El reinado de Nabucodonosor fue muy importante para los judíos; en verdad, fue un viraje decisivo en su historia. A primera vista, podía parecer que el fin de su independencia, de su monarquía, de su capital y de su templo pondría punto final a la historia judía. Pero sobrevivieron.
Ello fue el resultado, en parte, de la atmósfera cosmopolita de Babilonia y de su tolerancia religiosa. En el exilio, los judíos no fueron oprimidos. Por el contrario, pudieron comprar tierras, dedicarse a los negocios y hasta prosperar. En efecto, cuando algunos de ellos pudieron retornar a Jerusalén, los que se quedaron eran bastante prósperos como para brindarles una considerable ayuda:
«Todos los que habitaban en derredor suyo les dieron objetos de plata y oro, utensilios y cosas preciosas» (Esdras, 1,6).
Además, los judíos conservaron en buena medida su libertad religiosa. No se hizo ningún esfuerzo para obligarlos a adorar a Marduk.
Sin duda, en el libro bíblico de Daniel hay cuentos sobre la persecución de Daniel y otros tres judíos (Sidraj, Misaj y Abed-Nego) por Nabucodonosor, quien los hizo arrojar a hornos llameantes y a las guaridas de los leones. El Libro de Daniel fue escrito cuatro siglos después del cautiverio babilónico, en una época en que los judíos eran perseguidos por un rey grecohablante, Antíoco IV. El Libro de Daniel, al hablar de persecuciones anteriores, servía al fin de alentar la resistencia de los judíos contra Antíoco.
Fue por el Libro de Daniel por lo que Babilonia llegó a ser considerada como el símbolo mismo del poder pagano y perseguidor. En siglos posteriores, su nombre fue usado para aludir a Roma, que era pintada como una cloaca de vicios (como en el Libro del Apocalipsis, por ejemplo). A causa de las diversas referencias bíblicas, todavía hoy tendemos a juzgar a Babilonia como si hubiese sido una ciudad particularmente perversa, lo cual es totalmente injusto, pues no lo fue más que cualquier otra gran ciudad.
En verdad, los judíos fueron tan bien tratados en Babilonia que no hay indicio alguno de que hayan creado problemas a las autoridades. Durante el período del exilio, el principal profeta judío de la época fue Ezequiel, quien hablaba como un cabal patriota babilonio. Lanzaba amargas invectivas contra todos los enemigos de Nabucodonosor, predecía la destrucción de Tiro y Egipto (que no ocurrió), pero nunca predecía el mal para la misma Babilonia. Hasta de la destrucción de Jerusalén culpaba, no a Nabucodonosor, sino a las malas costumbres de los mismos judíos.
Ezequiel fue el causante de un hecho muy notable, algo que no tenía precedentes en la historia y que explica más aún que la tolerancia babilónica el resurgimiento judío. Durante todos los tiempos antiguos, se daba por sentado que, cuando un pueblo era derrotado, sus dioses lo eran también, y cuando un pueblo era deportado, perdía su sentido de identidad nacional, moría como nación y sus dioses morían con él. Es lo que les había ocurrido a los israelitas deportados por Sargón dos siglos antes.
Pero no ocurrió con los judíos. Habían perdido su tierra y su templo, pero Ezequiel sostenía firmemente que no había sido porque su dios fuese débil o hubiese sido derrotado. Solamente estaba disgustado y quería castigar a los judíos. Cumplido el castigo, los judíos retornarían; mientras tanto, lo mejor que podían hacer los judíos era aprender a ser buenos.
Bajo la guía de Ezequiel, algunos sabios judíos exiliados (los escribas), empezaron a poner por escrito leyendas y testimonios históricos judíos, y a organizarlos de un modo adecuado al esquema de la historia que Ezequiel y los otros juzgaban correcto. Así nacieron los primeros libros de la Biblia en su forma actual.
Los judíos de Babilonia se sintieron atraídos por la cultura babilónica, por supuesto, como todos los pueblos que entraron en Mesopotamia después de que los sumerios creasen su cultura. Por ello, no podían dejar de adoptar algo del saber babilónico.
Sus propios testimonios se remontaban a su entrada en Canaán, con oscuras leyendas sobre Moisés y, antes que él, sobre los remotos patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob.
Mas para la época anterior a Abraham, dependían de las leyendas babilónicas, y los primeros diez libros del Génesis contienen esas leyendas, aunque eliminados de ellas el politeísmo y la idolatría. El gran relato de la Creación del primer capítulo del Génesis probablemente es de inspiración babilónica. El monstruo del caos, Tiamat, se convierte en «Tehom» («lo profundo»), sobre el que se cernía el espíritu de Dios.
La lista de los diez patriarcas anteriores al Diluvio, y el Diluvio mismo, parecen provenir directamente de los antiguos registros sumerios conservados por los sacerdotes babilonios de tiempos de Nabucodonosor.
La torre de Babel (Génesis, 11,1-9) es una versión del zigurat, y el cuento de que había sido dejado sin terminar probablemente estaba inspirado en el estado inconcluso del zigurat dedicado a Marduk en Babilonia por la época en que los judíos fueron llevados al exilio.
El sueño de Jacob de la escala que se extiende desde la tierra al cielo (Génesis, 28,12), con ángeles que suben y bajan, tal vez se haya inspirado también en los zigurats, con sus escaleras externas que se elevan de un piso al siguiente por las que subían y bajaban las solemnes procesiones de los sacerdotes.
La historia de Abram (Abraham), el primitivo personaje del que todos los judíos pretendían, con reverencia, descender, estaba también vinculada con Babilonia. La historia bíblica dice que Abraham llegó a Canaán desde Harrán (que muchos siglos más tarde iba a ser el último puesto de resistencia asiria) y que su familia permaneció allí. Fue a Harrán adonde envió a buscar una esposa para su hijo Isaac, y donde Jacob halló cuatro esposas.
Esto parece muy razonable, pues Harrán, en los tiempos patriarcales, era un centro hurrita, y se han hallado muchas semejanzas entre las costumbres de los patriarcas, tales como las describe la Biblia, y las de los hurritas.
En la historia que poseemos del Génesis, sin embargo, se dice que Abram y su familia llegaron a Harrán desde «Ur de los caldeos». Es posible que esta leyenda refleje una emigración real de Sumeria a Canaán. Pero también es posible que los escribas que estaban puliendo y editando las leyendas judías no resistiesen la tentación de hacer remontar los orígenes judíos a la elevada civilización babilónica y se presentasen como iguales a sus conquistadores en cuanto a ascendencia y antigüedad.
Ur existía aún en tiempos de Nabucodonosor; era una aldea en decadencia y casi muerta, pero que había tenido un importante pasado de grandeza en oscuros y remotos tiempos. Ur quizás haya sido elegida por ese halo de remota antigüedad que la rodeaba. Es llamada con el anacrónico nombre de «Ur de los caldeos», pues aunque los caldeos gobernaban allí en la época de Nabucodonosor, ciertamente no la gobernaban en la época de Abraham, casi quince siglos antes.
Los judíos hicieron peculiarmente suyas todas estas leyendas. Tomaron el calendario de los babilonios y lo hicieron suyo, también, y hasta lo conservaron durante dos mil años después del fin de la civilización babilónica. Aún hoy, el calendario religioso judío es babilónico hasta en los nombres de los meses.
Los judíos también adoptaron la semana babilónica de siete días, pero hicieron del séptimo día, el Sabbath típicamente judío, un día particularmente dedicado a Dios. La «Ley de Moisés» constituye buena parte de los primeros libros de la Biblia, e indudablemente debe mucho a la inspiración de los códigos provenientes de los de Hammurabi y sus predecesores.
En lo sucesivo, ya no hubo peligro alguno de que los judíos perdiesen su conciencia nacional. Aun sin su tierra y su templo, ahora tenían la Biblia, su Ley y su Sabbath; se habían distinguido de otros pueblos, habían obtenido una identidad y asegurado su supervivencia. Aunque no hubiesen retornado a Jerusalén, habrían conservado su identidad. La prueba de ello es que la han conservado durante los veinticinco siglos transcurridos desde la época de Ezequiel, pese a un exilio intensificado, mucho más largo y más duro que todo lo que les pudo infligir Nabucodonosor. Hay buenas razones, pues, para que Ezequiel, el profeta que vivió en Babilonia, sea llamado el «padre del judaísmo».
Y esto no es todo. Una generación después de Ezequiel, profeta que fue quizás el más grande de los profetas judíos. Aparte de sus escritos, no sabemos nada de él, ni siquiera su nombre.
Su obra fue atribuida a un profeta anterior, Isaías, que vivió en tiempos del asedio de Jerusalén por Senaquerib, dos siglos antes, y ha sido incluida en el libro bíblico de Isaías en la forma de los capítulos 40 a 55, inclusive. Los comentaristas modernos lo llaman «el Segundo Isaías».
Fue el Segundo Isaías quien, por vez primera, tuvo una clara visión de Yahvé como un dios que no lo era solamente de los judíos. Lo consideró como el Dios de todo el Universo. Con el Segundo Isaías, aparece el verdadero monoteísmo. La universalidad de Dios fue reconocida por los judíos posteriores, en general, por nacionalistas que fuesen. Fue esta concepción la que hizo posible que el judaísmo diera origen a la religión cristiana y a la islámica, hijas de aquél, que se difundieron por vastas regiones y grandes poblaciones, a las que el judaísmo nunca llegó.
Y también ese concepto nació en Babilonia.