Darío era un hombre capaz, y, pese a los métodos quizá dudosos por los que llegó al trono, fue el mejor gobernante que iba a tener nunca el Imperio Persa. Más aún, tenía la valiosa capacidad de aprender a moderarse. Nunca permitió que su entusiasmo por el zoroastrismo obnubilase su juicio sobre lo que era conveniente. Una vez derrotada Babilonia, evitó llevarla a la desesperación y concedió a los babilonios el derecho de adorar a sus viejos dioses. Lo mismo hizo con los egipcios, quienes lo consideraron, por eso, como un rey grande y bondadoso.
Hasta ayudó a los judíos. Este pueblo había tratado durante más de veinte años de reconstruir el Templo de Jerusalén, contra la oposición de la población local. Los gobernadores persas de la región fueron convencidos por los sectores anti-judíos de que debían impedir tal construcción. Una orden de Darío modificó esa situación, y en el 516 a. C. el Templo fue reconstruido y consagrado nuevamente.
El Imperio Persa.
Además, como Ciro y Cambises habían sido conquistadores, a Darío le quedaba poco por hacer a este respecto, pues de ser conquistada. Hasta puede que Darío careciese de mucho ánimo para emprender aventuras extranjeras. Intentó algunas, con todo, y extendió el territorio persa hacia el sudeste, hasta los límites con la península de la India.
También envió un ejército a Europa (el primer ejército asiático civilizado que apareció en este continente) y se anexionó algunos territorios situados al norte de Grecia. A los historiadores griegos posteriores, esto debe de haberles parecido mucho más importante que a los mismos persas. En cuanto a las pequeñas pero pendencieras ciudades-Estado griegas, Darío las ignoró casi hasta el final de su reinado. No parecían merecer la pena de ser conquistadas.
Darío dedicó su tiempo principalmente a consolidar conquistas de sus predecesores y hacer del Imperio un mecanismo eficiente. Organizó la administración del extendido Imperio, creando regiones gobernadas separadamente, o «satrapías», por virreyes o «sátrapas», cada una de las cuales constituía una unidad lógica.
Hizo construir excelentes caminos para que hicieran las veces de un sistema nervioso del Imperio, y a lo largo de ellos creó un sistema de correos a caballo (una especie de «poney expreso») que eran los impulsos nerviosos. Fue la eficiencia de este sistema de jinetes lo que mantuvo unido el Imperio en una época en que no había ferrocarriles ni telégrafos. Medio siglo después de la muerte de Darío, Herodoto admiraba a estos infatigables correos con palabras que han atravesado los siglos y ahora sirven como lema de la Administración de Correos de los Estados Unidos:
«Ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor ni las tinieblas de la noche impiden a estos correos hacer los recorridos que tienen asignados».
Darío también reorganizó las finanzas, estimuló el comercio, puso en orden el sistema de impuestos, acuñó moneda y estandarizó los pesos y medidas. En suma realizó pocas acciones espectaculares, de ésas que dan gran fama, como marchas militares, asedios y conquistas, y muchas de esas acciones monótonas y poco románticas, que dan prosperidad y felicidad a un país.
Raramente Asia Occidental, incluyendo Mesopotamia, fue gobernada tan eficiente y suavemente como en los años comprendidos entre el 521 a. C. y el 486 a. C., o sea, el período de poco más de cuarenta años en el cual gobernó Darío.
Al comienzo de su reinado, Darío estableció su capital de invierno en Susa, la antigua capital de Elam (aunque aún pasaba los veranos en la región más fresca de Ecbatana). La elección de Susa era muy juiciosa. No formaba parte de Media ni de Persia propiamente dichas, de modo que ninguno de los dos principales grupos gobernantes podía resentirse. También estaba casi en el punto medio del triángulo formado por las ciudades de Ecbatana, Pasargadas y Babilonia, que eran respectivamente los corazones de Media, Persia y Mesopotamia, de modo que la capital tenía una ubicación central. Con el establecimiento de la capital de Darío en Susa, la región —que antaño había sido Elam— se hizo completamente persa y fue llamada en lo sucesivo «Susiana».
Pero Darío no olvidó completamente que era un persa. Comenzó a trabajar en la construcción de una nueva y magnífica capital para la patria persa, a unos 50 kilómetros al sur de Pasargadas. La llamó Parsa, pero es más conocida por el nombre griego de Persépolis, o «ciudad de los persas».
En el aspecto práctico, Persépolis fue un fracaso, pues nunca llegó a ser una verdadera ciudad, sino que fue solamente una residencia real, o, más exactamente, un mausoleo real. Contenía magníficos palacios, aún hoy impresionantes en sus ruinas. Mientras que Ciro y, tal vez, Cambises fueron enterrados en Pasargadas, Darío I y sus sucesores lo fueron en Persépolis.
Pero, a largo plazo, la obra más importante de Darío fue solamente una inscripción de propaganda que hizo grabar sobre un peñasco cercano a la actual aldea de Behistún. Se halla a unos 120 kilómetros al sudoeste de Ecbatana, en el camino principal entre la vieja capital meda y la aún más vieja Babilonia.
La inscripción fue colocada deliberadamente en un lugar muy elevado, casi inaccesible, donde los grabadores deben de haber hecho su trabajo con un gran riesgo personal. (La razón de esto fue, indudablemente, la determinación de Darío de no permitir que la inscripción fuese borrada o alterada por sucesores que no le tuviesen simpatía. Los gobernantes a menudo reescriben la historia pasada de esta manera, pero Darío no iba a permitir que ocurriera en su caso).
Los hombres vieron la inscripción desde lejos en los siglos siguientes, y un viajero griego, Diodoro Sículo, informó de su existencia cinco siglos después de ser grabada. La atribuyó a la legendaria reina Semíramis, pues los griegos le atribuían toda construcción antigua y monumental. Diodoro consideró que la gran figura humana que se ve sobre la superficie rocosa —que representaba a Darío, claro está— era Semíramis, pese a que tenía una abundante barba.
En tiempos modernos, la inscripción adquirió un nuevo sentido y resultó ser una fuente inapreciable para la historia de Asia Occidental. Ella relata cómo Darío mató al falso Smerdis y subió al trono. Es nuestra fuente para esta historia e indudablemente la relata al gusto de Darío. La misma historia era relatada en tres lenguas diferentes, para que pudieran conocer la versión oficial de ella el mayor número posible de súbditos de Darío, que hablaban diversas lenguas. Esas tres lenguas eran el persa antiguo, el elamita y el acadio.
En 1833, la inscripción atrajo la atención de un oficial del ejército inglés, Henry Creswicke Rawlinson, que se hallaba destinado en Persia. Gracias a la inscripción de Darío y su involuntaria donación al mundo del futuro de una especie de diccionario, fue posible leer los restos de la biblioteca de Asurbanipal. De lo contrario, esa biblioteca no sería más que una colección de ladrillos cubiertos de trazos ininteligibles.
Más tarde, con la ayuda del acadio, también pudo descifrarse el sumerio.