Las repetidas victorias romanas, la triple pérdida de la capital y las interminables querellas dinásticas finalmente acabaron con el Imperio Parto. Sus súbditos estaban dispuestos a acoger a cualquier otra dinastía nativa que pusiera orden y estableciese un gobierno eficiente en el país.
La salvación vino de Persis, el corazón de Persia, de donde ocho siglos antes había surgido Ciro para poner fin a una dinastía irania septentrional.
Persia nunca se había sometido a la soberanía parta, pero había mantenido una precaria independencia y se había aferrado a un anticuado iranismo que había resistido la atracción del helenismo durante todo el período seléucida y el parto. Para todos los iranios que rechazaban los prejuicios helenistas de sus clases superiores y que vieron en el helenismo (fuese griego, macedónico o romano) a su principal enemigo durante un período de siete siglos, Persia parecía la salvación.
Pero tuvieron que ser pacientes y esperar que apareciese el dirigente adecuado. Durante la mayor parte del período parto, el territorio estaba dividido en principados y era débil. Por la época de Marco Aurelio, la región que rodeaba a Persépolis cayó bajo la dominación de un pastor (según las leyendas) llamado Sasán. En su honor, sus descendientes son llamados los sasánidas.
En el 211, una disputada sucesión puso en el trono a un nieto de Sasán, Ardashir. (Este nombre es una forma posterior del viejo nombre real «Artajerjes»).
Ardashir comenzó por consolidar su poder sobre toda Persia, y en el 224 había llegado a ser el campeón nacional del iranismo. Marchó contra Artabano IV, que era a la sazón el rey parto. Durante cuatro años, Ardashir ganó fuerza mientras Artabano la perdía, hasta que éste trató de llevar la lucha al territorio persa. En una batalla decisiva librada en Ormuz, sobre la costa del golfo Pérsico, Ardashir derrotó y mató al último de los reyes partos y en el 228 ocupó Ctesifonte. El imperio era suyo. Solamente Hatra, ese obstinado bastión de los partos resistió durante casi veinte años, hasta que finalmente fue tomada por el hijo de Ardashir.
Así terminó un linaje que había gobernado sobre algunas partes del territorio iranio durante casi cinco siglos y sobre Mesopotamia durante tres siglos y medio. Pero este linaje, el de los arsácidas, no se extinguió totalmente. Por el compromiso de Corbulo, un arsácida aún reinaba en Armenia, y esta dinastía siguió gobernando el país por varias generaciones más.
El ascenso al trono de Ardashir sólo representó, en algunos aspectos, un cambio de dinastía, pues la tierra siguió siendo la misma en lo que respecta a sus habitantes, su lengua y sus costumbres. En verdad, proliferaron las leyendas persas dirigidas a demostrar que Ardashir era un arsácida por el lado materno, como antaño leyendas similares habían vinculado a Ciro con la familia real meda.
Pero, como en el caso de Ciro, el Imperio recibió un nuevo nombre a partir de entonces; en verdad, el nuevo era el mismo que el antiguo. Puesto que Ardashir provenía de Persia, a la tierra gobernada por esta nueva dinastía la llamamos el Imperio Persa, nuevamente. Para distinguirlo del anterior de los aqueménidas, podríamos llamarlo el Nuevo Imperio Persa o el Imperio Neopersa. Pero parece mejor darle el nombre de la nueva dinastía y llamarlo el Imperio Sasánida, para que no haya ninguna confusión posible.
Desde el punto de vista de los intereses romanos, este cambio fue perjudicial. El Imperio Sasánida era más grande que el Imperio Parto y la incorporación de Persia y otras provincias meridionales lo reforzó. Bajo la nueva dinastía, Persia tuvo un resurgimiento, tanto político como espiritual, y justamente por entonces Roma se hundió en un período de guerras civiles y anarquía que, durante cincuenta años, la hizo asemejarse a los partos en sus peores momentos.
Así como los romanos en ocasiones aspiraron a poseer toda la herencia de Alejandro Magno, así también la nueva dinastía, que recordaba su origen persa, pensó que le pertenecía toda la herencia de Darío I. De esa herencia, Asia Menor, Siria y Egipto eran romanos y lo habían sido durante siglos. Las perspectivas, pues, no hacían presagiar la paz, y en verdad nunca la hubo entre Roma y Persia, sino sólo treguas ocasionales.
Ardashir y su hijo y sucesor, Sapor I, aprovecharon los desórdenes romanos para realizar incursiones en el Oeste, año tras año. En el 251, los persas dominaban totalmente Armenia y poco después ocuparon Siria y hasta atacaron a la misma Antioquía.
En el 258, el emperador romano de entonces, Valeriano, marchó al Este para tratar de enderezar la situación, que no se presentaba muy favorable. El Imperio Romano parecía a punto de disgregarse en cualquier momento. Un emperador sucedía a otro en un promedio de uno cada dos años; por las provincias cundían el descontento y las rebeliones; y el mismo Valeriano estaba agotado, después de cinco años de gobierno durante los cuales no había hecho más que guerrear con las salvajes tribus germánicas situadas al norte de las fronteras romanas.
Durante un tiempo hizo retroceder a los persas, pero en el 260 fue atrapado en Edesa, ciudad del noroeste de Mesopotamia, a unos 40 kilómetros al norte de la fatal Carras. No conocemos los detalles de la batalla, pero al parecer los romanos fueron cogidos por sorpresa y fue aniquilado un gran ejército.
Peor aún —mucho peor, desde el punto de vista del prestigio— el emperador Valeriano fue capturado vivo. Fue el primer emperador romano hecho prisionero por un enemigo, y permaneció en prisión el resto de su vida; aunque nadie sabe exactamente cuándo murió.
(Más tarde circularon historias según las cuales Valeriano habría sido tratado brutalmente como prisionero. Un cuento muy difundido es el de que, cuando Sapor deseaba montar a caballo, obligaba a Valeriano a ponerse a gatas para servirle como escalón. Pero esto tiene todos los signos de ser pura ficción. Por lo general, los cautivos importantes apresados en la guerra son bien tratados, pues a menudo sucede que es útil liberarlos en algún momento posterior, y, cuando esto se produce, es conveniente que un gobernante liberado abrigue sentimientos de gratitud hacia sus ex capturadores).
La captura de Valeriano y la destrucción de su ejército entregó Asia Menor a Sapor. En efecto, aparentemente no había nadie que lo detuviera y por un momento hasta pareció que sería restaurado el imperio de Darío. El hecho de que algo ocurrió que detuvo a los persas es una de las sorpresas que tanto abundan en la historia.
Había una ciudad llamada Palmira en el desierto sirio, a unos 145 kilómetros al sur de Tapsaco, sobre el Éufrates. Estaba cerca del límite del poder romano, y en el período de anarquía en que había caído Roma, se hizo prácticamente independiente bajo el gobierno de un jefe árabe nativo llamado Odenato.
Pensó que una Roma débil no le ocasionaría problemas, pero que si Sapor conquistaba Siria, una Persia fuerte sí se los crearía. Por ello, atacó a Sapor. No podía atacarlo en un plano de igualdad, desde luego, pues era una pequeña ciudad contra un imperio, pero no tuvo necesidad de hacerlo. Las fuerzas principales de Sapor estaban en Asia Menor, pues el persa no contaba con hallar dificultades en su retaguardia. Pero Odenato planteó algunas: avanzó hacia el Éufrates y derrotó a las fuerzas ligeras que Sapor había dejado allí. En el 263, Odenato hacía correrías por Mesopotamia y hasta amenazó a Ctesifonte. Sapor se vio obligado a retirarse y Roma tuvo un respiro en el cual pudo recuperarse.
Sapor dedicó sus últimos años a actividades constructivas, en las que usó profusamente a los hombres que había llevado de las provincias romanas. Entre otros, utilizó prisioneros de Antioquía para construir una ciudad a la que llamó (en persa) «mejor que Antioquía».