La breve guerra civil entre Ciro y Artajerjes II fue una catástrofe para el Imperio Persa, pues puso de manifiesto la debilidad del reino. Los egipcios habían aprovechado la confusión en que Ciro el Joven sumió al Imperio para rebelarse nuevamente. Esta vez logró establecer una precaria independencia que duraría medio siglo. (En cambio, Babilonia ni pestañeó. Marduk había desaparecido y el pueblo se lamentaba, paralizado).
La marcha que siguió a la batalla de Cunaxa fue peor que la derrota en Egipto. «Los Diez Mil» se habían abierto camino por el corazón del Imperio sin que Persia osara atacarlos, con todo su poder.
Hasta entonces, los griegos habían vivido en un constante temor hacia Persia; habían pensado permanentemente que podía aplastarlos, si no actuaban con habilidad. De pronto, se percataron de que Persia era un tigre de papel, de que pese a sus dimensiones, su riqueza y su «prestigio», estaba hueca por dentro.
La desenfrenada ambición de Ciro y su lucha por el trono habrían tenido el mismo resultado, quizá, aunque Ciro hubiese triunfado en Cunaxa. Los griegos también habrían comprendido que si unos pocos miles de ellos podían conquistar un imperio para un persa, con igual facilidad podían hacerlo para un griego.
Así, durante los ochenta años siguientes, no faltaron en Grecia las voces que instaban a las ciudades griegas a unirse para marchar contra Persia. Un orador griego, Isócrates, argüía abiertamente que era necesaria una invasión de Persia para que los griegos dejasen de luchar unos contra otros. Era el género de esfuerzo que los hacía unirse.
Pero las ciudades griegas nunca se unieron por su propio acuerdo, ni siquiera con el tentador bocado persa balanceándose ante ellos. Así, Persia lograba mantener su vida y su poder.
En el 358 a. C. subió al trono Artajerjes III. Era un monarca cruel pero vigoroso, y durante su reinado Persia hasta mostró cierta fuerza. Artajerjes obligó a someterse a los sátrapas demasiado independientes, y luego envió a Egipto un ejército que puso fin al medio siglo de independencia de esa tierra.
Pero Artajerjes fue asesinado en el 338 a. C., y después de un par de años rayanos en la anarquía, subió al trono en el 336 a. C., un suave y pacífico miembro de la familia real, que tomó el nombre de Darío III. El nuevo Darío era muy semejante al viejo Nabónido de dos siglos antes; era justamente la peor clase de rey que Persia podía tener en ese momento, pues el reino grecohablante de Macedonia estaba experimentando un repentino y sorprendente ascenso.
Macedonia estaba al norte de Grecia y hasta entonces no había tenido ninguna importancia. En el 359 a. C. tomó en sus manos el reino un hombre notable, Filipo II. Reorganizó el ejército y las finanzas, soldó todo el país para convertirlo en un peligroso instrumento de agresión, dilató su poder a expensas de las ciudades griegas y, en el 338 a. C., las unió, no por la persuasión como había tratado de hacerlo el orador Isócrates, sino por la fuerza.
Filipo estaba listo ya para invadir Persia. Hasta había hecho que las ciudades griegas lo nombrasen jefe de una fuerza expedicionaria con esta finalidad. Pero en el 336 a. C., justamente cuando se estaba preparando para lanzarse sobre Asia, fue asesinado.
Le sucedió en el trono su hijo, que demostró ser el más notable guerrero de todos los tiempos. Era Alejandro III, que llegó a ser conocido universalmente como Alejandro Magno o Alejandro el Grande. Después de dedicar algún tiempo a reunificar a las ciudades griegas (que se habían rebelado apenas recibieron la noticia de la muerte de Filipo), se dispuso a llevar a la práctica el gran plan de su padre.
En el 334 a. C., Alejandro Magno y su ejército penetraron en Asia Menor. Libró y ganó casi inmediatamente una batalla contra un sátrapa persa excesivamente confiado. Ganó otra batalla, de mucha mayor importancia, en Isos, en el sudeste de Asia Menor, contra el principal ejército persa, mandado por Darío III.
Alejandro luego marchó a través de Siria y Judea, tomando Tiro después de un sitio de nueve meses (con lo que demostró ser un guerrero mucho más ingenioso que Nabucodonosor dos siglos y cuarto antes). Judea y Egipto se sometieron a Alejandro sin lucha.
Finalmente, en agosto del 331 a. C., Alejandro acampó en Tapsaco, justamente donde habían acampado los Diez Mil setenta años antes. Pero esta vez los griegos no estaban en Tapsaco bajo el mando de un príncipe persa, sino bajo el de un macedonio que era de lengua y cultura griegas. No intentaban poner un persa en el trono en lugar de otro, sino apoderarse de todo el vasto reino.
Alejandro, con el núcleo macedónico de su ejército y sus griegos auxiliares planeaban nada menos que hallar a Darío y cogerlo. A tal fin, cruzó el Éufrates, marchó por la tierra que antaño había sido Asiria, llegó al Tigris y comenzó a avanzar río abajo. Su destino era el corazón de Persia. Darío III lo estaba esperando.
Hasta entonces, Persia había sido incapaz de detener a ese feroz macedonio, pero Darío sólo lo había intentado una vez realmente, y había sido en Isos dos años antes. Alejandro había ganado entonces, pero Darío pensaba que había sido solamente porque los persas no habían elegido bien el campo de batalla.
El arma principal de Alejandro era la falange, un grupo estrechamente cohesionado de soldados con largas lanzas, entrenados para marchar y maniobrar casi con la precisión de bailarines. La falange era un puercoespín erizado de lanzas que podía quebrar cualquier ejército sobre el cual marchase y resistir cualquier ataque. Hábilmente apoyadas por tropas ligeramente armadas y por la caballería bien equipada y conducida por un hombre de un genio supremamente flexible, no había quien pudiera derrotarla ni nadie la derrotó en vida de Alejandro.
El arma principal de Darío era el número. Podía apelar a los poderosos recursos del más grande imperio de la historia del mundo occidental que hubo hasta ese momento, y en comparación el ejército de Alejandro parecía insignificante. En Isos, la diferencia de número había sido reducida en importancia por el hecho de que la batalla se libró entre las montañas y el mar, en un estrecho paso donde la falange podía maniobrar cómodamente, y donde la superioridad numérica persa quedaba anulada. El emperador persa había tenido que abandonar apresuradamente el campo de batalla, para evitar ser capturado.
Darío estaba decidido a no cometer nuevamente el mismo error. Después de enterarse de que Alejandro estaba descendiendo por el Tigris, planeó hacerle frente en un lugar que le permitiese aprovechar todo lo posible su superioridad numérica. Eligió cuidadosamente una vasta región llana e hizo eliminar hasta la menor irregularidad del terreno. Esperaba que allí no habría absolutamente nada que impidiese el arrollador avance de su caballería, la cual, pensaba, sencillamente expulsaría del campo a la caballería enemiga y luego iría desgastando por los bordes a la falange hasta disgregarla, para ser después aplastada por su enorme ejército. (Al parecer, no se dio cuenta de que le estaba haciendo el juego a Alejandro, en cierta medida, pues la falange operaba mejor en terreno absolutamente llano).
El lugar que eligió Darío estaba cerca de una aldea llamada Gaugamela, situada a unos 30 kilómetros al nordeste de las fantasmales ruinas de la vieja Nínive. Ninguna batalla librada cerca de Nínive o en cualquier otro lugar de Asiria iba a ser tan enorme y dramática como la que estaba a punto de entablarse sobre sus ruinas, tres siglos después de su ocaso.
Los historiadores griegos posteriores afirmaron que el ejército de Alejandro ascendía a 40.000 infantes y 7.000 soldados de caballería, cifras que pueden estar cerca de la verdad. El ejército reunido por Darío, según esos mismos historiadores, estaba formado por 1.000.000 de soldados de infantería y 40.000 de caballería. Éstas son cifras ridículamente exageradas, pues es dudoso que fuera posible aprovisionar o dirigir apropiadamente un ejército de esas dimensiones o que pudiese combatir como algo más que una muchedumbre armada y sin guía.
Pero aunque reduzcamos las dimensiones del ejército a las que probablemente tuvo, es seguro que superaba en mucho al de Alejandro y que la batalla fue la más semejante al combate entre David y Goliat en la historia de la guerra.
Si ambas partes hubiesen tenido generales igualmente inspirados, los persas habrían ganado, pero los generales eran muy desiguales. De un lado estaba Alejandro; del otro, Darío. En vista de la desproporción en los jefes, podemos ignorar la diferencia numérica.
Cuando se inició la batalla, el 1 de octubre del 331 a. C., la línea persa desbordaba a la macedónica por la derecha y por la izquierda. Cabría suponer que podía haberse plegado por ambos flancos y engullido al pequeño ejército de Alejandro. Pero éste había dispuesto a sus hombres de tal modo que podían volverse y anular cualquier intento de flanqueo. Además, Alejandro tenía planeado un movimiento culminante, y hasta que se le presentase la ocasión de llevarlo acabo con eficacia, se contentaba con permanecer a la defensiva.
El vaivén de la batalla estaba desplazando a Alejandro fuera del terreno cuidadosamente aplanado, lo cual inquietaba a Darío. Carecía de la firmeza necesaria para refrenarse hasta el momento apropiado y lanzó prematuramente su «arma secreta».
El arma secreta eran los carros, los cuales habían pasado de moda en la guerra durante cuatro siglos, desde que se difundió el uso del caballo grande medo y los guerreros pudieron afirmarse en la grupa del caballo. Pero los carros de Darío tenían algo nuevo. Estaban equipados con filosos cuchillos que salían de los ejes de las ruedas por ambos lados.
Esos cuchillos, centelleando intensamente al sol y desplazándose con toda la furia de los caballos que tiraban de los carros, cortaban las piernas de todo hombre que encontraran, pero su eficacia principal no estribaría tanto en el número real de hombres así tajados, sino en la total confusión en que se arrojaría al enemigo (se esperaba), por el pánico que provocaría la vista de esos peligrosos cuchillos y los desesperados intentos de evitarlos.
Darío envió un centenar de esos carros con guadañas contra los macedonios, pero no pilló desprevenido a Alejandro. Los aurigas fueron atacados con flechas cuando atravesaban a la carrera el terreno que se abría ante ellos antes de llegar a los macedonios, y los soldados se hicieron rápidamente a un lado u otro para dejar pasar a los carros cuando llegaban hasta las líneas. Se evitó el peligro decisivo del pánico y el ataque fue un completo fracaso.
Llegó entonces el momento para que Alejandro hiciese la jugada que había planeado y que era muy sencilla. Recordó que Darío había huido en Isos y sabía que tenía ante sí a un cobarde. La falange se colocó en posición y comenzó a avanzar implacablemente como un bosque animado de lanzas, precisamente hacia el lugar del centro de la línea donde se cobijaba Darío III. Darío resistió todo lo que pudo, que no era mucho. Era un hombre amable y apacible que habría sido un buen rey si hubiese tenido un primer ministro capaz e inexorable. Pero estaba solo y era un cobarde. La falange se acercó hacia él, que huyó del campo tan velozmente como pudieron llevarlo sus caballos.
Lo que siguió fue precisamente lo que Alejandro había previsto. Las huestes persas se desanimaron y cedieron. Alejandro fue el vencedor. Esta batalla del género «David y Goliat» cerca de la desaparecida Nínive fue realmente el fin del Imperio Persa, dos siglos después de que Ciro lo fundase; Persia murió muy cerca del lugar en que había muerto Asiria.
Alejandro pudo entonces avanzar sobre Babilonia, donde no halló ninguna resistencia. El pueblo de Babilonia estaba gozoso y le abrió las puertas.
La Babilonia en la que entraron Alejandro y sus hombres no era en absoluto la Babilonia de Nabucodonosor; ni siquiera la Babilonia de Darío. La destrucción de los templos efectuada por Jerjes un siglo y medio antes no había sido reparada. En particular, el gran templo de Marduk permanecía en ruinas.
Pero Alejandro adoptó la política de Ciro con respecto a las costumbres de aquéllos a quienes conquistaba. Les dio libertad y asistía complacido a cualquier ritual que los hiciera felices. Al pasar por Judea, mostró el mayor respeto por el Gran Sacerdote del Templo de Jerusalén, por lo que Alejandro aparece como un héroe en las leyendas judías posteriores. En Egipto, mostró el mismo respeto hacia los antiguos templos y hasta visitó el templo de Amón, que estaba en las profundidades del desierto.
En Babilonia, Alejandro se proclamó el defensor de las viejas costumbres contra la opresión de los zoroastrianos. Ordenó la reconstrucción de todos los templos; en particular, el templo de Marduk debía ser restaurado con toda su magnificencia.
Por desgracia para Babilonia, Alejandro no podía quedarse para ver si sus órdenes se cumplían. Tenía que apoderarse del resto del Imperio y, cuando se marchó, los virreyes que dejó no se mostraron tan entusiastas por la recuperación babilónica como él.
Alejandro se dirigió a Susa y luego a Persépolis, donde, según la tradición, incendió los palacios persas en venganza por el incendio de Atenas en los días de la gran expedición de Jerjes, siglo y medio antes.
Alejandro marchó luego al Norte, hasta Pasargadas, donde visitó la tumba de Ciro, y luego retrocedió a Ecbatana, en la que había buscado refugio Darío III. Éste no lo esperó, sino que huyó hacia el Este. Finalmente, los cortesanos, cansados de su débil rey, lo asesinaron en el 330 a. C.
Alejandro pasó cuatro años en la parte más oriental del Imperio, combatiendo con los duros bárbaros y ganando todas las batallas (aunque no fácilmente, pues entre los reyes con los que se enfrentó ya no había más cobardes). Luego se abrió camino hasta el río Indo (en el moderno Pakistán), más allá aún de donde las fuerzas persas habían penetrado. Allí ganó otra gran batalla contra un rey indio. Pensaba atravesar la India, pero, finalmente, sus tropas se rebelaron. Estaban hartos, y Alejandro se vio obligado a volver.
En el 324 a. C., Alejandro estaba de vuelta en Babilonia y allí se quedó. Por un momento, Babilonia fue de nuevo el centro y la capital de la mayor potencia de la Tierra, como lo había sido bajo Nabucodonosor, dos siglos y medio antes. Pero no lo fue por su vigor o su magnificencia ni por ninguna otra razón atribuible a ella misma. Lo era solamente porque en ella estaba Alejandro. La más insignificante aldea del mundo habría sido la capital del mundo en aquellas condiciones y en aquel tiempo.
Alejandro eligió Babilonia como capital porque tenía un objetivo previsto. Su sueño era gobernar sobre un género humano unido. Trató de ser más que un rey de los macedonios o un general de los griegos e imponer una especie de hermandad entre los hombres. Hizo que los macedonios tomasen esposas persas, y él mismo adoptó los modos de vestir y la conducta de los persas. Esperaba abatir todas las barreras que pudiesen impedir a los persas o a cualquier otra nacionalidad tener acceso al servicio público. Hasta proyectaba el transplante de poblaciones.
A este respecto, estaba por delante de su tiempo y había de fracasar en su ataque a la dureza de corazón del hombre. Los macedonios refunfuñaban ante todo signo de favor que mostrase hacia los persas. Se preguntaban qué objeto tenía la conquista, si no terminaban siendo los amos, ignorando el hecho de que ser amo era sencillamente invitar a los sometidos a tratar de ser los amos algún día, siguiendo así eternamente esta lamentable farsa.
Babilonia era apropiada para los planes de Alejandro. No era griega ni persa y estaba a mitad de camino entre los dos extremos de su imperio, a 2.400 kilómetros de la frontera occidental y 2.400 de la oriental.
También estaba convenientemente cerca del golfo Pérsico, y Alejandro soñaba con conquistar las tierras que bordeaban a esa masa de agua, India al este y Arabia al oeste.
Quizás aunque Alejandro hubiese vivido mucho tiempo en Babilonia y hubiera llevado a cabo su plan de restaurar los templos, lo mismo habría seguido muerta. El culto de Marduk y los otros dioses, culto que se remontaba a los tiempos sumerios, probablemente había decaído ya demasiado para que fuese posible darle vida nuevamente.
Pero tal posibilidad ni siquiera se dio, pues Alejandro sólo había estado en Babilonia unos pocos meses cuando, a comienzos del verano del 323 a. C., cayó enfermo. Y el 13 de junio murió.
Es difícil creer que, después de todo lo que había hecho y realizado, muriese cuando sólo tenía treinta y tres años.