Los últimos catorce años del reinado de Asurbanipal son una laguna en la historia. No sabemos casi nada de ellos.
Por la época de la destrucción de Elam, Asurbanipal había reinado durante catorce duros años y probablemente estaba cerca de los sesenta. Sin duda, estaba cansado y anhelaba un período de paz en el cual permanecer en su palacio con sus amadas antigüedades. A fin de cuentas, el Imperio estaba en calma y, excepto Egipto, casi intacto.
Podemos imaginarlo decidiendo con hosca obstinación que se había ganado el reposo y que Egipto se fuese al demonio. De modo que desapareció en su palacio, y puede ser este período de su vida el que contribuyó a inspirar esa parte de la leyenda griega de Sardanápalo, según la cual permanecía oculto en su harén.
Pero aunque la paz parecía reinar en el Imperio no era más que una ilusión. No era la paz, sino más bien una muerte próxima. Las guerras sin fin habían finalmente desgastado a los asirios. Las devastaciones cimerias de Asia Menor y la misma destrucción de Elam por Asurbanipal habían arruinado las rutas comerciales; la prosperidad es probable que declinara radicalmente.
El letargo de Asurbanipal hacia el fin de su reinado empeoró aún más las cosas. El ejército asirio se enmoheció con la inactividad y los pueblos sojuzgados cobraron ánimo. Egipto era un ejemplo resonante, pues se había rebelado y había logrado mantener su rebelión.
La que mejor asimiló la lección fue Babilonia, donde los caldeos, que habían resistido a Sargón, Senaquerib y Asurbanipal, aún soñaban con la independencia pese a su triple derrota. El virrey de Asurbanipal, establecido en Babilonia después de la autoinmolación de Shamash-shum-ukin, murió en el 627 a. C., y durante un momento hubo una pugna entre varios contendientes que aspiraban al poder local. El vencedor fue un caldeo llamado Nabu-apal-usur, mejor conocido para nosotros por la deformada versión de «Nabopolasar».
Era evidente que Nabopolasar planeaba independizarse, y si Asiria hubiese sido lo que antaño fue, nunca habría permitido que llegara al poder. Pero Asurbanipal se estaba muriendo y Asiria estaba paralizada.
En el 625 a. C., Asurbanipal murió, después de haber reinado durante cuarenta y tres años. Su muerte fue el comienzo del desastre, pues no tuvo ningún sucesor fuerte. Los sargónidas habían dado cuatro representantes de excepcional vigor y capacidad. No apareció un quinto.
Asurbanipal fue sucedido primero por uno de sus hijos, que reinó cinco años, y luego por otro. Ninguno de ellos se destaca de la oscura bruma que oculta la historia de Asiria después de la destrucción de Elam por Asurbanipal.
Casi inmediatamente después de morir el viejo rey, Nabopolasar, sondeando el vigor del nuevo rey, declaró su independencia de Asiria. Eso suponía la guerra, claro está. Por debilitada que estuviese Asiria, por incompetente que fuera su rey, sólo conocía un modo de vida, el del combate. Durante diez años, se libró una continua guerra entre Nínive y Babilonia, mientras otras partes del Imperio aprovechaban la oportunidad para liberarse de la opresión asiria.
Lentamente, Asiria se hundió bajo el peso, pero luchó por cada centímetro de terreno con una resolución que no podemos por menos de admirar. Nabopolasar y sus caldeos avanzaron aguas arriba penetrando en pleno corazón de Asiria, pero a un costo tremendo. El líder caldeo tuvo que buscar ansiosamente una ayuda, para que un leve giro de la fortuna no le hiciese perder todo lo que había ganado.
Halló sus aliados entre los nómadas del Norte y el Este. Durante el reinado de Asurbanipal, los medos y los escitas habían estado luchando entre sí, lo cual servía a los fines de aquél. Pero había surgido una lenta y más constante tendencia hacia la unidad de las tribus. En los últimos días de Asurbanipal, un jefe medo que conocemos por la versión griega de su nombre, Ciaxares, logró afirmar su hegemonía sobre un grupo de tribus, tanto escitas como medas. En el 625 a. C., apareció como rey de una Media independiente que se extendía por la mayor parte del Irán moderno.
Fue a Ciaxares a quien se dirigió Nabopolasar. En el 616 a. C., cuando Asiria estaba luchando con la espalda contra la pared, defendiendo las antiguas ciudades de su tierra, Nabopolasar selló una alianza con los medos. El tratado quedó confirmado por un arreglo matrimonial. El hijo de Nabopolasar (de quien hablaremos más adelante) contrajo matrimonio con la hija de Ciaxares.
Así, Ciaxares se lanzó al ataque contra Asiria y tomó Asur, la antigua capital. Realmente, fue el fin. Asiria podía combatir contra sus dos enemigos con indoblegable resolución, pero la victoria era imposible.
En verdad, tal era la posición de Asiria que se vio obligada a formar una alianza con Egipto. ¿Qué otra cosa puede indicar de manera más cabal la desesperación asiria? Sólo cuarenta años antes, Asiria había marchado a lo largo del Nilo con el orgullo que da el poder, y ahora debía pedir humildemente ayuda a un faraón que había sido antaño un títere asirio.
Egipto aceptó, no por espíritu de bondad, sino por un cuidadoso cálculo: no quería una victoria decisiva de ninguno de los contendientes. Una Asiria débil le convenía, pero una Asiria destruida, no. Si Nabopolasar triunfaba totalmente, representaría un nuevo peligro.
Pero la ayuda egipcia fue demasiado escasa y demasiado tardía. En el 612 a. C., Nabopolasar y Ciaxares sitiaron conjuntamente a Nínive y la tomaron, mientras un grito de alegría brotaba de los pueblos sometidos que durante tanto tiempo habían estado bajo la pesada mano armada de Asiria.
El profeta de Judá, Nahúm, exclama: «¡Ay de la ciudad sanguinaria!» (Nahúm, 3,1), y termina, sin remordimientos: «Cuantos oigan hablar de ti [las noticias de la destrucción de Nínive], batirán palmas por tu causa, porque ¿sobre quién no descargó sin tregua tu maldad?» (Nahúm, 3,19).
Nínive fue destruida de un modo tan completo que da testimonio del odio que se le tenía. Y sus conquistadores nunca permitieron que fuera reconstruida. Desapareció de la historia y de la conciencia misma del hombre. Dos siglos más tarde, un ejército griego pasó por allí y tuvo que preguntar qué era ese gran montículo de tierra. Era todo lo que quedaba de la gran capital, y fue todo lo que quedó hasta el siglo XIX.
Sólo el hecho accidental de que los judíos incorporasen el odiado nombre a sus escritos bíblicos la mantuvo viva en la memoria de la humanidad occidental.