La recuperación romana

El fracaso de Sapor en apoderarse de la parte oriental del Imperio Romano fue fatal para Persia, pues brindó a Roma la posibilidad de recuperarse. La oportunidad de descargar un golpe definitivo sobre Roma no volvería a presentarse de nuevo hasta tres siglos más tarde.

El Imperio Parto.

Los dos enemigos iniciaron entonces una larga lucha oscilante, curiosamente similar a la que habían mantenido antes partos y romanos.

Los viejos motivos de litigio fueron reemplazados por otros. Es cierto que Armenia era todavía un territorio tapón codiciado por ambas potencias, pero ahora se le agregó el noroeste mesopotámico. Desde la época de Trajano había permanecido, en general, en poder de Roma, pero Persia no podía dejar de codiciar la región en la que estaba Carras, donde antaño los romanos habían sufrido una derrota tan importante.

En cuanto a los romanos, habían compensado la derrota de Craso tomando Ctesifonte tres veces. Pero desde entonces había tenido lugar la nueva deshonra de la captura de Valeriano en Edesa, y los romanos anhelaban lavarla también.

Poco después de la muerte de Sapor la situación se agravó. En el 284, Diocleciano se convirtió en emperador de Roma y puso fin al medio siglo de anarquía. Reorganizó el gobierno y se asoció con varios hombres enérgicos para que compartieran con él la tarea de gobernar. Uno de ellos era Galerio.

En el ínterin, un nuevo rey había subido al trono de Persia.

Era Narsés, el hijo menor del viejo Sapor I. Siguiendo la política expansionista de su padre y, quizá, sin percatarse de que la situación había cambiado en Roma, Narsés invadió y ocupó partes de Armenia.

Diocleciano rápidamente envió a Galerio al Este. En el 297, Galerio se puso al frente del ejército en Mesopotamia y se enfrentó a los persas cerca de la fatídica Carras. Fue ahora doblemente fatídica, pues Galerio sufrió un serio revés y tuvo que retirarse.

Pero Diocleciano tenía una firme e inflexible fe en la capacidad de Galerio, y lo envió en una segunda campaña a Armenia. Allí Galerio justificó la fe de Diocleciano. No sólo derrotó a Narsés y lo expulsó de Armenia, sino que estuvo a punto de aniquilar al ejército persa. Más aún, aisló a las columnas auxiliares de Narsés, y cuando fue a echar un vistazo a los prisioneros, se encontró con que entre ellos estaba el harén de Narsés, con su mujer y sus hijos. (Era costumbre de los potentados iranios llevar consigo su harén cuando estaban en campaña).

Esto casi vengó la captura de Valeriano. Mejor aún, proporcionó a Galerio un medio estupendo de ajustar las clavijas a Narsés. El rey persa sentía afecto por su familia, presumiblemente, pero, además, era plenamente consciente de la pérdida de prestigio que sufriría si permitía que su familia quedase prisionera. Así, hizo un trueque por ellos, dando en retribución el abandono de todas las pretensiones sobre Armenia y el noroeste mesopotámico; hasta cedió tierras adicionales. Se le devolvió su familia y hubo paz entre Persia y Roma durante cuarenta años.

Esta guerra tuvo un efecto importante sobre Roma. Galerio ganó prestigio ante Diocleciano. Ahora bien, Galerio era intensamente anticristiano y usó el prestigio ganado en la guerra para persuadir a Diocleciano de que iniciase una persecución general contra los cristianos en todo el Imperio. Fue la peor que sufrieron éstos.

En cuanto a Persia, el período de paz que siguió es oscuro. Desgraciadamente las historias y documentos de los que dependemos son en gran medida de origen romano. Esto significa que los períodos en que Persia combatía con Roma son mucho mejor conocidos que los períodos de paz. Además, las actividades persas contra Roma son mucho mejor conocidas que sus aventuras y desventuras en otras fronteras.

Por ejemplo, Sapor se había expandido tanto hacia el Este como hacia el Oeste. En la frontera de Partia, había absorbido el territorio del viejo Reino de Bactria, y sus límites orientales casi alcanzaban los límites occidentales de China. Pero durante el siglo I, las tribus nómadas kushanas habían invadido la región desde Asia Central y se habían apoderado de lo que era Bactria y hoy es la moderna nación de Afganistán. Los kushanas mantuvieron su independencia durante la decadencia del Imperio Parto, y sólo cedieron ante el nuevo vigor de los sasánidas. Sapor I avanzó hacia el Este y los absorbió en su imperio. Además, Persia tuvo que soportar en el sudoeste periódicas incursiones de los principados árabes. Pero sólo a través de una espesa bruma podemos contemplar todos estos sucesos en la frontera oriental y la meridional.

Igualmente nebulosos son los asuntos internos. Bajo Varahran II, un predecesor de Narsés, el zoroastrismo llegó a la culminación del fanatismo, y fueron borradas las últimas huellas de helenismo en Mesopotamia. Por otro lado, bajo el hijo de Narsés, Ormuzd II, que reinó del 301 al 309, hubo un intento de hacer justicia social y fueron atacados los poderes arbitrarios de la rica aristocracia terrateniente.

Los grandes magnates, naturalmente, se resintieron. Es lógico que un rey se oponga a esos magnates (en todos los países, no sólo en Persia), pues por lo general son un grupo turbulento que obstaculiza la política del rey. De otro lado, si se los agravia lo suficiente como para que se unan contra el rey, por lo común tienen bastante poder para destruirlo. Todo rey que intente combatir una aristocracia demasiado poderosa debe tener esto en cuenta y, al menos al principio, obtener victorias lanzando unas facciones contra otras.

Al parecer, Ormuzd II no actuó hábilmente a este respecto. Murió tempranamente y su muerte quizás haya sido provocada. Lo cierto es que los nobles ocuparon el poder después de su muerte y que la familia fue acosada hasta la extinción. El hijo que debía sucederle en el trono fue asesinado, otro fue cegado y un tercero llevado a prisión.

Sin embargo, no era conveniente, al parecer, prescindir totalmente de un sasánida en el trono. La dinastía había tenido suficiente éxito y había sido suficientemente ortodoxa como para ganarse el afecto del pueblo, en general, y de los sacerdotes, en particular. Todo noble que intentase gobernar se atraería automáticamente la hostilidad del pueblo, de los sacerdotes y, además, de los otros nobles.

Alguien tuvo una idea genial. La mujer de Ormuzd estaba embarazada cuando el rey murió, y se sugirió que el niño aún no nacido fuese declarado rey. Hasta se cuenta que la corona fue colocada sobre el abultado abdomen de la reina mientras los nobles se arrodillaban en señal de homenaje.

El propósito era claro. Permanecería un sasánida en el trono para dar legalidad a la situación. Pero sería un niño, de modo que los nobles tendrían las riendas del poder. El niño crecería, por supuesto, pero habría modos de someterlo a control… o algo peor.

De modo que, cuando el niño (pues era de sexo masculino) nació, ya era rey. Reinó con el nombre de Sapor II, y mientras fue niño, los nobles gobernaron con gran desorden, como ocurre siempre que gobierna una camarilla de nobles en discordia. Cada uno se interesaba por su propio poder y sus propias tierras, y nadie atendía al bien común. Las correrías árabes fueron particularmente destructivas durante la minoría de Sapor II, y Mesopotamia fue asolada por ellos; hasta llegaron a saquear Ctesifonte.

Pero el cálculo de los nobles falló en lo concerniente al carácter de Sapor II. Éste maduró rápidamente y demostró ser muy capaz. Cuando tenía diecisiete años, y mientras los nobles aún lo consideraban como un niño, ya era todo un hombre, excepto en la edad. Actuando con rapidez, se apoderó del gobierno e hizo que el ejército y el pueblo delirasen de entusiasmo cuando se sentó triunfalmente en el trono.

Luego convirtió ese momentáneo entusiasmo en un firme homenaje lanzando una expedición punitiva contra los árabes. Los atacó a sangre y fuego por todas partes y, sobre todo, aplastó a los árabes que efectuaban incursiones. Persia vibró de orgullo ante las hazañas de su nuevo joven rey, que de este modo se aseguró firmemente en el trono. Iba a tener larga vida, y si se considera que fue rey desde su nacimiento, ¡tuvo un reinado de setenta años!

Sólo una vez en la historia se superó este récord: Luis XIV de Francia, trece siglos y medio más tarde, iba a gobernar durante setenta y dos años.