El amable conquistador

Como Ciro fue el fundador de un gran imperio, su vida fue dramatizada por los posteriores creadores de leyendas, de la misma forma que había ocurrido con Sargón de Agadé unos diecisiete siglos antes.

Se suponía que Ciro había sido hijo de una hija de Astiages, rey de Media. Un oráculo dijo a Astiages que su nieto estaba destinado a ser causa de su muerte, de modo que lo hizo abandonar en las montañas para que muriera. Pero lo encontró una perra que lo cuidó, hasta que un pastor halló al niño y se lo llevó consigo. Naturalmente, cuando Ciro se hizo adulto, se cumplió el oráculo y fue causa de la muerte de su abuelo.

Podemos dejar de lado todo esto. Hay tantas leyendas de este género, y todas tan similares, que se les puede atribuir muy escaso valor. Por lo común, su finalidad es convencer al pueblo de que un rey usurpador es realmente un miembro de la vieja familia real, al menos por el lado materno.

En realidad, Ciro empezó como jefe del principado de Anshan, tierra adyacente a la frontera meridional de lo que había sido antaño Elam. Llevó el título de Ciro II de Anshan y hacía remontar su rango a un antepasado llamado Hakhamani que quizás haya gobernado siglo y medio antes que él. Los griegos convirtieron este nombre en Aquemenes, por lo que sus descendientes, incluido Ciro, eran llamados los aqueménidas.

En tiempos de Ciaxares, las tribus de Anshan fueron absorbidas en el Imperio medo, aunque conservaron una considerable autonomía bajo sus propios caciques. La región más vasta de la que Anshan formaba parte se extendía por las costas septentrionales del golfo Pérsico y era llamada Fars por los nativos. Nosotros la conocemos por la forma griega del nombre: Persis, que en castellano ha dado «Persia», y las tribus iranias que habitaban Fars nos son conocidas como persas; por ello, la masa de agua del sur es llamada el golfo Pérsico.

Es importante recordar que los medos y los persas eran miembros del grupo iranio de tribus. Su lengua era la misma, al igual que sus costumbres y su cultura. Cuando Persia luchó contra Media, sólo se trató de una guerra civil, y si un persa reemplazaba a un medo en el trono, en realidad sólo era el establecimiento de una nueva dinastía.

En el 559 a. C., Ciro declaró a Anshan independiente de Media. Astiages, que había reinado en paz durante un cuarto de siglo, era renuente a moverse, y por último lo hizo ineficazmente. Una expedición sin entusiasmo enviada a Persia fue fácilmente derrotada por Ciro, quien luego construyó la ciudad de Pasargadas —«la fortaleza de Persia»— en el lugar de la victoria. Esta ciudad, bien en el interior de Persia, a unos 200 kilómetros del golfo Pérsico, fue su nueva capital.

Nabónido de Caldea se alegró mucho de estos hechos. Aunque Caldea y Media habían vivido en paz desde la caída de Asiria, Media era una gran vecina que limitaba con Caldea por el Norte y el Este, y representaba un enemigo potencial para el futuro. Nabónido estimuló a Ciro, pensando que, de este modo, contribuía a provocar una larga e indecisa guerra civil que desangraría a Media y la debilitaría. Hasta aprovechó la ocasión para obtener un pequeño beneficio personal. En el 553 a. C., se apoderó de Harrán, su ciudad natal e importante sede del culto de Sin, arrancándosela al preocupado Astiages.

Pero los cálculos de Nabónido eran equivocados. La guerra civil no fue sangrienta ni terriblemente larga. Ciro obtuvo gradualmente la adhesión de las otras tribus persas y fue conquistando poco a poco el Imperio por la diplomacia, más que por la guerra. Finalmente, en el 550 a. C., marchó sobre la capital meda, Ecbatana, situada a unos 500 kilómetros al norte de Anshan. Astiages fue fácilmente derrotado, y Ciro trasladó su capital a Ecbatana. Se convirtió en el gobernante indiscutido de Media, que en adelante fue conocida como el Imperio Persa.

Así cayó Media, la primera de las cuatro grandes potencias que se dividían el Oeste civilizado cuando Nabónido subió al trono. Debió de quedarse estupefacto ante la completa y casi incruenta victoria de Ciro. Pero quizá se consoló con la idea de que Ciro había saciado sus ambiciones y que, en el trono medo, no sería más ávido de nuevas conquistas de lo que habían sido los reyes medos. Parece haber actuado de acuerdo con esta teoría, pues en los años posteriores a la caída de Media, Nabónido se dedicó a una misteriosa tarea en las regiones desérticas del sudoeste de Caldea. Quizá fue una expedición de anticuario.

Pero si Nabónido contó con el pacifismo de Ciro, sus cálculos eran equivocados.

Luego le tocó el turno a Lidia, gobernada a la sazón por Creso, cuya riqueza hizo de él un personaje legendario. Creso, en verdad, le hizo el juego a Ciro al declarar la guerra a Persia. Según la tradición, Creso se sintió animado a hacerlo por un oráculo según el cual si lanzaba su ataque, caería un gran imperio. Y así fue: el suyo propio. En el 547 a. C. toda Asia Menor era persa, y Ciro gobernó sobre el mayor imperio (en superficie) que se habla conocido hasta entonces en el Occidente.

Después del ataque a Lidia, Nabónido se percató de que sus cálculos eran errados. Trató de unirse con Egipto para ayudar a Lidia, pero esta ayuda fue ineficaz. En verdad, fue peor que inútil, pues brindó a Ciro la excusa para volverse contra Caldea.

En el 539 a. C., se produjo el fin. Nabónido, incapaz de llevar una guerra activa, dejó la defensa de la ciudad a su hijo Baltasar, pero no hubo ninguna defensa digna de mención. Ciro era un maestro de la guerra psicológica e hizo acuerdos con los sacerdotes de Marduk, cuyo descontento con Nabónido los llevó fácilmente a la traición.

Así, Ciro dispuso de una poderosa quinta columna dentro de la ciudad, que se rindió prácticamente sin descargar un golpe. El libro bíblico de Daniel dice que Baltasar estaba disfrutando de un banquete cuando los persas se preparaban para atacar a la ciudad, pero este cuento no hace justicia al pobre general. Condujo sus ejércitos lo mejor que pudo y murió combatiendo en algún lugar fuera de la ciudad. Nabónido fue exiliado al Este, lejos, y el Imperio Caldeo llegó a su fin sólo ochenta años después de haber sido fundado.

Ciro mantuvo su parte del acuerdo. Tan pronto como entró en Babilonia, restauró a los sarcedotes de Marduk al rango que ellos juzgaban apropiado. Más aún, él mismo asumió deliberadamente las funciones sacerdotales propias de un rey babilonio y se presentó como humilde servidor de Marduk. El resultado de esto fue que los sacerdotes ensalzaron profusamente a Ciro y mantuvieron la ciudad apartada de toda rebelión después de marcharse él.

Ciro fue un conquistador que comprendió las virtudes de la bondad, en oposición al terror. Al tratar a los conquistados amablemente y con toda consideración, se los ganaba y podía sentarse con mayor seguridad en un trono menos sangriento; así pudo gobernar un territorio más vasto que el de cualquier conquistador anterior. Es sorprendente que se necesitase tanto tiempo para que alguien osara hacer el experimento, y más sorprendente aún que tan pocos conquistadores hayan aprendido esta lección en apariencia tan sencilla.

El nuevo conquistador se ganó fama inmortal por otro sencillo acto de bondad. Permitió a los exiliados en Babilonia retornar a sus tierras natales. Entre ellos estaban los judíos, parte de los cuales retornaron inmediatamente a Jerusalén. El Segundo Isaías puso a Ciro por los cielos a causa de esto, y el deleite bíblico por el gentil conquistador ha creado una opinión favorable a él en la mente de cientos de millones de personas desde entonces, personas que de otro modo jamás habrían oído hablar de Ciro. (¿Podía él de algún modo haber previsto que éste sería el resultado de su acción?).

Sólo una pequeña parte de los judíos babilonios volvieron a Jerusalén. La mayoría permaneció en una ciudad y una región que, en ese momento, ellos consideraban como su hogar y en donde se sentían bien. Y durante los quince siglos siguientes la colonia judía de Mesopotamia fue un importante centro del saber judaico.

La conquista persa de Babilonia marcó un hito importante en la historia mesopotámica. Después de casi dos mil años de dominación de diversos pueblos de lenguas semíticas, la tierra fue gobernada por un pueblo que hablaba una lengua indoeuropea. Ello hizo que fuera mucho más difícil absorber a los nuevos amos, que tenían una cultura y un origen muy diferentes de los de los pueblos mesopotámicos.

Sin duda, los persas sintieron atracción por la antigua civilización mesopotámica. Adoptaron la escritura cuneiforme y se mostraron favorables a la religión de Marduk. Pero no aceptaron el acadio y su complicado conjunto de símbolos cuneiformes. En cambio estimularon la segunda lengua de la región, el arameo. Era también una lengua semítica, pero tenía una base alfabética. Bajo la dominación persa, el arameo se convirtió en la lengua principal de Mesopotamia, y el acadio quedó limitado a la liturgia religiosa. Y aun en ésta se esfumó; la última inscripción acadia que tenemos data de aproximadamente el 270 a. C., dos siglos y medio posterior a la conquista persa. Luego, esa lengua se extinguió, dos mil años después de que Sargón de Agadé la impusiera sobre el sumerio.

Luego, los reyes persas también instalaron sus capitales fuera de Mesopotamia, de modo que por primera vez en la historia el pueblo de la región tuvo un amo que residía en el exterior. Esto hizo que los reyes persas experimentasen la influencia mesopotámica desde cierta distancia, y nunca se asimilaron enteramente a esa antigua cultura. En verdad, los gobernantes persas cayeron cada vez más bajo la influencia de un nuevo modo de pensamiento que tuvo resultados desastrosos para Mesopotamia.