Frustración y furia

El sucesor de Sargón fue Sin-akhe-eriba («Sin ha aumentado los hermanos»). Aparentemente, era un hijo menor y su madre agradecía al dios de la luna, Sin, el número de muchachos que había dado al rey. Conocemos al nuevo gobernante por la forma de su nombre que aparece en la Biblia: Senaquerib.

Como tantos otros reyes asirios, Senaquerib juzgó necesario tener una capital propia. La magnífica capital que acababa de construir su padre no le parecía adecuada.

Quizás llevaba demasiado el sello de su padre, y Senaquerib quería algo sobre lo cual poner su propio sello.

Cualquiera que haya sido la razón, eligió Nínive como capital. Era una vieja ciudad que existía como puesto fronterizo septentrional desde los más antiguos tiempos sumerios. Había sido siempre una ciudad importante de Asiria, pero nunca había sido capital.

Senaquerib la reconstruyó desde los cimientos e hizo de ella una gran metrópoli. Para llevar a ella agua dulce, por ejemplo, hizo construir un canal de piedra especial que descendía hacia el Sur desde las colinas situadas a varios kilómetros al Norte. En algunos lugares tenía veinticinco metros de ancho; así, se llevaba agua a través de un valle por un acueducto de piedra que fue un predecesor de los que más tarde construirían los romanos.

El rey se construyó un gran palacio de ochenta habitaciones que tenía 200 metros de ancho por 210 de largo. Flanqueaban sus puertas esos característicos elementos de la escultura asiria que eran los toros alados de piedra, de unas veinte toneladas de peso, con cabezas de monarcas barbudos. Al parecer, representaban un tipo de espíritu poderoso que protegía la entrada al palacio y, por ende, al rey que vivía en él. (Era común esta idea de proteger las puertas. Los egipcios usaban para ello esfinges, leones con cabeza humana. Nosotros mismos tendemos a usar leones, como en la Biblioteca Pública de Nueva York).

Esos toros alados se ven tan a menudo en conexión con escritos sobre Asiria que han llegado a ser casi como representantes de esa tierra, como el águila de los Estados Unidos o el oso de Rusia. En verdad, la fama de Nínive debe de haber difundido el conocimiento de esos seres alados por todas las partes del Imperio. Parece cierto, por ejemplo, que los misteriosos «querubines» mencionados en la Biblia eran esos toros alados o algo muy similar a ellos: es un poderoso querubín con una espada de fuego el que cierra el camino de retorno al Jardín del Edén, seis querubines alados custodian el Trono Divino en la visión de Isaías, y dos querubines (no descritos) están en la cima del Arca de la Alianza.

Por diversas razones, los querubines dejaron de ser bestias temibles, sobrenaturales y con cabezas de hombre para convertirse, primero, en ángeles y, luego, en ángeles niños. Hoy tendemos a llamar «querubín» a un bonito bebé, pero no soñamos en aplicar este nombre a quienes más corresponde: a los majestuosos monstruos que custodiaban la entrada del imponente palacio de Senaquerib.

Nínive fue la capital del Imperio durante el resto de la vida de éste. Fue un lapso inferior a un siglo, pero en este período florecieron muchos de los profetas de Judá, y sus acusaciones contra la capital asiria dieron a Nínive una fama que ha persistido hasta hoy y ha borrado toda idea de capitales anteriores de la mente de la mayoría de los hombres.

Los judíos tenían buenas razones para execrar a Nínive, pues el rey que hizo de ella su capital devastó Judá.

Senaquerib tuvo que afrontar el problema habitual de un nuevo déspota de cualquier imperio, más aún de uno tan odiado como el asirio. Los fuegos que su padre había extinguido se encendieron nuevamente.

Tampoco esos fuegos fueron totalmente espontáneos. En los lindes del Imperio había naciones independientes que trataban continuamente de estimular la rebelión en el Reino Asirio. Sólo manteniendo al temido ejército asirio constantemente ocupado sofocando rebeliones podían esas naciones estar seguras de que ellas no serían amenazadas de conquista.

En la frontera occidental del Imperio Asirio estaba Egipto, que intrigaba permanentemente con Judá y los otros pequeños Estados del Oeste. Egipto ofrecía dinero y prometía ayuda militar si éstos emprendían una enérgica acción antiasiria. En el borde sudoriental del Imperio estaba Elam, cuya especialidad era mantener siempre activos a los caldeos de Babilonia, mediante los refugiados políticos que recibía.

Elam estimuló a Marodac-Baladán, el caldeo, a apoderarse de Babilonia tan pronto como Sargón murió. Senaquerib tuvo que lanzarse aguas abajo y derrotar nuevamente al caldeo. Luego, se dirigió al Oeste, para hacer frente a otra amenaza.

Sucumbiendo a los halagos egipcios, Ezequías, rey de Judá, se negó a pagar el tributo a Asiria. Esto equivalía a una declaración formal de rebelión. Senaquerib atravesó Judá y los territorios circundantes devastando todo con frío y eficiente salvajismo, y puso sitio a Jerusalén en el 701 a. C.

Jerusalén estaba en una posición fuerte y casi inexpugnable y Ezequías se había preparado bien, con gran acopio de provisiones. Sin embargo, observadores imparciales habrían pensado que el destino de Jerusalén estaba sellado y que, a la larga, el ejército asirio debía tomar la ciudad, por hambre o por asalto.

Pero el ejército asirio no tomó Jerusalén. Ésta quedó intacta, y el júbilo que despertó este hecho aún resuena en la Biblia. Según el relato bíblico, una repentina peste asoló por la noche al ejército asirio y las diezmadas fuerzas restantes tuvieron que levantar el sitio y retirarse.

El historiador griego Herodoto también habla de una misteriosa derrota del ejército de Senaquerib. Aparentemente, su relato no tiene nada que ver con Jerusalén (en sus nueve libros, Herodoto no menciona a los judíos ni una sola vez), pero se refiere a una plaga de ratones que royeron las cuerdas de los arcos asirios, dejó a la hueste mal armada y la obligó a retirarse.

Indudablemente, Senaquerib se retiró sin tomar Jerusalén, pero las razones de ello quizás hayan sido más prosaicas que los relatos de la Biblia o de Herodoto. Egipto era muy débil por entonces, pero debía hacer algún esfuerzo para liberar a Jerusalén. A fin de cuentas, no podía permitirse una victoria asiria. Senaquerib debía de haber estado enterado de las intrigas de Egipto y, si Jerusalén caía, habría quedado expedito el camino para atravesar la Península del Sinaí y descargar su venganza sobre la tierra del Nilo. Y todo el que conocía a Senaquerib sabía que la venganza no sería suave.

Por consiguiente, un ejército egipcio marchó en ayuda de Jerusalén y Senaquerib tuvo que luchar contra él. Los asirios ganaron, pero quedaron inevitablemente debilitados y se redujeron sus probabilidades de tomar Jerusalén. Por añadidura, los virreyes de Senaquerib en Babilonia debieron de enviarle mensajes para informarle de que la región estaba en rebelión nuevamente, y con seguridad al monarca asirio la gran metrópoli de Babilonia le parecería más importante que la pequeña ciudad montuosa de Jerusalén.

Así, el ejército asirio tuvo que retirarse lleno de frustración. Mas para los asirios sólo fue un pequeño inconveniente; excepto en lo concerniente a la conservación de su propio rey y de sus costumbres, Judá tuvo poco que celebrar. La tierra fue devastada, Ezequías tuvo que pagar una enorme indemnización y, además, volver a pagar tributo.

Judá siguió pagando tributo durante el resto de la historia de Asiria y quedó tan debilitada que nunca volvió a rebelarse contra esta nación. El hijo de Ezequías, Manasés, que reinó durante medio siglo, no halló seguridad alguna en ningún otro curso de acción que no fuese el de ser un abyecto títere asirio. Hizo todo lo posible para suprimir a la facción profética nacionalista, dedicada constantemente a una graneada prédica antiasiria que podía provocar el desastre final de una nueva invasión y asedio. Como consecuencia de esto, Manasés es execrado por los autores bíblicos.

Las llamas de la rebelión se encendieron nuevamente en Babilonia, y Senaquerib comprendió claramente que Babilonia nunca se sometería mientras dispusiera de la ayuda elamita. Por ello, decidió llevar una ofensiva directamente contra Elam, y hacerlo, no abriéndose camino por Babilonia, ya que de este modo llegaría a Elam con fuerzas peligrosamente debilitadas, sino llevando un inesperado ataque desde el mar.

Construyó barcos en el Norte y el Oeste, para que los espías elamitas no se percataran muy pronto de sus planes. Puesto que los asirios no tenían experiencia marina, Senaquerib empleó a fenicios para tripular sus barcos.

Quizá haya tenido también a su servicio a algunos navegantes griegos. (Tal vez fue entonces cuando Grecia y Asiria entraron en contacto por vez primera, de este modo relativamente pacífico). Algunos de los griegos volvieron luego a su patria con relatos sobre la gran ciudad de Nínive, que pueden haber sido la fuente material de las leyendas griegas sobre Nino y Semíramis.

Finalmente, la flota estuvo lista. Navegó rápida y sigilosamente Éufrates abajo, pasando por Babilonia pero sin atacarla, hasta llegar al golfo Pérsico. La fuerza expedicionaria asiria desembarcó en la costa elamita y penetró en el interior.

Si los elamitas le hubiesen hecho frente y combatido, Senaquerib habría obtenido una gran victoria, pero respondieron a la inesperada acción asiria con otra igualmente inesperada. Dejaron su nación defendida por una pequeña fuerza y enviaron el grueso de su ejército a Babilonia, para unirse allí con los rebeldes, colocando a Senaquerib en el riesgo de verse aislado de su base. Senaquerib tuvo que retirarse, viendo desbaratarse todos sus planes.

Fue una frustración que superaba en mucho a todo lo que podía haber sentido con respecto a Jerusalén, y provocó a Senaquerib un verdadero ataque de furia.

Hasta entonces, Babilonia había permanecido intacta gracias a su gloriosa historia. Era la más grande, rica y culta ciudad del Oeste, con ya mil años de historia detrás. Mantuvo la vieja religión sumeria y fue la cuna del dios principal de su particular versión de dicha religión, Marduk (que había sido elevado a ese rango en tiempos de Hammurabi).

Sin duda, Babilonia estaba bajo la férula de Asiria, pero esto no afectaba al sentimiento babilónico de superioridad. Los babilonios deben de haber considerado a los asirios de manera muy similar a como los griegos habrían de considerar a los romanos cinco siglos más tarde. Los asirios (como los romanos) eran buenos guerreros, pero nada más. Para todo lo importante en la vida —la religión, la lengua y la cultura—, Asiria tenía que acudir a Babilonia.

Asiria misma debe de haber sentido esto e, involuntariamente, rendía a Babilonia una reverencia casi supersticiosa. Era como si los reyes asirios no se atreviesen a afrontar la execración de la posteridad, si llegaban a dañar a Babilonia. (Un sentimiento similar protegió a grandes ciudades de famosa historia cultural, como Atenas, Florencia y París).

Pero Senaquerib, loco de frustración, ya no podía ser contenido por el pensamiento de la grandeza babilónica. Tenía que darle una lección, una terrible lección. Todo el mundo debía ver que ni siquiera Babilonia podía resistir la furia asiria y, quizá, si presenciase la venganza asiria, no habría más problemas.

Senaquerib, en el 689 a. C., se abrió camino hacia Babilonia e inició la completa destrucción de la ciudad. Destruyó su sistema de canales, echando abajo los diques y rellenando las acequias con el barro de las casas que hizo abatir desviando la corriente del Éufrates. Hasta destruyó los templos y se llevó a Asiria la misma estatua de Marduk. Su propósito era arrasar totalmente la ciudad.

Pero no lo consiguió. La ciudad sobrevivió, muy miserablemente al principio, pero sobrevivió.

El mismo Senaquerib tuvo mal fin. En el 681 a. C., mientras efectuaba ritos religiosos, murió como resultado de una conspiración montada por sus dos hijos mayores.