La batalla de los hermanos

Persia comprendió que los griegos podían ser fastidiosos, pero nunca perjudicarían seriamente a Persia mientras permaneciesen divididos y luchando continuamente unos contra otros. Persia, pues, aprendió a mantener vivas esas luchas y destinó grandes cantidades de dinero a tal fin.

Por la época en que murió Artajerjes I, en el 424 a. C., Persia tuvo la satisfacción de ver a las ciudades griegas alinearse para llevar a cabo una especie de guerra mundial en miniatura. Todo el mundo griego se adhirió a una de las dos grandes ciudades, Atenas y Esparta, que trabaron un combate a muerte.

El nuevo monarca persa, Darío II, hizo lo que pudo para avivar la contienda. De las dos ciudades griegas Esparta parecía la menos ambiciosa y la que más probablemente limitaría sus actividades a la misma Grecia. Por ello, Persia arrojó cada vez más su peso del lado espartano. En el año de la muerte de Darío II, el 404 a. C., la política persa triunfó y Esparta aplastó a Atenas.

Esto parecía ventajoso para Persia, pero no lo fue totalmente, pues esta victoria desencadenó una querella dinástica que iba a tener fatales consecuencias para Persia. Esto ocurrió del siguiente modo.

Darío II dejó dos hijos. El mayor le sucedió en el trono con el nombre de Artajerjes II. Pero el más joven era un hombre talentoso y no estaba dispuesto a admitir que se le pasase por alto. Su nombre era Ciro, y habitualmente se le llama «Ciro el Joven» para distinguirlo del fundador del Imperio Persa. Cuando sólo era un adolescente, había manejado las relaciones de Persia con los griegos y había demostrado ser un sagaz juez de hombres y sucesos.

Ciro consideraba que había hecho lo suficiente por Esparta como para merecer una retribución, y lo que él quería era un contingente de soldados griegos. Con un ejército persa y un contingente griego como instrumento de ataque, podría abrirse camino hasta Susa y proclamarse rey.

Los espartanos eran demasiado cautelosos para ayudarlo oficialmente (a fin de cuentas, podía salir perdedor), pero el fin de la guerra entre Atenas y Esparta había dejado inactivos a muchos soldados dispuestos a enrolarse como mercenarios. Un exiliado espartano, Clearco, supervisó el reclutamiento de esos mercenarios y se puso a su frente. Reunió casi 13.000 soldados griegos, con los que en el 401 a. C. marchó junto con el ejército de Ciro.

Atravesaron Asia Menor hasta llegar al Éufrates superior, en Tapsaco, a unos 120 kilómetros al sur de Harrán. Por primera vez en la historia, un cuerpo grande de soldados griegos penetró en la histórica tierra de los dos ríos. Cruzaron el Éufrates y avanzaron aguas abajo a lo largo de 560 kilómetros. Los griegos se encontraron entonces a unos 1.700 kilómetros de su patria.

Pero mientras tanto, Artajerjes finalmente cayó en la cuenta de que su hermano menor no iba a su encuentro para saludarlo y congratularlo, sino para matarlo. Reunió una gran fuerza militar, incluso los mercenarios griegos que pudo hallar, y avanzó para hacer frente a Ciro.

Los dos ejércitos se encontraron en Cunaxa, aldea cercana al Éufrates situada a unos 150 kilómetros al noroeste de Babilonia. A sólo unos 30 kilómetros de Cunaxa se hallaba Sippar, que casi dos mil años antes había sido una de las sedes reales de Sargón de Agadé.

Ambos ejércitos se aprontaron para la lucha, y por primera vez en la historia mesopotámica iba a librarse una batalla sin una participación importante de los habitantes de esa tierra. Fueron meros espectadores, mientras persas y griegos combatían.

Los griegos extendieron su línea frente a la corriente en descenso, de tal modo que su flanco derecho se apoyaba en el río. Clearco, un espartano estúpido y sin imaginación, colocó a los griegos en ese flanco porque, en las batallas habituales entre ejércitos griegos, era el puesto de honor. Se esperaba que los soldados del flanco derecho soportarían lo más recio de la batalla.

Frente a ellos, de cara contra la corriente, se hallaba el ejército imperial persa. Lo comandaba Artajerjes II, que ocupó el puesto de honor, en el centro. En realidad, el ejército imperial era mucho mayor que el de Ciro, de manera que se extendía hasta lejos del río. Su centro estaba frente al ala izquierda de Ciro.

Ciro vio y captó la situación. El ejército imperial no contaba para nada. Sólo el rey, Artajerjes II, importaba. Si moría, Ciro se convertiría en el rey legítimo y todos los soldados persas de ambos lados se le unirían inmediatamente. Era innecesario, pues, destrozar al ejército persa; sólo era menester matar al rey.

Por ello, Ciro pidió a Clearco que apostase el ala derecha oblicuamente, hacia la izquierda, para atacar el centro imperial. Pero Clearco señaló que el ala derecha quedaría entonces separada del río y expuesta a un ataque lateral. Ciro posiblemente le señalaría que las fuerzas imperiales que se le oponían eran tropas ligeramente armadas que poco podían hacer contra él aunque su flanco quedase expuesto. Además, antes de que pudiesen hacer siquiera eso, Artajerjes II estaría muerto o en fuga y la batalla habría terminado.

Pero Clearco se negó. Iba a combatir según las normas tradicionales. Iba a avanzar de frente y proteger su flanco.

Y así lo hizo. Los trece mil soldados griegos avanzaron de frente y arrasaron a las tropas ligeras que se les opusieron. Artajerjes había permitido esto. Concentró sus fuerzas principales en su derecha, que rodeaba a la izquierda de Ciro, mucho más corta, y la estaba destruyendo mientras Clearco y sus hombres no hacían nada.

Ciro, enloquecido de frustración, reunió a su alrededor todos los jinetes que pudo —unos seiscientos— y cargó directamente contra el centro imperial, contra su hermano, con una sola idea: matarlo y dar fin a la batalla.

Pero Artajerjes estaba bien custodiado por diez veces más jinetes que los que comandaba Ciro. Dejó llegar a éste, sus caballeros engulleron a la pequeña fuerza atacante y en la corta escaramuza que siguió, Ciro fue derribado y muerto. La batalla había terminado.

Artajerjes había ganado, y Clearco se encontró, con sus griegos, solo y abandonado por el resto del ejército de Ciro. ¿Qué hacer?

También era un problema para Artajerjes. Eran demasiados griegos pesadamente armados para hacerles frente fácilmente, pues apenas habían sufrido pérdidas en la batalla. Tal vez tenía suficientes hombres para aplastarlos, pero a un costo terrorífico, que no estaba dispuesto a pagar si podía hallar otra solución.

Puesto que los griegos no se habrían rendido, los portavoces de Artajerjes les ofrecieron suministrarles provisiones y acompañarlos hasta que abandonasen el país. Los persas les explicaron que había un atajo hasta el mar, si los griegos se dejaban conducir por el Tigris aguas arriba.

Parecía que los griegos no tenían otra salida, pero después de marchar 240 kilómetros aguas arriba se intranquilizaron. ¿Hasta dónde llegaba realmente el Tigris? ¿Cuáles eran las verdaderas intenciones de los persas?

Clearco exigió seguridades. El jefe persa propuso que Clearco y los otros líderes griegos se reuniesen con él en su tienda para mantener una amistosa conferencia. Clearco, como tonto que era aceptó. Tan pronto como los generales griegos entraron en la tienda, fueron muertos.

Los persas estaban complacidos. Creyeron que, sin sus líderes, el ejército griego sería como un cuerpo sin cabeza y no tendría más elección que rendirse y dejarse desarmar. Luego, los dividirían en pequeños grupos y los obligarían a entrar al servicio de los persas. Los que se negasen serían muertos.

Pero los griegos no actuaron como esperaban confiadamente los persas. Eligieron como jefe a un soldado de fila, un ateniense llamado Jenofonte. Se mantuvieron unidos y no se rindieron; les nació una nueva cabeza tan pronto como la otra había caído. Y, en verdad, la nueva era mucho más capaz que la vieja.

Los griegos siguieron avanzando hacia el Norte, con los persas ahora hostilizándolos y vigilándolos, pero sin presentar batalla.

A unos 160 kilómetros aguas arriba, los griegos pasaron un enorme montículo. Tuvieron que preguntar qué era aquello. Era todo lo que quedaba de Nínive, la poderosa capital asiria, cuyo nombre mismo, después de doscientos años, había desaparecido de la Tierra.

Más allá, abandonaron el río para penetrar en las montañas de lo que antaño había sido Urartu. Los persas se alegraron de esto, con la esperanza de que los mataran las feroces y duras tribus de esas regiones o sencillamente se agotasen gradualmente hasta morir.

Pero los griegos siguieron unidos, hicieron frente con habilidad a todas las emergencias, rechazaron a las tribus y lograron mantener sus provisiones. Finalmente, atravesaron el Asia Menor oriental y salieron de las montañas para dar con la sorprendida ciudad griega de Trapezonte. Ésta se hallaba sobre la costa del mar Negro; los soldados corrieron, gritando ebrios de alegría: «¡El mar, el mar!».

«Los Diez Mil» (como se les llamó en relatos posteriores, aunque eran más en un comienzo), habían sobrevivido. Jenofonte también sobrevivió y escribió la narración de esa épica marcha en un libro que aún existe y que ha sido durante más de dos mil años una atrayente lectura.