Cuando Sapor, convertido ya en el amo indiscutido de Persia, contempló el mundo a su alrededor, debió de notar el cambio fundamental que se había producido durante la generación de paz con Roma. La persecución del cristianismo que se había iniciado poco después de la gran victoria sobre los persas en tiempos de Galerio había pasado sin lograr su objetivo de aplastar la nueva religión.
Un emperador posterior, Constantino I, que inició su gobierno en el 306, juzgó conveniente ponerse de parte de la población cristiana del Imperio, contra otros pretendientes que eran violentamente anticristianos. Finalmente, obtuvo el triunfo y en el 324 llegó a gobernar sobre todo el Imperio, mientras iniciaba el proceso de dar carácter oficial al cristianismo. Fue con esta nueva Roma cristiana con la que se enfrentó Sapor.
Hasta entonces, Persia había sido razonablemente tolerante con los cristianos. El cristianismo se había difundido entre la población de Mesopotamia, y fue aquí donde floreció el maniqueísmo, esa curiosa amalgama de zoroastrismo y cristianismo.
El cristianismo también se difundió en Armenia. En verdad, el primer gobernante de todo el mundo que se convirtió al cristianismo fue un arsácida. El primer monarca cristiano no fue Constantino de Roma, sino Tirídates III de Armenia. Se había convertido en el 294.
Mientras Roma fue anticristiana, los cristianos de Persia fueron súbditos leales. En verdad, muchos de ellos eran refugiados escapados de la persecución romana y podían ser considerados, como sucede siempre con los refugiados, furiosamente hostiles a la nación de la que habían huido. (Mucho más hostiles, por lo común, que sus enemigos externos).
Pero ahora se había producido un gran cambio. Roma era oficialmente cristiana. El emperador protegía cariñosamente a los obispos y presidía sus concilios. De ser la cruel perseguidora, Roma se había convertido en la madre bondadosa. Esto significaba que todo cristiano residente en Persia se había convertido, de la noche a la mañana, prácticamente, en un potencial quintacolumnista. Significaba que Armenia, durante tanto tiempo a mitad de camino entre Roma y Partia o Persia, de pronto muy probablemente se inclinase en forma total hacia Roma por razones religiosas.
Persia debía reaccionar. Reforzó su propia ortodoxia zoroastriana y declaró la guerra a la herejía. Esto aumentaba por sí mismo la probabilidad de una nueva guerra con Roma, guerra que el fervor religioso de cada parte haría más horrible.
Sapor II esperó a que Constantino muriese. El Imperio Romano quedó en manos de sus tres hijos, cuando murió en el 337, y Sapor pensó que un imperio gobernado por tres hombres es más débil que otro gobernado por uno solo. Así, inmediatamente después de la muerte de Constantino, inició una guerra contra Constancio, el hijo de Constantino que gobernaba el Este.
Como era natural, los cristianos de Persia se opusieron inmediata y ruidosamente a esta guerra. El obispo de Ctesifonte denunció violentamente a Sapor. Era una actitud honesta, pero temeraria. Sapor no estaba jugando. Su persecución de los cristianos se intensificó hasta casi barrerlos por completo.
Constancio no era un gran soldado y siempre perdía en batallas campales. Pero los romanos habían fortificado ciudades estratégicas del noroeste de Mesopotamia, y estos puntos fortificados resistieron bien los asedios. Entre esas fortalezas romanas, se destacaba Nisibis, a unos 190 kilómetros al este de Carras, que nunca pudo tomar Sapor.
Pero en el lejano oeste romano iba a surgir un joven notable. Era Juliano, el único de todos los parientes de Constancio que sobrevivía. (El mismo Constancio había matado a la mayoría de ellos, pues la conversión al cristianismo no había modificado el viejo hábito de los monarcas absolutos de matar a otros miembros de la familia para evitar guerras civiles. Juliano, que temió durante mucho tiempo la muerte, no se sentía muy impresionado por el amor y la clemencia cristianos y, pese a haber recibido una educación cristiana, volvió secretamente al paganismo).
Al dejar vivo a Juliano, Constancio socavó su propia posición, pues aquél, que sólo tenía veintitantos años, obtuvo notables victorias sobre las tribus germánicas que habían invadido la Galia. Mientras tanto, Constancio combatía penosamente en Mesopotamia sin mostrar la más leve chispa de talento militar. Tan popular llegó a ser Juliano entre sus tropas que, cuando el celoso Constancio quiso debilitarlo retirándole algunas de sus legiones, los soldados lo proclamaron emperador y lo obligaron a marchar al Este.
Constancio murió antes de que se iniciase realmente la guerra civil, y en el 361 Juliano quedó como único gobernante de Roma.
Habría sido provechoso para Juliano hacer una paz razonable con Persia. El motivo religioso para la guerra había desaparecido, pues tan pronto como fue hecho emperador, Juliano admitió públicamente que era pagano. (Los cristianos, indignados, lo llamaron «Juliano el Apóstata»). En verdad, deseaba debilitar el cristianismo sin perseguir activamente a los cristianos y, sin duda, lo habría conseguido mejor buscando la amistad con Persia para luchar contra el enemigo común.
Desgraciadamente para él, tenía una meta más tentadora que el debilitamiento del cristianismo. Sus victorias en la Galia habían sido similares a las de Julio César y quizá soñó con transformarse en un nuevo Alejandro Magno. Después de todo, era un hombre joven, de apenas treinta años.
Siguiendo la ruta de Trajano, Juliano marchó a Mesopotamia y condujo su ejército aguas abajo del Éufrates, tomando ciudades con un complejo despliegue de eficaces máquinas de asedio. Finalmente, llegó a Ctesifonte. Por cuarta vez, la ciudad contempló la aproximación de un ejército romano.
Las primeras tres veces la ciudad había caído, pero ahora parecía decidida a no correr la misma suerte. Cerró sus puertas, guarneció de hombres sus murallas y desafió a los romanos. Esto era inquietante. Y el hecho de que un segundo ejército, que debía avanzar descendiendo la corriente del Tigris para unirse a Juliano en Ctesifonte no llegase, sino que, al parecer, perdía el tiempo en el camino, era más inquietante aún.
Juliano no estaba dispuesto a sitiar Ctesifonte durante largo tiempo. La ciudad había sido tomada antes tres veces sin que este hecho ocasionase la destrucción del enemigo, de modo que su captura no era un fin en sí mismo. Además, el ejército de Sapor aún estaba intacto en algún lugar del Este, y un sitio debilitaría seriamente a los romanos convirtiéndolos en presa fácil de un contraataque.
Juliano, pues, hizo lo que pensaba que habría hecho Alejandro Magno. Quemó su flota fluvial, abandonó el contacto con sus bases y lanzó su ejército al este iranio, para hacer frente allí a los persas y destruirlos.
Mas para ser un Alejandro es conveniente tener como contrincante a un Darío III, y Sapor no lo era. Reunió su ejército y se retiró. No tenía ninguna intención de ponerlo en peligro en campo abierto luchando contra ese talentoso general romano hasta no conseguir desgastar las fuerzas de los invasores. Siguió una política que, en tiempos modernos, ha sido llamada «de tierra arrasada».
Adonde iba Juliano no encontraba más que ruinas humeantes. No había alimentos ni refugio, y lo peor de todo era que no había enemigo con el cual luchar. No estaba en la situación de Alejandro en Persia siete siglos antes, sino en la de Napoleón en Rusia catorce siglos después.
El Imperio Sasánida.
Juliano estaba fastidiado. Comprendió demasiado tarde que había subestimado a su astuto enemigo. Se volvió, intentando solamente ponerse a salvo antes de que las inclemencias del tiempo, el hambre y las enfermedades preparasen el camino para que los persas hicieran una matanza con sus tropas.
Cuando comenzó a retirarse, aparecieron los persas, pero sólo a distancia y por los flancos. Mataban a los rezagados y llevaban a cabo ataques repentinos para desaparecer inmediatamente. El ejército de Juliano se desangró, pero el decidido emperador logró mantenerlo unido.
Desafortunadamente, no sólo era vulnerable desde fuera, sino también desde dentro. El hecho de que fuera un pagano no agradaba a aquellos de sus oficiales y servidores que eran cristianos. Fue fácil difundir el rumor de que Juliano había sido llevado a la locura y la ruina por Dios, para castigarlo por su apostasía, y que el ejército sería destruido con él si no hacía algo para impedirlo.
A fines de junio del 363, en una escaramuza con los persas, fue herido por una lanza, que si bien no lo mató inmediatamente, era obvio que no viviría por mucho tiempo. Los oficiales del ejército, que se reunieron para elegir un nuevo emperador, dijeron que había sido una lanza persa, pero es muy posible que no fuera cierto. Puede haber sido una lanza romana lanzada por un brazo cristiano.
Juliano murió después de un reinado de menos de dos años. Él y Alejandro tenían la misma edad al morir, pero aquí termina la semejanza. Un general llamado Joviano fue elegido como nuevo emperador. Era cristiano, pero éste era su único mérito.
Joviano tenía que retornar a Asia Menor lo más rápidamente posible para que su elección fuese confirmada, pero Sapor no iba a dejar marcharse al ejército tan fácilmente. Si querían marcharse, debían llegar a un acuerdo, y Sapor ya había redactado todos los términos del mismo con absoluta precisión; sólo tenían que firmar.
Joviano firmó, y con esta firma se anuló totalmente la victoria obtenida por Galerio setenta años antes. Fueron devueltos todos los territorios cedidos a Roma por Narsés, y se admitió que Armenia caería dentro de la esfera de influencia persa. Además (para colmo de desgracias) los romanos debían entregar varios de los puntos fortificados de la Mesopotamia superior, inclusive Nisibis, que durante tanto tiempo y tan valientemente había resistido a los ejércitos de Sapor.
Pero Joviano no ganó nada con todo esto, pues murió en el viaje de retorno sin llegar a ser confirmado ni coronado.
Dicho sea de paso, Sapor halló grandes dificultades para poner en práctica su recientemente ganada pero sólo teórica dominación sobre Armenia. El intento de aplastar el cristianismo en ese montañoso país fracasó totalmente, y durante una docena de años Sapor tuvo que hacer frente a las intrigas romanas que mantenían a los armenios en constante estado de rebelión contra él. Pero finalmente Sapor logró la sumisión de Armenia, aunque al precio de tolerar el cristianismo armenio. (Los armenios siguieron siendo siempre cristianos, hasta hoy, pese a siglos de persecución a veces espantosa, con una tenacidad sólo igualada por los judíos europeos).