Darío murió en el 486 a. C. y, en algunos aspectos, la grandeza de Persia también comenzó a decaer. Fue sucedido por uno de sus hijos, Khshyarsha, a quien conocemos mucho mejor como Jerjes I, forma griega de su nombre.
Jerjes era hijo de Darío y Atosa, hija de Ciro el Grande. Darío se casó con ella después de subir al trono, aparentemente para reforzar su posición y disimular su carácter de usurpador. Había tenido hijos de matrimonios anteriores, pero Jerjes era nieto de Ciro, y esto lo destinaba lógicamente al trono.
Pero hubiese sido mejor que se usase otro tipo de lógica, pues Jerjes era muy inferior a su padre como gobernante.
Claro que comenzó su reinado con tropiezos. Hacia el final de la vida de Darío, en el 499 a. C., algunas ciudades griegas de la costa egea de Asia Menor se habían rebelado, y la ciudad de Atenas, que estaba en la Grecia continental, las había ayudado. Darío aplastó la revuelta y luego envió una fuerza expedicionaria a Grecia para castigar a Atenas. Sorprendentemente, esa fuerza expedicionaria fue derrotada en el 490 a. C.[7], y mientras preparaba una expedición de mayor envergadura, Darío murió. Jerjes heredó la tarea de vengar el «honor» persa.
Jerjes no pudo hacerlo inmediatamente porque había estallado una rebelión en Egipto. Era una tentación común para un pueblo sometido rebelarse al final de un reinado, y Egipto sucumbió a ella. Probablemente fue estimulado también por agentes atenienses, quienes estaban terriblemente anhelantes de enredar al Imperio Persa en querellas civiles antes de que descargase toda su fuerza sobre Grecia. La rebelión fue también resultado de las creencias religiosas de Jerjes. Era mucho más zoroastriano que su padre, por lo que los sacerdotes egipcios podían prever que tendrían problemas.
La revuelta, desde luego, sólo confirmó a Jerjes en su disgusto por aquellos de sus súbditos que tenían otras religiones. Así, dejó de lado todo lo demás, incluso la expedición a Grecia, y se enfrentó primero a los egipcios. (Esto fue exactamente lo que deseaban los atenienses y según todas las probabilidades, lo que salvó a Grecia).
La revuelta egipcia fue sofocada, aunque al cabo de tres años, y Jerjes se volvió luego contra otros no zoroastrianos del Imperio. El libro bíblico de Ester trata de sucesos que presuntamente tuvieron lugar durante su reinado. (Jerjes es llamado Asuero en este libro). Allí se dice que se estuvo a punto de aplicar severas medidas antijudías, que fueron evitadas gracias a la influencia de la reina judía Ester. Pero este libro es, casi con seguridad, una novela escrita tres siglos después de la época de Jerjes y no puede ser considerado literalmente verdadero.
Lo históricamente cierto es que Jerjes descargó su furia sobre los babilonios, donde los líderes nacionalistas no pudieron evitar la tentación de rebelarse, a imitación de Egipto.
En el 484 a. C., los ejércitos de Jerjes se abrieron camino hacia Babilonia, y allí el monarca destruyó deliberadamente la vida religiosa de la ciudad. Jerjes ordenó quitar la estatua de oro de Marduk, que Ciro y Cambises habían venerado prudentemente. Un sacerdote que trató de detener a los soldados que estaban desmontando el templo y ponían sus impías manos sobre la estatua fue muerto fríamente por hombres que carecían de todo sentimiento de temor o reverencia por el gran dios.
Lo que ocurrió entonces fue mucho peor que lo sucedido dos siglos antes, cuando Senaquerib el asirio había hecho quitar la estatua de Marduk, aunque Senaquerib destruyó totalmente Babilonia y Jerjes no lo hizo. Senaquerib al menos había sido un creyente. Castigó a Babilonia, pero reverenciaba a los viejos dioses de Mesopotamia. Había esperanzas, pues, de que otro rey restaurase por piedad la ciudad, y de hecho lo hizo el mismo hijo de Senaquerib, Asarhaddón.
Pero ahora a Marduk se lo llevaron, con falta total de respeto, hombres de costumbres diferentes y dioses totalmente diferentes. Fue como si los babilonios adquiriesen conciencia de que había atravesado definitivamente cierta línea divisoria, que Marduk nunca sería restaurado y los viejos dioses finalmente morirían. Desapareció el espíritu de la vieja cultura que provenía de los antiguos sumerios, muertos ya hacía largo tiempo, y empezó la decadencia final.
Quizá los sacerdotes experimentaron un torvo placer con lo que le ocurrió luego a Jerjes. En el 480 a. C., llevó a Grecia una gran expedición, tan grande como para abrumar a los griegos por sus meras dimensiones. Sin embargo, inexplicablemente, fracasó, y Jerjes se vio obligado a volver con una vergonzosa frustración.
Se retiró a su harén, en una tenaz reclusión, y perdía el tiempo en proyectos inútiles, como los de ampliar y hacer más magníficos los palacios de Persépolis. Finalmente, fue asesinado en el 465 a. C., como resultado de una intriga palaciega.
Pero eso no restauró Babilonia. La ciudad y su pueblo permanecieron paralizados por la apatía, como meros espectadores de los grandes sucesos que iban a desencadenarse a su alrededor.
Así, cuando Egipto se rebeló nuevamente al morir Jerjes y mantuvo una desesperada resistencia de seis años contra el nuevo monarca persa, Artajerjes I, Babilonia no se movió.
El centro de interés del mundo civilizado parecía, en efecto, haberse mudado de las antiguas culturas fluviales del Tigris y el Éufrates a la del Nilo y a las belicosas ciudades griegas. Estas recién llegadas al escenario de la civilización estaban creciendo rápidamente. El éxito completamente inesperado de los griegos contra la torpe expedición de Jerjes parecía haberlas llenado de una energía casi sobrehumana y de una auto-confianza casi divina. Su ciencia estaba dejando atrás al venerable saber de los antiguos. Sus incansables viajeros y comerciantes estaban en todas partes, husmeando con curiosidad en las polvorientas costumbres antiguas. Sus soldados combatían como mercenarios a todo lo largo del borde del Imperio Persa, y ningún griego parecía capaz de resistir su pesado armamento y su arrollador élan.
Durante medio siglo después del fracaso de la expedición de Jerjes contra los griegos, éstos y sus barcos estuvieron hostigando la línea costera persa, estimulando a los rebeldes egipcios y, en general, poniendo obstáculos al gigantesco imperio. Persia aparecía ante todo el mundo como un gigante poco digno que trataba de ahuyentar a la nube de mosquitos griegos que lo picaban ya en un lado, ya en otro.