. Voy a daros un truco sencillo, pero muy eficaz, para ayudaros a descubrir si vivís de acuerdo a lo que es valioso para vosotros. Imagina que te casas y estás contemplando la ceremonia desde un lugar alejado[13], por ejemplo desde la copa de un árbol, o desde una nube, y tus amigos van a hacer un brindis por ti, por tu nueva vida de casado. Ahora piensa por un momento en qué te gustaría que los demás dijesen de ti. Piensa tres o cuatro cosas por las que realmente te gustaría ser reconocido, que darían valor a tu vida, y si los demás van a poder decirlas, por supuesto. Al fin y al cabo, si queremos saber quienes somos de verdad, es importante fijarnos en el resultado de nuestras acciones y en cómo nos perciben aquellos que nos rodean. La mirada de los demás tiene claves interesantes para que podamos llegar a comprendernos. No siempre tienen razón ni siempre son objetivos, pero merece la pena saber escucharles.

Para no andar por la vida arrastrado por las circunstancias como una botella de plástico empujada por la corriente de un río, habría que centrar la mirada en lo que de verdad nos importa, en lo que nos hace especiales, en lo que podemos dar a los demás. Cuando estás centrado en tu propia búsqueda, en ser tú mismo sin despreciarte por culpa de comparaciones inoportunas, superas una parte debilitante del miedo al rechazo de los demás y al fracaso, y ganas tiempo, energía y fuerza para poner al servicio de lo que de verdad te importa.

Cómo superar el miedo al fracaso

¿Recuerdas lo que sentías cuando nadie te elegía para estar en los equipos de la clase de gimnasia? ¿O la cara de decepción que ponían tus padres cuando suspendías un examen? Tal vez incluso te castigaban. ¿Recuerdas en cambio la alegría de pasar tu examen de conducir? Desde pequeños aprendemos que triunfar es divertido y que fracasar es doloroso. Poco a poco aprendemos a temer el fracaso en ámbitos tan variados como la vida de pareja, ser padres, perder el trabajo o no conseguir un ascenso laboral.

Aunque nuestra cultura admira la innovación, es dura con el fracaso, así que los innovadores, especialmente en el mundo corporativo, tienen que aprender a serlo aun a riesgo de ser impopulares.

¿Qué efecto puede tener en mi vida el miedo al fracaso?

Arriesgarse implica la posibilidad de fracasar. Si tienes mucho miedo a fracasar tal vez evites, sin siquiera darte cuenta de ello, cualquier reto que no estés seguro de conseguir. Esto puede limitar tremendamente tus posibilidades de descubrir nuevos retos y de generar oportunidades.

¿Cómo puedo saber si gestiono correctamente mi miedo al fracaso?

Para protegernos del miedo al fracaso las personas solemos refugiarnos, a menudo sin saberlo, en estrategias concretas. Por ejemplo, quienes evitan el fracaso a toda costa pueden hacerlo provocando circunstancias que les darán una excusa supuestamente honorable para fracasar, por ejemplo tener un hijo que te «impide» terminar tu diploma universitario o presentarte a unas oposiciones.

¿Basta con empeñarme en no tener miedo al fracaso?

No. Hay distintas formas de encarar el miedo al fracaso, y no todas son inteligentes. Por ejemplo, las personas con mucho miedo al fracaso combinado con una necesidad alta de reconocimiento social pueden desarrollar un perfil de trabajadores compulsivos; en cambio, si una persona tiene poco miedo al fracaso y mucho deseo de éxito, puede fracasar repetidamente debido a su falta de realismo.

¿Cómo es una vida en la que no se arriesga a fracasar?

Una vida sin riesgos puede ser una vida segura pero sin sorpresas, por lo que puede resultar aburrida y frustrante. Imagínate cómo sería tu vida haciendo exactamente lo mismo dentro de veinte años. ¿Te imaginas así? ¿Es lo que quieres? Recuerda que si no haces esfuerzos y te arriesgas probablemente tu vida no será lo que esperabas.

¿Cómo puedo superar el miedo al fracaso?

La vida, a pesar de nuestros intentos por conseguir nuestras metas, suele estar plagada de pequeñas y grandes contradicciones, de emociones mezcladas, de cansancio físico y mental, de diversas decepciones, deslealtades, sustos, alegrías, frustraciones… No basta sólo con sobrellevar las contrariedades y los disgustos, sino que necesitamos herramientas que nos ayuden a cerrar las heridas, a hacer elecciones inteligentes y a retomar fuerzas para seguir el camino. Vamos a analizar algunas, y a descubrir en el camino otro de los mecanismos misteriosos de la influencia recíproca entre cuerpo y mente, un principio básico que sin duda os sorprenderá: algo tan sencillo como poner cara de felicidad, aunque no tengas ganas de ello, puede ayudarte a cambiar tu estado de ánimo. Descúbrelo aquí.

RUTA 9. PEQUEÑOS REFUGIOS PARA RETOMAR FUERZAS

Sonríe aunque no tengas ganas

Se dice popularmente que la cara es el reflejo del alma. Es decir, que lo que sentimos por dentro se refleja por fuera, en nuestras miradas y en nuestros gestos. Por ello cuando estamos alegres se nos pone «cara de felicidad» y decimos de las personas felices que tienen «buena cara» o que «irradian» felicidad. Y es que reconocemos intuitivamente que las emociones se plasman en la cara y en el cuerpo.

Pero aún nos queda mucho más por descubrir en este sentido, aunque de entrada los científicos han averiguado que no sólo las emociones se plasman en el cuerpo, sino que al revés también funciona: que si no estás feliz pero pones cara de felicidad, como por ejemplo cuando sonríes mecánicamente y sin ganas, te sientes un poco más feliz. ¿Sorprendido? ¿Incrédulo? Son conclusiones de estudios clásicos y prestigiosos como los de Paul Ekman, y aunque nos sorprendan podemos sacarles mucho partido en nuestra vida diaria, porque una de sus implicaciones más potentes y prácticas es la importancia real de poner al mal tiempo buena cara.

¿Quieres decir que hay una relación estrecha entre el cuerpo y la mente?

Sí, y es una relación que empezamos a comprender ahora, después de siglos en los que creíamos que el cuerpo iba por un lado y la mente por otro. Empezamos a saber a ciencia cierta que no hay nada más lejos de la realidad, y estos conocimientos van a alterar, sin duda radicalmente, la forma de cuidarnos en cuerpo y mente. La relación más evidente entre tus emociones y tu cuerpo es algo que puedes comprobar de inmediato: piensa en cuando te sientes feliz. El corazón te late más despacio porque tienes menos miedo, y sonríes, que es la señal de estar más abierto y vulnerable a los demás. En cambio, si tienes miedo tu corazón se acelera y aprietas los dientes porque estás tenso y a la defensiva. En otras palabras: tu cara es como un termostato y según la cambias se altera tu «temperatura» emocional.

Si levo mis emociones escritas en el cuerpo y la cara ¿significa eso que todos pueden percibirlas?

Desde luego. Si miro a alguien frunciendo el ceño, eso significa desagrado. Si abro los ojos muy grandes, estoy comunicando sorpresa. Y si arrugo la nariz, afirmo que tengo asco. Es un lenguaje universal que, pese a que estudios recientes indican que existen diferencias sutiles en la gestualidad de occidentales y orientales, se reconoce en todos los rincones del mundo: el lenguaje no verbal.

¿Hay algún truco para mostrar alguna emoción que me haga caer mejor a la gente?

Puedes probar este gesto: cuando te encuentres con alguien a quien quieras comunicar agrado, pon un gesto de sorpresa al verlo, esto es, abre mucho los ojos y préstale atención. El otro se relajará porque se sentirá especial y bien recibido. Con este gesto de apertura lo que haces es poner «cara de bienvenida». Lo que más me gusta de este gesto es que sólo con hacerlo tú también te relajas y te sientes más abierto. Ahora hablaremos de ello, pero es debido al poder del gesto sobre la emoción que mencionamos al inicio.

Hay otro gesto que funciona bien para serenarte cuando estés tenso, y que de hecho hacemos a menudo sin darle importancia. Imagina que has batallado por algún tema y que finalmente tienes que tirar la toalla. Probablemente hayas arrastrado tensión, y eso se acumula en tu cuerpo y en tu cara. Vamos a relajar la tensión física y verás como con ello alivias también la tensión emocional. Encoje y levanta los hombros, respira hondo y di en voz alta: «Qué le vamos a hacer». Les estás dando conscientemente a cuerpo y mente la señal de cambiar de tercio, y para ello ambos deben ponerse de acuerdo.

¿También importan las expresiones faciales cuando hago ejercicio?

También importan, por la relación estrecha entre lo que nos pasa por dentro y por fuera de la que estamos hablando. Así que intenta no poner cara tensa cuando haces esfuerzos: si relajas la cara cuando haces un gran esfuerzo tu cuerpo sufrirá menos. Se ha comprobado también con personas deprimidas: si ponen caras más positivas, se sienten mejor. Sólo con poner cara de algo ya puedes sentir un poco de esa emoción, la que sea. Y si te pones frente a un espejo, el efecto es aún más potente. Funciona con cualquier emoción. Intentad poner, por ejemplo, cara de tristeza, o de ira, o de desprecio, y notad cómo con cada expresión hay un cambio fisiológico correspondiente, por ejemplo el pulso se acelera cuando pones cara de enfado, aunque no estés enfadado. Es algo muy difícil de resistir, un lenguaje interno del cuerpo que podemos aprender a utilizar para favorecer las emociones que necesitamos para sentirnos bien.

Vamos a terminar con un gesto positivo.

Un lápiz lo tiene cualquiera en casa o en la oficina, y un mal momento también. Así que cuando los ánimos estén bajos vamos a darles un empujón con este sencillo truco. Meted el lápiz en la boca en horizontal, como si estuvieseis sonriendo. Intentad mantener el lápiz unos quince segundos al menos para que al cerebro le dé tiempo a generar dopamina y la química del bienestar que nos hace sentir mejor, para que a los músculos les legue la orden de estar menos tensos y la respiración se calme. Veréis cómo con un simple gesto podemos empezar a cambiar de humor.

Cuanto más desafías tu tendencia a la negatividad, reforzando tu visión positiva y buscando alivio o generando placer deliberadamente, mejor te sientes y haces sentir a los demás. No hay nada más contagioso que una persona que es tozudamente positiva. No hace falta nada extraordinario, basta con reír y con disfrutar.

Buenas razones para reírse

¿De qué sirve la risa? Es difícil imaginar un mundo sin risas, pero si todo lo que hacemos le sirve para algo a la naturaleza —el sexo para asegurar que engendramos niños, el miedo para protegernos de los peligros—, ¿para qué sirve la risa? La risa te hace sentir bien, es una recompensa que nos da la naturaleza. Cuando te ríes, generas neurotransmisores y hormonas como la dopamina o las endorfinas, se excita todo el cuerpo y se relajan los músculos. Piensa que cada sentimiento o pensamiento que tienes afecta a todo tu cuerpo, porque éste funciona como un todo. Así que cuando sonríes, el cuerpo entiende que no estás en peligro y hasta puedes sentir menos dolor físico.

Además, la risa fomenta la colaboración y la cohesión social porque une a las personas, las entretiene y por tanto las incita a colaborar. La risa también potencia tu creatividad. Una de las razones por las cuales reímos es cuando el cerebro reconoce un patrón atípico: algo tiene el tamaño equivocado o está en el lugar equivocado, y esta capacidad de reconocer lo inhabitual tiene una recompensa, que es la risa. Es un rasgo creativo de la mente humana, porque en el humor jugamos con ideas o conceptos de manera creativa. El humor es irreverente con los procesos lineales, lógicos, tradicionales y habituales, y por tanto fomenta el pensamiento flexible y la creatividad.

La capacidad de reír es innata, involuntaria e instintiva. Incluso los bebés sordos o ciegos se ríen.

¿Hay distintos tipos de risa? ¿Cómo puedo reconocerlos?

Generalmente, la risa se da en un contexto social y se divide en cuatro tipos: la risa alegre que emites, por ejemplo, cuando vuelves a ver a un buen amigo que hace tiempo que no habías visto; la risa burlona, cuando te ríes de alguien después de vencerle en algo, que sirve para mostrar desprecio y humillar al otro; la risa muy contagiosa que te sobrecoge cuando te ríes de algo o alguien que acaba de hacer el ridículo, como resbalar y tener una caída divertida e inesperada; y la risa que te da cuando te hacen físicamente cosquillas. La gente reconoce intuitivamente qué clase de intención tiene cada tipo de risa.

¿Reír nos ayuda a relacionarnos con los demás?

Si utilizas el sentido del humor amable o inteligente para integrar a los demás, mejorarás tus relaciones sociales. Pero el humor agresivo —el sarcasmo— no ayuda a tener amigos, ni tampoco que te burles exageradamente de ti mismo para hacer reír a los demás.

Veamos diversas maneras de mejorar el sentido del humor y de reír más. Te expongo varias posibilidades para que elijas las que prefieras, las adaptes a tus necesidades y puedas ir variándolas. Hay trucos de andar por casa para entrenarse a reír más, y hay dos en especial que son muy eficaces: si algo te pone triste, exagéralo, cuéntalo como si fuese una catástrofe, porque esa mirada humorística te ayudará a ponerlo en perspectiva. Y ten un lugar en tu casa y en tu trabajo para poner cosas divertidas, un «rincón de la risa» donde apuntes, por ejemplo, una frase divertida; yo la que tengo estos días en la nevera de casa es: «Nunca hagas lucha libre con un cerdo. Los dos os vais a ensuciar y al cerdo le gustará». También puedes romper una racha de mal humor con algo divertido[14], como hablar todo un día con acento sueco… a menos que seas sueco, claro.

¿En qué se distingue la risa humana de la de los demás animales?

Cuando nos reímos activamos partes antiguas del cerebro como la amígdala, que compartimos con otros animales. Sin embargo también activamos áreas más recientes, como la corteza frontal, que están particularmente desarrolladas en los humanos y que rigen el uso de la palabra. Por ello algo que caracteriza nuestro sentido del humor humano son los juegos del lenguaje, porque somos capaces de comunicar ideas complejas mediante éste. Nuestro sentido del humor nos permite pues jugar con estas capacidades cognitivas y lingüísticas, manipulándolas de todas las maneras imaginables por pura diversión.

¿Somos los únicos seres vivos capaces de reírnos?

¡Desde luego que no! Pero aquí entramos en un terreno resbaladizo, aunque sospecho que dentro de unos años alucinaremos con lo que estamos descubriendo acerca de estos temas. En general, a los humanos no nos interesa reconocer la capacidad de sentir emociones de los demás animales porque los utilizamos de muchas maneras. Por ejemplo, recurrimos a ratas en los laboratorios para hacer pruebas a menudo crueles, y por ello nos resulta incómodo pensar que son capaces de sufrir y de reír. Pero la capacidad de reír, de disfrutar durante actividades divertidas como el cosquilleo y los juegos de persecución, la tienen muchos animales, eso es innegable. Algunos animales incluso tienen un sentido del humor que parece algo más humano porque implica el uso del lenguaje: chimpancés y gorilas entrenados en el lenguaje de signos son capaces de usar juegos de palabras o insultos divertidos.

Decimos que a los científicos nos les interesa que humanicemos a las ratas porque las necesitan en los laboratorios, pero ¿las ratas se ríen?

Sí, las ratas, sobre todo las más jóvenes, se ríen. Jaak Panksepp, un psicólogo de la Universidad del estado de Washington, que estudió durante diez años si las ratas de su laboratorio eran capaces de reír. Está convencido de que sí[15]. Lo que ocurre es que las risas de las ratas no suenan como las de los humanos. Ellas ríen con una frecuencia ultrasónica (~50 kHz) distinta a la que utilizan para comunicarse, y que nosotros sólo podemos escuchar con un aparato especial.

¿Cómo se reconoce a una rata risueña?

Las ratas que más ríen son también las más juguetonas. Si eres capaz de hacer reír a una rata, querrá jugar contigo: las ratas buscan las manos humanas que las hacen reír, a menos, como los humanos, que tengan miedo o hambre y que por tanto se les quiten las ganas. Las ratas hembra son más receptivas a las cosquillas que los roedores machos, pero en general a una rata adulta le resulta difícil reír a menos que lo haya hecho de pequeña. Curiosamente, cuando le das a un ratoncito la posibilidad de elegir si quiere estar con una rata que ríe mucho o con una rata muy seria, tiende a preferir a las ratas risueñas.

También ayuda, para que se ría, que sea una rata joven. A las ratas les pasa como a nosotros: a medida que envejecen, tienden a reír menos. Los humanos, cuando son niños, ríen unas trescientas veces al día; de adultos, sólo reímos unas diecisiete veces.

Así pues, tendríamos que ir olvidando esa idea de que las ratas ni sienten ni padecen. Las ratas no tienen un sentido del humor humano, ni falta que les hace, pero también son capaces de reírse, de divertirse y de disfrutar. Hace poco se ha comprobado que las ratas se estresan si ven a otra rata que sufre, o lo que es lo mismo: son capaces de sentir por otra rata, de tener empatía. Si la rata estuviese viendo a un humano estresado puede que no le afectase tanto; tal vez es lo que nos pasa a nosotros con las demás especies. Puede que nuestra indiferencia al sufrimiento de los demás animales sea un problema de empatía entre especies. Habrá que hacer el esfuerzo de ampliar los círculos de empatía para comprendernos más allá de nuestras diferencias, es algo imprescindible para lograr un mundo más justo.

¿De qué sirve llorar?

¿Y si tengo ganas de llorar? Lloramos por todo tipo de cosas. Por pelar cebollas, por pérdidas, por decepciones, porque deseamos algo que no llega, por dolor físico, por miedo… y por alegría también. ¿Por qué lloramos? Sabemos que como especie somos muy buenos mintiendo y manipulando, y tal vez las lágrimas sean un indicador fiable que la naturaleza pone a nuestro alcance de que estamos ante emociones sinceras, ya que cuesta mucho simular determinadas emociones.

Un estudio del Instituto Weizmann de Ciencias, en Israel, revela que las lágrimas de tristeza envían señales químicas a nuestros semejantes. La investigación, liderada por el neurobiólogo Shani Gelstein, apunta que las lágrimas de las mujeres contienen sustancias químicas que afectan al comportamiento de los varones: los hombres expuestos a lágrimas femeninas experimentaron una reducción de sus niveles de testosterona y de su deseo sexual. Aunque ya se sabía que las lágrimas de los ratones emiten señales químicas, ésta es la primera vez que se comprueba que tienen ese efecto en los humanos.

¿Es siempre positivo llorar?

No, llorar no siempre ayuda, depende de las circunstancias. No hay demasiada evidencia científica al respecto, aunque se calcula que dos de cada tres terapeutas recomiendan llorar como herramienta positiva. En un estudio realizado sobre tres mil personas, se preguntó a la gente cómo se sentía después de llorar. Los que se sentían mejor eran los que recibían apoyo de otras personas, los que eran consolados, mientras que los que no recibían consuelo se sentían avergonzados. Y si sientes vergüenza, ésta anula los beneficios de llorar.

¿Por qué resulta tan difícil escuchar llorar a un bebé?

Cuando un bebé llora es cierto que resulta muy difícil de escuchar. ¿Te has fijado en que a veces parece que se ahogan? ello ocurre para que los padres reaccionen más deprisa. Por supuesto no es nada consciente, se trata de un mecanismo que tienen los bebés y niños pequeños para llorar con mucha más intensidad y ayudar así a su supervivencia. Piensa también cómo puede llorar un adulto angustiado: los sollozos casi silenciosos, los ojos llenos de lágrimas enormes, los movimientos de los hombros y la dificultad para respirar, parecidos a lo de los bebés, invitan a que nos «socorran». Aunque cuando somos adultos y la tristeza o el mal humor nos invaden, hay formas eficaces de gestionarlos por nosotros mismos.

Borra tu mal humor en noventa segundos

¿Por qué me fijo más en las cosas malas que en las cosas buenas?

Nos fijamos más en un insulto en el Facebook que en diez personas que nos saludan amablemente. Antes de dormir recordamos sobre todo la crítica del jefe, la salida de tono del hijo adolescente. Llevamos las críticas clavadas en la mente sin lograr centrar la atención en todo lo bueno que nos ha acompañado durante el día. Y eso tiene un impacto directo en el cuerpo, que se tensa para repeler la supuesta agresión.

¿Pueden los demás percibir mi negatividad?

Claro que pueden. Enviamos señales de todo tipo a los demás. Muchas son invisibles para los ojos o tan sutiles que los demás las interpretan sin saber por qué, y reaccionan poniéndose a la defensiva. Esto crea pequeños círculos viciosos en los que millones de seres se cruzan sin lograr pedir y emitir señales positivas de afecto y genera mucha frustración e incomprensión entre las personas.

Con todo lo malo que pasa en el mundo, ¿es justo que yo me sienta bien?

Hay quien piensa que es un «pecado» estar de buen humor con la que está cayendo. Cuesta estar de buen humor cuando comes pensando que otros mueren de hambre, abrazas a tus hijos sanos o conduces un coche que contamina el mundo. Pero una cosa es ser consciente del sufrimiento que hay y otra es agrandarlo con más sufrimiento. El dolor y la alegría son emociones muy contagiosas, así que ayudarás más a tu entorno si transmites alegría y propones soluciones.

¿Por qué es más fácil sentir miedo y pena que alegría y confianza?

Es por la tendencia natural del cerebro a la negatividad: quiere sobrevivir, y por tanto ve y agranda la tristeza y minimiza la alegría, como cuando paseas por un bosque y no ves las flores sino que piensas dónde puede andar escondida una serpiente cascabel. Para sobrevivir necesitas pensar en la serpiente. En todos los ámbitos de la vida tenemos una tendencia conocida y medida hacia la negatividad. Pero eso no te hace feliz. Para ser feliz necesitas fijarte mucho más en lo positivo que en lo negativo.

¿Cómo puedo no encerrarme en mí mismo cuando las cosas me parecen negativas?

Y si todo falla, recurre al sueño. Pasamos un tercio de nuestras vidas durmiendo y no es un tiempo perdido, sino imprescindible. La dificultad para conciliar el sueño suele ser uno de los primeros síntomas que se manifiestan cuando perdemos el equilibrio emocional y físico, y por ello también es uno de los caminos más sencillos y naturales al que recurrir para enderezar el rumbo y retomar fuerzas.

El ritual del sueño: trucos para dormir bien

¿Qué es el sueño? Sabemos que cada noche nos quedamos inconscientes un rato, pero ¿para qué?

Hay dos tipos de sueño que se alternan durante la noche. Uno de ellos es el sueño REM[16], un sueño ligero que se llama así porque el cerebro está muy activo y movemos los ojos muy deprisa debajo de los párpados. Es entonces cuando soñamos, cuando tenemos pesadillas. Y curiosamente hay una cierta parálisis muscular durante esta fase del sueño, que podría ser para evitar que hagamos gestos que nos hagan daño cuando soñamos. El otro es el sueño no-REM. Aquí el cerebro está más tranquilo, los músculos se relajan, segregamos más hormonas y ondas cerebrales cada vez más lentas, el corazón late más despacio. Es el momento en que el cuerpo se repara a sí mismo después del cansancio del día. Es un sueño profundo, puede haber ronquidos, sonambulismo, hablar en sueños y confusión si te despiertan.

Mucha gente no puede dormir bien y eso le amarga la vida.

¿Existen técnicas eficaces para lograr conciliar el sueño?

Aunque no conocemos exactamente todos los secretos del sueño, sí sabemos que dormir es fundamental. El sueño es muy importante para contribuir a la plasticidad cerebral y para consolidar el aprendizaje, y por tanto a superar episodios personales difíciles o estados de estrés y angustia. Sin embargo, debido a que los componentes del cerebro que nos permiten sentir, percibir y razonar están bajo acoso en los periodos de crisis, el sueño empieza a degradarse y es habitual que las personas crónicamente ansiosas duerman mal. El apoyo de terapias adecuadas puede resultar necesario para recuperar las funciones mentales y fisiológicas después de determinados episodios, y una higiene mental y física ayuda a recuperar ritmos de descanso beneficiosos.

Para dormir bien hay que cuidar el cuerpo y la mente. ¿Cómo lo hago?

Vamos a entrenar al cerebro a dormir bien y para ello os propongo un ritual del sueño, que practicaremos antes de ir a la cama durante tres semanas, porque ése es el tiempo que necesitamos para reprogramar el cuerpo y la mente para lograr un buen sueño. Lo primero que vamos a hacer es…

PASO 1: Fijar un horario para dormir.

Elijo una hora para irme a dormir y otra hora para levantarme y me atengo a este horario durante las tres semanas que dura mi reprogramación. A medida que vayas entrenando el cuerpo a tener sueño a la misma hora cada noche, notarás una llamada de éste para ir a dormir. Si la escuchas y te vas a dormir cuando te lo pide el cuerpo, sabemos por distintos estudios que te dormirás con más facilidad.

PASO 2: Hacer ejercicio con ganas.

Esto es polémico: nos suelen decir que el ejercicio es malo antes de dormir porque genera adrenalina y noradrenalina, que hacen que tu corazón lata más deprisa, suba la temperatura corporal y el cuerpo tarde unas horas en apaciguarse. Sin embargo, se ha demostrado que esto no es así en el caso del ejercicio aeróbico, como caminar, correr, nadar o bailar. Lo vemos por ejemplo en un estudio del doctor Youngsted, de la Universidad de Carolina del Sur, que muestra que las personas que hacen ejercicio a cualquier hora del día duermen un poco mejor, y que las que tienen problemas de sueño notan incluso una mejoría mayor. Nadie sabe exactamente por qué, aunque puede que sea porque el ejercicio reduce la ansiedad al liberar tensión física y mental. Pruébalo y, si te funciona, incorpóralo a tu ritual del sueño. Pero cuidado: puede ser distinto en el caso de un deporte competitivo, porque éste excita la mente; por si acaso, éste es mejor evitarlo antes de dormir. Incluso en el caso del ejercicio aeróbico, si a alguien le cuesta más calmarse, que adelante la hora de hacer ejercicio hasta sentirse cómodo. Hay que aprender a escucharse.

Por tanto, aunque lo conservador es hacer ejercicio por la mañana o por la tarde, como muchos no podemos a esas horas, recordad que los beneficios del ejercicio aeróbico se pueden notar a cualquier hora. Yo recomiendo bailar cualquier baile que te guste: te relajará y te pondrá de buen humor.

PASO 3: Me relajo en un baño o ducha caliente durante quince o veinte minutos.

Una de las claves aquí es que la temperatura corporal baja rápidamente después del baño, y esta bajada de temperatura será un mensaje para el cuerpo de que es hora de descansar. Y además es muy agradable dedicarse ese tiempo. Empezamos en el baño a relajarnos conscientemente después del ajetreo del ejercicio aeróbico.

Así que hasta ahora, resumiendo, fijamos un horario para ir a la cama, hacemos media hora de ejercicio aeróbico y nos metemos en un baño caliente.

PASO 4: «De esto me ocuparé mañana».

Ahora estamos yendo más allá en el proceso de relajación física y vamos a descargar la mente de lo que nos preocupa, dejarla en blanco. ¿Y cómo suelto las preocupaciones? Llega a un acuerdo con tu cerebro; si algo te preocupa, escríbelo antes de ir a dormir y di en voz alta: «De esto me ocuparé mañana». Podrás filtrar los pensamientos obsesivos de la jornada si le prometes al cerebro que te enfrentarás a los problemas pendientes al día siguiente.

PASO 5: La cama es sólo para dormir.

Me refiero a no hacer actividades como ver la tele, hablar por teléfono, mandar mensajes a los amigos o utilizar el portátil, ocupaciones que te pueden excitar mentalmente. La cama es para dormir, así que entrena tu cerebro a asociar la cama sólo con el sueño (aquí el sexo es la única excepción).

Otra sugerencia a contracorriente: aconsejan levantarse de la cama si no puedes dormir, pero es mejor aprender a disfrutar de no hacer nada, escuchar los ruidos de la noche, perder la angustia de no poder dormir. Relajarse no es tan beneficioso como dormir, pero ayuda mucho. Puedes visualizar un lugar tranquilo y agradable.

Imagina que estás allí, sintiendo lo relajado que estás. Y si te despiertas porque tienes una pesadilla o pensamientos negativos, escríbelos con un final distinto, más positivo. Entrena a tu cerebro a no angustiarse ante el silencio y la inactividad.

PASO 6: Duermo con oscuridad y me despierto con luz.

Cada día, ayuda a que el cuerpo recupere su ciclo natural para despertar y para dormir: es lo que se llama el «ritmo circadiano». Para ello, por las mañanas haz un ejercicio de estimulación retinal: llena tus ojos de luz durante quince minutos (no mires el sol de frente, claro). Báñate en la luz del día. De la misma manera, por la noche tienes que apagar las luces, porque la luz afecta el ritmo circadiano, estimula tu cuerpo y le dice que hay que despertar. Dale a tu cuerpo oscuridad para que duerma.

Pasamos un tercio de nuestras vidas durmiendo. Dormir parece un proceso natural pero, como todo, tiene sus claves, sus trucos, gestos que podemos hacer para ayudar al cuerpo y a la mente a repararse y a relajarse. Lo necesitamos. Si estás triste, si estás cansado, si estás simplemente agotado o preocupado, aprende a reprogramar tu cerebro para que pueda dormir. Prueba este pequeño y eficaz ritual del sueño, adáptalo a tus preferencias y crea el tuyo propio al que puedas recurrir cuando sea necesario y que te ayude a disfrutar de una actividad tan importante como dormir bien.

Encontrar los gestos y los rituales que nos dan seguridad y confianza es importante a lo largo de toda la vida. Pero a veces, cuando la presión y el estrés nos agobian, necesitamos un gesto específico para cambiar el signo de nuestras emociones. Esto es posible por ejemplo gracias a esta técnica que nos ayuda a sentirnos mejor a voluntad.

Anclajes: cómo revivir un estado emocional a voluntad

Lo normal es esto: te despiertas cada mañana y esperas a ver qué te trae el día y cómo te van a hacer sentir los demás, como una marioneta. Pues te propongo hacer algo para que mañana por la mañana te despiertes y seas tú quien decida cómo te sientes. Parece imposible pero está al alcance de todo el mundo. Vamos a ensayar los pasos de esta técnica juntos, aunque primero quiero que vayas pensando en un momento de tu vida que fuera particularmente agradable o positivo. Por ejemplo, cuando te enfrentaste al miedo y venciste, cuando lograste una meta, cuando tu pareja te enamoró… Tiene que ser un momento especial, porque te voy a enseñar a revivir estas sensaciones positivas y placenteras a voluntad.

Parece magia, pero es una técnica básica y muy eficaz basada en un sistema que se llama PNL, programación neuro-lingüística, creado por Richard Bandler y John Grinder. Esta técnica se llama «anclaje» y parte de la idea de que todos respondemos de forma automática a determinados estímulos que pueden ser neutros, positivos o negativos, y te puedes dar cuenta de ello o no. Cuando oigo un determinado ruido, siento miedo. Cuando escucho esa canción, me vuelvo romántico.

Asocias un estímulo a una emoción. Por ejemplo, conoces a alguien en una fiesta, no sabes nada de esta persona, pero te habla con un tono de voz que te recuerda cómo te hablaba un profesor cascarrabias al que temías cuando eras pequeño, y esa persona, de entrada, a lo mejor sin que sepas por qué, te va a provocar cierto miedo y rechazo.

¿También funciona en positivo?

Sí. Por ejemplo, asocias la cara de un humorista a las ganas de reírte y sólo con verle ya tienes ganas de echarte a reír. Tenemos anclada una determinada emoción a una cara o circunstancia. Y tenemos muchos anclajes positivos en nuestras vidas. Recordad que quiero que vayáis eligiendo un estado emocional muy concreto y muy positivo. Os doy ideas: si cuando eras niño hacías actividades en casa que te daban mucha alegría, seguirás poniéndote alegre cuando hagas esta actividad, o cuando mires un álbum de fotos antiguas que te traigan recuerdos, o cuando acaricies aquel osito de peluche que consolaba a un niño inquieto, recuerda ese sentimiento de consuelo. Evoca el olor de una tarta de manzana recién horneada que te recuerda un momento feliz de tu infancia. Ese olor sirve para anclar una emoción agradable. O el himno de tu equipo de fútbol, o su bandera, que asocias a la euforia de cuando ganan, o aquella vez que fuiste valiente y superaste el miedo a hacer algo, ese sentimiento es muy intenso, muy positivo. En fin, hay tantos. Todos ellos son excelentes ejemplos, que podemos anclar y recordar a voluntad en nuestras vidas. La idea es la siguiente: cuando una persona está en un estado emocional intenso y hay un estímulo específico —una frase, una palabra, una sensación física, algo que ve o que huele, una imagen en su cabeza—, entonces el estímulo y el estado emocional se conectan. Y a partir de allí, cada vez que esa persona repita el estímulo conscientemente sentirá el estado emocional.

Este tipo de anclaje en realidad es algo que nos pasa continuamente: las diversas situaciones que vivimos nos recuerdan emociones buenas o malas o neutras, y esto lo puedes utilizar de mil maneras. De hecho, hay un experimento curioso que se hizo en la Universidad de Harvard. Reunieron a dos grupos de hombres de entre setenta y cinco y ochenta años en un retiro durante cinco días. Al primer grupo se le pidió que escribiese y recordase anécdotas autobiográficas en general. Al segundo grupo se le pidió que recordasen lo mismo, episodios de su vida, pero de cuando tenían cincuenta años. Éstos miraron películas, escucharon música y charlaron acerca de cuando eran más jóvenes. Pues bien, el segundo grupo mejoró de forma llamativa respecto a sus características físicas: después de cinco días, eran más flexibles, veían mejor, eran más fuertes y puntuaron mejor en los test de cociente intelectual. Habían recuperado en parte sus características de cuando tenían cincuenta años[17].

¿Ya has encontrado ese momento especial que quieres revivir ahora?

¿Preparado? Lo bueno es tener unos veinte minutos tranquilos para hacer esto, sin que te interrumpan. Se trata de comprender cómo funciona la técnica para que puedas aplicarla luego cuando desees y tener así tu propio anclaje positivo consciente.

Siéntate, pies en el suelo, respira hondo y relájate. Después de leer los pasos necesarios para hacer el anclaje, puedes cerrar los ojos si quieres cuando lo lleves a cabo.

¡Enhorabuena! Ya eres capaz de sentir algo agradable en segundos, a voluntad.

Estamos programados para convivir y prosperar en unas redes sociales, físicas y virtuales cada vez más amplias y más exigentes. Por ello se hace cada día más imprescindible lograr comprender a los demás y compartir un idioma que nos permita resolver, apoyar y cooperar con personas de culturas, edades y procedencias muy variadas. Una parte importante de las emociones universales que compartimos con el resto del mundo se expresa de forma silenciosa, sin palabras, a través del lenguaje no verbal. En las próximas rutas de este libro vamos a desbrozar algunos aspectos de este lenguaje universal.