Ormuzd IV, hijo y sucesor de Cosroes I, subió al trono en el año 579 y prosiguió la política de su padre de tolerancia hacia los cristianos, que constantemente crecían en numero e influencia. Esto siguió alimentando la contenida furia de los sacerdotes zoroastrianos. Habían sido impotentes contra el vigoroso Cosroes I, pero con su hijo, mucho menos capaz, las cosas eran más fáciles.
Los sacerdotes eligieron para que llevase a cabo sus planes a Bahram Coben. Era un general que había resultado victorioso sobre los turcos algunos años antes, pero perdió una batalla con los romanos y pronto fue destituido de su cargo por Ormuzd. Bahram Coben estaba ansioso de venganza y fue fácil convencerlo de que organizara el asesinato del rey. El hijo de Ormuzd, Cosroes II, se convirtió en el nuevo rey en el 589.
Pero Bahram Coben, que había sido un general victorioso y se había convertido en hacedor de reyes, sintió que se le abría el apetito y decidió ser rey él mismo aunque no era un sasánida.
Cosroes II fue echado del trono y, seguro de que hallaría la muerte si se quedaba, logró huir en el 590 hacia la gran enemiga de Persia, la corte de Constantinopla. Gobernaba a la sazón en Constantinopla el emperador Mauricio, quien deseaba una suspensión de las hostilidades con Persia, pues un nuevo grupo de nómadas, los ávaros, estaban penetrando en la Península Balcánica y amenazando a las provincias europeas del Imperio.
Mauricio pensó que si se ganaba la gratitud del joven príncipe reponiéndolo en el trono, podía asegurarse un período de paz. Por ello, envió el ejército romano hacia el Este.
Mauricio tuvo éxito. Cosroes recuperó el trono en el 591 con los aplausos del pueblo persa, que no deseaba ver en el trono a un gobernante que no fuese sasánida. Bahram Coben huyó, buscando refugio entre los turcos, a quienes había derrotado diestramente unos años antes y que ahora le retribuyeron su acción matándolo.
Se demostró que Mauricio había tenido razón. Cosroes II manifestó un tipo de gratitud que no es habitual en los monarcas. Mientras Mauricio estuvo en el trono, Persia mantuvo la paz.
Pero luego la situación cambió bruscamente. Al parecer, el ejército romano apostado sobre el Danubio, conducido por un soldado brutal e inculto llamado Focas, se cansó de luchar con los formidables ávaros. Se rebelaron en el 602 y marcharon sobre Constantinopla, a la par que proclamaban emperador a Focas. Mauricio y sus hijos fueron cruelmente asesinados.
Cuando estas noticias le llegaron a Cosroes, inmediatamente arguyó que tenía una deuda de gratitud hacia el emperador que había sido tan espantosamente asesinado y que todas las normas de justicia le exigían que avanzase contra Constantinopla para exigir venganza.
Copió preparación para esta labor, se aseguró la retaguardia borrando del mapa el reino árabe de Hitra, cuyo nestorianismo le brindó el pretexto necesario. A fin de cuentas podía argüir que la Hira cristiana podía unirse con la Roma cristiana contra él.
Hecho esto, Cosroes marchó al Oeste. Casi sin hallar oposición se apoderó de toda la Mesopotamia noroccidental, que durante más de tres siglos había eludido la amenazante férula de un sasánida tras otro. Hasta penetró en el este de Asia Menor.
Por entonces, quedó en evidencia que Focas no sólo era cruel e ignorante, sino también totalmente inepto. No pudo ofrecer ninguna resistencia efectiva contra el avance persa ni fue capaz de dominar a los ávaros. Constantinopla, que observó el acercamiento de los persas desde el Este y de los ávaros desde el Norte, cayó en el pánico. Se rebeló, mató a Focas y eligió como emperador a otro general, Heraclio.
Si Cosroes hubiese sido consecuente, la muerte de Focas debía haberlo satisfecho y poner fin a la guerra. Pero el monarca persa quiso aprovechar una situación que lo favorecía. Sus inesperadas victorias se le subieron a la cabeza. Si en un principio había sido sincero al considerar que su guerra era de justa venganza, ahora ésta se convirtió en una descarada guerra de conquista.
Indudablemente, había provincias romanas que prácticamente pedían ser conquistadas. Después de la herejía nestoriana, surgieron otras herejías en el Imperio Romano y tanto Siria como Egipto eran las fortalezas de una de ellas, el monofisismo. En verdad, el monofisismo incluso se estaba propagando por Persia, reemplazando gradualmente al nestorianismo.
Muchos de los sirios y egipcios sabían que, mientras los cristianos ortodoxos que dominaban la Iglesia de Constantinopla eran intolerantes con las doctrinas que se apartaban de la propia, los persas toleraban (aunque de manera irregular) las herejías cristianas.
Por ello, Cosroes halló pocas dificultades para avanzar sobre esas provincias. En el 611, tomó Antioquía; en el 614, Damasco; y en el 615, Jerusalén.
La captura de Jerusalén fue un golpe particularmente duro para los romanos. La misma fuente originaria del cristianismo, la tierra que había pisado Jesús, estaba bajo la dominación de una horda pagana. Para empeorar las cosas aún más, Cosroes II se llevó tranquilamente la cruz que, según creían todos los cristianos, era aquélla en la que había sido crucificado Jesús (la «Verdadera Cruz»).
Cosroes II fue incluso más allá. En el 615, entró en Egipto y al año había impuesto su dominación sobre toda la provincia. En el 617, toda Asia Menor era suya, y las tropas persas estaban acampadas en Calcedonia, suburbio de Constantinopla del otro lado del estrecho. Sólo un kilómetro y medio de agua separaba a Cosroes de la misma Constantinopla.
Durante unos pocos gloriosos años, Persia estuvo en las vertiginosas alturas del triunfo total. Cosroes II había logrado hacer lo que no habían conseguido sus predecesores sasánidas en los cuatro siglos anteriores. Prácticamente, restauró el Imperio de Darío I. Cosroes II fue llamado Cosroes Parviz («Cosroes el Victorioso») y, ciertamente, el nombre parecía justificado.
Constantinopla parecía acabada. Los persas estaban del otro lado del estrecho y los ávaros junto a sus murallas. Sólo Heraclio, el emperador, no desesperó. Siguió tratando tenazmente de reorganizar el ejército y de preparar un contraataque.
Heraclio tenía un arma importante, de la que Persia carecía: el dominio del mar. Heraclio utilizó las riquezas de la Iglesia (que se las dio con renuencia, ante lo inminente del desastre absoluto) para equipar una flota. En el 622, hizo embarcar un ejército y, abandonando la capital asediada por los persas y los ávaros, marchó por mar al corazón de la tierra enemiga. Antano, tres siglos y medio antes, mientras los persas se abalanzaban sobre Asia Menor, Odenato de Palmira los obligó a volver deprisa atacando su retaguardia. Heraclio planeaba hacer lo mismo.
Navegó por el mar Negro hasta Armenia y durante años maniobró por el interior de Persia como otro Alejandro. Finalmente, Cosroes II, contra su voluntad, se vio obligado a retirar su ejército de sus puntos avanzados y, más tarde, a arriesgarse en una batalla campal.
En el 627, los dos ejércitos se encontraron cerca de Nínive, justamente. Una vez más, los fantasmas de los doce siglos y medio pasados iban a ser perturbados por el bullicio y el estruendo de una tremenda batalla. Bajo la inspirada dirección de Heraclio, quien —según relatos quizás exagerados— desplegó el valor de un héroe, los romanos triunfaron y el ejército persa fue destrozado. Durante la noche, lo que quedaba de él se retiró apresuradamente.
Heraclio llevó luego su ejército a Mesopotamia, como un nuevo Trajano, y retribuyó la devastación que los persas habían efectuado en Asia Menor. Avanzó hasta las mismas murallas de Ctesifonte.
Cosroes había jugado una gran partida y había perdido. Había restaurado el imperio del viejo Darío, lo conservó durante cinco años y luego lo perdió. Los magnates persas, totalmente desalentados por tales cambios de la fortuna, no deseaban continuar la guerra. Cuando Cosroes no mostró ningún signo de querer hacer la paz, aun asediada Ctesifonte, primero lo tomaron prisionero y luego, en el 628, lo ejecutaron. Así murió Cosroes II después de su hora de triunfo.
Los persas estaban dispuestos a hacer la paz en los términos que dictase Heraclio. Éste les exigió inexorablemente la devolución de cada centímetro de terreno que habían tomado y los obligó a devolver la Verdadera Cruz.
En el 629, en medio de imponentes ceremonias, observó su restauración en su lugar original, en Jerusalén.