El auge de Babilonia

En la segunda mitad de su reinado, Nabucodonosor se centró en Babilonia, a la que embelleció, como Asurbanipal había embellecido a Nínive.

Pero Nabucodonosor superó los hechos de su predecesor, y fue en su época, no antes, cuando Babilonia se convirtió verdaderamente en la ciudad legendaria, la enorme y rica metrópoli.

En tiempos de Nabucodonosor, Babilonia fue, indudablemente, la mayor ciudad del mundo occidental. Tebas, en el sur de Egipto, quizás haya sido más impresionante en su apogeo, con sus colosales templos y monumentos, pero por entonces había decaído, lo mismo que su gemela septentrional, Menfis. Las ciudades griegas de la época eran apenas algo más que insignificantes aldeas agrupadas alrededor de un pequeño templo o dos, y Roma era una remota aldea italiana de la que nadie había oído hablar todavía.

Un siglo después de Nabucodonosor, el historiador griego Herodoto visitó Babilonia y habló de ella con entrecortada admiración. Afirmó que cubría una superficie cuadrada, de veintidós kilómetros por lado (que sería un tamaño considerable, aun considerándolo según patrones modernos), y que sus murallas tenían 100 metros de alto y 27 de ancho.

Muy probablemente se trata de una exageración, resultado de la pronta aceptación por Herodoto de las jactanciosas cifras que le presentaron los sacerdotes babilonios. Nuestras excavaciones actuales no indican que Babilonia haya sido tan grande ni que sus murallas tuviesen ese tamaño. Con todo, debe de haber sido muy impresionante.

Se suponía que, en su apogeo, Babilonia había llegado a tener un millón de habitantes. Esto también probablemente sea una exageración, aunque le agreguemos la gente de los diversos suburbios. Pero si se acepta esa cifra, Babilonia sería la primera ciudad en la historia del mundo occidental que llegó a ser «millonaria» en lo que respecta al número de sus habitantes, y no iba a haber otra hasta la Roma imperial de seis siglos más tarde.

Una de las puertas de entrada a la ciudad es la llamada Puerta de Ishtar. Ha sido excavada por los arqueólogos y se ve que ha estado decorada con ladrillos azules esmaltados con relieves, en rojo y blanco, de toros y dragones. Al pasar por dicha puerta, se penetra en lo que queda de la calle principal de la ciudad, bordeada por ambos lados por muros de ladrillos con leones en relieve, además de otras decoraciones.

El complejo de edificios que constituía el palacio de Nabucodonosor cubría 52.000 metros cuadrados de terreno, y su habitación más grande —la sala del trono, donde se recibía a las delegaciones extranjeras— tenía unos 70 metros de largo y casi otro tanto de ancho. Sus muros también estaban decorados con leones en ladrillos esmaltados.

El palacio se levantaba sobre una eminencia que dominaba la ciudad y hay signos de que Nabucodonosor hizo elevar allí construcciones que luego fueron cubiertas de tierra y en las que se plantaron arbustos y flores. Según la leyenda, lo hizo para agradar a su esposa meda, que detestaba la tierra llana de Babilonia y añoraba las colinas de su patria. Para satisfacerla, Nabucodonosor habría hecho construir esas colinas artificiales.

Contemplados desde cierta distancia, los jardines parecen suspendidos en el aire: son los famosos Jardines Colgantes de Babilonia, que los griegos admiraban y hacían figurar entre las Siete Maravillas del Mundo.

Nabucodonosor embelleció y amplió los templos, de los que había más de mil cien en Babilonia. Rindió especiales honores a Marduk e hizo terminar un gran zigurat dedicado a éste, que había quedado inconcluso durante largo tiempo a causa de las continuas guerras con Asiria. Una vez acabado, fue el más grande templo babilónico de todos los tiempos, de 100 metros de lado y con siete pisos de altura decreciente (uno por cada planeta, se cree) que se elevaban hacia el cielo.

Babilonia era un centro comercial, y hombres de todas las naciones se apiñaban en ella. Era también la cabeza intelectual del mundo, pues toda la ciencia y la técnica acumuladas desde los sumerios, tres mil años atrás, estaban disponibles en sus centros de enseñanza.

Los griegos, en particular, fueron allí a aprender. La ciencia griega se originó con un hombre llamado Tales, que vivió en la ciudad de Mileto, sobre la costa egea de Asia Menor, justamente por la época en que Nabucodonosor gobernaba en Babilonia. Según la leyenda, viajó a Babilonia para educarse. Lo mismo hicieron, siempre según la leyenda, todos los primeros filósofos griegos que siguieron a Tales; Pitágoras, por ejemplo.

Indudablemente, los comienzos de la ciencia griega en tiempos de Nabucodonosor pueden ser atribuidos en parte al saber babilónico llevado a su patria (y mejorado) por los primeros filósofos griegos.

Tales llevó consigo de vuelta y mejoró ciertos elementos de la matemática babilónica. Fue entonces cuando penetró en Occidente el viejo hábito sumerio de cálculo mediante un sistema sexagesimal, por lo que la hora aún tiene sesenta minutos y la circunferencia de un círculo 360 grados.

Pitágoras debió de aprender el viejo saber astronómico acumulado por los babilonios. En efecto, la astronomía era una especialidad de los sabios babilonios durante esa época de auge de la ciudad. Tanto maravilló a otros hombres el saber astronómico babilónico que la misma palabra «caldeo» llegó a significar astrónomo. Y puesto que el propósito principal de la astronomía de aquel entonces era conocer la influencia que ejercen los planetas y las estrellas sobre los sucesos que ocurren en la Tierra, la palabra también llegó a significar «astrólogo» y «mago».

Así, los griegos habían creído en un principio que la estrella vespertina y la estrella matutina eran dos planetas distintos, a los que llamaban Hésperos («Oeste») y Phosphóros («portador de luz»), respectivamente. Pero Pitágoras, después de visitar Babilonia, arguyó que se trataba de un mismo planeta, que aparecía a un lado del Sol en ciertas ocasiones y al otro lado en otras.

Además, los griegos también adoptaron la costumbre babilónica de dar a los planetas nombres en homenaje a los dioses. A la estrella vespertina y matutina, los babilonios la llamaban Ishtar, en honor a su diosa de la belleza y el amor, nombre apropiado para ese planeta que es el más bello y brillante en el cielo. Cuando los griegos abandonaron los nombres de Hésperos y Phosphóros, también ellos pusieron al planeta el nombre de su diosa de la belleza y el amor, Afrodita. Los romanos la llamaron Venus, y es este nombre el que perdura en la actualidad.

Venus sólo es visible al atardecer y en la mañana, pero otro planeta que es casi igualmente brillante puede ser visible durante toda la noche. Parecía natural ponerle el nombre del dios principal. Los babilonios lo llamaron Marduk; los griegos, Zeus; y los romanos, Júpiter. Análogamente, un planeta rojizo, del color de la sangre y que, por ende, recuerda la guerra, recibió el nombre del dios de la guerra: Nergal para los babilonios, Ares para los griegos y Marte para los romanos.

En tiempos de Nabucodonosor, los babilonios habían elaborado un minucioso calendario basado en las fases de la Luna. Cada luna nueva comenzaba un nuevo mes. Lamentablemente, había 354 días en 12 meses lunares semejantes, mientras que el ciclo total de las estaciones (el año solar) era de 365 días. Para mantener los meses a la par de las estaciones, algunos años debían tener 13 meses. Los babilonios elaboraron un ciclo de 19 años en el que había 12 años con 12 meses y siete años con trece meses, siguiendo un esquema fijo que mantenía a la par la luna y el sol.

Ese calendario fue adoptado por los griegos, y durante cinco siglos no se hizo nada mejor, hasta que Julio César dispuso la elaboración de un calendario que es, en esencia, el nuestro, basado en un original egipcio.