Con los seléucidas fuera de juego, otra potencia surgió en la parte más septentrional de Mesopotamia, a lo largo de las estribaciones del Cáucaso, donde antaño había estado Urartu.
Después de la destrucción de Urartu por los medos, hizo su aparición en la zona un nuevo pueblo, los armenios, que entraron en ella desde Asia Menor. Estuvieron sometidos primero a los medos, luego a los persas y finalmente a los seléucidas. Pero después de ser derrotado Antíoco III por los romanos, comenzaron a dar sus primeros pasos hacia la independencia.
La expansión de los partos los había puesto en contacto con Armenia, y durante un tiempo pareció que Armenia, como Media y Mesopotamia, sería engullida por los partos. En verdad, es lo que intentó hacer Mitrídates II de Partia, un monarca capaz que reinó del 124 al 87 a. C.
En el 95 a. C., puso como rey de Armenia a un títere suyo, Tigranes, después de lo cual consideró suya esa tierra. Se hizo llamar Mitrídates el Grande y adoptó el viejo título aqueménida de «Rey de Reyes» (o «Gran Rey»), para significar que era el más grande y poderoso gobernante del mundo.
Pero cuando murió Mitrídates II, Partia sucumbió a una enfermedad que la afectó periódicamente: las querellas dinásticas. Todas las monarquías tienen sus periódicas perturbaciones dinásticas, pero Partia era peor que la mayoría a este respecto. Una de las razones de ello es que era un imperio feudal, en el que los grandes terratenientes tenían tanto poder que eran casi independientes de la corona. Naturalmente, estaban siempre en conflicto unos con otros y siempre dispuestos a apoyar a diferentes pretendientes al trono. Tales pretendientes siempre se presentaban en cantidad, pues los partos tenían la costumbre de pasar la corona de hermano a hermano, y había muchos hermanos que podían reclamarla.
Mientras los partos estaban atareados en esto, Tigranes sacudió el yugo parto y, bajo él, Armenia llegó a su apogeo. Marchó sobre Asia Menor y Siria, penetró en Mesopotamia saqueó Media. Adoptó, a su vez, los brillantes títulos de Tigranes el Grande y Rey de Reyes.
Su capital era Artaxata, en la región caucasiana, a unos 400 kilómetros al norte de donde había estado Nínive. Pero ahora Tigranes también sintió la atracción de Occidente e hizo construir una nueva capital, al norte del Tigris superior y cerca del límite oriental de la península de Asia Menor. La llamó Tigranocerta.
Parecía dispuesto el escenario para una reiniciación del antiguo duelo entre Asiria y Urartu, donde Partia, en recuperación, representaba el papel de la primera y Armenia el de la segunda. El inconveniente era que había un tercer elemento en discordia que era más fuerte que ambas: Roma.
Un siglo antes, cuando ya Roma había derrotado a Antíoco III y provocado la ruina de Antíoco IV, sin embargo, no había puesto pie firme en el Este. Pero, por la época de Tigranes, Roma se había anexado la parte occidental de Asia Menor, así como Grecia y Macedonia. Era la potencia suprema de todo el Mediterráneo.
El Ponto, un reino del Asia Menor oriental, osó enfrentarse a la gran potencia occidental y durante un tiempo hasta logró rechazar a Roma. El rey del Ponto era Mitrídates VI (nombre en el que había un tinte de iranismo, aunque el Ponto estaba totalmente helenizado), suegro de Tigranes.
Roma, entregada entonces a guerras civiles, finalmente decidió descargar toda su fuerza en Asia Menor y envió un general, Lúculo, para que se hiciera cargo de la situación. Lúculo, soldado austero y capaz, marchó hacia el Este y aplastó al Ponto. Mitrídates huyó a la corte de su yerno, en Tigranocerta.
Tigranes, autodenominado el Grande, se tomó este título tan en serio como Antíoco un siglo y cuarto antes y como éste, Tigranes sintió que su grandeza le exigía enfrentarse a Roma. Lo hizo, y el resultado fue para Tigranes el mismo que para Antíoco. En el 69 a. C., Lúculo penetró en Tigranocerta y allí derrotó a Tigranes. Fue la primera vez (pero no sería la última) que un ejército romano penetraba en Mesopotamia. Al año siguiente, Lúculo siguió la campaña y derrotó a Tigranes nuevamente, en Artaxata, la vieja capital.
Podía haber sido el fin para Tigranes, pero Lúculo era un jefe autoritario detestado por sus tropas. Éstas se rebelaron y no quisieron seguirlo. Fue llamado de vuelta a Roma, y Tigranes tuvo un breve respiro.
Lúculo fue pronto reemplazado por otro general romano, más popular, Pompeyo. En el 66 a. C., Pompeyo penetró en Armenia, llegó a Artaxata y capturó al mismo Tigranes. Así, los sueños de gloria de Tigranes se derrumbaron aún más estrepitosamente que los de Antíoco III, quien al menos había conservado su libertad.
Pompeyo dudaba de la posibilidad de Roma de mantener a largo plazo el territorio montañoso de Armenia por lo que se contentó con dejar a Tigranes como rey mediante el pago de una enorme indemnización y en el entendimiento de que su papel era el de un títere romano. En esos términos, Tigranes siguió siendo rey durante la última década de su vida. Había tenido una extraña carrera, pues había empezado y terminado su reinado como títere (parto al principio, romano al final) y en el ínterin había gozado de un par de decenios de gran poder.
Pompeyo se dirigió luego a Siria, donde puso fin a los restos del antaño poderoso Imperio Seléucida y los anexó a Roma, formando con ellos la provincia de Siria. También anexó el Reino Judío, que había tenido una breve independencia bajo los macabeos.