Mientras Cosroes aún estaba en la cumbre del éxito, le llegó un mensaje de Arabia. Un fanático árabe le ordenaba abandonar su religión y considerar a ese árabe como su profeta. El profeta era Mahoma. Cosroes rompió el mensaje y es sumamente probable que nunca volviese a pensar en la cuestión.
Pero mientras Cosroes caía de sus alturas para precipitarse a la deshonra y la muerte, Mahoma poco a poco unía a las vigorosas tribus árabes y les inspiraba una ferviente creencia en una nueva religión, una total confianza en la justicia de su causa y la inmediata recompensa del Paraíso para aquéllos que luchasen y muriesen por esa causa.
La religión fue llamada el «islam» («sumisión», a la voluntad de Alá, la palabra árabe que significa Dios), y sus adeptos, los musulmanes («los que se entregan»). En Occidente a menudo hablamos de los mahometanos y del mahometismo, pero son denominaciones erróneas.
Mientras Arabia se fortalecía, Persia se debilitaba. Después de la muerte de Cosroes II, se produjo un período de anarquía, en el que distintos reyes fueron proclamados y depuestos. Luego, en el 632, Yazdgard III, un nieto de Cosroes, fue colocado en el trono. Sólo tenía quince años de edad y no poseía realmente el poder.
Con extraña exactitud, la historia volvía a repetirse. Dos situaciones a mil años de distancia una de otra eran prácticamente iguales. Bajo los sasánidas (aqueménidas) la muerte del rey conquistador Cosroes II (Artajerjes III) era seguida por algunos años de anarquía hasta el acceso, finalmente, al trono del incompetente Yazdgard III (Darío III).
Aquí parece terminar la semejanza. Filipo de Macedonia fue sucedido por su hijo, el joven genio Alejandro. Mahoma fue sucedido por su anciano suegro Abu Bakr. Fue el primer Khalifah («sucesor») palabra que nos es más familiar en la forma «califa».
Sin embargo, el paralelismo continuó. Abu Bakr envió otras invitaciones a unirse al islam, una dirigida a Yazdgard, la otra a Heraclio. Ambas fueron rechazadas. Los musulmanes, pues, se lanzaron al ataque.
Se enfrentaron con dos enemigos, mientras que Alejandro sólo se enfrentó con uno. A cualquiera que tuviese un poco de sensatez le habría parecido que la única manera de triunfar sobre dos enemigos era hacer una alianza con uno de ellos contra el otro. Una vez aplastado ese enemigo, se podía atacar al anterior aliado. Éste ha sido el procedimiento corriente de todos los conquistadores. Hasta Hitler lo usó, al formar una alianza con la Unión Soviética para poder aplastar a Polonia y Francia, y luego volverse contra el aliado.
Sin embargo, las tribus árabes, con sublime temeridad optaron por atacar simultáneamente a sus dos grandes enemigos. Indudablemente, el soldado raso árabe atacaba con la serena confianza de que Alá estaba con él pero cabe preguntarse si alguno de los dirigentes había captado acertadamente la situación real.
El Imperio Romano y Persia habían librado una enconada guerra de veinte años en la que cada uno, por turno, había asolado el territorio del otro. Ambos estaban agotados, convertidos por el esfuerzo en un caparazón que parecía poderoso desde fuera, pero estaba hueco por dentro.
Con casi insolente facilidad, los árabes arrancaron al Imperio Romano las provincias que acababa de recuperar de Persia. En el 636, tomaron Judea y Siria, de modo que Jerusalén y la Verdadera Cruz se perdieron nuevamente, esta vez para siempre. En el 640, invadieron Egipto.
Heraclio en sus años de decadencia, vio completamente anulada su gran victoria, y no pudo hallar dentro de sí las fuerzas necesarias para contraatacar nuevamente. Como el Imperio mismo, el gran esfuerzo del decenio del 620 lo había agotado. Murió en el 641: fue un Alejandro que había vivido demasiado.
Claro que Constantinopla no perdió todo. Le quedaban el Asia Menor y sus provincias europeas, y contra ellas los ejércitos árabes se estrellaron vanamente. Pero después de las conquistas árabes, ya no se puede hablar realmente del Imperio Romano. Sin duda, los sucesores de Heraclio lo hicieron y se llamaron a sí mismos emperadores romanos y a sus súbditos «el pueblo romano», hasta el fin de su historia. En cambio, los historiadores, por lo general, llaman a las tierras gobernadas por Constantinopla después de Heraclio el «Imperio Bizantino», de Bizancio, el antiguo nombre griego de Constantinopla.
Al mismo tiempo, los árabes atacaron también a Persia. Tenían listo un pretexto, pues Cosroes, un cuarto de siglo antes, había aplastado al reino árabe de Hira. Los árabes se proclamaron los vengadores de Hira y enviaron un ejército al nordeste. Tomaron Hira y luego marcharon hacia el Éufrates.
Los asombrados e indignados persas, que estaban en la tarea de coronar a Yazdgard III, reunieron apresuradamente un ejército para castigar a los nómadas y los derrotaron rotundamente en el 634, en lo que se llama la batalla del Puente. Los árabes no aceptaron la derrota, sino que llenos de confianza por las continuas victorias contra los romanos en el otro frente, lanzaron sobre Persia un ejército mayor.
En el 637, los ejércitos se encontraron en Qadisiya, a orillas del Éufrates, a unos 80 kilómetros al sur de donde se había alzado Babilonia. Una vez más, la antigua tierra de Mesopotamia tuvo que presenciar una de las batallas importantes de los hombres.
El número de soldados de las fuerzas rivales era casi el mismo, pero los árabes se sentían animados por el conocimiento de la reciente conquista de Siria, y los persas desalentados por la misma noticia. La batalla prosiguió indecisa al menos durante dos días, y en un momento los árabes fueron salvados de la derrota por la llegada de un refuerzo de seis mil hombres procedentes de Siria.
En la tercera mañana, se levantó una tormenta de arena que, por el azar del viento, dio contra el rostro de los persas. Éstos, al no poder ver, cedieron, y fue el fin. Los árabes avanzaron, y la retirada se convirtió en desbandada. Luego, marcharon rápidamente hacia el corazón de Mesopotamia y tomaron Ctesifonte.
Persia, desesperada, hizo un último intento. Así como después de Isos los persas montaron su resistencia final en Gaugamela, de igual modo después de Qadisiya, intentaron resistir en Nehavend, a unos 80 kilómetros al sur de Ecbatana y que había sido antaño la capital de Media. Allí, en el 642, los árabes ganaron otra gran victoria, mayor aún que la anterior (como había sido Gaugamela con respecto a Isos).
Yazdgard III huyó, como había huido Darío III, internándose en la región nordeste de su tierra y pidiendo ayuda al emperador de la distante China. Finalmente, fue muerto en el 651, después de un reinado de diecinueve años de casi incesantes luchas y derrotas.
Sólo un cuarto de siglo después de que Cosroes II acampase en la costa del Estrecho y contemplase las agujas de las iglesias de Constantinopla brillando al sol del otro lado de sólo un kilómetro y medio de agua, su imperio había desaparecido para siempre del mapa.
La conquista de Persia por los macedonios había dejado vivo al zoroastrismo y le dio la oportunidad de una posterior revitalización, pero la conquista árabe fue muy diferente.
Oficialmente, los musulmanes toleraron el zoroastrismo, como toleraron el cristianismo en las provincias que habían arrancado al Imperio Romano. Pero los zoroastrianos y los cristianos tenían que pagar un impuesto especial del que estaban exentos los musulmanes. (Esta táctica de permitir a las minorías religiosas que comprasen la tolerancia a un precio razonable la aprendió el islam de los mismos zoroastrianos).
El aliciente financiero de ahorrar dinero convirtiéndose al islamismo dio mejores resultados que la violencia. Persia rápidamente se convirtió del zoroastrismo al islamismo (y Siria y Egipto se convirtieron con igual rapidez, abandonando el cristianismo).
Por supuesto, no todos los zoroastrianos se volvieron musulmanes (ni todos los cristianos). Menguadas colonias de zoroastrianos persistieron en Irán, y con el tiempo algunas de ellas, según sus propias tradiciones, se concentraron en Hormuz, sobre el golfo Pérsico. (Ésta era la ciudad donde Ardashir ganó la batalla contra el último rey parto y fundó el Imperio Sasánida, unos cinco siglos antes). Algún tiempo después del 700, esos restos de zoroastrismo abandonaron Persia del todo y llegaron a la India.
Sus descendientes aún sobreviven en la India, en número de unos 130.000, y son llamados parsis. Mantienen sus antiguas costumbres y aún numeran sus años desde el reinado de Yazdgard III.
En cuanto a los judíos de Mesopotamia, también ellos fueron tolerados por los musulmanes a cambio del pago de un impuesto. A diferencia de los zoroastrianos, estaban acostumbrados a ello. Les importaba poco que los musulmanes hubiesen reemplazado a los zoroastrianos como gobernantes gentiles. Así, continuaron como antes y, bajo la dominación relativamente suave de los primeros musulmanes, hasta florecieron en una paz y una prosperidad como no habían conocido nunca desde los tiempos de los macabeos, casi mil años antes.