Un siglo de confusión

Por entonces, ningún tratado de paz, por razonable que fuera, servía ya de nada. La lucha a través del Éufrates entre Roma de un lado y los pueblos iranios del otro había continuado durante cuatro siglos y no había ningún modo de detenerla. Se había convertido en una forma de vida demencialmente inevitable, aunque ambas potencias estaban prácticamente postradas antes de que las tribus bárbaras del exterior atravesaran sus fronteras. El siglo V fue un siglo de increíble confusión.

Parte de la confusión residía en la fortuna rápidamente cambiante de las variedades de las diversas religiones. Eran momentos, por ejemplo, en que el cristianismo parecía a punto de ser tolerado por los persas. Esta posibilidad nunca se materializó, pero casi llegó a ocurrir cuando, en el 399, subió al trono Yazdgard I.

Fue acosado, al igual que monarcas persas anteriores, por los pendencieros nobles y los poderosos sacerdotes, hasta el punto de que, al parecer, lo único que el rey podía hacer era comandar el ejército en la guerra. (Quizá ésta haya sido la razón de que los reyes persas se lanzaran tan rápidamente a la guerra; ésta les brindaba la ocasión de ejercer poder en una esfera limitada al menos).

Yazdgard I tuvo la brillante idea de limitar el poder de los nobles y los sacerdotes inclinándose hacia los cristianos y obteniendo su apoyo de esta manera. Por ello, firmó con Roma una paz que él esperaba que fuese firme, en 408, y al año siguiente suspendió en Persia la persecución contra los cristianos y les permitió reconstruir sus iglesias. Corrían rumores de que proyectaba hacerse bautizar, por lo que podía haber llegado a ser el Constantino persa.

Desgraciadamente para Yazdgard, su brillante idea no quedó más que en eso. Pronto fue atacado por ambos lados. Los zoroastrianos, amargamente ofendidos, lo llamaron «Yazdgard el Pecador», y con este nombre se lo conoce en la historia. Ejercieron sobre él una incesante e inexorable presión, hasta el punto de ver brillar en su mente el puñal del asesino.

Si hubiese podido contar con el respaldo del cuerpo sacerdotal cristiano, tal vez habría logrado mantenerse. Pero éste, embriagado por su nueva libertad y consciente del apoyo de la poderosa Roma, se mostró muy intransigente. Hizo cada vez más patente que, en lo concerniente a ellos, no bastaba la tolerancia ni siquiera la conversión del rey. Persia debía ser totalmente cristiana, y el zoroastrismo, en definitiva, completamente eliminado.

Yazdgard, enfrentado con un totalitarismo religioso en ambos frentes, eligió el que conocía bien y volvió a las antiguas costumbres. En el 416, el cristianismo estaba nuevamente bajo el yugo zoroastriano.

Pero Yazdgard no fue perdonado. En el 420 fue asesinado y no se permitió, al principio, que ninguno de sus hijos subiera al trono.

La confusión aumentó por la creciente influencia de fuerzas hasta entonces sin importancia. Hasta entonces, las tribus árabes se habían contentado con efectuar ocasionales correrías, sobre todo durante la minoría de Sapor II. Pero desde el 200, aproximadamente, había adquirido creciente fuerza el reino de Hira, al sudoeste del Éufrates y sobre la costa meridional del golfo Pérsico. Éste se hallaba gobernado por los laimidas, una dinastía árabe que reconoció la soberanía de los sasánidas cuando llegó al poder. Pero gozaba de un grado considerable de autonomía y se convirtió en un centro de cultura árabe.

Muchas poesías árabes datan de ese período y, según la leyenda, fue allí donde se creó la escritura árabe.

En el 400, Hira era un Estado culto y poderoso, suficientemente fuerte como para hacer sentir su influencia en una Persia que era víctima de la confusión. Un hijo de Yazdgard I había sido educado en Hira, y el gobernante árabe comprendió claramente que un príncipe amigo sería ideal como monarca persa. Dio al príncipe bastante respaldo en dinero y soldados como para permitirle acceder al trono y gobernar con el nombre de Varahran V, o Bahram V.

Varahran V aprendió en Hira a amar la cultura y el placer, y conservó ese amor cuando fue rey de Persia. Era un hombre encantador, pero no disoluto. Al menos, la leyenda posterior lo glorificó por sus éxitos como cazador y amante, y tejió cuentos sobre él con el mismo tipo de afecto por sus debilidades que gente posterior sentiría por Enrique IV de Francia. Esas leyendas mantuvieron su popularidad en siglos posteriores y se lo conoció más por la versión árabe de su nombre: Bahram Gor («Varahran el Asno Salvaje»), porque gustaba de cazar este veloz animal por las vastas estepas y, quizá, porque él mismo era salvaje y libre como ese animal.

A Varahran se refiere cierto verso de la traducción que hizo Edward Fitzgerald del Rubaiyat, de Omar Khayyam. En el cuarteto decimoctavo, Omar suspira por la grandeza pasada y la vaciedad de la gloria terrena:

Dicen que el León y el Lagarto guardan

los Palacios donde Jamshyd exultaba y se embriagaba.

y Bahram, el gran Cazador, el Asno Salvaje

pisó su cabeza, pero no pudo despertarlo.

Varahran V heredó el programa de persecuciones de los últimos años de Yazdgard y hasta intentó librar una guerra con Roma, en el 421. El pretexto fue que Roma recibía a los refugiados cristianos de Persia. Pero Persia sufrió una derrota y el civilizado Varahran decidió que ese peculiar juego no merecía la pena.

Trató luego de firmar una paz que era, en apariencia, un modelo de lógica y razonabilidad. Persia convenía en tolerar a los cristianos y Roma aceptaba tolerar a los zoroastrianos. (Los sacerdotes zoroastrianos no debieron de tardar en señalar, exasperados, que si bien había muchos cristianos en Persia, había muy pocos zoroastrianos en Roma, de modo que el acuerdo era totalmente unilateral).

Sin duda, Varahran tuvo algunos éxitos militares. Fue en su época cuando un pueblo nómada proveniente de Asia Central, los hunos, se estaba expandiendo hacia el Oeste a través de las estepas de Eurasia hasta Europa central y septentrional. Crearon un imperio de gran extensión pero corta vida que fue uno de los factores que llevó a las tribus germánicas a entrar en el Imperio Romano; fue un movimiento que despedazó la mitad occidental del Imperio. Varahran aprovechó las dificultades de Roma ante ese mortal ataque en el Oeste. Se apoderó abiertamente de la parte oriental de Armenia en el 429, y esa parte fue llamada en lo sucesivo Persarmenia.

Pero si bien la mitad occidental del Imperio Romano estaba prácticamente derrumbándose por esa época, la sección oriental del Imperio estaba completamente intacta, y la frontera con Persia se mantuvo tan firme como siempre. Aparte de la ocupación consolidada de esa parte de Armenia, Persia no se benefició con la «caída de Roma» en Occidente.

Persia tampoco fue totalmente inmune al ataque externo que estaba destruyendo a la mitad occidental de Roma. Los eftalitas, pueblo emparentado con los hunos, se abalanzaron sobre las provincias orientales del Imperio Sasánida. Pero los ejércitos de Varahran reaccionaron enérgicamente y los rechazaron. Durante un tiempo, al menos, los sasánidas resistieron con mucho más éxito contra los ataques de los nómadas que los romanos.

Con la muerte de Varahran V, en el 439, la situación de los cristianos empeoró nuevamente. Su hijo, Yazdgard II, era totalmente zoroastriano, y el cristianismo fue arrojado otra vez a la clandestinidad.

También los judíos se hallaron con una nueva e intensa oposición. Si bien es cierto que los sasánidas no les concedieron la libertad de que habían disfrutado bajo los partos, su situación no era tan mala. No existía ninguna gran potencia judía que amenazara las fronteras de Persia, de modo que los judíos sólo eran una amenaza religiosa, y no, como en el caso de los cristianos, política y militar también. Por ello, a los judíos se les permitía, de vez en cuando, ejercer un considerable control sobre sus asuntos bajo un supuesto «líder de los judíos en el exilio».

En verdad, la vida intelectual judía se mantuvo vigorosamente bajo los primeros sasánidas. Varias generaciones de rabinos eruditos de Mesopotamia elaboraron diversos comentarios e interpretaciones de la ley mosaica y lentamente se formó lo que ahora se llama el Talmud de Babilonia. Éste era mucho más completo que el Talmud de Palestina elaborado en la castigada tierra que había sido antaño Judea.

El Talmud de Babilonia, que ha ejercido gran influencia sobre el pensamiento religioso judío desde entonces, llegó lentamente a su fin en el siglo y, cuando las crecientes persecuciones de Yazdgard II sofocaron la vida intelectual judía por un tiempo.

Los mismos persas sufrieron una decadencia. Después de la muerte de Yazdgard, en el 457, su hijo Firuz tuvo que hacer frente a una masiva invasión eftalita de Persia. En 484, Firuz fue derrotado y muerto por ellos, y los crecientes estragos que realizaron en Persia hizo pasar a este país por dos décadas de anarquía.

Sólo en el 501 el hijo de Firuz, Kavad, pudo asentarse firmemente en el trono (¡con la ayuda de los eftalitas!) y empezar a restaurar el orden en Persia. Al menos, pudo hacer que el país se recuperara lo suficiente como para lanzar nuevamente una guerra contra Roma, que era el signo más seguro de salud nacional dentro de la locura de los tiempos.