Desaparición de Babilonia

La inesperada muerte de Alejandro, cuando todavía era un hombre joven, arruinó la obra de su vida en un momento. No tenía ningún pariente capaz de ser su sucesor. Sólo quedaban una esposa persa, un hijo que aún no había nacido, una madre feroz y un medio hermano semideficiente mental.

La elección lógica habría sido un general, uno de los que habían estado asociados con Alejandro en su gran labor. Pero si los familiares de Alejandro eran demasiado pocos y demasiado débiles, sus generales eran demasiados y demasiado fuertes. Ninguno podía dominar a todos los otros; y ninguno estaba dispuesto a ceder pacíficamente.

Los generales celebraron una reunión en Babilonia. Uno de ellos, Pérdicas, encabezaba el grupo que adoptaba una postura legitimista: el poder debía quedar en la antigua familia real macedónica. El mismo Pérdicas se proponía para hacerse cargo del gobierno hasta el nacimiento del hijo de Alejandro.

Algunos de los otros generales no compartían en absoluto este punto de vista. Les parecía meramente una treta para que Pérdicas se convirtiese en el gobernante universal y absoluto. Uno de ellos era Tolomeo. Inmediatamente después de la muerte de Alejandro se había proclamado gobernador de Egipto, y decidió no abrigar mayores ambiciones. Pero no estaba dispuesto a permitir que ningún otro gobernase Egipto. Cuando Pérdicas marchó contra él para hacerle cambiar de opinión, Tolomeo resistió. Las maniobras de Pérdicas fracasaron; se hizo cada vez más impopular entre sus asociados y, en el 321 a. C. fue asesinado por un grupo de oficiales conducidos por otro de los generales de Alejandro, Seleuco.

Como recompensa por su participación en el asesinato de Pérdicas, los generales pendencieros dejaron Babilonia en poder de Seleuco. Los azares de la guerra llevaron fuera a Seleuco durante un tiempo, pero en el 312 a. C. se instaló permanentemente en Babilonia.

En cierto modo, era una pobre recompensa. En los siglos durante los cuales los generales macedonios y sus sucesores se disputaron los restos en lenta decadencia del imperio de Alejandro, fueron siempre las partes cercanas a Grecia las más importantes. Se admiraba y deseaba la cultura griega; todo lo demás era bárbaro.

Tolomeo se afirmó en Egipto e instaló su capital en la ciudad de Alejandría (que había sido fundada por Alejandro, de quien recibió su nombre). La convirtió en un pequeño mundo griego en el que pudo vivir aislado de los egipcios. Otros generales lucharon hasta el agotamiento y el hartazgo por Asia Menor, Macedonia y la misma Grecia. A pocos les interesaba Babilonia, y menos aún las grandes provincias persas que estaban más allá.

En Asia Menor, un general de Alejandro, Antígono, aún soñaba con unir el Imperio bajo su férula. Era el más capaz de los generales y estaba apoyado por un hijo igualmente capaz, pero casi todos los otros generales se unieron contra el peligroso y ambicioso viejo, y nunca pudo adquirir el poder suficiente para derrotarlos a todos.

En el 306 a. C., Antígono ya no pudo esperar. Aún no había conquistado el poder supremo, pero tenía setenta y cinco años y tenía que darse prisa. Por ello, asumió el título de rey, aunque el nombre no correspondiera a la realidad.

Inmediatamente, los restantes generales (algunos ya habían muerto por entonces) hicieron lo mismo. Tolomeo se proclamó rey de Egipto y Seleuco asumió el título en Babilonia.

Poco a poco, Seleuco extendió su soberanía sobre las provincias iranias y llegó a dominar, no sólo Babilonia, sino también todos los territorios situados al este de ella. Esta parte del Imperio de Alejandro no tiene ningún nombre determinado, sobre todo porque sus límites cambiaron con los años. Habitualmente, se le llama el Imperio Seléucida, por su fundador, y Seleuco fechaba su fundación en el 312 a. C., el año en que volvió definitivamente a Babilonia.

Seleuco heredó en cierta medida el sueño de Alejandro de unir al género humano. Estimuló la colonización griega del mundo babilónico y persa, pero no era un nacionalista. Fue el único general que conservó la esposa persa que Alejandro le había obligado a tomar. Sentía simpatía hacia sus súbditos babilonios y era popular entre ellos.

En verdad, él y sus sucesores hicieron todo lo posible para apuntalar la cultura babilónica en rápida decadencia, aunque sólo fuese para oponerla a la cultura irania, que seguía siendo fuerte y vital al este de Mesopotamia y era la gran adversaria de griegos y macedonios. Como resultado de esto, la antigua ciudad de Uruk, por ejemplo, siguió siendo un centro cultural durante todo el período seléucida. El antiguo sacerdocio tuvo el apoyo estatal y se promovió la lengua aramea. El zoroastrismo, en cambio, fue desalentado y pronto decayó.

Por desgracia, ninguna cantidad de transfusiones artificiales pudo dar nueva vida al cadáver. Los griegos mismos impidieron esto por el carácter de su propia cultura. Por primera vez entraron en Mesopotamia conquistadores que no sentían la atracción de la vieja cultura que habían creado los sumerios.

Fueron, en cambio, los babilonios quienes, por vez primera, sintieron la seducción de algo extraño. El griego se convirtió en una lengua de creciente popularidad entre las clases superiores. El sistema griego de escritura en papiro o pergamino hizo anticuada la vieja escritura en tablillas, y el sistema cuneiforme de escritura, que era el más antiguo, comenzó a decaer. A fines del período seléucida, estaba prácticamente extinguido.

Babilonia misma, la gran Babilonia, se consumió.

Seleuco, al parecer, quería una capital propia. Es un deseo natural en cualquier rey, sobre todo si es el primero de un linaje y no desea estar rodeado de recuerdos de un pasado en el que no tiene papel alguno. Tolomeo tenía Alejandría, y Seleuco tal vez haya querido igualar a su colega general rey a este respecto.

En el 312 a. C., pues, el año en que hizo su entrada final en Babilonia, Seleuco comenzó a construir una nueva ciudad en el Tigris, a sólo unos 55 kilómetros al norte de Babilonia. En su propio honor, la llamó Seleucia, y la planificó como una ciudad de cultura griega para él y sus sucesores, mientras Babilonia iba a seguir siendo la capital nativa.

Pero Babilonia era un cadáver, y Seleucia estaba demasiado cerca. A medida que Seleucia creció, Babilonia declinó. Los mismos edificios de la vieja ciudad fueron desmantelados para contribuir a la construcción de los nuevos. La entrada de Seleuco en Babilonia, pues, fue el último suceso notable de esta ciudad, la última huella que dejó en los libros de historia. Después, no fue más que una ciudad en lenta decadencia, luego una aldea en lenta decadencia y más tarde… nada.

Antes de morir, Babilonia exhaló un postrer aliento de vida. En época de Seleuco, se persuadió a un sacerdote de Marduk babilonio a que escribiese una historia de Babilonia en griego. Su nombre tal vez haya sido Bel-usur («el Señor protege»), pero es conocido por la forma griega de su nombre: Beroso.

Su obra, en tres volúmenes, sería inapreciable para nosotros, pero se ha perdido, probablemente para siempre. La probabilidad de dar con algún ejemplar en alguna parte es prácticamente nula. Sin embargo, nuestro conocimiento de ella no es nulo. Partes de su historia fueron citadas por historiadores griegos y aún sobreviven, y cada parte de esas citas ha sido amorosamente estudiada y comparada con materiales originales provenientes de las excavaciones en Babilonia. Siempre que se compara un fragmento de Beroso con un fragmento de algún otro material, parece haber una razonable concordancia.

Pero, pese a Beroso, los muertos están muertos. Desde la época de la fundación del Imperio Seléucida, ya no es muy apropiado hablar de Babilonia. Volveré ahora al uso del nombre más general, Mesopotamia.